Amira

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Malik estaba sentado con Rosalie y J. T. Se volvió para sonreír a su hermana, observó a Brad un buen rato y asintió. El juez apareció tras una prolongada demora, e inmediatamente convocó a los abogados defensores y a Jordán Chiles a su despacho. Cuando salieron media hora después, J. T. sonreía de oreja a oreja y Rosalie tenía la expresión más feliz que alcanzaría jamás. Chiles lanzó una mirada furiosa a Jenna.

El juez explicó que el desarrollo de acontecimientos oficiosos fuera de la sala del tribunal no tenía normalmente incidencia sobre el caso en proceso. Sin embargo, sabía que dos miembros del jurado como mínimo se habían enterado del contenido de la entrevista de Jenna con Manning. A su juicio, este conocimiento había de considerarse perjudicial. Por lo tanto, tenía que declarar juicio nulo y otorgaba setenta y dos horas a la fiscalía para que decidiera si quería presentar nuevos cargos.

Malik no era libre, pero la gente le estrechaba la mano.

—No los presentará —decía J. T.—. Ni hablar.

—Duda razonable, ¿qué puede decir? —convino Rosalie.

Brad y Jenna abandonaron la sala por una puerta lateral. En una tribuna improvisada en el vestíbulo, Jordán Chiles celebraba una rueda de prensa.

No volvieron al hotel. Tras asegurarse primero de que no los seguían, Jabr se dirigió hacia el oeste por la 110 y luego hacia el sur por un laberinto de autovías hasta la carretera de la costa. La casa, en Laguna Beach, pertenecía a un amigo de Brad. Jenna empezaba a descubrir que, para ser un hombre tranquilo y reservado, tenía muchos amigos.

Después de haber estado en el desierto, la fría humedad del aire marino resultó tan refrescante como una cascada. El eterno vaivén de las olas contra la orilla era mejor que cualquier tranquilizante. Jenna podía casi imaginar que estaba de vuelta con Brad en Marblehead, y que nada de todo lo demás había sucedido.

Casi. Allí estaban también Toni y Jabr, y los guardias jurados de Brad, haciendo guardia. Estaba el hecho de que su hermano seguía encarcelado, y la posibilidad de que al cabo de uno o dos días también ella acabara en la cárcel. (Jordán Chiles había contestado con evasivas durante la rueda de prensa. Estaba seguro, dijo, de que Malik Badir era el asesino de Alí Rashad, pero se había arrojado una carta sobre la mesa y la fiscalía investigaba activamente las afirmaciones efectuadas por la doctora Sorrel.)

Por último, estaba la preocupación constante por Karim. Jenna llamó a todas las personas que pensó que podrían saber dónde estaba. Llamó repetidas veces a sus más íntimos compañeros, Josh y Jacqueline. Estaba casi segura de que le mentían cuando aseguraban no saber nada de él, pero nada podía hacer. Por favor, Dios, que esto termine pronto para que pueda volver a Boston y encontrar a mi hijo.

Sam Adams Boyle llegó durante su segundo día en Laguna Beach. Era un sureño de los de toda la vida, con el rostro colorado, cabellos plateados y la expresión agria de un capitán de policía de Boston que se hubiera enterado de que recortaban el presupuesto de la división. Llegó a tiempo para ver a Chiles entonando una nueva canción para la prensa. El fiscal de distrito admitía que, debido a que «nuevos acontecimientos» hacían improbable que la acusación contra Malik Badir tuviera éxito, «a pesar de sus méritos», el estado no volvería a presentarla. En cuanto a Jenna Sorrel, alias Amira Badir y Amira Rashad, la investigación seguía su curso y no haría comentarios sobre ella.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Jenna.

—Significa que su hermano es un hombre libre —contestó Boyle—. O lo será tan pronto como terminen con el papeleo. Supongo que no tardarán más que unas horas.

—¿Qué hay de mí?

—Bien, ahí está la cuestión. Me he reunido con el señor Chiles esta mañana, y no estaba muy contento de verme, se lo aseguro. Se ha pasado un buen rato contándome cuentos, las mismas tonterías que acabamos de oír sobre la «investigación en curso». Estoy seguro de que piensa presentar cargos contra usted.

Jenna aferró la mano de Brad. Boyle se percató del gesto.

—No tema. Tiene tantas posibilidades de que la condenen como yo de ganar la maratón. Pero tiene que hacer algo si no quiere perder las elecciones. En mi opinión las perderá de todas formas, pero creo que intentará disparar un último cartucho. Además, es un hijo de puta vengativo, y perdone la expresión.

—Digamos que presenta cargos —dijo Brad—. ¿Qué ocurrirá después?

—Vamos y nos rendimos. Intentaré que la suelten inmediatamente bajo palabra o fianza. —Frunció el entrecejo—. Tengo que advertirles de que esa parte me preocupa un poco. Nuestro amigo, el señor Chiles, pedirá que se niegue la fianza basándose en los recursos del hermano de la señora Sorrel y en que no es la primera vez que viaja con documentos falsos, por lo que se corre el riesgo de que huya para evitar ser procesada. Es muy posible que un juez se lo trague.

—¿Eso significa que iría a la cárcel? —preguntó Jenna.

—Por un tiempo. Sería una injusticia, y haré todo lo que esté en mi mano para impedirlo, pero es posible.

—¿Cuánto tiempo? ¿Hasta el juicio?

—Lo dudo. Como les decía, el señor Chiles va a perder las elecciones, y he tomado la precaución de hablar con su oponente. De un modo general, por supuesto, pero tengo la impresión de que ella será más razonable que Chiles.

—¿Hasta qué punto? —quiso saber Brad.

—Nuestra conversación ha sido muy general, pero no me sorprendería que me llegara la propuesta de libertad condicional a cambio de aceptar, digamos, homicidio involuntario.

—¿Y si llegamos a juicio? —preguntó Brad—. ¿Cuál sería nuestra defensa?

—Lo sabré mejor cuando tenga una larga charla con mi cliente, pero basándome en lo que he oído, tenemos la clásica defensa propia o de la vida de otro. También está la visión de la mujer maltratada, que es muy efectiva últimamente. —Miró a Jenna—. No sé si es consciente de ello, señora Sorrel, pero para mucha gente usted es ahora una heroína. Sobre todo para las mujeres, pero también para los hombres. Y ésa es otra de nuestras ventajas: cuando termine con Alí Rashad, parecerá el demonio en persona.

—Preferiría que no hiciera eso, señor Boyle. Tengo un hijo, esté donde esté, y Alí era su padre.

—Bien, eso es cierto. Comprendo su punto de vista. No más de lo necesario, pues. Nada más que la verdad.

Al anochecer, Jenna y Brad se fueron a pasear por la playa. Sobre ellos pendía lo que había dicho Boyle sobre la posibilidad de una separación. Tenían tantas cosas que decir que les costaba hablar.

Empezaban a brillar las primeras estrellas cuando por fin Brad rompió el silencio.

—Jenna, pronto acabará todo esto, antes de lo que pensamos, gracias a Dios. Cuando termine, vayámonos a alguna parte. Un mes, quizá dos. A las islas. A una casita de campo en Irlanda. Donde tú quieras.

—Es tentador, pero aún no ha terminado, y no puedo irme a ningún sitio hasta que sepa qué ha ocurrido con Karim.

—Bueno, eso se resolverá solo. Ahora está trastornado, es natural, pero no le durará para siempre.

—Es más que eso. No conoces a Karim. Además, sabes muy bien que tarde o temprano tendré que volver al trabajo. Ha pasado ya mucho tiempo. Será como volver a empezar.

—Será igual vuelvas cuando vuelvas. Tómate tu tiempo antes de volverte a enfrascar en el trabajo. —Brad alzó la vista hacia el lucero vespertino, que brillaba con increíble intensidad en el oeste, en un cielo que había adquirido un tono azul cobalto—. Podría ser nuestra luna de miel —dijo—. Nadie nos culparía por eso.

Jenna deseaba decir que sí con todo su corazón, pero trazó un dibujo en la arena con los dedos de los pies y no dijo nada.

—No es un ultimátum —añadió Brad—. Tiene validez hasta que esa estrella deje de brillar. Te quiero, Jenna. Eso no va a cambiar jamás.

—Yo también te quiero. Es que… son tantas cosas juntas.

¿Cómo podía explicarlo? No era sólo por Karim, ni por Malik o Laila, ni por nadie más. Tampoco se trataba de la vuelta al trabajo, ni del matrimonio. La cuestión era que había matado a un hombre. Desde que Sam Adams Boyle había mencionado la posibilidad de llegar a un acuerdo, la mente de Jenna era un torbellino de pensamientos. No se sentía culpable, pero sabía que lo era. Podría haber gritado aquel día junto a la piscina; podía haber salido corriendo en busca de ayuda, pero había hecho algo completamente diferente. Había dedicado la mayor parte de su vida a paliar los efectos de la violencia. Sin embargo, en el momento de la verdad, ella misma había elegido la violencia.

—Decidas lo que decidas —dijo Brad, oyendo lo que no había sido expresado—, recuerda siempre que Jordán Chiles no es un hombre que sepa hacer sutiles distinciones morales. No le des más municiones. Las usaría para hacerte parecer una asesina.

Era noche cerrada ya, y hacía frío. Volvieron a la casa.

Las luces estaban encendidas. Delante había un Rolls-Royce y un Lincoln Town Car aparcados con aspecto de suficiencia. En la terraza que daba al mar, Malik, Farid, J. T. y Rosalie elevaban sus copas.

—Y nosotros que queríamos discreción —comentó Brad.

Jenna corrió a abrazar a su hermano. Farid se unió al abrazo. Los dos abogados ostentaban la sonrisa de los ganadores.

En un rincón se hallaba Laila en silencio, acompañada por un joven atractivo y curtido por el sol.

—Mi amigo David Christiansen —dijo a Jenna—. Sólo hemos pasado para darte las gracias.

—¿Porqué?

—Por contar la verdad.

Al mediodía del día siguiente, Jordán Chiles apareció ante las cámaras para anunciar que un gran jurado había acusado a Amira Badir Rashad, alias Jenna Sorrel, de homicidio en segundo grado, y que un juez había dictado orden de arresto contra ella.

Llamó Boyle.

—Ya está. Vamos a entregarnos. De lo contrario, es probable que Chiles se presente con un equipo de la televisión y unas esposas. —Les dio instrucciones para que se encontraran con él en un área de servicio de la Interestatal. Mencionó que Jenna debía llevar consigo los artículos personales más imprescindibles—. Póngase varias prendas —fue su último consejo—. En las cárceles siempre hace o demasiado calor o demasiado frío.

Desde el área de servicio se dirigieron al tribunal en el coche de Boyle. Allí encontraron una multitud: policías, camionetas con antenas parabólicas, pancartas de apoyo a Jenna. Cánticos. Vítores.

—Me he tomado la libertad de informar a unas cuantas personas de que veníamos —explicó Boyle—. No nos hará ningún daño que se oiga la opinión del público. Muy bien, ahora vamos a entrar como si fuéramos los amos.

Alguien, Jabr, abrió la puerta del coche, y Jenna salió para recibir una andanada de vítores de la multitud. La gente la llamaba por sus dos nombres. Pronto se dirigía a toda prisa hacia la puerta cogida de la mano de Brad, siguiendo a Sam Adams Boyle, que les abría paso como el antiguo defensa de fútbol americano que sin duda era.

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