Amnesia

Amnesia


Capítulo 3

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Capítulo 3

 

Kristina se acurrucó en la cama, con el teléfono entre el hombro y la oreja. Había llamado a su tía en cuanto había subido a la habitación. Y, como siempre, la voz de Rebecca le había hecho sentirse mejor.

—En serio, Rebecca, no podrías creer lo maravilloso que es este lugar.

Rebecca Fortune era su tía favorita y se llevaban tan pocos años que, más que como a una tía, la veía como a una hermana mayor.

—Está lleno de posibilidades, aunque ahora mismo tiene un aspecto un tanto anticuado.

— ¿Con cabeza de ciervo encima de la chimenea incluida?

—Bueno, no es para tanto, pero casi.

—Suena maravilloso.

Kristina podía imaginarse perfectamente la imagen que su tía se estaba haciendo del hostal. Probablemente se lo imaginaba como un lugar aislado y casi en ruinas. Y aunque el hostal estuviera en mal estado, tampoco parecía que fuera a derrumbarse.

—Eso lo dices porque piensas como una escritora de novelas de misterio, y no como una posible huésped.

—Lo siento, querida, es la fuerza de la costumbre.

Se hizo un momentáneo silencio. Kristina pudo advertir cómo cambiaba el tono de voz de su tía cuando Rebecca continuó diciendo:

—Supongo que por culpa de mi condición de escritora de novelas de misterio soy incapaz de aceptar la muerte de mi madre —suspiró.

—Rebecca... —comenzó a decir Kristina con inmenso cariño.

—Lo sé, lo sé. Vas a decirme que tengo que aceptarlo, pero no puedo. Necesito alguna prueba, Kristina. Algo con lo que cerrar el último capítulo. Ahora mismo tengo la sensación de que esto es una especie de final en el que cada capítulo termina con la palabra «continuará».

Kristina sabía que no tenía sentido discutir con Rebecca. A su manera, era tan tenaz como lo había sido Kate. Aquel era un rasgo que Kristina tenía en común con ellas.

— ¿Y el detective al que contrataste ha averiguado algo?

—Gabriel Devereax está haciendo todo lo que puede, pero no es suficiente. Además, al final se ha visto envuelto en muchas otras investigaciones y está buscando pruebas para demostrar la inocencia de Jake. Sé que él no mató a Monica Malone y pronto lo demostraremos Y en cuanto esto acabe, volveremos a ocuparnos de la muerte de Kate. Todavía no me he dado por vencida —Rebecca cambió rápidamente de tema, señal inequívoca de que no quería seguir hablando ni de Gabriel ni de su madre— Y parece que tú también vas a estar muy ocupada. Mi madre nunca me habló de ese hostal.

Kristina bajó la mirada hacia la colcha sobre la que estaba sentada. Aunque era bonita, había conocido tiempos mejores.

—No me extraña —contestó riendo—. Si fuera propietaria de un lugar como este tampoco lo divulgaría demasiado.

—Pero estás decidida a cambiarlo —dijo Rebecca.

Kristina se enderezó en la cama, como si se estuviera preparando para la batalla que tenía por delante.

—En cuanto pueda contar con la colaboración de Max, el vaquero.

— ¿Que es...?

Kristina comprendió que había olvidado aquel pequeño detalle cuando le había hablado a su tía del hostal.

—El otro propietario.

—Espera un momento. Yo pensaba que el hostal era de un matrimonio apellidado Murphy.

—Lo era, pero se jubilaron y le cedieron la propiedad a su hijo adoptivo —bufó burlona—. Supongo que no les importaba mucho lo que pudiera ocurrirle al hostal

—Parece que no te llevas muy bien con él.

Kristina reprimió una sonrisa. Ella podría haber dicho lo mismo de su tía y del detective al que había contratado.

—Digamos que parecemos una pareja de perros hambrientos disputándose un hueso.

—Eso no tiene muy buena pinta. Procura cuidarte —le recomendó Rebecca.

—No te preocupes. Lo único que tiene ese vaquero es una sonrisa atractiva y algodón en el cerebro. Estoy segura de que sabré manejarlo —dijo con confianza.

En aquel momento llamaron a la puerta. Kristina miró hacia allí con impaciencia.

—Tengo que colgar, Rebecca Están llamando a la puerta. Me temo que voy a estar muy ocupada, así que probablemente no llame muy a menudo. Dile al resto de la familia que me pondré en contacto con ellos.

—Claro, aunque últimamente yo también he estado demasiado entregada a las investigaciones como para ocuparme de atender a la familia. Tenemos que liberar a Jake como sea.

—Sí —Kristina no se había creído ni por un momento que Jake hubiera matado a aquella horrible mujer.

—Estamos haciendo todo lo posible para llegar al fondo de este asunto. Todo el mundo sabe que Jake es incapaz de hacer ningún daño a nadie.

Kristina oyó que volvían a llamar a la puerta y su impaciencia creció ante aquella segunda interrupción.

—Todo el mundo, excepto los jueces. ¿Han señalado ya la fecha del juicio?

—Será a principios de marzo.

—Estaré allí para entonces —le prometió—. Buena suerte, Rebecca. Nos veremos dentro de unas semanas.

Llamaron por tercera vez, y en aquella ocasión con más insistencia. Kristina se inclinó sobre la mesilla de noche y dejó el teléfono al lado de la lámpara. Una lámpara que podría sustituir por un farol, pensó.

Kristina reunió todas las notas y bosquejos que había estado haciendo y los dejó al lado del teléfono.

—Adelante.

Refrenando su enfado, Max giró el pomo de la puerta y entró en la habitación. Antes de llamar, había oído algún retazo de la conversación de Kristina. Así que algodón en el cerebro, ¿en? Pues bien, iba a disfrutar mucho demostrándole lo temible que podía llegar a ser un contrincante descerebrado.

En cuanto Max entró en la habitación, Kristina sintió la hostilidad que surgía entre ellos. Había algo en su presencia que la hacía sentirse inquieta.

Se levantó de la cama. Sin los tacones, apenas le llegaba a Max por los hombros. Aquello la colocaba en situación de desventaja. Se acercó los zapatos con el pie y se los puso rápidamente.

— ¿Temía que hubiera empezado a trabajar sin usted? —le preguntó.

Max hundió los pulgares en las trabillas de los vaqueros y le dirigió una larga mirada.

—Sí, la verdad es que se me ha pasado esa idea por la cabeza.

Había algo insondable en su mirada que alimentaba la sensación de inquietud de Kristina.

— ¿Entonces por qué ha venido?

Las palabras de June, recomendándole precaución, resonaban en los oídos de Max. Y lo ayudaron a elegir cuidadosamente sus palabras.

—He pensado que quizá hayamos empezado con mal pie.

¿Estaría disculpándose? ¿Era eso lo que veía en sus ojos? ¿Malestar?

— ¿Con mal pie? Esa es una forma muy diplomática de decirlo —Kristina esperó a que Max continuara, anticipando una disculpa.

Aquella mujer tenía algo irritante. Max había subido a su habitación esperando empezar de nuevo, hacerle comprender lo que sentía él por el hostal. Estrangularla no formaba parte del plan, aunque no habría estado del todo mal. Y siempre podría declarar que se había mordido la lengua y había muerto envenenada.

Max forzó una sonrisa.

—Quiero invitarla a cenar.

Kristina lo miró con recelo.

—Aquí, en el hostal.

—Estupendo, porque estaba pensando en probar la comida del hostal —Kristina decidió aprovechar la situación—. Y también podríamos hablar de negocios mientras cenamos.

La idea era intentar relajarla un poco, suavizarla. Y si hablaban de negocios, terminaría surgiendo otra discusión que no contribuiría en absoluto a generar un buen ambiente entre ellos.

Max se acercó a Kristina.

—Estaba pensando en algo que nos ayudara a conocernos.

El crujido de un trueno sobresaltó a Kristina. Miró hacia la ventana, como si esperara ver qué había destrozado. Dejó escapar un suspiro y se volvió, solo para descubrir que prácticamente estaba rozando a Max. Y un rayo de una naturaleza completamente diferente la hizo sobresaltarse en aquella ocasión.

Tardó algunos segundos en volver a concentrarse en la conversación. Apretó los labios y preguntó:

— ¿Por qué?

— ¿No le gusta conocer a la gente con la que hace negocios?

—Solo si tengo que hacerlo.

Y, obviamente, la cena con Max no era algo que ella hubiera elegido.

—Lo hace sonar realmente atrayente —comentó Max secamente.

David había sido extraordinariamente encantador. Kristina había confiado en él, había creído en sus palabras. Y él se había aprovechado de ella. Pero nunca volvería a ocurrirle nada igual. Ni en el amor ni en ningún otro aspecto de su vida.

—No he venido aquí para hacer amigos, Cooper. He venido con un propósito muy diferente.

«Y montada en una escoba, seguro», pensó Max con ironía.

Se preguntó si Kristina disfrutaría irritándolo. Intentando otra forma de aproximación, la agarró del brazo y la obligó a salir de la habitación.

Sorprendida, Kristina intentó liberarse, pero descubrió que no podía.

— ¡Eh!

Max, ignorando su protesta, dijo con voz educada, aunque tensa:

—Creo que en cuanto empiece a familiarizarse con el lugar y con las personas que trabajan aquí, se dará cuenta de que...

Kristina ya sabía lo que iba a decir. Pero eso no cambiaría nada. Ella ya había hecho sus propios planes y pensaba convertirlos en realidad.

—Estoy segura de que toda la gente que trabaja aquí es encantadora. Pero esto no es su casa, es su lugar de trabajo. Y yo quiero que lo parezca.

—Se equivoca.

Por supuesto. Tenía que decir eso. Los hombres como Max Cooper tenían que llevar la contraria en todo.

— ¿En qué?

Max volvió a agarrarla del brazo para bajar con ella las escaleras. No quería discutir con ella, pero era prácticamente imposible evitarlo.

—Esta es su casa, su hogar. Los empleados viven en el hostal. Y esta también ha sido hasta hace muy poco mi casa.

Bien, eso explicaba muchas cosas. Kristina no fue consciente del tono de condescendencia que adquiría su voz al decir:

—Y estoy segura de que, cuando era niño, este era un lugar magnífico.

Max sintió que los ánimos se le enardecían. Eso no era lo que él buscaba. Él pretendía convencerla, no discutir. Pero al parecer las cosas no iban en aquella dirección.

Volvió a sorprenderla, en aquella ocasión, posando bruscamente un dedo sobre sus labios.

— ¿Por qué no hacemos una tregua? Aunque solo sea hasta la hora de la cena. Después podemos continuar negociando sobre un buen fuete —advirtió la mirada de superioridad de Kristina—. ¿O acaso es vegetariana?

Kristina estuvo a punto de contestar que sí, aunque solo fuera para enfadarlo. Había algo en él que la instaba a presionarlo de un modo perverso. Quizá fuera su actitud hacia ella: la trataba como si fuera una niña jugando a trabajar. O quizá fuera que era tan condenadamente atractivo como David.

—No, un filete me parece una buena cena. Poco hecho.

En aquella ocasión, fue Max el que pareció sorprenderse. La respuesta de Kristina consiguió arrancarle una sonrisa.

—Vaya, por fin estamos de acuerdo en algo.

Kristina echó la cabeza hacia atrás. Era un gesto arrogante, de desafío. Pero, por un breve instante, a Max le pareció teñido de cierta inseguridad. Aunque probablemente fueran imaginaciones suyas.

—A la larga, también nos pondremos de acuerdo sobre el hostal —le aseguró Kristina mientras entraban en recepción.

Max sonrió sin decir una sola palabra. «Cuando las vacas vuelen», pensó.

El comedor estaba situado en la parte de atrás del hostal y tenía una magnífica vista del mar de la que Kristina había tomado nota durante el primer recorrido por el edificio. En aquel momento, con aquel cielo de tormenta, le causó una magnífica impresión.

Max advirtió su expresión y la interpretó como un punto a su favor.

— ¿Le gusta la vista, o también quiero mejorarla? —no pudo evitar añadir.

Kristina apretó los dientes. Se había acostumbrado a expresar sus opiniones con dureza porque había descubierto que nadie se molestaba en escuchar sus sugerencias cuando las planteaba educadamente. La veían siempre como la nieta de Kate o la hija de Nathaniel. Y era cierto que lo era. Pero también era muchas cosas más.

—Solo me gustaría asegurarme de que las ventanas estén siempre limpias —contestó con naturalidad.

Max se preguntó si al matarla allí mismo arruinaría el apetito de otros huéspedes o si se ganaría sus aplausos.

Sydney se acercó en ese momento a su mesa. Al igual que Antonio, tenía una doble labor en el hostal. Max le hizo un gesto con la cabeza.

—Dile a Sam que queremos dos filetes poco hechos.

— ¿Algo para beber? —preguntó Sydney, mientras dejaba una cesta de pan en medio de la mesa.

Max se habría pedido un whisky doble.

—Solo agua. Para los dos.

—Soy capaz de pedir por mí misma, Cooper —saltó Kristina.

Max levantó las manos al instante.

—Lo siento. No pretendía invadir su territorio. Adelante.

—Un café con hielo, por favor —le dijo Kristina a Sydney mientras se sentaba.

—Muy apropiado —musitó Max. Sus ojos se encontraron y se sostuvieron la mirada. Max vio un relámpago de furia en los de Kristina y sintió una cierta satisfacción—, teniendo en cuenta el calor que traerá la tormenta.

Por el momento, Kristina permaneció en silencio. Sydney se volvió hacia Max.

— ¿Y queréis algo más?

—No, pero dile a Sam que se dé prisa —quería que aquel trance durara lo menos posible.

Sydney le dirigió a Max una sonrisa.

—Claro, Max —la sonrisa se heló en sus labios cuando miró a Kristina—. Señorita Fortune.

Kristina extendió la servilleta en su regazo. Sin esperar a Max, cortó una rebanada de pan. El pan debería haber estado caliente, advirtió. Alzó la mirada hacia Max, pero decidió que no merecía la pena perder el tiempo comentando detalles que sería incapaz de apreciar.

Otros, sin embargo, no podía dejar de señalarlos.

—No debería permitir que lo tuteara.

—Es curioso. Yo estaba pensando que no debería insistir en que la tratara de usted.

— ¿Por qué?

Max habría jurado que era algo evidente. Pero quizá no para una princesa de hielo.

—Porque crea distancias.

—Eso es exactamente lo que pienso.

Max tomó aire. Era obvio que aquella mujer no tenía ninguna experiencia en tratar a personas que no habían nacido con una cuchara de plata en la boca.

—Se supone que uno pretende que consideren que su trabajo es algo más que un simple trabajo.

Su razonamiento era tan absurdo que le quitó a Kristina la respiración.

—Pero es que esto es un trabajo. Se les puede incentivar mediante pagas extras o algún tipo de premio, por ejemplo.

Max dejó caer el trozo de pan que tenía en la mano, y con él, lo poco que le quedaba de apetito.

—Habla como si trabajáramos con focas en un circo —se inclinó hacia delante, de modo que su rostro quedaba a solo unos centímetros del suyo—.Tiene una manera muy extraña de desanimar a la gente —le reprochó.

No, evidentemente, no iba a disfrutar nada trabajando con ese idiota. Kristina cuadró los hombros.

—No me gusta mucho, Cooper. Afortunadamente para mí, no creo que eso importe. Podemos trabajar juntos sin necesidad de caernos bien.

—Siempre y cuando haga las cosas a su manera...

—Si mi manera de hacer las cosas tiene sentido...

Max curvó los labios en una sonrisa carente por completo de humor.

—Y lo tendrá siempre que nos permita ganar mucho dinero, ¿correcto?

—La mayor parte de la gente hace negocios para ganar dinero.

Sydney volvió en aquel momento con la comida. Max esperó a que la camarera se retirara para contestar, y no le pasó por alto la mirada de compasión que le dirigió la joven antes de marcharse.

Se inclinó entonces hacia la fuente que tenía Kristina delante y decidió aprovecharse de aquella pequeña distracción.

—Empieza a comer, Kris —la tuteó.

Kristina odiaba los diminutivos.

—Me llamo Kristina.

Aquella mujer era un auténtico dolor, pensó Max, resignándose a soportar la peor cena de su vida.

—Empieza a comer, Kristina.

Con expresión de haber obtenido una pequeña victoria, Kristina cortó un pedazo de carne. Tenía que reconocer que tenía un aspecto muy apetitoso. Aunque la presentación podía mejorar considerablemente.

Alzó la mirada y vio que Max la estaba observando.

—Mire a su alrededor. El hostal tiene dieciséis habitaciones y solo hay cinco ocupadas.

El filete estaba perfecto, pero Max había perdido completamente el apetito.

—Y tú pretendes llenarlas.

—Sí —su mirada resplandeció—. La gente tendrá que reservar habitación con dos meses de antelación.

Aquella mujer no sabía nada de negocios. ¿Cómo podía estar tan convencida de sus ideas?

—Estás muy segura de ti misma, ¿no?

—Sí —contestó sin vacilar.

— ¿Por qué?

—Porque tengo olfato para los negocios.

— ¿Eso es todo lo que este lugar es para ti? ¿Un negocio?

—Por supuesto —lo miró con incredulidad—. ¿Qué otra cosa podría ser?

Con infinita paciencia, como si fuera un profesor enseñando a una niña, Max comenzó otra vez:

—Antes he comentado que era como un hogar...

—Ahórreme los sentimentalismos, Cooper. Eso solo es otra excusa para no hacer nada. Estoy segura de que se siente muy cómodo de esta manera. Pues bien, no tiene por qué preocuparse. Yo me encargaré de todo. Estoy acostumbrada a hacerlo. Usted puede dedicarse a dormitar.

Max había intentado ser educado. Pero era obvio que aquella mujer solo comprendería una demostración de fuerza.

—Dime, Kristina, porque yo soy completamente nuevo en esto ¿tienes que tener algún cuidado en especial por el hecho de tener una cartera donde el resto de las personas tienen el corazón?

Kristina levantó la cabeza bruscamente. ¡Cómo se atrevía!

—Si va a empezar a insultarme, no podremos seguir hablando.

— ¿Seguir hablando? Pero si hasta ahora solo has hablado tú.

Kristina se levantó y dejó la servilleta en la mesa.

—Dígale al chef que la carne estaba deliciosa. Y siento no poder decir lo mismo de la compañía.

Y sin más, abandonó el comedor.

Al igual que el resto de los comensales, Sydney estaba contemplando la escena. Inmediatamente se acercó a la mesa para retirar el plato de Kristina.

—Si yo estuviera en tu lugar, Max, habría terminado pegándole.

Max suspiró. Sydney podía tener muy buenas intenciones, pero nada alteraba el hecho de que iba a tener que encontrar la manera de trabajar con aquella irritante mujer.

—Gracias, pero no estás en mi lugar, y pegarle no habría servido de nada.

Max se levantó con un suspiro y se fue a buscar a Kristina, consciente de que los demás huéspedes lo estaban mirando. Dios, cuánto deseaba volver a la obra. El acero y el cemento eran cosas que sabía cómo manejar. Pero, en el mundo de las mujeres ricas y mimadas, no tenía nada que hacer.

Un mundo al que Alexis se había unido muy rápidamente, recordó, tras abandonarlo a él para correr a casarse con uno de sus engreídos ejecutivos. Cuando pensaba en ello, el hombre que Alexis le había descrito le parecía la contraparte masculina de Kristina.

Max pasó por delante del escritorio de June. En vez de decir nada, la mujer señaló hacia la puerta. Max suspiró y salió corriendo.

Y llegó a tiempo de ver a Kristina dirigiéndose hacia la playa.

Dios, con un poco de suerte, se ahogaría en el mar.

Pero no podría permitirlo.

Soltó una maldición y salió corriendo tras ella.

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