Amira

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SEGUNDA PARTE » Nancy Karin

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Nancy Karin

—¿Cómo es tu institutriz rubia?

Amira había oído la pregunta un centenar de veces en los años transcurridos desde que la señorita Vanderbeek había entrado al servicio de los Badir. Las institutrices eran un tópico en la conversación entre sus amigas, que también tenían una. Pero ninguna de ellas era como la señorita Vanderbeek. Amira intentaba siempre ponerle alguna objeción —era demasiado estricta, demasiado seria, demasiado extranjera— porque, como todo el mundo sabía, daba mala suerte alabar a quien se amaba.

—Oh, está bien, supongo. —Se encogió de hombros, haciendo una pequeña concesión a las alabanzas, porque la persona que preguntaba era Laila y era difícil ocultarle la verdad a la niña, casi una mujer en realidad, que se había convertido en la mejor amiga de Amira tras la marcha de Malik.

—Vamos, contesta. ¿Crees que es guapa?

Amira creía que la señorita Vanderbeek, con su piel lechosa y sus ojos como el cielo claro del mediodía, era hermosa.

—No lo sé —contestó—. Ella no lo cree. Y está terriblemente delgada.

Eso era cierto. Según el estándar de belleza remalí, nanny Karin estaba casi demacrada. Todo el mundo decía que jamás encontraría a un hombre, pero lo había encontrado en otro tiempo.

—Las mujeres europeas son delgadas. Fíjate en Brigitte Bardot.

—¿Quién?

—La estrella de cine francesa. —Era el tipo de información mundana de la que Laila parecía disponer fácilmente. Amira no había oído hablar de Brigitte Bardot hasta entonces—. Es delgada como una serpiente —continuó—, pero los hombres europeos creen que es sexy. ¿Es sexy la señorita Vanderbeek?

—¡Laila! —Amira había oído hablar de relaciones conyugales entre hombres y mujeres desde niña, pero la sugerencia de que alguien, sobre todo una mujer, y en particular nanny Karin, pudiera ser «sexy» era escandalosa.

—Tranquila, gorrioncillo, sólo estaba bromeando. Sé que ha tenido una vida trágica.

Eso también era cierto. Ambas guardaron silencio durante un rato, reflexionando con deliciosa melancolía.

—Vine a Al-Remal cuando tenía sólo veintidós años —había explicado la señorita Vanderbeek a Amira—, para trabajar como secretaria y traductora de una constructora holandesa. Estábamos construyendo una planta desalinizadora del agua del mar. —Emitió un hondo suspiro, como si el recuerdo fuera aún demasiado doloroso.

—Y luego te enamoraste —dijo Amira con impaciencia, pues le encantaba la historia del romance de su institutriz; nunca se cansaba de oírla.

—Sí. —La señorita Vanderbeek sonrió—. Me enamoré.

—De un saudí. Un piloto.

—Sí. En realidad tenía un avión propio y transportaba pasajeros entre las principales ciudades y los pequeños pueblos costeros de Arabia Saudí. Nos conocimos en uno de esos vuelos. Intercambiamos una mirada —continuó la señorita Vanderbeek—, nada más, pero fue suficiente.

Amira suspiró. Conocer al amado flotando entre las nubes, reconocer el quismah, el destino… ¿Podía haber algo más romántico?

—Lutfi no era como los demás hombres que he conocido— explicó la señorita Vanderbeek—. No intentó aprovecharse de mí sólo porque era una mujer occidental…

Amira asintió con vehemencia. Sabía que su institutriz no hubiera traspasado jamás el umbral de Ornar Badir de haber tenido su reputación el más leve indicio de mancha.

—No, se comportó de manera honorable desde el principio. Quiso visitar a mi familia, pero mis padres habían muerto y yo estaba sola en el mundo, así que fue a ver al hombre que a su parecer tenía más responsabilidad sobre mí, mi supervisor, el señor Haas.

Amira sonrió. Le gustaba aquella parte de la historia, pues le parecía un testimonio de la perseverancia del verdadero amor.

—Pero el señor Haas era un ingeniero con un carácter muy científico y nada sentimental. Sencillamente no comprendía por qué aquel piloto, «un tipo muy simpático», decía él, había empezado a visitar la oficina una vez por semana llevando regalos para charlar amigablemente de cosas insustanciales y mencionar mi nombre como de pasada. Por supuesto, Lutfi esperaba una reacción adecuada para dar el siguiente paso y empezar a hablar de sus cualidades como marido, pero el señor Haas no decía nunca una sola palabra sobre mí. Pobre Lutfi. —Por un momento, la señorita Vanderbeek pareció ensimismarse en un recuerdo agridulce.

«Cuando me habló después de su desesperación por hacerse entender sin decir directamente que era a mí a quien pretendía, claro está, no supe si echarme a reír o a llorar. Por fin, en su sexta visita, cuando ya estaba a punto de declarar su propósito abiertamente sin pensar en las consecuencias, el señor Haas mencionó que yo pensaba convertirme al Islam. No tenía nada que ver con Lutfi mi decisión de convertirme. Al-Remal era el hogar que había estado buscando desde la muerte de mis padres, y el Islam era su religión, pero mi querido Lutfi se quedó mudo por lo que consideró un signo del cielo: que su mayor deseo estaba en consonancia con la voluntad de Dios. Dejó sus regalos sobre la mesa del señor Haas, se subió a su avión y se fue.

Finalmente mi supervisor comprendió que había estado un poco ciego. Aquella misma tarde, cuando me dijo que le parecía que yo tenía un admirador, cuando vio mi cara, dijo: «He estado ciego y he sido un estúpido.» Después de aquello se mostró más que dispuesto a desempeñar el papel de casamentero o lo que hiciera falta para que nos casáramos.

La señorita Vanderbeek hizo una pausa. Sus hombros se hundieron y sus párpados parecieron caer en un gesto de desaliento. Llegaba la parte que a Amira no le gustaba, pues prefería las historias que terminaban con final feliz.

—Pero la familia de Lutfi no quería que se casara conmigo. Les daba igual que me convirtiera o no. Para ellos siempre sería una extranjera. Una mujer sin un pariente masculino que defendiera mi honor. Una mujer que trabajaba entre hombres. —La señorita Vanderbeek pronunció estas palabras como si fueran maldiciones, y Amira dio un respingo por la dureza de su tono—. No podían impedirle que se casara conmigo, o al menos eso dijeron ellos, pero también le dijeron que, si se casaba en contra de sus deseos, no volvería a ser bienvenido en la casa de su padre. Hubiera sido como estar muerto. ¡Pobre Lutfi! Estaba desesperado. Me dijo que no podía vivir sin mí, pero que tampoco podía abandonar a su familia.

—Pero tú le pediste que fuera paciente. Le dijiste que le esperarías hasta que su familia cediera —continuó Amira por ella—. Para siempre, si era necesario.

—Sí. —La voz de la señorita Vanderbeek era casi un susurro—. Para siempre. Pero no tuvimos tanto tiempo. Dos años después, el avión de Lutfi se estrelló en el mar Rojo cerca de Jeddah. No llevaba pasajeros. Y el cadáver de Lutfi no se encontró jamás.

Amira tocó la mano de su institutriz.

—Pero tú te quedaste en Al-Remal.

—Sí, Amira, me quedé. Seguí con la compañía holandesa hasta que concluyó el proyecto. Luego trabajé para una empresa norteamericana, enseñando idiomas a sus empleados y a sus hijos, pero…

—Pero con ellos no eras feliz.

—No, no lo era. Me sentía como si estuviera viviendo en Texas en lugar de Al-Remal. Así que, cuando me enteré de que la familia Badir buscaba una institutriz…

—Viniste aquí, y te quedarás para siempre y todos viviremos juntos por siempre jamás.

La nanny Karin no respondió. Se limitó a acariciar los cabellos de Amira y a esbozar su triste sonrisa.

—Por eso me pregunto cómo es en realidad —dijo Laila—. Cuéntame.

—Bueno, no es como las otras institutrices.

—¡Espera! ¿Veo una columna de llamas? ¿Un mensaje divino?

Amira se echó a reír.

—Ya sabes a qué me refiero. —No hablaba de los cabellos rubios de la institutriz. La señorita Vanderbeek era diferente en otros aspectos más importantes. La mayoría de nodrizas eran mujeres pobres de países como Yemen o Etiopía; Bahia era sudanesa, y la mayoría, como Bahia, habían sido esclavas hasta que, apenas un año antes, el rey había abolido por fin la esclavitud, al menos técnicamente. Muchas, también como Bahia y la gran mayoría de mujeres en Al-Remal, eran analfabetas.

»Algunas veces me pregunto por qué sigue aquí —comentó Amira—. Podría enseñar en alguna universidad extranjera. Las cosas que me enseña… —Buscó las palabras exactas para explicar el modo en que nanny Karin daba vida a las imágenes del mundo fuera de Al-Remal, con sus colores, texturas y olores. Pero al ver la expresión impaciente de Laila, dijo—: ¿Sabes que sé leer en inglés casi tan bien como Malik?

—¿En serio?

—No se lo digas a nadie. A padre no le gustaría si se enterara.

—¡Ja! Y Malik se pondría celoso.

—Y también me está enseñando aritmética. —Amira había bajado la voz.

—¿Qué quieres decir? ¿Lo de dos y dos son cuatro?

—Eso fue al principio. Ahora estoy aprendiendo porcentajes.

—¿Para qué? —Laila parecía realmente sorprendida.

—Nanny dice que el saber no ocupa lugar. Dice que las escuelas que están abriendo para chicas son sólo el principio. Todo lo que enseñan ahora es el Corán, pero algún día las chicas aprenderán lo mismo que los chicos.

—¡Amira! ¿No va eso contra el mismo Corán?

—Nanny dice que no. Asegura que el Corán no dice en ninguna parte que las chicas hayan de ser ignorantes. Es como elgut-wab, el velo. Tampoco está en el Corán. Lo empezó a llevar una mujer rica hace mucho tiempo y se puso de moda. Ahora todas lo llevan, pero no está en el Corán.

—¿Todo eso te lo ha contado la señorita Vanderbeek?

—Sí, pero por favor, no se lo cuentes a nadie. Sé que suena horrible, pero no lo es.

—No te preocupes, tus secretos y los de la señorita Vanderbeek están a salvo conmigo —afirmó Laila con cierta irritación—, pero ella no es la única que sabe cosas. ¿Te has enterado de lo de la aldeana que se ahogó en un pozo?

—Por supuesto. — ¿Cómo no iba a enterarse? Hacía dos días que era la comidilla general.

—Bueno, pues no fue un accidente, ni tampoco suicidio.

—¿Qué quieres decir?

—Alguien la vio entrar en la casa de un hombre en la ciudad —dijo Laila, bajando la voz—. Sus hermanos lo descubrieron y la arrojaron a ese pozo. Todos los de la aldea oyeron sus gritos.

—¡Laila! ¿Cómo sabes eso?

—Ya te he dicho que la señorita Vanderbeek no es la única que sabe cosas. ¿Te gustaría oír más, gorrioncillo?

Amira se recostó para escuchar. Aprender de la señorita Vanderbeek era divertido pero duro. Resultaba agradable tener una amiga como Laila para charlar sobre cosas reales del mundo real. Muy pronto, algún día, le contaría a Laila su deseo secreto: que ella y Malik se casaran y vivieran todos juntos y felices.

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