Amira

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Boston. El presente

El estudio en el que Barry Manning grababa su programa de radio †programa que a Jenna Sorrel desagradaba por principio, pero del que iba a ser la invitada al cabo de una hora† se hallaba en un almacén reformado de Commercial Street con vistas al puerto de Boston. Hacía años que Jenna no veía aquella manzana de edificios y le asombró comprobar cómo se había aburguesado. Cuando salió del taxi, se quedó tan prendada del encanto de los antiguos edificios orgullosamente restaurados que apenas prestó atención al coche azul que pasaba lentamente y al hombre pelirrojo que lo conducía y la miró distraídamente.

Sólo había dado tres pasos cuando reparó en que había visto antes a aquel hombre †esa misma mañana, cerca de su librería favorita en Newbury Street†, y que también entonces la había mirado del mismo modo casual y profesional.

Su primer impulso fue el de echar a correr. Volvió al taxi, abrió la puerta y se detuvo.

—¿Ha olvidado algo, señora? —El taxista, un joven haitiano, alzó la vista y dejó de escribir en su cuaderno de ruta.

—No, no. Me lo había parecido. —Parecía una idiota. Era una idiota, decidió. El coche azul siguió su marcha.

En otro tiempo, el miedo a que la siguieran había formado parte de la vida de Jenna igual que el comer o el dormir, pero los años pasaron sin que ocurriera nada y ya no recordaba la última vez que se había preocupado por el hombre que parecía estar siempre en la parada del autobús o por la mujer que parecía estar siempre paseando a su perro gales, o por el coche que parecía verse siempre en el espejo retrovisor. Hasta ahora.

Estaba segura de que era el mismo hombre que había visto cerca de la librería; casi segura. Pero ¿y qué si lo era? Boston no era tan grande. Cabía que una persona estuviera en Newbury Street por la mañana y en Commercial Street por la tarde. Sin embargo…

Calle adelante, el coche azul giró a la derecha y desapareció.

Jenna se quedó mirando en esa dirección durante unos instantes, luego respiró hondo un par de veces. Olvídalo, se dijo, no es nada. No ha ocurrido nada en quince años y no ocurre nada ahora.

Entró en el edificio. Había un guardia de segundad sentado tras una mesa de caoba. Por un momento Jenna pensó en pedirle que estuviera atento por si aparecía un hombre pelirrojo. Olvídalo y relájate, se ordenó.

—Vengo al programa de Barry Manning —dijo tras firmar en el registro de entradas y salidas—. ¿Ha llegado un tal señor Pierce?

—¿Pierce? —El guardia repasó la hoja—. No, no lo veo.

Maldición. Jenna esperaba que Brad estaría allí para ayudarle a superar el miedo escénico —las mariposas empezaban ya a agitar sus menudas y frías alas—, pero aparentemente seguía enfadado. O quizá quería recordarle cómo era estar sola.

—¿Va a salir él en el programa? —preguntó el guardia.

—No. Sólo es… un amigo. Pero si viniera, dígale por favor dónde estoy. ¿Dónde es, por cierto?

—Tercer piso. Por aquí. —El guardia la acompañó al ascensor y apretó el botón.

Las oficinas de la organización Manning la sorprendieron por sus pequeñas dimensiones, y las pocas personas que las ocupaban parecían inmersas en una crisis. Por fin una mujer con unos auriculares colgándole del cuello como un estetoscopio se fijó en Jenna y se presentó como Courteney Cornmeyer, productora del programa.

—Estamos encantados de tenerla aquí —dijo, para después añadir con menos convicción—: Precisamente estaba leyendo su libro la otra noche.

Llevó a Jenna hacia la «habitación verde».

—Puede maquillarse aquí —dijo, señalando un tocador con espejo—, a menos que quiera cambiar de opinión y usar a Angela. Es muy buena.

—¡No! No, gracias —se apresuró a rectificar Jenna, dándose cuenta de que su vehemencia estaba fuera de lugar. Una sesión de maquillaje profesional hubiera estado bien, pero Jenna no quería que una extraña examinara su rostro y viera cosas que habían permanecido ocultas durante años.

—Como quiera —dijo la señora Cornmeyer con tono amable—. Siéntase en su casa. Volveré con Barry dentro de un momento.

Después de cerrar la puerta, Jenna se dejó caer en la silla tapizada del tocador, sacó su neceser del enorme bolso que llevaba y se inclinó hacia el espejo de tres lados. Primero se cepilló la espesa cabellera castaña. Dios, ¿otra vez las raíces? Al parecer tendría que teñirse cada quince días.

Fingirse otra persona era una dura tarea, pensó por enésima vez. Un esfuerzo constante. El cabello, las lentillas de color verde para ocultar los ojos castaños. Las mentiras.

Jenna se aplicó una espesa capa de maquillaje de base, tal como le habían enseñado a hacer; el programa de radio de Manning se hacía de cara al público y habría focos. Involuntariamente sus dedos acariciaron una delicada cicatriz que tenía sobre la ceja izquierda y luego otra junto a la raíz del pelo. La cirugía estética había hecho milagros arreglándole el rostro, pero no sin dejar leves huellas, además del recuerdo del hombre que había intentado destruir su belleza y su vida.

Tras dar un perfecto acabado mate a su tez aceitunada, Jenna se aplicó un colorete color canela y se pintó los ojos con una sombra gris. Terminó con rimel negro y pintalabios discreto.

Jenna sabía que era atractiva y que se conservaba bien; iba a cumplir los cuarenta, pero siempre le decían que aparentaba treinta y pocos. Unos minutos de hábil maquillaje y se convertía en una joven y bella treintañera.

Cruzó las manos, las descruzó y tamborileó con los dedos sobre las rodillas mientras esperaba. De repente tenía la boca seca y un nudo en el estómago. ¿Era sólo el miedo escénico lo que la ponía tan nerviosa? ¿O su pelea con Brad? ¿O la extraña sensación de que la seguían?

Se levantó, alisó las arrugas de su traje de cachemira color crema y salió al pasillo. Estuvo a punto de chocar con Courteney Cornmeyer, que llegaba seguida de un hombre bajo y de rostro redondo con la piel de un tono anaranjado. Su color hizo dudar a Jenna si comía demasiadas zanahorias o usaba una lámpara de rayos UVA defectuosa.

—La doctora Sorrel, supongo. Barry Manning. —El hombre tendió la mano. Al hacerlo, sus ojos grises la estudiaron de arriba abajo. Esta inspección hubiera sido abiertamente sexual en la mayoría de hombres, pero en él parecía más neutra, tal vez únicamente profesional—. ¿Qué te parece, CC? Nuestra distinguida invitada es la mayor autoridad internacional sobre los malos tratos que sufren las mujeres, el mal que acecha en los corazones de los hombres, etcétera, y sin embargo, aquí la tienes, pintada como una Escarlata O'Hara.

Jenna se dio cuenta de que era la voz lo que salvaba a Barry de ser una figura patética. Su cara redonda y el tono naranja de su piel lo asemejaban a una calabaza de Halloween. No medía más de metro sesenta y cinco —unos cinco centímetros menos que ella—, pero tenía una voz profunda, resonante, autoritaria. Al mismo tiempo, era casi una parodia de sí misma. ¿Cómo puede ofenderte nada de lo que diga, se preguntó, siendo como soy tan absurdamente autoritaria?

—¿No llevan maquillaje los hombres de su programa, señor Manning? —preguntó ella con una leve sonrisa maliciosa.

—Desde luego. Igual que yo. De hecho, jamás hemos tenido ningún invitado que se haya negado a maquillarse. ¿Cuándo fue, CC, hace tres semanas? Tuvimos aquí al jefe de los Ángeles del Infierno. No se quejó. Teniendo en cuenta lo que se lavan ésos, seguramente todavía va maquillado.

—Seguro que al jefe de los Ángeles del Infierno no le sugirió que parecía una Escarlata O'Hara.

—¡Toucbé! —exclamó Manning, con una carcajada algo afecta—. Parece que tenemos a una invitada ocurrente, CC.

—Cinco minutos para salir al aire —dijo Courteney—. Estaré en la cabina.

—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó Jenna a Manning. Las mariposas aleteaban furiosamente—. ¿Hay algo que deba saber? Nunca he estado en la radio.

—¿Y en la tele?

—Tampoco.

—¡Aja! Una virgen. Lo siento, es una manera de hablar. Pero descuide, no tiene ningún secreto. CC hará la cuenta atrás, se encenderá la luz roja, yo la presento, le hago preguntas sobre su libro, usted me habla del libro, haré más preguntas, usted las contestará, haré algunos comentarios y se acabará antes de que se dé cuenta. Tendremos un público de cuarenta personas. Sin duda ha estado en fiestas con más gente. De hecho, ése es el mejor modo de enfocarlo, como si fuera una fiesta en la que conoce a gente nueva que se interesa por lo que hace. No es más que una conversación. No es necesario que dé una conferencia.

—Muy bien —dijo Jenna, después de respirar hondo—. Adelante.

—¡Calma! Nos quedan cuatro minutos, una eternidad en este negocio, como sabría si alguna vez hubiera tenido que llenar todo ese tiempo hablando en directo. Déjeme hacerle una pregunta. ¿Qué hace una chica como usted en un lugar como éste? Quiero decir, ¿por qué mi programa? ¿Por qué no el de Donahue o el de alguno de esos tipos sensibles, incluso el de Larry King? —Manning sonrió, consciente de su fama como entrevistador agresivo, sobre todo con los invitados que creía merecedores de ese tratamiento.

Sin embargo, por primera vez desde que empezaran a hablar, Jenna tuvo la sensación de que Manning no representaba un papel, sino que realmente deseaba una respuesta.

—¿Conoce el dicho sobre predicar a los conversos? —preguntó—. Últimamente empiezo a pensar que es eso lo que he estado haciendo. Esta mañana he pronunciado un discurso en un simposio en Harvard ante psiquiatras, psicólogos y asistentes sociales, y todos sabían lo que iba a decir y estaban de acuerdo con ello de antemano, excepto en alguna objeción técnica aquí y allá. Pero su programa se emite a través de un centenar de emisoras…

—Ciento seis, y son más cada día.

—… la mayoría en áreas muy conservadoras. Muchos de sus oyentes no han oído jamás lo que tengo que decir, y muchos no estarán de acuerdo conmigo cuando lo oigan. Puede que no convierta a ninguno de ellos, pero al menos no será como predicar a los ya conversos. Por eso acepté la invitación para participar en su programa, aunque debo admitir que me lo pensé durante días.

Manning la miró con silenciosa e inesperada admiración, pero todo lo que dijo fue:

—Me encanta su voz. Podría dedicarse a esto. ¿De dónde es ese leve acento que tiene?

—Nací en Egipto, pero me crié en Francia. Me casé allí, y allí me quedé viuda muy joven. —Todo eran mentiras, pero las había repetido tan a menudo que habían acabado por adquirir un tinte de verdad—. Vine aquí hace quince años. —Eso era cierto.

—Un minuto para salir al aire —avisó Courteney a través de un altavoz de la pared.

De repente Barry Manning volvió a animarse como un boxeador reaccionando al oír la campana.

—Adelante, doctora —dijo, cogiendo a Jenna de la mano y esbozando su sonrisa de calabaza de Halloween—. Vamos a cambiar el mundo.

Barry Manning tenía razón en una cosa; terminó antes casi de que Jenna se diera cuenta. Le recordó los exámenes de la facultad: preguntas inesperadas, tiempo insuficiente para decir todo lo que quería y nula ocasión de desarrollar los temas en profundidad.

La situación en sí resultó desconcertante. No sabía qué esperaba —una especie de escenario, quizá—, pero encontró una cabina entre tabiques de cristal en cuyo interior se sentó con Manning junto a tres terminales de ordenador. En una cabina similar, separada de ellos únicamente por una mampara de cristal, Courteney y un ingeniero de sonido trabajaban con un equipo que a Jenna le pareció de una lanzadera espacial.

El público del estudio estaba sentado en sillas plegables dispuestas en filas perpendiculares a la cabina de emisión. Jenna buscó a Brad. No estaba allí. Alguien le prendió un micrófono diminuto a la solapa. El tema instrumental de funky blues que Barry Manning usaba como sintonía para su programa subió de volumen. El público aplaudió con entusiasmo cuando Manning apareció en la cabina. Unos breves comentarios de introducción, nombró a su invitada, «la doctora Jenna Sorrel, la famosa psicóloga y escritora de éxito», y dio paso a una serie de anuncios publicitarios pregrabados.

Mientras tanto, mostró a Jenna los monitores del ordenador. En cada uno de ellos se veía el nombre, ciudad e interés de un oyente que había llamado al programa y aguardaba ya para hablar con él.

—Tengo el mejor filtrador de llamadas al teléfono —dijo orgullosamente—. Separa el trigo de la paja. Solemos usar la paja.

Jenna lo miró sorprendida por aquella nota de cinismo, pero en los claros ojos de Manning sólo vio concentración.

—Muy bien. ¿Lista?

—Sí.

Courteney dio la entrada a Barry y éste, con un ejemplar del último libro de Jenna en la mano, Prisiones del corazón: la negación de las mujeres, volvió a presentarla como una autora de éxito.

Jenna quiso protestar, argumentando que sus libros se vendían bien para ser textos académicos, pero no eran bestsellers ni mucho menos. Sin embargo Manning ya se había disparado.

—Bien, ¿y de qué trata este libro, doctora Sorrel? ¿De la dominación de los hombres sobre las mujeres? ¿De los malas tratos que infligen los hombres a las mujeres?

—Hasta cierto punto. Desde luego he escrito mucho sobre esos temas, pero Prisiones del corazón profundiza en preguntas que he oído muy a menudo, preguntas que parecen culpabilizar a la víctima: ¿Por qué las mujeres maltratadas no abandonan a los hombres que las maltratan? ¿Por qué no se limitan a huir y cobijarse en casa de unos amigos, de la familia, o incluso de un centro de asistencia? Son buenas preguntas, preguntas clave, y lo que yo he intentado demostrar en mi libro es que no hay respuestas sencillas. Lo que hacen las mujeres a menudo es negarlo. Algunas se aferran a esa situación durante años, bien por vergüenza, bien por miedo o por otras razones. El miedo, podría añadir, no es banal, sobre todo teniendo en cuenta la violencia perpetrada contra mujeres que sí han abandonado a quienes las maltrataban.

—Mmm… Déjeme hacerle una pregunta, doctora. Es evidente que es usted una mujer muy atractiva. ¿Le importa que se lo diga?

—En absoluto. —Era una especie de trampa, pensó ella.

—Evidentemente es usted muy atractiva, pero me he fijado en que no hay una foto suya en el libro. De hecho, he ido a la librería y he descubierto que ninguno de sus libros lleva una foto suya. ¿No es extraño en una escritora de éxito?

—Es un poco raro, sí. —Si podía evitarlo, Jenna no se dejaba fotografiar ni grabar en vídeo jamás, pero aunque Barry Manning se hubiera enterado de eso, era imposible que supiera el porqué, ¿no?

—¿Es una reivindicación feminista? ¿Quiere decir que a la gente no debería importarle qué aspecto tiene?

Pues claro que no sabía nada; sólo intentaba sacar alguna vaga conclusión.

—En realidad soy una de esas personas a las que no les agrada ser fotografiadas. Llámelo una pequeña fobia. Desde luego no es lo que una psicóloga suele admitir.

Jenna sonrió como aliviada de confesar aquel pecado menor.

—Psicóloga, cúrate a ti misma, ¿eh? —comentó Manning y soltó una carcajada profesional.

—Evidentemente. —Todo eran engaños.

Cuando dieron comienzo las preguntas del público y de los oyentes que llamaban por teléfono, Jenna sabía lo que podía esperar, pues había escuchado el programa de Manning durante una semana para prepararse. Aun así todo era demasiado rápido, demasiado superficial, sin tiempo para profundizar en los temas, porque Barry intentaba condensarlo todo en breves razonamientos.

Por supuesto no le formularon ninguna pregunta sobre el tema de su libro. Todo el mundo tenía sus propios intereses: el aborto, los homosexuales, Madonna, las palabras de la Biblia. Hubo incluso una alarmada pregunta sobre una chica que jugaba en el equipo de fútbol americano de un instituto de Nueva Jersey.

Un hombre rubicundo y de cabellos grises, vestido como si pasara por allí de camino hacia el campo de golf, le preguntó:

—Por lo que he oído tenemos otro gran escándalo sobre eso que llaman acoso sexual en el ejército, y al mismo tiempo están esas mujeres que protestan porque dicen tener derecho a entrar en combate. Pero si entran en combate y las capturan, le garantizo que van a ser sexualmente acosadas. Así que, ¿no están pidiendo lo mismo de lo que se quejan aquí?

—No estoy informada sobre temas militares —contestó Jenna—, de modo que no voy a entrar en el tema de las mujeres en el campo de batalla, pero veamos adonde conduce su lógica. Todos cuantos forman parte del ejército corren el riesgo de que los maten. ¿Quiere eso decir que no deberían quejarse si alguien les pega un tiro en su base, o en su ciudad natal? ¿Y si protestan por ello, quiere eso decir que no deberían permitirles entrar en combate?

—Pero usted admitirá —intervino Barry— que hay cierta incongruencia en las exigencias de las feministas.

—No, en absoluto —dijo Jenna.

Una voz con acento sureño preguntó por teléfono:

—Mi tío tenía una novia; vivían juntos, ¿comprende?, y ella era la beneficiaria de una póliza de seguros de mi tío. Y una noche lo mató a puñaladas mientras él dormía. Cuando la arrestaron, dijo que la maltrataba, y tenía unos pequeños moretones. Así que pagó una fianza y quedó libre. ¿Le parece bien eso?

—No conozco los hechos —dijo Jenna—, por lo que no puedo enmendar la plana a un juez y un jurado. Y aunque me sería muy difícil justificar la violencia, aun tratándose de una respuesta a la violencia, debo señalar que hemos hecho caso omiso de los malos tratos que sufren las mujeres durante demasiado tiempo, de modo que en ocasiones cometemos errores al intentar remediar esa injusticia.

Cuando el programa se acercó a su final, Jenna se sentía como si acabara de librar una batalla. Todo era precipitación, interpelaciones y
réplicas, ruido y furia. Sin embargo, extrañamente sentía también que estaba ganando; ganándose al público de la emisora al menos.

Cuando Gary de Dubuque («¿O es Dubuque en Gary?», dijo Manning sarcásticamente) preguntó: «¿Es usted americana?»,
el público se removió incómodo en sus asientos.

—No nací aquí —replicó Jenna—, pero me hice ciudadana norteamericana hace unos cuantos años. —Contando una ristra de mentiras convincentes, pensó.

—¿Y eso le da derecho a decirle a los americanos cómo pensar, cómo vivir sus vidas? —preguntó el que llamaba.

Entre el público se elevaron murmullos de protesta.

—No era consciente de estar diciendo nada de eso.

—Quiero decir, ¿por qué no se va a Rusia, o lo que queda de ella, y…?

Barry Manning pulsó el interruptor para cortar la llamada.

—Vuelve a Gary Dubuque —dijo, y el público lo aclamó.

Jenna se esforzó en responder a sus preguntas y ellos reaccionaron aplaudiéndola. No se parecían en nada al público académico al que estaba acostumbrada, del tipo que escuchaba los mismos espantosos hechos con un aplauso cortés y luego comentaba el estudio de algún otro.

Cuando Jenna presentaba sus argumentos, se producían silencios atentos y reflexivos.

—En África siguen mutilando a las niñas en nombre de la pureza sexual. Millones de mujeres siguen luchando contra restricciones medievales en países fundamentalistas, y aquí, en Norteamérica, la violencia contra las mujeres está alcanzando proporciones terroríficas.

No obstante, Jenna sufrió la misma frustración de siempre. Era como si no pudiera llevar a sus oyentes más allá de cierto punto, como si no pudiera hacerles sentir lo que ella sentía; era como si hubiera cruzado un torrente y les hiciera señas desde el otro lado para que la siguieran, pero ellos no pudieran oír sus palabras ni descifrar sus gestos.

Justo cuando acababa el programa, una vehemente joven, estudiante universitaria, supuso Jenna, le hizo una última pregunta.

—Doctora Sorrel, ¿ha sido usted víctima, quiero decir usted personalmente, víctima del tipo de cosas de las que ha estado hablando?

Era una pregunta que había previsto y para la que tenía ensayada una respuesta, pero llegaba tarde, cuando estaba cansada, animada y frustrada a la vez, y la pilló por sorpresa. Por un momento, vio la posibilidad real de deshacerse de la carga de largos años de fingimiento.

¿Por qué no?, se dijo. Sería tan fácil contar la verdad delante de todos aquellos testigos, decirles quién era y cómo había llegado hasta allí, a tantos miles de kilómetros de su hogar.

Unos segundos bastaron para que esa fantasía atravesara las nubes de un miedo de muchos años, y unos segundos bastaron también para que las nubes se cerraran de nuevo; el tiempo justo para que aparentara haber hecho una pausa para reflexionar antes de ofrecer lo que en realidad era una respuesta ya preparada.

—Preferiría no hablar sobre mi vida privada. Soy una psicóloga en activo con un buen número de pacientes, y muy tradicional en lo que se refiere a la relación entre cliente y terapeuta. Creo que la terapia funciona mejor si el paciente no pierde tiempo y energías identificándose con lo que yo haya podido experimentar o rechazándolo.

Jenna miró a la joven que había hecho la pregunta, miró al público que la había seguido con interés hasta ese momento, y supo que no era suficiente.

—Puedo decirle —continuó— que en algunos de los países más ricos del mundo he visto cosas con mis propios ojos, he experimentado cosas que… —Se detuvo. ¿Qué podía decirles? ¿Cómo se sentía una mujer al ir cubierta de velos negros, ó al perder la identidad siendo aún adolescente? ¿Qué se sentía al perder a una madre que no podía seguir viviendo como la esposa menos importante en su propia casa? ¿O al contemplar cómo una lluvia de piedras arrebata la joven vida de una amiga cuyo único pecado había sido amar fuera de las leyes creadas por los hombres? O… no, no podía hablarles de todo eso. No. En realidad no podía contarles nada.

Jenna notó con asombro la cálida humedad de las lágrimas resbalando por sus mejillas.

—Bien —dijo al fin—, todos hemos visto cosas, cosas terribles, tal vez como experiencia propia, o de nuestros vecinos, o desde luego en los periódicos cada día y en las noticias cada noche. Pero si hay algo que puedo asegurarles es que una cosa es ver con nuestros propios ojos y otra muy distinta ver, saber, sentir y comprender con el corazón. Y creo que sólo cuando aprendamos a comprenderlo de ese modo, con el corazón, si me perdonan un término tan poco científico en una psicóloga, sólo entonces aprenderemos a resolver de verdad todos los problemas de los que hemos hablado, en lugar de pelearnos como un millón de ejércitos privados sobre cada palabra, cada pensamiento y cada creencia que difiera de los nuestros.

Se produjo un largo silencio. Luego, justo cuando Barry Manning musitaba: «Bien dicho, doctora», el público prorrumpió en aplausos.

Jenna dejó que aquella muestra de aprobación la envolviera. Estaba exhausta. Manning dio las gracias al público, anunció su siguiente programa y se despidió. Entró la sintonía y la luz que indicaba que estaban en el aire se apagó. Había terminado.

Jenna se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Manning.

—Ha mentido —dijo, y su rostro de calabaza esbozó una sonrisa—. ¡Tranquila, doctora! No se ponga nerviosa. Quiero decir que no era virgen. Si usted es nueva en este juego, yo soy Meryl Streep.

—Creí que lo había estropeado todo al final.

—¿Bromea? Ha hecho que lloraran con usted. Ha nacido para esto.

Fuera de la cabina, el público parecía aguardar para abalanzarse sobre Jenna y Barry. Varios espectadores habían comprado el libro de Jenna allí mismo; su representante había enviado una docena, por si acaso. El primero en pedirle que le firmara su ejemplar fue el hombre con atuendo de golfista. La segunda fue la estudiante universitaria.

Mientras firmaba y aceptaba cumplidos, Jenna escudriñaba el estudio, esperanzada aún, pero no vio a Brad. No obstante, en un rincón cerca de la puerta, había un hombre moreno, de corta estatura, apoyado contra la jamba. Su pose era relajada, casual, pero tenía algo extrañamente familiar, algo que la hizo ponerse tensa.

Como si reaccionara al saberse observado, el hombre se enderezó, se sacudió la manga y salió. ¿Eran imaginaciones suyas el modo y la intensidad con que la miraba?, se dijo Jenna. Te estás volviendo majara, pensó. La pelea con Brad te ha dejado trastornada. Si sigues así, pronto necesitarás tratamiento.

Cuando la muchedumbre empezó a dispersarse, Barry se acercó a ella.

—¿Puedo invitarla a cenar, doctora? Hay un sitio estupendo en Commercial Street…

—Ojalá pudiera —se excusó Jenna, intentando parecer sincera, pese a que lo último que deseaba en el mundo era enfrentarse con más preguntas de Barry—. Pero estoy muy cansada… y mañana tengo que levantarme muy temprano.

—Otra vez será —dijo él, sin que pareciera muy decepcionado.

Intercambiaron unas frases insustanciales, una invitación para volver, promesas de mantenerse en contacto, y Jenna quedó libre, pero, ¿para hacer qué?

Un año atrás se hubiera apresurado a volver a casa o a su despacho para perderse en su trabajo. Después había llegado Brad, y con él, alguien con quien compartir triunfos y fracasos, alguien a quien acariciar y abrazar y a quien echar de menos. Basta, se dijo, piensas en él como si se hubiera marchado, y no es cierto. No puede ser cierto. Quedarme sola ahora, después de haber probado ese calor, esa intimidad… sería insoportable.

Una vez en el exterior, miró a un lado y otro de la calle, pero no vio nada sospechoso, nada fuera de lo común, tan sólo un día soleado y personas que se dirigían a sus asuntos. Un taxi se detuvo delante de ella, y subió a él con un hondo suspiro.

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