Amira

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QUINTA PARTE » El hermano Peter

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El hermano Peter

Philippe condujo en dirección oeste por el bulevar de adoquines que atravesaba el corazón de la ciudad. Por lo bajo, iba contando las calles laterales que sobrepasaban. Amira no le interrumpió, sólo deseaba alejarse de aquel lugar. Karim se despertó el tiempo suficiente para decir «Hola, tío Philippe», y volvió a dormirse en el regazo de su madre. Otros coches los adelantaban temerariamente, amenazando con hacer volcar los droshkys de dos caballos.

Philippe giró a la derecha y cruzó un río. Al cabo de unas cuantas manzanas lanzó un juramento en francés, giró a la izquierda y cruzó y volvió a cruzar el mismo río en una rotonda. Pronto llegaron a otro puente bajo el que discurría una corriente más caudalosa.

—El agua está alta —comentó Philippe—, por el deshielo de primavera en las montañas. Espero que no nos cause problemas más adelante.

Aparecieron letreros indicadores del aeropuerto, pero lo dejaron atrás. Amira lanzó a Philippe una mirada inquisitiva.

—No nos vamos en avión —dijo él—. Nos vamos en coche.

—¿Vigilarán el aeropuerto? —dijo Amira.

—No; tardarán horas en establecer vigilancias.

—¿Adonde vamos?

—A Turquía, para empezar. Deberíamos llegar a la frontera al amanecer.

Inshallah.

—Sí, si Dios quiere y este viejo Rover vale la mitad de lo que he pagado por él. Lo he comprado en Rezaiye, en la otra orilla del gran lago. El transbordador tuvo una avería en el motor. Por eso he llegado tarde al hotel. —Miró a Amira de reojo—. ¿Qué ha ocurrido allí?

Amira le contó lo del agente de la Savak.

—Malo. Contaba con que Darya nos hiciera un favor por la mañana. Ah, bueno. No es tan importante, y quizá lo haga de todas formas.

—¿Hacer qué?

—No quiero que lo sepas aún. Cuando hayamos salido de Irán.

—¿Qué le ocurrirá a él?

—¿Al Savak? En el mejor de los casos, pasará uno o dos días muy incómodos. En el peor, aparecerá en ese río que hemos cruzado.

—¿Por culpa nuestra?

—Indirectamente. Y lamento decirte que es posible que ocurra, pero tú no le pediste que te siguiera. Recuérdalo, y recuerda lo que os hubiera hecho a ti y a Darya.

Amira recordó el modo en que Darya le había clavado las uñas al agente, como una tigresa. Jamás había visto a una mujer atacar físicamente a un hombre de aquella manera. Pensando en ello, más asombroso aún resultaba el hecho de que Darya fuera sin duda el jefe del pequeño grupo revolucionario y que los dos jóvenes se sometieran a ella.

Se hallaban ahora fuera de la ciudad, entre montañas, en el desierto alto. La carretera era de tierra. La misma Tabriz estaba casi a un kilómetro y medio de altitud, y habían ido ascendiendo regularmente desde que la abandonaran. Una sorprendente cantidad de vehículos, sobre todo camiones, viajaba con ellos hacia el norte formando una cadena roja de luces traseras en la noche.

Philippe cogió el anticuado maletín negro de médico que siempre le acompañaba.

—Pásame esas botellas de agua, ¿quieres, querida?

Sacó un par de pastillas de un frasco y las tragó con agua.

—Methanfetaminas —explicó—. Desgraciadamente, las necesito para seguir en marcha. No he dormido desde que llegué al país. No te preocupes; te lo digo sólo para que no te asustes si empiezo a ver dragones en la carretera.

A la tenue luz del salpicadero, Philippe parecía ojeroso y sorprendentemente joven a la vez. Amira se dijo que no lo había visto nunca tan atractivo, ni siquiera aquella tarde en un café de París.

—¿Cómo has hecho todo esto? —preguntó al fin.

—Con dinero, viejos favores, viejos amigos. He usado las tres cosas a un ritmo asombroso.

—¿Por qué? ¿Por qué lo haces?

—Ya sabes por qué.

—Sí. Gracias.

—No me lo agradezcas. ¿Llevas el pasaporte?

—Sí.

—Lo perderemos antes de llegar a la frontera. Abre ese compartimiento.

Amira encontró dos pasaportes franceses, uno para ella y otro para Karim. Philippe encendió la luz interior del coche para ella.

—Así que soy madame Rochon, y éste es el pequeño Karim Philippe Rochon.

—Al menos hasta que estemos en Turquía, en un lugar llamado Agri. Allí serás otra persona.

—Estos pasaportes parecen auténticos.

—Hechos por el mejor falsificador de Francia, que es mucho decir. Una de las razones por la que es el mejor es que sólo una selecta clientela sabe que es el mejor.

—¿Cómo lo supiste tú?

—Por uno de esos viejos favores. O dos.

—¿Es seguro usar tu nombre? ¿No nos estarán buscando?

—Como te decía, no buscarán a nadie hasta mañana, y quizá más tarde aún. Sin embargo, el agente de la Savak es una complicación. Será mejor que alcancemos la frontera temprano.

Amira tenía muchas preguntas, pero dejó que se evaporaran todas. Debería estar exhausta, pero la embargaba un júbilo intenso y casi radiante. Estaba con su hijo y junto al hombre que amaba y que huía de noche con ella por el desierto, por países extranjeros, de un peligro conocido a otro desconocido.

Libre.

La palabra acudió a su mente como susurrada por una voz secreta. Nunca hasta entonces se la había aplicado a sí misma.

Libre.

Era como la miel; se probaba una vez y se quería más.

Una neblina baja de polvo atenuaba las luces de los coches que tenían delante, pero las estrellas brillaban con fuerza infinita sobre sus cabezas.

—Ocurra lo que ocurra —dijo a Philippe y al universo entero—, habrá valido la pena.;.

El amanecer los sorprendió en Maku, un pueblo apiñado en un valle, apenas más ancho que la carretera, bajo un inmenso risco sobresaliente. Se habían retrasado en un puente —no mucho más que una alcantarilla en realidad— que un río crecido había derribado.

Philippe aparcó el Land Rover detrás de un camión.

—Volveré dentro de un rato. ¿Qué te apetece comer?

—Cualquier cosa.

—¿Y Karim?

—Le daré de comer mientras vuelves.

Philippe pareció confundido, pero luego asintió.

—Había olvidado que en AX tardáis mucho tiempo en destetar a los niños.

—Tráele algo dulce, si puedes. También come alimentos sólidos.

Philippe volvió al cabo de veinte minutos con pan, queso, kabobs y un termo de café. Para Karim llevaba un yogur con miel.

—Maku —dijo—. ¿Sabes lo que significa?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Según se cuenta, en la Antigüedad un general tuvo que trasladar a su ejército de noche. Marcharon a la luz de la luna hasta que llegaron a este lugar, donde las montañas y el risco de ahí ocultaban el cielo. El ejército se disgregaba dando tumbos en la más profunda oscuridad y el general gritó: «Ma Kuf? Ma Kuf?» Significa «¿Dónde está la luna?».

—¿Dónde has oído esa historia?

—Es famosa en todo el mundo civilizado, aunque es obvio que todavía no ha llegado a AX. —Sonrió—. En realidad había estado antes aquí, y también al otro lado de la frontera, en Turquía. Fue hace mucho, cuando aún era un médico idealista recién licenciado. Era el horror de siempre, un terremoto y la consiguiente epidemia. —Miró en la distancia—. La muerte no es el enemigo —dijo inopinadamente—. La muerte existirá siempre. Lo que te desgasta es el peso de la ignorancia, tan imponente como esa montaña. Había cólera por todas partes; «¿Qué medidas han tomado?», «Oh, comemos ajo». Un niño medio deshidratado por la diarrea; «Le he puesto un hueso de melocotón quemado en el ombligo, excelencia, pero no mejora, por la voluntad de Dios». Estoy seguro de que no ha cambiado nada en todos estos años.

—Ni tú, amigo mío. Sigues siendo idealista, y joven —añadió, porque a la luz del día incipiente su rostro cansado no parecía joven en absoluto.

—¡Ja! Tan joven que voy a necesitar más de ésas para llegar hasta la frontera. —Se tomó una pastilla con un sorbo de café—. Sólo nos falta media hora. No te preocupes, no va a pasar nada. Puede que a mí me hagan unas preguntas por Karim. Si me llama tío Philippe en la frontera, nadie sabrá que no quiere decir «papá» en francés. —Puso el Land Rover en marcha y guiñó el ojo a Amira—. Allonsy.

Cuando salieron del valle, una gran montaña coronada de nieve apareció a la vista, brillante como una novia a la luz del sol naciente.

—Ararat —dijo Philippe—. El Arca de Noé.

Amira asintió. Conocía la historia.

En la frontera había una cola de kilómetro y medio. Tardaron más de una hora en llegar al puesto fronterizo iraní. Allí un soldado con aire agobiado les indicó que siguieran tras un rápido vistazo y unas cuantas palabras. Cuando atravesaban la tierra de nadie en dirección a la aduana turca, Philippe emitió un largo suspiro.

—Hemos pasado el momento crucial. No saben nada. Los turcos tampoco estarán enterados.

Sin embargo, en la aduana turca, tras estudiar sus documentos, el agente ordenó a Philippe que aparcara el Rover a un lado. Instantes después apareció un oficial e indicó a Philippe que saliera. Los dos hombres intercambiaron unas palabras que Amira no entendió, luego Philippe entró con el turco en el edificio.

Cinco minutos. Diez. Quince. Dentro del coche y asustada, Amira inventó un juego para Karim, tirándole bolitas de pan a la boca. Veinte minutos. Veinticinco. ¿Qué estaba pasando? Era plena mañana. ¿Qué ocurría en Tabriz? Alguien debía de haberse dado cuenta de que su habitación estaba vacía. ¿Se había despertado Alí? ¿Y si el hombre de la Savak había escapado de los amigos de Darya?

Philippe salió del edificio seguido por el oficial. Ambos charlaban sonrientes, en un intercambio evidente de muestras de estima. Cuando por fin Philippe puso el Land Rover en marcha, el oficial se apartó, saludó y paró un camión con grandes aspavientos para que Philippe pudiera volver a la carretera.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Amira cuando dejaron atrás la aduana—. ¿Había algún problema?

—No lo sé. Tengo la impresión de que sospechaba algo. Quizá las pastillas. Los agentes de aduanas desarrollan un sexto sentido para las drogas. O tal vez sólo pretendía conseguir baksheesh, como de costumbre. Pero he jugado mi triunfo y he acabado tomando el té con él.

—¿Qué triunfo?

—Cuando estuve en Turquía, trabajé con un joven teniente turco. Nos hicimos amigos. Todavía nos escribimos de vez en cuando. Ahora es general. Así que le pregunté al capitán si por casualidad conocía a mi viejo amigo. Lo conoce, y yo diría que le teme.

Amira se echó a reír y no podía parar de tan grande como era su alivio.

—Dios mío, Philippe, ¿hay algún lugar en la Tierra donde no conozcas a alguien?

—La amabilidad es algo de lo que uno no se arrepiente jamás —dijo Philippe—. Recuérdalo, amor mío.

—Esas pastillas te están convirtiendo en un filósofo.

Philippe se echó a reír.

Atravesaron colinas ondulantes de sorprendente verdor bajo el cielo despejado. Aquí y allá pastaban las ovejas la hierba fresca. Cada vez que aparecía un rebaño, Karim señalaba alegremente y exclamaba: «¡Ovejas!» Philippe comentó que el paisaje le recordaba a Montana, un lugar de Estados Unidos que había visitado. El monte Ararat se elevaba a su derecha, dominando el horizonte.

A cuarenta y cinco kilómetros de la frontera apareció a la vista la primera población, apenas trescientas o cuatrocientas feas casas de piedra, sin más. Pese a su vulgaridad, Amira se sintió excitada porque los hombres que vio vestían a la europea: camisas, jerséis, pantalones, chaquetas de lana y gorras. Pese a que las mujeres no llevaban velo (así lo había decretado varias décadas atrás el fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk), vestían de manera tradicional y cubrían la cabeza con pañuelos.

—En el campo son conservadores —explicó Philippe—. En las ciudades, sobre todo en Ankara, casi te da la impresión de estar en Nueva York, pero aquí se aferran a las tradiciones.

Hacia el oeste, el paisaje cambió. Había menos hierba y más campos arados. Ararat iba quedando atrás, empequeñeciendo con la distancia.

—Cuéntame qué vamos a hacer —pidió Amira.

Philippe asintió, como confirmando que había llegado el momento de dar explicaciones.

—No es el mejor de los planes, pero afortunadamente nos las tenemos que ver con personas bastante predecibles. Muy pronto tu mando se despertará con la peor resaca de su vida y enseguida se dará cuenta de que su esposa ha desaparecido. Quizá el personal del hotel sepa ya que no estás en tu habitación, pero no harán nada sin Alí. Al fin y al cabo, podrías estar en su habitación. Una vez quede claro que has desaparecido, habrá un montón de llamadas a Al-Remal y a Teherán. Todo el mundo tendrá un deseo principal: mantener el asunto en secreto mientras sea posible.

Tarde o temprano saldrá a la luz, pero con suerte tardará un día o dos en hacerse público.

—¿Y luego?

—Mientras tanto —continuó Philippe, sin hacer caso de la pregunta—, te buscarán… discretamente. No lo hará la policía, sino la Savak, y si Darya ha conseguido completar su tarea, tropezarán con un rastro falso.

—¿Qué quieres decir?

—El plan era que ella tomaría el primer vuelo de Tabriz a Teherán. Debería haber llegado hace una hora. A lo mejor te diste cuenta de que se parece un poco a ti, y además tenía que especificar al hacer la reserva que viajaría con un niño. Si alguien le preguntaba en el avión, diría que había decidido dejar al niño con una tía, pero seguiría figurando en la lista de pasajeros. Y se fijarían en ella. Alguien la recordaría cuando la Savak llegara preguntando.

—Parece peligroso para ella.

—Menos que quedarse en Tabriz después de haber secuestrado a un agente de la Savak. En cualquier caso, en Teherán repetirá la misma farsa en dos compañías aéreas diferentes, comprando billetes para Al-Remal en una, y para Londres en la otra. Y allí perderán el rastro, porque no irá a ninguno de los dos sitios, sencillamente abandonará el aeropuerto y se perderá en Teherán.

—¿No descubrirán que no ha cogido ningún avión?

—Al final sí, pero tardarán más de un día en hacer averiguaciones, y entonces el lugar más lógico donde seguir buscando será Teherán.

—¿Y qué haremos nosotros mientras ocurre todo eso?

—Ahora mismo nos dirigimos a una ciudad llamada Van para encontrarnos con un hombre. Él te sacará de Turquía mientras yo vuelvo a Ararat y dejo un segundo rastro falso.

—¿Me dejarás sola? —Era como si el mundo vacilara bajo sus pies.

—Tengo que hacerlo, amor mío —dijo él, sacudiendo la cabeza como para rechazar la idea—. Recuerda el plan: tú y Karim no huís solamente, vais a desaparecer para siempre. Voy a volver para tirar el coche a un río en las montañas. Parecerá que la corriente se ha llevado los cuerpos.

—¿Por qué no podemos ir contigo?

—Porque los tres no conseguiríamos jamás salir de allí sin que se fijaran en nosotros. Yo… yo me iré tranquilamente.

—Pero ¿luego qué? ¿Vas a desaparecer tú también?

—Sí. No te preocupes, querida. Te enterarás de todo más adelante.

—¿Cuándo volveré a verte?

—No lo sé, amor mío. Quizá pase mucho tiempo.

—No me gusta esto, Philippe.

—A mí tampoco, créeme, pero no hay más remedio. Tarde o temprano algún genio de la Savak decidirá comprobar los puestos fronterizos. Cuando aparezca mi nombre, se disparará la alarma. Iniciarán una búsqueda encubierta en París, que es donde imaginarán que hemos ido nada más llegar a un aeropuerto turco. Pero entonces encontrarán el coche accidentado y la alarma se apagará mientras buscan los cadáveres. Eso te dará la oportunidad de marcharte a París.

—¿Voy a París?

—Durante un tiempo. Luego a Estados Unidos.

—¡Estados Unidos!

—Sí, ya te he dicho que te enterarás de todo más adelante. Pero primero has de llegar a París sana y salva.

—¿Quién es ese hombre, el que vamos a encontrar?

—Puede que sea el mejor hombre que he conocido. Se llama hermano Peter.

El aire era frío. Ovejas y cabras pacían entre los montones de nieve, que aún cubría las bajas montañas. Aquí y allá aparecían casas bajas de piedra con grandes almiares sobre los tejados planos. Los granjeros iban en carro o montaban burros pesadamente, cargados por la carretera fangosa y llena de baches.

Amira miraba por la ventanilla con cierto malhumor. El plan de Philippe era demasiado complicado. O quizá no. Daba igual. Lo que importaba era lo que no incluía. ¿Por qué la abandonaba… a ella y a Karim? ¿Por qué no iba con ellos a París, a Estados Unidos, a donde fuera? ¿Adonde iría él? ¿Le aguardaba alguien en aquel lugar?

No tenía derecho a formular tales preguntas, pero no podía evitar pensarlas. La dulzura de su recién adquirida libertad se había evaporado, dejando un amargo regusto. El sabor de la soledad y del miedo.

El Rover llegó a la cima de una cuesta y delante de ellos apareció una ciudad.

—Agri —dijo Philippe.

Era mucho más grande que Dogubeyazit, pero sus habitantes parecían los mismos, la extraña mezcla de hombres vestidos al modo occidental y las mujeres con atuendos tradicionales. Una gran mezquita dominaba el centro de la localidad. Philippe aparcó en una transitada calle cercana.

—Voy a por algo de comida. Date un paseo, si quieres. Nadie te dirá nada.

Amira fue con Karim a una pequeña plaza y rápidamente se encontró rodeada por un grupo de mujeres curiosas y sonrientes. No entendió una palabra de lo que decían hasta que una de ellas le habló en un árabe vacilante:

—¿Adonde va? ¿De dónde es?

¿Qué podía contestar sin comprometerse?

—Nací en Egipto, pero vivo en Francia con mi marido. Vamos en coche desde Teherán a… a Estambul. Era un sueño suyo.

Las mujeres asintieron al oír la traducción de su respuesta. Todas se mostraban comprensivas con una mujer cuyo marido tenía extrañas ocurrencias.

Philippe regresó seguido por varios hombres que rivalizaban entre sí por ayudarle. Uno llevaba el termo, otro una cesta de comida. Un tercero se arrodilló para inspeccionar los neumáticos del Rover y asintió con aparente satisfacción por su estado. Cuando por fin Philippe consiguió meter a Amira y a Karim en el coche, alguien le pasó una botella por la ventanilla y se oyeron gritos de «¡Sagol!».

¡Sagol! —replicó Philippe. Unos niños corrían junto al coche—. Había olvidado lo hospitalarios que son los turcos —comentó.

—¿Qué quiere decir sagol?

—Larga vida—contestó Philippe entre risas.

Amira destapó la cesta; contenía una barra de pan moreno fresco partida en trozos que servían como platos para unas verduras frías y pedazos de cordero asado. Philippe le tendió el termo.

—Es té. Al parecer no hay café en Turquía. Es como el caviar en Irán. Venden hasta el último grano al extranjero.

—¿Qué voy a hacer yo en Estados Unidos? —preguntó Amira de repente. Quería parecer furiosa, pero sólo consiguió aparentar una rabieta.

Philippe la tocó por primera vez desde que salieran de Tabriz, acariciándole suavemente la mejilla con el dorso de los dedos.

—No tengas miedo, amor mío. ¿Qué harás? Depende de ti. Es un país donde una persona con inteligencia y dedicación puede llegar a ser lo que quiera, sea hombre o mujer. Pero me he tomado la libertad de prepararte el camino, si te interesa. ¿Te gustaría ir a Harvard?

—¿Harvard? ¿La universidad?

—Por supuesto.

—¿Como alumna?

—¿Qué, si no?

—Pero si no estoy capacitada —protestó Amira—.Y está Karim, ¿qué haría con él?

—Estás capacitada, y a Karim no le pasaría nada. —Philippe apartó la mano de su mejilla—. Ahora no es el momento para entrar en detalles. Te los dará un amigo mío en París. Se llama Maurice Cheverny. Es abogado. Ponte en contacto con él en cuanto llegues. Llámale desde el aeropuerto. Te espera.

Al llegar a un cruce, Philippe giró a la izquierda. En unos minutos habían abandonado Agri y se dirigían hacia el sur.

¡Universitaria! Era un sueño mucho mejor que el de ocultarse en un castillo o una finca. Era lo que había deseado desde que tenía uso de razón. Pero era un lugar lejano y desconocido.

—Ven conmigo, Philippe. —Por fin lo había dicho.

—Ojalá pudiera, amor mío —replicó Philippe con una sonrisa triste—, pero no puedo. Pronto comprenderás… confía en mí. —Destapó la botella que les había dado el hombre de Agri y olisqueó su contenido—. Raki. Un trago y entraría en coma. Bueno, quizá uno solo. —Bebió y tuvo un ataque de tos—. Dios, es tan malo como lo recordaba.

Instantes después tarareaba una melodía en voz baja.

Hacia la mitad de la tarde llegaron a un pueblo tras el cual se extendía una vasta franja azul.

—¿Eso es el océano? —preguntó Amira, que había olvidado sus lecciones de geografía.

—Es Van Golu, el lago Van. Es salado; por eso no crece nada en la orilla.

—Charló durante un rato sobre la salinidad del lago. Amira había visto antes el efecto de las anfetaminas; sabía que se estaban acabando.

Van, una ciudad de unos cien mil habitantes, se hallaba a una hora de camino. Una vez allí, Philippe tuvo problemas para encontrar el hotel que buscaba. Finalmente lo encontraron casi por casualidad. Se registraron como señor y señora Rochon e hijo y entregaron sus pasaportes. El hotel, de capacidad media y ambiente agradable, se llamaba Akdamar, y aparentemente no había en él demasiados huéspedes.

—Frío —comentó Philippe.

—¿Tienes frío?

—Demasiado frío para los turistas. Vienen por el lago, pero no hasta el verano.

Al llegar a su habitación, Philippe dio propina al portero, cerró la puerta, se apoyó en ella y se desmayó. Amira emitió un gemido ahogado, pero supo instintivamente que no debía pedir ayuda. A duras penas consiguió llevarle hasta la cama. Karim los contemplaba asombrado; sin duda se trataba de un asunto de adultos. Un paño frío sobre la frente hizo que Philippe abriera los ojos.

—Amira, amor mío. Lo siento. Quería pasar estas últimas horas… ya sabes, hablando, escuchando, pero tengo que dormir o no conseguiré llegar hasta Ararat. Despiértame cuando se haga de noche.

—Tú duerme.

—Al anochecer, prométemelo.

Philippe se durmió. Karim se subió a la cama.

—Yo cuido al tío Philippe —dijo, y pronto se durmió también.

Amira se tumbó junto a ellos, sólo para descansar, se dijo.

Se despertó con un sobresalto. Una ojeada a la ventana le dijo que era de noche. Philippe estaba dormido como un tronco. Intentar despertarlo fue como despertar a Alí cuando había bebido demasiado. Tras un buen rato, consiguió que se incorporara.

—¿Qué hora es? —balbució.

—No lo sé.

Philippe miró su reloj como si encerrara un gran misterio.

—Las diez —anunció por fin—. No es demasiado tarde. Se puso en pie con dificultad, se acercó al lavabo y se echó agua a la cara.

—¿No es demasiado tarde para qué?

—Tengo que salir y hacer que se fijen en mí. Luego tendremos una visita. —Cogió su maletín y sacó una pastilla—. Quedan dos —dijo para sí—. Deberían bastarme.

—Philippe, estás agotado. ¿No puede esperar lo que sea hasta mañana?

—No. Estamos en los momentos más peligrosos. Es posible que nos busquen ya en Turquía. Tenemos que movernos deprisa.

Se puso el abrigo y se fue. Estuvo fuera una hora. Cuando regresó, parecía haber recobrado las energías.

—Pronto llegará el hermano Peter. Te irás con él esta noche. Mañana estarás en Erzurum. Allí hay un aeropuerto; sale un avión hacia Ankara cada día. —Rompió la costura del forro de su abrigo y sacó unos documentos—. Tus billetes de avión. Erzurum-Ankara, Ankara-Estambul y Estambul-París. Todos son billetes de vuelta. Y aquí está tu nuevo pasaporte y documentos para Karim.

Amira ojeó el pasaporte; Jihan Sonnier, esposa del doctor Claude Sonnier.

—No hace aún dos años —explicó Philippe—, un terremoto mató a cincuenta mil personas en el distrito norte del lago Van. Muchos niños quedaron huérfanos. Karim es uno de ellos. Has venido para adoptarlo y llevártelo a tu casa, a Francia. Tú… no puedes tener hijos.

Amira asintió. Eso era al menos cierto.

—El hermano Peter ha estado ayudando muy directamente a las víctimas del terremoto, especialmente a los niños. Puede contestar cualquier pregunta que se le ocurra a las autoridades, y jamás te traicionará.

—¿Jihan Sonnier? —dijo Amira, volviendo a mirar el pasaporte.

—Me acordé del nombre de tu madre cuando le di las instrucciones al falsificador. ¿Te parece bien?

—Si.

Un golpe casi inaudible sonó en la puerta.

El hombre que entró era pequeño y enjuto, de ralos cabellos castaños, piel bronceada y apagados ojos azules. Sus ropas parecían las de los turcos que había visto Amira. El y Philippe se abrazaron como hermanos largo tiempo separados.

—Te agradezco lo que haces, amigo mío —dijo Philippe en inglés—. Sabes que no te lo hubiera pedido si no se tratara de un asunto de vida o muerte.

—No te disculpes, amigo. Soy un hombre adulto.

Philippe lo presentó a Amira.

—Perdona su abominable inglés… es australiano.

—Australiano —dijo el hermano Peter afablemente. Luego se puso serio—. No quisiera meteros prisa, pero tenemos que ponernos en marcha.

—Ah, sí, por supuesto. Bueno, estamos en tu terreno. ¿Cómo quieres hacerlo?

—No quiero que vean conmigo a Amira, o Jihan, ni al niño en Van o en los alrededores. Aquí me conoce demasiada gente y corremos el riesgo de que alguien se fije y lo relacione. Cuando nos alejemos hacia el oeste de Agri, ya no importará.

—¿Quieres decir que ella y Karim han de permanecer ocultos?

—Usaré la furgoneta de la misión. He hecho un cubículo atrás, bajo unos cartones y mantas. No será cómodo, pero sólo durará unas horas. ¿Puede conseguir que el chico se esté callado si es necesario? —preguntó a Amira.

—Le daré un sedante flojo —dijo Philippe—. Dormirá ocho horas al menos. ¿Será suficiente?

—De sobra.

—Bien. ¿Qué más?

—¿Qué vehículo llevas?

—Un Land Rover marrón.

—Dirígete hacia el norte, en dirección a Agri. No te des prisa para que pueda alcanzaros. Esperaré veinte minutos cuando os vayáis. Si alguien os detiene, sois turistas disfrutando de la maravillosa luz de la luna junto al lago.

—Muy bien.

—En algún lugar al norte del lago y al sur de Agri te haré luces tres veces; párate y haremos el cambio. —Los miró a ambos—. ¿Alguna pregunta?

—¿Por qué le llaman «hermano»? —quiso saber Amira.

Peter sonrió casi con timidez.

—¿Philippe no se lo ha dicho? Pertenezco a una misión. A una pequeña orden religiosa.

—¿Quiere decir que es cristiano?

—Sí. Sé que es extraño, pero estamos aquí desde Atatürk, y siguen tolerándonos. Somos muy tranquilos. No hacemos proselitismo. Sólo tratamos de ayudar. Bueno, entonces… ¿estamos listos?

—Vamos allá—dijo Philippe.

A la luz de los faros que penetraban en la noche, Van era un sueño, Tabriz un recuerdo distante y Al-Remal había caído en el olvido. La carretera era familiar, era el hogar. Había pasado en aquel Land Rover toda la vida.

Karim dormía tras haberse tomado una cucharada de un jarabe que le había dado Philippe. El médico seguía dándole consejos para prevenirla.

—Recuérdalo, llama a Maurice Cheverny antes que nada.

E intenta asegurarte de que no te siguen desde Orly, porque en el aeropuerto no intentarían nada. Si intentan algo en la ciudad, llama a gritos a la policía. Si la verdad sale a la luz, pide asilo político. Es lo mejor. Dios mío, casi lo olvido. Aquí tienes dinero más que suficiente para llegar hasta París.

El hermano Peter hizo su señal a las dos de la madrugada. Philippe se detuvo y abrió la puerta. La luz del interior mostró su rostro de un gris enfermizo.

—¿Estás bien?

—¿Qué? Sí. Un poco cansado. No te preocupes.

—Bueno, viejo amigo —dijo—, aquí nos separamos. No sé qué tienes planeado, pero ten cuidado.

—Y tú. Gracias de nuevo… por todo.

—Agradéceselo a Dios, amigo mío, no a su humilde siervo.

Philippe se volvió hacia Amira, a quien le resbalaban las lágrimas por las mejillas.

Philippe la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño.

—Adiós, amor mío. Ojalá… ojalá hubiera sido diferente.

—Será diferente. Todo va a ser diferente. Pero no me digas adiós, corazón mío. Sólo es au'voir, ¿no? No nos perderemos el uno al otro, ¿verdad? Prométemelo.

—No nos perderemos el uno al otro. No es posible. Au'voir. Au'voir, Amira.

El hermano Peter llevó a Karim a la furgoneta.

—Suba aquí, señora mía.

Amira miró a Philippe por última vez cuando se acurrucó en el interior de la furgoneta con su hijo dormido. Después el hermano Peter volvió a colocar cajas y mantas, escondiéndolos.

—Sal tu primero y ve deprisa —dijo a Philippe—. Quiero estar muy por detrás de ti en Agri.

Amira no distinguió la réplica de Philippe, sólo el sonido del Land Rover alejándose. Instantes después, la furgoneta se ponía en marcha.

—¿Está cómoda?—preguntó el hermano Meter.

—Estoy bien.

—Bien. Próxima parada, Erzurum.

En la pequeña cueva de Amira reinaba la más absoluta oscuridad. El tiempo perdió su discurrir. ¿Habían pasado diez minutos? ¿Una hora?

—¿Hermano Peter?

—¿Sí?

—¿Por qué hace esto?

Silencio.

—Porque creo que es lo que Dios quiere que haga.

—Usted y Philippe deben de ser muy buenos amigos.

Otro silencio.

—Le debo la vida… y muchas cosas más.

Eso fue todo. Mucho después, el hermano Peter anunció «Agri», y el movimiento del vehículo cambió. Después de eso, sólo quedó la permanente oscuridad.

Se despertó porque se habían parado. Se abrió una puerta, las mantas volaron y una luz cegadora se filtró; era de día.

—Siéntese delante, rápido —ordenó el hermano Peter—. Estamos llegando a Erzurum. Dentro de unos kilómetros encontraremos un control.

Karim se había orinado mientras dormía. Amira se compuso lo mejor que pudo con ayuda del espejo retrovisor.

—¿Tiene un pañuelo?

—Sí.

—Úselo como velo. Cúbrase el pelo y parte de la cara. No se preocupe. Aquí las mujeres europeas lo hacen a menudo.

En el control había unos soldados armados. El hermano Peter respondió a sus preguntas en turco. Uno de ellos dio una orden. El hermano Peter se hizo a un lado en el asiento. Un soldado abrió la puerta y se sentó al volante.

—No tema, señora Sonnier—dijo el hermano Peter—. Todos los extranjeros han de ser escoltados por un soldado. Así que tenemos chófer.

Una vez en el aeropuerto, Amira cambió a un irritable y medio dormido Karim. Un altavoz chirriante anunció el vuelo de Ankara.

—Justo a tiempo —dijo el hermano Peter—. Siempre había querido presenciar un milagro, y aquí está. Una buena señal, señora Sonnier.

Él y el soldado la acompañaron hasta el avión.

¡Sagol! —gritó el soldado.

Sagol a usted también, y a usted, hermano Peter.

A mediodía llegó a Ankara, y a Estambul a última hora de la tarde. Esa noche durmió a diez mil metros de altitud en un reactor con dirección a París.

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