Amira

Amira


SÉPTIMA PARTE » Justo castigo

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Arresto. Procesamiento. Escándalo.

Desde un principio, las cosas pintaron mal para Malik. Se le negó la fianza en la vista preliminar, basándose en que podría abandonar el país fácilmente gracias a sus recursos. Mientras tanto, la publicidad del caso se convirtió en una nube ponzoñosa. Casi diariamente, los medios de comunicación anunciaban a bombo y platillo algún aspecto negativo del pasado de Malik: el caso de espionaje, el trágico destino de la auténtica madre de Laila, e incluso dudas sobre las circunstancias que rodearon la muerte de Geneviéve. Siempre se mencionaba su enorme riqueza; el mensaje sugería un hombre que se consideraba por encima de la ley. Unas oportunas filtraciones de la oficina del fiscal de distrito, que se hallaba en dura pugna por la reelección, alimentaron el fuego.

Por el contrario, Alí fue descrito como un héroe nacional remalí y amigo de América, un príncipe real con ideas progresistas que tal vez hubiera podido llegar a ser rey. Mientras que las fotografías de Malik que usaban periódicos y cadenas de televisión debían haber sido extraídas de un fichero de las peores imágenes posibles, las de Alí mostraban siempre a un atractivo y deslumbrante piloto con uniforme de las fuerzas aéreas. Entrevistaron también a su afligida viuda y a sus hijos.

Volvió a contarse la historia de la desaparición de Amira y su presunta muerte con un toque de simpatía hacia Alí, que había conocido la tragedia en una vida prematuramente segada. El hecho de que el asesino fuera el hermano de la princesa perdida se trató como el tipo de extrañas interrelaciones que se daban a menudo en el remoto y bizantino Oriente Medio.

La defensa de Malik fue sencilla. Había vuelto a casa inesperadamente y se había encontrado con su viejo enemigo en los negocios, Alí. Intercambiaron unas frases y Alí le atacó. Cuando intentaba estrangularle, Malik consiguió soltarse. Alí cayó de rodillas, de espaldas a Malik, pero sus movimientos le hicieron sospechar que iba a sacar un arma. Malik empuñó la suya y disparó.

Su versión de los hechos tenía en qué apoyarse. En primer lugar, era evidente que Alí se hallaba en su casa, sin haber sido invitado al parecer. En segundo lugar, las pruebas médicas demostraban que alguien había intentado estrangular a Malik. Por otro lado, no se había hallado arma alguna en el cadáver de Alí, pero lo peor de todo era que los tres tiros en la espalda no encajaban con la teoría de la defensa propia, aun tratándose de un hombre con un solo brazo.

El fiscal de distrito anunció en una rueda de prensa televisiva, con gran alarde de su sentido de la justicia, que no presentaría acusación por homicidio en primer grado, sino sólo en segundo grado.

Ésa fue la acusación que formuló el gran jurado.

Al contrario que algunos de los juicios más famosos de la reciente historia californiana (el de los hermanos Menéndez o el de O. J. Simpson), el pueblo contra Malik Badir no iba a ser un proceso largo. No sólo admitió el acusado que había disparado, sino que ordenó a sus famosos y caros abogados que no usaran tácticas dilatorias. El interrogatorio a los testigos sería breve. De hecho, ninguno afirmó haber visto la pelea ni el homicidio.

Cierto, uno de los guardaespaldas de Malik había desaparecido y se rumoreaba que estaba en Al-Remal, igual que los dos hombres de Alí que, de todas formas, resultaron tener inmunidad diplomática; pero nada de aquello podía considerarse como prueba admisible.

El resto de empleados de Malik no se hallaba cerca de la piscina.

Su hija dormía.

Su invitada, la doctora Jenna Sorrel, se hallaba en la biblioteca en busca de un libro cuando oyó los disparos. No sabía nada más.

Tal era la historia que Malik había susurrado a su hermana minutos antes de que llegara la policía.

—Prométeme que dirás eso, hermanita. Esto no me afectará. Es sólo una molestia. Pero podría arruinar tu vida, y la de Karim.

Parecía tan sencillo, y ella estaba aterrorizada, conmocionada. Luego, cuando hubo contado la mentira por primera vez, sintió que no podía dar marcha atrás, y no vaciló en ningún momento durante las horas de interrogatorio por parte de los detectives de homicidios.

Pero ahora sí vacilaba.

Había matado a Alí, y por fin era libre del miedo que la había perseguido durante años. Pero ¿por qué había de arriesgar Malik su vida con esa obsesiva idea de que había de proteger a sus seres queridos? Malik confiaba en que sería absuelto, pero ¿y si estaba en un error? Di la verdad, toda la verdad. Que salga todo a la luz. Termina con todo de una vez para siempre. Pero ¿y Karim? La verdad lo marcaría como el hombre cuya madre había matado a su padre en un caso que se recordaría durante décadas.

Así que tal vez Malik tuviera razón, al fin y al cabo.

Jenna estaba destrozada. Jamás había tomado tranquilizantes, pero ahora tomaba más Valium que alimento. El sueño le era ajeno.

No podía volver a la casa de Palm Springs. Vería las manchas de sangre junto a la piscina, aunque las hubieran limpiado. Se instaló en un hotel mientras durara el proceso judicial. El personal estaba acostumbrado a los clientes célebres que esperaban un poco de intimidad, y mantenían a los periodistas a distancia.

Fuera del hotel, Jabr se hacía cargo de los periodistas. Su expresión y sus amplios hombros desanimaban al más resuelto de los cámaras o los periodistas que empuñaban sus micrófonos para las telenoticias. Chacales. Jenna había acabado por odiarlos a todos. No había más que ver el modo en que habían despedazado a Malik.

La clientela de Jenna prácticamente se había evaporado. Por ironías del destino, ahora los pacientes que le quedaban la ayudaban más de lo que ella les ayudaba a ellos. Colleen Dowd se ofreció a ir hasta allí en avión y ayudarla en lo que pudiera; la oferta era sincera y, para una persona que padecía agorafobia, increíblemente valiente. Toni Ferrante sí fue a verla, y superó la barrera de la desconfianza inicial de Jabr. Al cabo de veinticuatro horas eran todos amigos, un insólito pero efectivo cuerpo de seguridad.

Jenna visitaba a Malik diariamente. Su hermano se mostraba siempre alegre y optimista. También visitaba a Laila, a quien Malik había prohibido ir al tribunal o a la cárcel. Jenna transmitía mensajes a Farid y a los abogados y hacía cuanto estaba en su mano. Durante la elección del jurado, estudió a los candidatos detenidamente cuando respondían a las preguntas del fiscal y del defensor. Lenguaje corporal. Vacilaciones en el habla. Un rubor. Un parpadeo. Después de cada sesión, informaba a los abogados.

Estos eran: Rosalie Silber, una neoyorquina diminuta pero dura, vestida con trajes de Donna Karan; y J. T. Quarles, un tejano alto, bronceado y de blanca cabellera, dado a llevar lazo en lugar de corbata y botas de cowboy de piel de serpiente. Los dos eran unas estrellas en su profesión. Pese a unos celos cordiales, trabajaban juntos como un equipo de dobles.

La actitud de los abogados hacia Jenna fue de amable condescendencia en un principio. Tenían sus propios expertos para analizar posibles jurados, y su propia intuición largamente entrenada. Pero llegó un momento en que el tejano se volvió hacia la neoyorquina y dijo:

—¿Sabes, Rose? La doctora Jenna tiene razón en lo que dice. Quizá deberíamos echarle otro vistazo al número cincuenta y cuatro.

—Coincido con ambas conclusiones —replicó Rosalie.

A partir de entonces, Jenna se convirtió en ayudante oficiosa de la defensa. Se sentía mejor aportando su contribución. Al mismo tiempo, jamás se había sentido peor. ¿Qué importaba que ayudara a preparar la defensa de Malik, cuando unas pocas palabras suyas bastarían para que quedara libre? Era como si existieran dos Jennas, una la hermana afectuosa y dedicada profesional, la otra, una hipócrita que mentía cada vez que abría la boca.

—No es demasiado tarde —dijo a Malik en la sala de visitas de la cárcel—. ¿Por qué no me dejas que…? —Dejó la pregunta suspendida.

—Rotundamente no. Escucha. Voy a ganar, y luego todo habrá terminado.

No, no es cierto pensó ella. Seguirá… para siempre.

—Laila ha vuelto a preguntarme si podía visitarte.

—Dile que lo siento, pero no. No quiero que me vea así. —Indicó el mono naranja y luego amplió el gesto hacia la habitación, la cárcel, el tribunal de justicia—. No quiero que se mezcle en nada de esto. No olvides que su experiencia con la ley fue… muy dura para ella.

Jenna se marchó sintiéndose como si pisara agua en un mar infinito y vacío de ambivalencia moral.

Los primeros días del juicio no sirvieron para tranquilizarla. Las pruebas forenses fueron repugnantes en su sentido literal. Fotografías del cuerpo ensangrentado de Alí. Primeros planos de las heridas. La expresión horrorizada de los miembros del jurado le dijeron qué pensaban.

Testificaron varios policías, desde los agentes de Palm Springs que habían respondido a las preguntas de un reputado detective de homicidios traído desde Los Ángeles.

Llevaba el caso el fiscal del distrito en persona, Jordán Chiles. Era una táctica arriesgada, pues era más un político que un abogado, pero le proporcionaría una valiosa publicidad para la campaña de reelección. Bronceado y atlético, fácilmente podría pasar por uno de esos actores un poco pasados ya que seguían apareciendo llenos de esperanza en todos los castings.

—En su opinión, su experta opinión —preguntó al detective de Los Angeles—, ¿qué características presenta este homicidio?

—Lo vemos a menudo en casos de drogas —replicó el hombre. Tras una lluvia de protestas de la defensa, se ordenó al jurado que no tuviera en cuenta la referencia a las drogas, pero se permitió continuar al testigo—. Por su estilo, yo diría que era una ejecución —añadió.

¡No!, quería gritar Jenna. ¡No sabéis de lo que habláis! Sin embargo, ¿no había sido una ejecución en cierto sentido? Jenna intentó contestarse a sí misma, pero no pudo.

Tras unos cuantos testigos poco importantes, el fiscal había terminado su presentación, que no se basaba en el hecho de que Malik hubiera cometido el crimen (eso ya lo había estipulado la defensa desde el principio), sino en que lo había hecho de un modo que imposibilitaba considerarlo un caso de defensa propia.

Tres tiros por la espalda. Algunas veces Jenna tenía la impresión de que oía al jurado contándolos.

Entonces llegó el turno de Rosalie Silber, de Manhattan, y de J. T. Quarles, de Houston. Llamaron a declarar a unos cuantos empleados de Malik (Farid, Jabr, una doncella, un entrenador de caballos, un piloto) para establecer que Malik no esperaba a Alí, que en realidad ni siquiera debía de estar en casa aquella fatídica tarde.

El contra interrogatorio de Jordán Chiles podría haber salido de los periódicos. A cada momento insistía en la cantinela de que Mahk era un granuja internacional obscenamente rico que tomaba cuanto quería, incluyendo las vidas ajenas. Las sucesivas protestas de la defensa fueron aceptadas, pero la semilla ya se había plantado en el jurado.

Jenna no subió al estrado, ni pensaban llamarla a declarar. Malik había ordenado a Rosalie y a J. T. que no lo hicieran, y la oficina del fiscal de distrito había decidido que era peor que inútil, puesto que no había visto nada y sólo podía aportar simpatías al acusado.

El testigo clave de la defensa, el único testigo realmente importante era el propio Malik. Era necesario que testificara, puesto que nadie más podía registrar en acta su versión de los hechos.

Su actuación fue impresionante. La manga vacía era elocuente por sí misma, y cuando Malik explicó cómo había perdido el brazo y por qué iba armado, dos miembros masculinos del jurado asintieron inconscientemente.

Después, en el contra interrogatorio del fiscal, Malik no perdió los nervios en ningún momento ni se dejó arrastrar a discusiones sobre su pasado, sencillamente esperó a que se aceptaran las protestas de sus abogados.

Sin embargo, algo iba mal, Jenna lo percibía. En un negocio o un acto social, Malik podía levantar una pantalla de humo con su encanto, sus bromas, su ira fingida, incluso sus lágrimas, cualquier cosa con la que pudiera conseguir su objetivo. Pero se hallaba en un tribunal de justicia, y por muy bueno que fuera Malik en el arte del engaño, no era bueno mintiendo descaradamente. Jenna conocía los signos. Los veía en su rostro, los oía en su voz. ¿Podía reconocerlos también el jurado?

Esa noche, durante el análisis de la jornada, J. T. y Rosalie parecían preocupados, e intercambiaron señas que Jenna no supo descifrar.

—Habrán terminado con nuestro cliente mañana por la mañana—dijo J. T. a Jenna—. Volverá a declarar brevemente y concluiremos la presentación de pruebas. Seguramente el juez pospondrá la sesión hasta el día siguiente. Luego, el resumen no debería durar más de un día, ¿no crees, Rose?

—Mejor pon dos —replicó Rosalie—. Chiles va a emplearse a fondo en su discurso.

—Sí, pongamos que son dos. Después todo estará en manos de doce ciudadanos corrientes, buenos y honrados.

—¿Y si…? —empezó Jenna, pero no continuó.

—¿Qué?—preguntó Rosalie.

—¿Y si testificara yo?

Los dos abogados se miraron de reojo.

—¿Testificar sobre qué? —preguntó Rosalie de nuevo.

—Sobre mi… sobre Malik.

—Bueno, no sé cómo —dijo J. T. finalmente—. Ya le dije que no vamos a llamarla, y los chicos malos tampoco la llamarán.

—En cualquier caso, no podríamos hacerlo —dijo Rosalie—. Prácticamente es un miembro del equipo.

—Comprendo.

Otro intercambio de miradas entre los abogados.

—¿Hay algo que debiéramos saber, Jenna? —inquirió Rosalie.

Era como estar al borde de un precipicio preguntándose qué se sentiría si…

—No —dijo—. Era sólo una idea tonta.

De vuelta en el hotel, Jenna abrió el frasco de Valium y lo cerró. Quería tranquilidad, la necesitaba desesperadamente, pero también quería pensar con claridad. En otra ocasión se había salvado por medio de un engaño, y le había costado la vida a alguien a quien amaba. ¿Podía volver a pasar por lo mismo? Aún estaba a tiempo. Sencillamente podía levantarse en el tribunal y decirlo. Pero no, la harían callar, y de todas formas nadie creería lo que llegara a decir. Al fin y al cabo, el mundo entero creía que era la amante de Malik. Dios, Jenna, ¿cómo te has metido en este circo de tres pistas?

Podía convocar una rueda de prensa. Los periodistas no le harían callar, desde luego que no, los chacales querrían sus despojos. Pero no podía, sencillamente no podía. Además, Malik creía que obtendría la absolución, y también Rosalie y J. T., ¿o no?

También había de pensar en Karim.

Tanto si hablaba como si no, haría daño a alguien, y ya había causado demasiado daño. Pensó en el Valium con ganas. Quizá también se tomara una copa. Quería dormir.

Llamaron a su puerta. Eran Toni y Jabr.

—Alguien quiere verla, jefa —dijo Jabr, que había conseguido olvidar el alteza con no pocos sudores—. Creo que no es un periodista.

—Es de Boston —apuntó Toni—. Dice que lo conoces. Aquí tienes su tarjeta.

Pero Brad se encontraba ya detrás de Toni en el pasillo.

—Sí, está bien —se oyó decir Jenna—. Sí, lo conozco. Está bien. ¡Entra, entra!

Toni y Jabr vacilaron unos segundos apenas antes de hacerse a un lado y cerrar la puerta después de que entrara Brad, que no había apartado los ojos de Jenna.

—Tenía que verte —dijo—. No podía dejar las cosas como estaban. Tenía que decirte que me equivocaba al intentar obligarte. No me importa qué haya podido ocurrir. Jenna, Jenna.

—Calla—dijo ella—. Abrázame. ¡Dios, abrázame!

El mundo se convirtió en los brazos que la rodeaban, todo lo que quería, todo lo que necesitaba.

—Te quiero, Jenna. Siempre te querré. Siempre, siempre.

—Yo también te quiero.

Jenna había echado una cabezada, pero ahora estaba despierta. ¿Qué hora era? Tenían que ser las doce de la noche pasadas. Se acurrucó contra el cuerpo cálido y fuerte de Brad y recorrió su pecho suavemente con el dedo. Brad se agitó y le dio un leve beso en la frente.

—¿Qué quieres, amor mío?—susurró.

—Tengo que contarte algo.

—Cuenta.

Se lo dijo todo.

De vez en cuando Brad interrumpía para hacer una pregunta, otras veces para intercalar una palabra de ira o de asombro.

—Dios mío —exclamó cuando Jenna hubo terminado—. ¡Lo que has tenido que pasar, amor mío! ¡Lo que has tenido que pasar!

Jenna reprimió los sollozos.

—Aún no ha terminado. Tengo algo que hacer.

—No sé qué. ¿Tú qué harías?

—¿Qué importa lo que haría yo?

—¡No me digas eso! Dime qué harías tú en mi lugar.

Brad le acarició la cabeza con suavidad, pensativamente.

—¿Quién más sabe todo esto?

—Nadie. Malik sabe una parte, y su hija y Jabr un poco. Tú eres el único que conoce toda la historia.

—¿Y Karim?

—No. Él no sabe nada en absoluto.

—No sé qué haría —dijo Brad tras unos instantes—, y mucho menos qué deberías hacer tú. Me gustaría pensar que se lo contaría todo a él y luego al mundo entero.

Brad abandonó el lecho para acercarse a la ventana, apartó la cortina y se asomó a la noche.

—Pero hay que pensar en las consecuencias. Tu vida cambiará, y también la de Karim. Al principio, al menos, los cambios no serán para mejor. Eso no puede evitarse. —Cerró la cortina—. No puedo decidir por ti, ya lo sabes. Todo lo que puedo hacer es asegurarte que te apoyaré sea cual sea tu decisión. Si quieres mantener el secreto para siempre, te ayudaré. Si quieres hacerlo público, estaré siempre a tu lado.

—Crees que debería contarlo todo, ¿verdad?

—Sí—respondió él al fin—. Por tu hermano y por ti misma.

Jenna volvió a tener la sensación de hallarse en el borde de un precipicio, y comprendió con toda lucidez que era el momento decisivo.

—¿Qué hora es en Boston?

Brad entrecerró los ojos para mirar el reloj en la oscuridad.

—Las seis pasadas.

Jenna encendió una lámpara y cogió el teléfono. Tenía las manos heladas, pensó distraídamente.

Karim contestó a la séptima llamada con voz somnolienta.

—¿Mamá? ¿Dónde estás?

—Sigo en California..

—Aquí es de noche. ¿Ocurre algo?

—No. Bueno, sí. Karim, cariño, ¿puedes venir aquí? Sólo serán un par de días.

—Bueno, caray, mamá. ¿Para qué?

—Tengo… tengo que decirte algo. Es muy importante.

—Pues dímelo ahora.

—Preferiría decírtelo en persona, no por teléfono.

—¿Qué, estás de broma, mamá? ¿Quieres decir que han pinchado el teléfono o algo por el estilo?

—No, no. Es que…

—Entonces dímelo ahora. Para eso está el teléfono.

—Muy bien —aceptó Jenna—. Pero será mejor que te sientes. No va a ser fácil para ninguno de los dos.

—No puedo sentarme, mamá. Estoy en la cama.

—Muy bien. —Jenna respiró profundamente—. Karim, cariño, soy tu madre, pero no soy quien tú crees ni quien creen los demás. Yo no quería que fuera así. Tuve que hacerlo. Pero ha llegado el momento de decir la verdad.

Por segunda vez aquella noche, Jenna contó su historia.

A medida que empezaba a comprender, Karim empezó también a interrumpir. Su dolor y su confusión eran palpables, y se impregnaban de una ira creciente.

—¿Me estás diciendo que ese tipo, ese príncipe, ese desgraciado que mató Malik… era mi padre?

—Sí, pero…

—¿Qué hay de Jacques entonces? ¿Qué pasa con Jacques?

—Lo inventé. Por favor, créeme, lo hice por ti.

—¿Creerte? ¿Cómo quieres que te crea? Nada de todo esto es real… Es… ¡es una locura!

—Es real, Karim, y aún hay más. —Jenna cerró los ojos—. Por favor, ven aquí, cariño. O yo iré allí, me da igual el juicio.

—Mamá, sea lo que sea, dímelo ahora.

—Lo maté yo, hijo. No fue Malik, fui yo.

En los minutos siguientes, Jenna descubrió exactamente cómo se sintió su hermano en el avión tras sacar a Laila de Al-Remal. Jamás olvidaría las palabras de su hijo, ni el odio que expresaban. No fueron más fáciles de oír aunque supiera que la suya era una reacción de defensa. Y no consiguió que la escuchara.

—¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Piénsalo! ¿Cómo has podido? ¿Cómo?

Karim colgó el teléfono violentamente.

Cuando por fin brotaron las lágrimas, parecía que no iban a parar jamás. Jenna sintió el brazo de Brad sobre sus hombros y se desasió; nadie podía ayudarla, nadie podía ofrecerle consuelo. Sin embargo, pese al dolor, sentía algo más, un sentimiento casi olvidado, una mezcla de júbilo y miedo que se acercaba a la más pura alegría.

Había saltado al vacío. ¿Caía o volaba?

La mañana desplegaba sus colores lentamente por el desierto. Jenna pidió desayuno para dos. Brad había ido a buscar su única bolsa de viaje a su habitación, dos pisos más abajo.

Karim había descolgado el teléfono. Jenna, todavía con los ojos rojos e hinchados, quería irse a Boston.

—No lo hagas —le aconsejó Brad—. Ahora no serviría de nada. Deja que se calme un poco.

No añadió que aún le quedaba algo por hacer allí, pero ambos lo pensaron.

Jenna sorbió su café y mordisqueó un bollo de canela. Por primera vez en varias semanas, la comida sabía bien.

—Los abogados dicen que acabarán de presentar el caso hoy y que el juez aplazará el juicio hasta mañana. Había pensado en convocar una rueda de prensa después del aplazamiento, pero no quiero hacerlo. —Se estremeció—. No quiero tenerlos a todos… gritándome.

Brad la miró con aire burlón.

—¿Bromeas, Jenna? Quizá te falta perspectiva, no comprendes lo importante que es todo esto, y no sólo aquí, en todas partes. Si no quieres tener que enfrentarte con una turba de periodistas, si prefieres charlar tranquilamente con Dan Rather o con Diane Sawyer, todo lo que tienes que hacer es coger el teléfono.

—No había pensado en eso. ¿Estás seguro?

—Totalmente.

—¿Conoces a alguna de esas personas?

—¿A Sawyer y Rather? Me los han presentado, pero en realidad no los conozco.

—No importa. Lo he comprendido. Pensarás que estoy loca, pero… —Se dirigió al teléfono y llamó a información. Luego, respirando hondo, marcó el número.

—El señor Manning está reunido —dijo la voz en Boston—. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Dígale que soy Jenna Sorrel.

Barry Manning se puso al teléfono en cuatro segundos.

—¡Doctora! ¡Qué agradable sorpresa! Vaya si no ha estado ocupada desde la última vez que nos vimos.

Jenna le explicó lo que quería.

—¿Una hora hoy, doctora? Es suya. —Barry gritó instrucciones a alguien—. Cancela lo de Moynihan. ¡Has oído bien, he dicho que lo canceles! —Luego volvió con Jenna—. Espere un momento, doctora. ¿No está en California?

—Sí. Quiero hacerlo desde aquí. Hoy.

—¡Jolín! Doctora, tengo que preguntarle algo. Esto es algo grande, ¿verdad? Quiero decir que no habrá decidido de repente darle publicidad a un libro o algo así.

—Es algo grande, según me han dicho.

—Entonces lo tiene. —Más gritos de fondo: «Reserva plaza en el primer vuelo a Los Angeles. Borra eso. Alquila un vuelo chárter. Media hora. Yo y todo el equipo. —Cuando volvió con Jenna, parecía un poco jadeante—. No mueva un solo músculo, doctora. Voy para allá.

—Tengo que ir al juicio. No le costará encontrarme.

—La encontraré. ¿Doctora? Gracias.

Jenna colgó y dejó escapar un largo suspiro. Luego se echó a reír.

—¿Qué? —dijo Brad.

—¡Mis más recónditos y oscuros secretos! —dijo ella, y rió con más ganas—. Me he pasado media vida ocultándolos, y de repente ahora los suelto una y otra vez como si fuera un… ¡un loro enloquecido! ¿Quién dice que Dios no tiene sentido del humor?

La defensa terminó su presentación a las doce menos cinco y el juicio se aplazó hasta la mañana siguiente.

Jenna pudo pasar unos minutos con Malik antes de que se lo llevaran de vuelta a su celda. Por primera vez parecía desanimado, sin su acostumbrado optimismo.

—No me ha gustado el aspecto que tenían hoy —dijo a su hermana, refiriéndose al jurado—. Podría tener problemas.

—No te preocupes, hermano. Todo va a salir bien.

—¿Eso crees? —preguntó él, animándose—. Por supuesto, tienes razón. Empiezo a volverme aprensivo.

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