Amnesia

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Lago Narrows, Minnesota, verano.

Paul y Robert habían salido antes de la oficina para pescar en el lago. Eran amigos desde la Primaria, trabajaban en la misma agencia de viajes extremos de aventura y se habían casado con dos de sus compañeras de la Escuela Secundaria; Rosemary y Anna, dos de las muchachas más guapas del condado y las mujeres más absorbentes del estado de Minnesota. El único momento del día en el que les dejaban tomarse unas cervezas, hablar de los viejos tiempos y olvidarse de su monótona vida en aquel lugar apartado del mundo, era cuando salían a pescar. Paul siempre tomaba la iniciativa, por algo había sido el capitán del equipo de rugbi. Era de corta estatura, pelo castaño, perilla algo canosa, ojos avellana y complexión robusta. Su amigo Robert era más alto y estilizado, con el pelo lacio y más moreno, las facciones suaves y una voz ronca.

Los dos amigos caminaron por el sendero, después de dejar su furgoneta Toyota en el camino principal, hasta un lado del lago donde siempre había un gran número de peces. Aquel lugar era especial: en otoño los árboles rojizos parecían arder bajo el sol mortecino de octubre; en verano el calor podía llegar hasta los cuarenta grados y, con la sensación de humedad, se sudaba como si te estuvieran asando a la parrilla en la feria local de Internacional Falls.

Llegaron a un pequeño claro junto a la orilla del lago y sacaron todos los utensilios de pesca, se colocaron el peto impermeable para poder meterse en el agua y colocaron los cebos para la pesca con mosca. Lo cierto es que no les importaba llevar ninguna pieza a casa, todo lo que lograban sacar del lago era devuelto de inmediato a las heladas aguas del Narrows, pero siempre era gratificante engañar a los peces y hacerse con varias capturas. Durante unos segundos la adrenalina corría por sus frías venas y sentían que había aún algo por lo que emocionarse y levantarse cada mañana para ir a la oficina.

Paul salió del agua sin previo aviso, su amigo le miró de reojo, imaginaba que se estaba orinando, pasados los cuarenta la vejiga parecía siempre a punto de estallar. Robert miró al cielo despejado de la tarde, aquella paz era inigualable. Un par de veces había estado en la ciudad de Nueva York y en una ocasión en Toronto, pero no cambiaría aquellos inmensos bosques vírgenes por la locura del asfalto y los coches soltando su vómito de humo por todas partes, ni por todo el oro del mundo.

—¡Dios mío! —escuchó gritar a su amigo. Robert notó cómo el corazón le latía con más fuerza y tiró la caña de pescar a un lado y salió con dificultad del fango. Apenas había caminado unos veinte metros cuando vio a su amigo con la cremallera bajada mirando algo en el suelo. Al principio pensó que se trataba de una serpiente, pero cuando vio un pie descalzo supo que era el cuerpo de una mujer.

—¿Qué demonios? —logró decir mientras se agachaba delante de una mujer de algo menos de cuarenta años, con el cuerpo magullado, una melena rubia suelta a un lado y la ropa hecha jirones. La mujer se aferraba a un muñeco de peluche de color marrón, sucio y al que le faltaba uno de los ojos negros. Al principio pensaron que estaba muerta, nunca habían visto un cadáver que no fuera en el tanatorio del pueblo, pero aquellos siempre iban bien vestidos y maquillados.

Paul se cerró la bragueta y puso la mano delante de la nariz de la mujer, después le tomó el pulso. Parecía débil, como el de un reloj al que se le están terminando las pilas.

—Está viva —dijo el hombre mirando a su amigo. Robert sonrió como si aquella buena noticia le tranquilizara en parte. Aunque sabían que tendrían que andar algo más de dos kilómetros para llegar a su furgoneta, allí tenían más posibilidades de que sus teléfonos tuvieran cobertura.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Peter.

—La llevamos hasta la Toyota. Tiene que verla un médico cuanto antes.

Los dos hombres dejaron todos los útiles de pesca frente al lago y cargaron con la mujer cuesta arriba, cuando llegaron a la carretera se encontraban exhaustos. Llamaron a emergencias y la tumbaron en la parte trasera de la furgoneta. Escucharon que la mujer susurraba algo, parecía un nombre o al menos eso entendieron. Se acercaron para intentar escuchar mejor y la mujer abrió los ojos de repente, dándoles un buen susto.

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