Amira

Amira


TERCERA PARTE » Jihan

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—Madre, ¿no quieres venir fuera con nosotras? Tía Najla está muy animada. ¿Madre?

—Prefiero quedarme aquí sentada, hija. Estoy cansada.

—Puedes sentarte fuera. Ven a tomar un poco de té. Hace un día precioso.

Al final Jihan se dejó convencer para salir a la arcada, pero el rostro de las demás mujeres, sus ojos, su súbito silencio convirtiéndose en una solicitud exagerada, le dijeron que todas veían el sueño en ella.

Ya no escribía en el diario, pues tenía el sueño casi todas las noches, de modo que temía dormir. Peor aún, también la perseguía durante el día. Era como si todo aquel mundo familiar —la casa, el jardín, los rostros de cuantos conocía— no fuera más que un tembloroso velo de gasa que podía alzarse en cualquier momento para revelar el hoyo en la arena gruñendo como un chacal negro.

Sabía que ocurría algo malo, que algo le sucedía a ella, que su modo de comportarse era pecado. Una primera y una segunda esposa no siempre se llevaban bien, pero se esperaba de ellas que evitaran que sus desavenencias enturbiaran la felicidad del marido. Jihan había fracasado, incluso le había negado su cuerpo a Ornar durante varios meses. Ciertamente era un pecado, y temía tener que responder por él en el futuro.

Pero ¿cuáles eran las razones?

«Tú serás la única, siempre, la única estrella en mi firmamento.» Era otra anotación de su diario, de otra época. Tenía catorce años entonces y era la mañana tras su noche de bodas. Se lo había dicho Ornar, que tenía dieciocho años más. En aquella época solía hablarle con palabras que sonaban como poesía, y así continuó en los años posteriores. Su matrimonio era feliz. Tal vez por ese motivo no se divorciaba de ella pese a lo que hacía, pese a todas las cosas que hacía ahora.

«La única.» Jihan meneó la cabeza y soltó una breve y amarga carcajada para sus adentros. Al instante supo, por las miradas de las mujeres, que la carcajada había sonado.

—Tienes la garganta seca, Um Malik —dijo Um Yusef, disimulando educadamente—. Permíteme que te traiga un poco de té. —Se apresuró a ir en busca del té como una buena segunda esposa.

Jihan la miró con ojos entrecerrados. Ya podía fingir delante de las otras, pensaba, pero lo cierto era que aquella joven, joven, joven y hermosa, hermosa mujer, no sólo ocupaba el lugar de una segunda esposa, sino que había usurpado también el de la primera. Desde el nacimiento de Yusef, Ornar centraba sus atenciones en el bebé y su madre. ¿Dónde estaban el respeto y la veneración que se debían a la primera mujer, a la madre del primogénito?

Pero Jihan sabía que todo era por su culpa.

¿Es culpa mía?, se preguntaba Amira, viendo que su madre asentía como si conversara consigo misma. ¿Es por algo que he hecho? ¿Es por haber sido una mala hija aquella única noche, que mi padre y mi madre se han convertido en extraños? ¿Es por eso por lo que mi madre ha cambiado tanto, tan deprisa?

Apenas reconocía a Jihan en los últimos tiempos, ni sus ojos apagados, como nublados por un velo de escarcha, antes chispeantes, ni la boca fruncida que antes encantara con su sonrisa, ni su risa, sus bromas y sus cumplidos y besos, ni el cuerpo hundido, derrotado, que jamás había sido capaz de permanecer sentado cinco minutos seguidos de tanta vida como contenía, y que sin embargo ahora yacía inmóvil durante horas en una habitación a oscuras. Su madre era egipcia, cairota, un producto refinado en la capital del mundo árabe, excitante e incluso deliciosamente escandalosa para las mujeres más conservadoras de Al-Remal. «¿Películas? Bueno, por supuesto aquí están prohibidas, pero en El Cairo las veíamos cada semana. Sí, las mujeres también. Películas americanas incluso. ¿Conoces la historia de Escarlata O'Hara, que se enamoró de un rico jeque y luego de un guapo contrabandista? En serio, ¿no has oído nunca hablar de ella? Bueno, déjame que te lo cuente…»

Ahora, esa misma mujer estaba encorvada en una silla del rincón con todo el aspecto de una tía abuela que en cualquier momento podía empezar a mascullar de forma ininteligible sobre tiempos mejores bajo el gobierno del viejo rey.

—El rey era muy guapo y muy elegante, ¿verdad, madre?

—¿Qué? ¿El rey? ¿Faruk, quieres decir?

Se hallaban en la habitación de Jihan, con las cortinas corridas, en medio de la penumbra al mediodía. Jihan yacía con un paño húmedo sobre la frente.

—Sí, Faruk.

Jihan suspiró. El Club Hípico de El Cairo. Un día de primavera. Ella, una adolescente. El rey pasó junto a ella con su séquito, la miró, saludó a su padre.

—Cuando era joven, no había hombre más guapo que Faruk —dijo Jihan—. La gente lo olvida, porque acabó convirtiéndose en una figura grotesca.

—Cuando preguntó por ti —añadió Amira para animarla a continuar—, tu padre dijo que ya estabas prometida, ¿verdad? —Sabía que su madre tenía gran cariño a esa historia.

Jihan se limitó a asentir. ¿Quién sabía la verdad? Tal vez su madre lo inventara todo para complacerla.

—¿Y si te hubieras casado con el rey? ¿Qué hubiera pasado? —Amira se esforzaba para que su madre siguiera hablando, para romper la cáscara en la que se estaba encerrando y que amenazaba con asfixiarla.

—Sólo Dios sabe la respuesta. —Jihan sonrió débilmente—. Pero si hubiera ocurrido, ¿dónde estaríais tú y Malik? Déjame descansar un poco, corazón. Estoy cansada. —De repente, sin motivo alguno, pensó en el Muntaza, el palacio real de Alejandría. En los jardines había un estanque con nenúfares. Se decía que a Faruk le gustaba contemplar a jóvenes doncellas nadando desnudas entre los nenúfares, hasta una docena a la vez.

Jihan se durmió pensando en ello, y en su sueño, el estanque de nenúfares se convirtió en el desierto luminoso…

«Sé que tienes responsabilidades allí y que tal vez te sea difícil, pero si puedes volver a casa, aunque sólo sean unos días, por favor, hermano, ven pronto.» Amira firmó la carta y se la entregó a Bahia para que la echara al correo. Esperaba haber sabido transmitir la urgencia de la situación sin parecer histérica. Era como si su madre se les fuera de las manos a pedazos. En los últimos días, la mente de Jihan había empezado a divagar como la de una anciana en su lecho de muerte. El día anterior, se había quedado mirando al vacío, diciendo:

—¡Vaya, Malik! ¿Dónde has estado? ¿Cómo te has ensuciado tanto?

—Malik no está aquí, madre —le había dicho Amira, asustada—. Está en Francia, ya lo sabes.

—Pues claro. —La sonrisa de Jihan se desvaneció—. Debía estar soñando despierta. Pero lo he visto tan claramente, igual que cuando era niño.

Tal vez Malik pudiera ayudar a su madre, puesto que no parecía ayudarla ninguna otra cosa.

¿Cuándo había comenzado todo? ¿Cómo? ¿Fue la noche en que Amira avergonzó a sus padres? ¿Tenía ella la culpa?

Aquella noche se remontaba a dos años atrás, justo después de que Ornar anunciara su intención de tomar una segunda esposa y pocos meses antes del horror de la ejecución de Laila. Amira acababa de mudarse a una habitación propia y estaba despierta pese a la hora, intentando terminar un capítulo más del libro de historia que Malik le había enviado. Desde la habitación de su madre le llegaron unos sonidos ahogados. Amira reconoció la voz cavernosa de su padre, pero no entendió sus palabras. Luego Jihan alzó la voz con un tono de súplica que Amira no le había oído utilizar hasta entonces.

—Por favor, Ornar, ya sabes cómo me siento. ¡Por favor, déjame tranquila!

Sin saber por qué lo hacía, pero sabiendo que estaba mal, Amira salió de su habitación y recorrió el pasillo. La puerta de Jihan estaba algo entreabierta.

—Sabes que es pecado —decía Ornar. Por su tono parecía perplejo y enfadado—. Vives bajo mi techo, aceptas mi protección. Eres mi esposa y serás mi esposa.

—¡No! ¡Por favor!

Amira se vio a sí misma abriendo la puerta, como si fuera otra persona observándola desde lejos.

Jihan estaba acurrucada en la cama y Ornar se inclinaba sobre ella. Amira no había visto jamás una escena igual. Supo que había cometido un terrible error, pero no pudo darse la vuelta.

Jihan la vio primero, luego Ornar se giró hacia ella. Ambos tenían el horror y la culpabilidad pintados en el rostro, pero rápidamente la expresión de su padre se volvió furiosa.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Amira hubiera querido que la tierra se abriera bajo sus pies, pero tenía que decir algo.

—¿Por qué no… la dejas tranquila? —acertó a balbucear atemorizada.

Por un momento Amira creyó que Ornar iba a golpearla; su padre alzó el brazo, pero luego señaló hacia la puerta.

—¡A tu habitación! —le ordenó con voz temblorosa—. ¡No te atrevas a hacer esto nunca más!

Amira salió corriendo como un animal liberado de una trampa. Segundos después se metía en su cama y oía los fuertes pasos de su padre en el pasillo.

Durante varios días no vio a su padre y apenas osó mirar a su madre. No obstante, Jihan actuó como si nada hubiera ocurrido, como si tuviera asuntos más importantes en la cabeza. Amira tenía la vertiginosa sensación de alivio que experimentan los niños cuando, descubiertos en una travesura, comprenden que sus padres están demasiado distraídos por el mundo de los adultos para aplicar un castigo.

Una mañana le despertó un nuevo sonido procedente de la habitación de su madre, un gemido inhumano que helaba la sangre en las venas. Amira salió corriendo al pasillo, pero no se atrevió a abrir la puerta al recordar lo que había ocurrido unas cuantas noches antes. Bahia apareció de la nada y la apartó de un empujón para entrar en el dormitorio de su madre. Jihan estaba de pie junto a la cama, mirándola fijamente. La cama estaba ensangrentada, igual que la parte inferior de su camisón.

—¡Alá! ¿Qué es eso? ¿Está herida?

—No, pequeña. No es eso. Pero ve y envía a alguien a buscar a la partera. —Bahia rodeó a Jihan con sus brazos para consolarla como si fuera una niña.

—¿Pero qué ocurre? —Amira no había visto jamás tal desesperación en el rostro de su madre.

—Ha tenido un aborto. Sin duda algo malo le ocurría al feto. Es la voluntad de Dios.

Para Jihan, el embarazo había sido un milagro y una última esperanza. Debía de haber concebido la última noche en que ella y Ornar hicieran el amor. Tras tantos años de matrimonio, Ornar no acudía a su lecho con frecuencia y, cuando lo hacía, el acto carecía de ardor. Ella lo disfrutaba de un modo mecánico, pues Ornar había sido siempre un amante experto y desinteresado, pero eso era todo.

La última vez fue diferente. El no intentó satisfacer sus deseos directamente, sino que se sentó junto a ella y le acarició la mano durante unos instantes.

—Charlemos un rato, hermosa mía —dijo—. Parece que últimamente no tenemos nunca un momento para estar solos.

—¿Ocurre algo, Ornar? —Las palabras de su marido eran inesperadas.

—¿Ocurrir? No, no ocurre nada. Sólo estaba… pensando, y recordando.

—Pensando y recordando ¿qué?

Ornar esbozó una de sus tímidas sonrisas que ella no había visto en años y que le hacía parecer más joven, casi adolescente, tras la barba gris.

—Recordando la época en que tu voz era para mí como el sonido del agua para un hombre muerto de sed. Y pensando que sigue siendo igual.

—Bueno, no sé qué decir. —Jihan se echó a reír, ruborizándose de placer, aun cuando se preguntaba adonde iría a parar su marido—. Has descubierto el truco que te convertirá en un héroe para todos los maridos de Al-Remal, cómo hacer callar a sus mujeres.

Ornar también rió, luego se produjo un silencio embarazoso.

—¿Te he dicho que ayer recibí carta de Malik? —aventuró ella por fin.

—Sí.

—Te envía su más profundo respeto y sus saludos.

—Sí, ya me lo dijiste. Y está bien, ¿no?

—Sí, gracias a Dios. Y le van mejor los estudios.

—Mmm. Eso es interesante, porque hoy he recibido una carta de su tutor. Al parecer Malik celebró una fiesta bastante lujosa en su dormitorio para los otros chicos… para todos los chicos.

—¿Eso va en contra de las reglas?

—Eso parece. Dios y los ingleses sabrán por qué.

Ornar siempre había expresado severidad ante los deslices de Malik. Jihan se asombró de que entonces tomara partido por el chico frente a la autoridad del colegio.

—También ha faltado a algunas clases —añadió Ornar—, pero eso ya lo sabía. ¿Sabes por qué? Visitaba a comerciantes. Tengo dos nuevos clientes en El Cairo gracia a él, buenos clientes, además. ¡Y aún es un muchacho! Naturalmente le di una comisión, como haría con cualquier otro. Supongo que de ahí salió el dinero para la fiesta. Aun así tengo que hablar seriamente con él cuando vuelva a casa. La generosidad es grata a los ojos de Dios, pero hay una diferencia entre generosidad y despilfarro.

Jihan no pudo evitar sonreír ante los esfuerzos de su marido por disimular el orgullo que sentía.

—De tal padre tal hijo —comentó.

—Bueno… lamento aburrirte con asuntos de negocios, querida mía. Además, era tu voz la que quería oír, no la mía.

Jihan se dijo que Omar estaba de un humor excelente.

—Dios nos ha bendecido con nuestros dos hijos —señaló, tras aguardar un momento para asegurarse de que Omar ya había terminado de hablar.

—¿Mmm? ¿Amira? Sí, crece deprisa. No falta mucho para que tengamos que buscar a alguien para ella.

—¿Sabías que habla francés como una pequeña parisina? —preguntó Jihan, eludiendo un tema del que no quería hablar.

—¿Francés? ¿La mujer extranjera le enseña francés?

—Sí, y al parecer es buena maestra, y muy devota. Hemos tenido mucha suerte con ella, gracias sean dadas.

—Francés. —La expresión de Omar se ensombreció momentáneamente, luego agitó una mano en un ademán de aceptación—. Muy bien. Quién sabe, tal vez se case con un diplomático. Pero desde luego los tiempos están cambiando.

—Cuando yo era adolescente, sabía un poco de francés.

—Sí —Omar rió entre dientes—, y mejor que lo hayas olvidado. Estabas demasiado orgullosa de eso, mi pequeña cairota. —Volvió a esbozar su sonrisa cohibida—. Escucha, hermosa mía, sé que no estamos en una ocasión especial, pero sé que no te digo con frecuencia lo que has significado para mí, como esposa, como madre de mis hijos. Tal vez esto compense la pobreza de mis palabras. —Omar le tendió un pequeño estuche de piel de cabritilla con ribete dorado.

—¿Para mí? Pero, marido, no he hecho nada para merecer un regalo…

—Ábrelo.

Jihan lo hizo y dejó escapar un gemido ahogado. Era un collar de esmeraldas, cuyas gemas verdes, perfectas y resplandecientes estaban incrustadas en oro y rodeadas por círculos de pequeños diamantes. Era un regalo excesivo incluso para un hombre tan rico como Omar.

—Es demasiado. ¡Oh, Omar!

—No es bastante, ni mucho menos. Te amo, Jihan. Siempre serás mi esposa.

—Pero… gracias. —Le besó—. ¿Puedo ponérmelo?

—Por supuesto. Ya sé cómo sois las mujeres. Pruébatelo con las ropas que desees para alegrar tu corazón. Luego ven a verme sin llevar nada más que el collar.

Esa noche, Ornar se comportó como un recién casado, mostrando su pasión por ella tres veces. Algunas mujeres lo hubieran pregonado a las demás al día siguiente, pero Jihan, pese a su vitalidad, era demasiado recatada para alardear en temas sexuales. Además, tenía más que suficiente con mostrar el collar.

Tres semanas más tarde, su marido le comunicaba que había decidido tomar una segunda esposa, la hija de uno de sus primos.

Debería de haberlo comprendido, se dijo Jihan. Debería de haber recelado de la sonrisa tímida, de las palabras zalameras y del ridículo regalo. Tras un día de lágrimas y odio, tuvo una pelea a gritos con Ornar en el pasillo, exigiéndole el divorcio y arrojándole el collar a la cara. La mayoría de hombres hubieran llamado a un testigo y se hubieran divorciado allí mismo, pero Ornar contestó con dignidad:

—Te dije que siempre serías mi esposa. —Y tras estas palabras, se alejó.

Sólo entonces comprendió Jihan la amarga ambigüedad de su promesa: siempre sería su esposa, pero no la única. Jihan volvió chillando a su habitación.

—Cuando se tranquilice —dijo Bahia a las otras mujeres para que no hubiera malentendidos, recogiendo el collar del suelo—, lo devolveré a su joyero. Llegará el día, Dios mediante, en que lo llevará con orgullo.

Devolvió el collar al joyero el día que su señora le comunicó que estaba embarazada.

Jihan se aferró a la idea de que su embarazo lo cambiaría todo. Si podía darle otro hijo a Ornar, y desde luego si era varón, su marido olvidaría su fantasía de tomar otra esposa. Sin duda era ése y no otro el motivo, tener una mujer con la que pudiera engendrar más hijos.

Jihan no sabía por qué no había vuelto a concebir después de parir a Amira. Indudablemente era la voluntad de Dios. Pero después de trece años estériles, volvía a estar encinta. Era un milagro, en el que depositó todas sus esperanzas. Al mismo tiempo, no podía perdonar a Ornar por su traición, y lo rechazó la horrible noche en que su hija los sorprendió. Sin embargo, incluso entonces aguardaba tan sólo el momento adecuado para darle la maravillosa noticia.

Entonces, al final del tercer mes, se produjo el aborto. La partera no pudo sino constatar lo que era obvio, pero la hemorragia no se detuvo y se llamó a un médico. Sólo había cinco médicos en todo el reino, tres de ellos para atender a la familia real. El que acudió a su llamada era uno de esos tres, un turco menudo y calvo. Al igual que todas las mujeres remalíes que precisaban ser examinadas físicamente, Jihan llevó el velo puesto mientras el médico realizaba la exploración.

—Señora —dijo él cuando concluyó—, su último parto debió de ser muy difícil.

—Sí—replicó ella—. Me dijeron que pude haber muerto.

—Estaba seguro. El daño interno es considerable: cicatrices, adhesiones. ¿Ha tenido dolores?

—A veces.

—Lo sorprendente es que se quedara embarazada. Siento mucho decirle, señora, que no podrá tener más hijos. Incluso le recomendaría, en beneficio de su salud, que consultara a un especialista en Europa, un cirujano. Se lo comunicaré a su marido y le daré el nombre de dos o tres médicos en los que puede confiar plenamente.

—Es usted muy amable, señor, pero dudo mucho que sirva de nada.

—Seguramente no —dijo el médico con cierta ira en la voz—. En Al-Remal sabemos con certeza que todo es voluntad de Dios, y ciertamente eso es verdad. ¿Pero qué nos hace pensar que la voluntad de Dios no se manifiesta por medio de la medicina moderna?

—No lo sé, doctor—replicó Jihan—. Sólo soy una mujer.

Aquél fue el principio. Hasta entonces, el sueño sólo había sido una coincidencia, una anotación en el diario, pero a partir de ese momento empezó a ser cada vez más frecuente hasta convertirse en un tormento constante, como la presencia de la nueva esposa.

Después llegó la pesadilla real de Laila Sibai, a la que ella consideraba casi como una hija. No se atrevió a protestar, ni a alzar su voz contra la sentencia y la ejecución, no sólo porque su mundo le exigía aquiescencia, sino porque le horrorizaba la intuición maternal de que Malik estaba involucrado. Dio gracias a Dios cuando su hijo se fue a Europa. Sin embargo, con su partida acabó perdiéndolo realmente, no como al muchacho que se marcha al colegio, sino como a un hombre que inicia su propia vida en el mundo. Además, pronto perdería a Amira a manos de un marido que se la llevaría como si fuera un camello comprado en el mercado.

Ornar se casó con la hija de su primo, y luego tuvo un hijo y ella se convirtió en Um Yusef.

El Corán decía que un hombre no debía tener más de una mujer si no podía tratarlas a todas por igual. Ornar intentó prestar a Jihan la misma atención que prestaba a su nueva esposa, pero ella lo despreció. Si no podía ser la única, no sería nadie.

El concepto de depresión como enfermedad no existía en Al-Remal. No había un solo psiquiatra ni psicólogo en todo el país. Cuando la aflicción de Jihan se hizo insoportable, recurrió a remedios tradicionales, incluyendo el hachís. Pese a ser ilegal, la droga se difundía ampliamente y algunas veces se usaba como medicamento. Jihan había visto a mujeres que se lo tomaban como anestésico y relajante durante el parto. A ella no le ayudó. La agradable somnolencia inicial se evaporó cuando se miró en el pequeño espejo de su tocador. ¡Qué arrugas! A los treinta y dos años era vieja y fea. Abandonó la habitación e inmediatamente tropezó con Um Yusef, que parecía tan joven y hermosa como un ángel. Jihan no volvió a probar el hachís.

Al final, a instancias de Najla, de Amira, y de la propia Um Yusef, mandó llamar al mismo médico que la había examinado tras el aborto. El médico le aseguró que esta vez no era necesario que se desvistiera. Todo lo que necesitaba Jihan era algo que la ayudara a dormir. Le dio un gran frasco de píldoras, explicándole que debía tomarse una justo antes de acostarse, pero nunca más de dos en un mismo día.

Jihan usó las píldoras tres noches seguidas y durmió como un muerto. Ése fue el problema; se despertaba como si estuviera muerta. Sabía el porqué; aunque no recordaba nada de su profundo sueño, estaba segura de que había tenido la misma pesadilla, entera, sin el alivio de despertarse. Se estaba muriendo cada noche. Dejó las píldoras. A partir de entonces, todo empeoró. No había nada ni nadie en la tierra que pudiera ayudarla.

—¿Me has llamado, madre? —Aunque había observado la decadencia de Jihan durante meses, Amira seguía escandalizándose al ver el aspecto de su madre, la tez enfermiza, sin maquillaje, y las ropas desaliñadas que olían por el uso prolongado.

—¿Si te he llamado? Sí, supongo que sí. Siéntate, hija.

Amira obedeció. Durante largo rato, Jihan se quedó mirando al vacío sin decir nada.

—Luchar contra un hombre sólo trae dolor y sufrimiento —dijo de repente—. Obedece a tu marido y sométete a su voluntad. Recuérdalo y serás más feliz que yo.

—Sí, madre. Por supuesto.

—Los tiempos cambian, como dice Ornar —añadió Jihan tras otro largo silencio—. El mundo cambia. La gente suele decir que le gustaría poder atrasar el reloj. Yo desearía poder adelantarlo. Ojalá tuviera tu edad. Ojalá… ah, bueno.

¡Cómo divaga su mente!, pensó Amira. Cada día era peor. ¿Pero qué se podía hacer? Nadie lo sabía. Bahia estaba segura de que a su señora la hostigaban los jinns, y algunas veces la propia Amira se preguntaba si había algo de cierto en las supersticiones sobre aquellos espíritus malévolos.

La señorita Vanderbeek, tan preocupada como los demás, abordó el problema de una manera muy diferente. En Europa había médicos que trataban las enfermedades de la mente, que era de lo que se trataba. Debían llamar a uno de esos especialistas costara lo que costara. A Amira, sus explicaciones sobre el campo de la psicología le sonaron casi tan fantásticas como las afirmaciones de Bahia sobre los jinns, pero cualquier cosa era mejor que no hacer nada. El día anterior justamente, Amira había dado el paso sin precedentes de sugerírselo a su padre.

Al principio Ornar se había ofendido ante la idea, o quizá era porque su hija había supuesto que podía aconsejarle.

—He oído hablar de esas cosas —gruñó, irguiéndose—. ¿No te parece que va contra Dios, que tiene el destino de todos nosotros en sus manos? —Volvió a hundirse—. No sé. Me he estrujado el cerebro y de las mil cosas que he pensado ninguna vale lo que un grano de arena. Tal vez no haya ningún mal en lo que dices. Haré averiguaciones.

—Déjame cepillarte el pelo, madre —dijo Amira, dándose cuenta de que Jihan tironeaba de sus mechones enmarañados.

—¿Qué? Sí, será agradable. Gracias, Najla. Quiero decir, Amira.

Amira deshizo los enredos y luego trenzó los cabellos de su madre.

—¡Ya está! Mucho mejor. ¿Quieres el espejo?

—No; sé que lo has hecho bien. Mira. —Jihan abrió la mano—. Mi padre se lo dio a mi madre. No sé por qué no te lo he enseñado nunca.

—¡Madre! ¡Qué hermoso!

Era un anillo, un zafiro casi del color azul de la medianoche, montado en oro.

—Es como el cielo de noche, ¿verdad, princesita? Intenso y oscuro. Y mira, aquí está la estrella. Sólo una. ¿La ves?

—Sí, es precioso.

—Es para ti. Lo recibirías tú de todas formas, claro está.

—Madre, ¿de qué estás hablando? Es tuyo. Guárdatelo. Aún han de pasar muchos años…

—No, estoy adelantando el reloj. Es para ti.

Cuando Amira aceptó finalmente el anillo, si bien protestando, Jihan se animó. Se bañó, se puso ropa limpia y permitió a Amira que la maquillara.

—Hazme hermosa otra vez —dijo con una breve carcajada.

—Eres hermosa, madre.

Esa noche, esperando a dormirse, Amira tuvo la esperanza por primera vez en muchos meses de que su madre hubiera vuelto la página. Aun así, deseó que Malik se encontrara allí y se preguntó si había recibido la carta. Lo imaginó paseándose, insomne por la preocupación, por su apartamento de Francia. Amira temió haberse alarmado en exceso. Volvería a escribir a su hermano por la mañana.

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