Amira

Amira


QUINTA PARTE » Miedo

Página 32 de 69

Alí se marchó con una sonrisa. ¿Cuál era su auténtico significado?, se preguntó Amira.

Según todas las apariencias, Alí se había convertido en el marido más considerado de Al-Remal. No importaba. Nada de lo que él hiciera le importaba ya. Ni un millar de ángeles dando fe de que había cambiado la inducirían a confiar en él.

Las primeras semanas tras su salida del hospital habían supuesto un respiro. Todo lo que se esperaba de ella era que descansara y se recuperara, y para ello la encerraron en un caparazón omnipresente de mujeres: primas, amigas, criadas, suegra, cuñadas y otras mujeres de su familia política que apenas conocía.

Todo el mundo hizo comentarios sobre su terrible «accidente», luego no volvieron a mencionarlo nunca más. Si tenían alguna duda, querían olvidarla. Pero ella no tenía preguntas y no había olvidado nada, ni al hombre de la noche alejandrina, ni la paliza, ni mucho menos la terrible visión de Alí y Karim en un posible futuro. A medida que recuperaba lentamente las fuerzas, no deseó otra cosa más que hallar el modo de escapar.

Con su restablecimiento, el velo protector de mujeres fue alzándose paulatinamente. A Amira no le importó. Estaba preparada para un poco de soledad, de intimidad, y hastiada de lo que impregnaba el ambiente entre las que la cuidaban, no expresado, pero tan penetrante como el olor de una vela recién apagada: se había convertido en un objeto de piedad para ellas.

Al fin y al cabo, ahora era estéril, una mujer sin propósito ni futuro, agua pasada a los veintidós años. En cierto sentido, a los ojos de las demás mujeres, una parte de ella había muerto aquella noche, y reaccionaban ante la muerte como todos, con la secreta gratitud de que le hubiera tocado a otro.

Alí no había vuelto a abordarla con intenciones sexuales. No estaba segura de cómo reaccionar si se daba el caso. Podía alegar debilidad, o sencillamente rechazarlo y comprobar el grosor del barniz de amabilidad con que su marido se había disfrazado. Pero tal vez la dejara en paz durante una buena temporada, o incluso para siempre. Quizá había notado el asco que sentía cuando la tocaba. O tal vez él mismo se sentía repelido por su esterilidad.

Unos días antes había oído a Faiza por casualidad; su suegra comentaba que, naturalmente, Alí volvería a casarse. Naturalmente que lo haría. Nadie le echaría la culpa, de hecho, muchos le culparían de no hacerlo.

En todo caso, tampoco eso importaba. Esperaba la salvación, ni más ni menos, en cualquier forma que quisiera adoptar.

Amira mandó llamar a un chofer para que la llevara a la nueva casa. Al cabo de unos minutos, un criado le informó de que el coche estaba listo. Aquélla era una de las cosas positivas del supuestamente nuevo Alí, que tenía libertad para ir y venir casi a placer.

En los pocos pasos que separaban la entrada familiar de palacio de la protección del Rolls, Amira notó el frío del invierno remalí. La temperatura había bajado hasta los diez grados; esa noche el agua tal vez se congelaría. Esperaba que el tiempo mejorara antes de que llegara Philippe.

El chofer, un hombre corpulento de aspecto fiero y rostro picado de viruelas, se apresuró a ayudarla. Amira sabía que, al igual que sus demás colegas de palacio, era un experto en defensa personal y en el uso de armas cortas, una de las cuales escondía a mano bajo el asiento.

—La paz de Dios, alteza.

—La paz de Dios, Jabr.

—¿Enciendo la calefacción?

—No, se está muy bien aquí.

El lujoso coche salió de los terrenos de palacio a las calles de la ciudad, insólitamente llenas.

—¿Ha visto las tiendas su alteza? —preguntó el chofer con excitación de adolescente.

—¿Qué tiendas?

—A las afueras, en dirección al aeropuerto, alteza. La gente del desierto ha venido para la fiesta.

—Muéstramelo —pidió Amira siguiendo un capricho.

Varias veces en su vida había visto pequeños campamentos de beduinos, pero nunca nada parecido. Cientos de tiendas negras se desperdigaban por las pequeñas colinas distantes. El aire aparecía nebuloso por el humo de las fogatas. Entre las tiendas había pequeños grupos de caballos y camellos en cantidades incontables.

Los hombres se volvieron para mirar el coche y luego reanudaron sus conversaciones.

—Mi gente —dijo Jabr orgullosamente—. Los dejé cuando tenía doce años para servir a su majestad por voluntad de Dios.

—¡Cuántos son! —fue todo lo que Amira pudo decir. Aquella visión la conturbó profundamente. Hasta entonces había pensando en el cincuentenario como una fiesta de palacio, pero ahora comprendía que era mucho más, era una celebración de todo el pueblo. Muchos de aquellos hombres vestidos de cuero y sus mujeres con velos negros habían recorrido cientos de kilómetros de desierto para estar allí.

—Quiera Dios que crezcan en número —dijo Jabr—. Mientras haya beduinos, habrá un Al-Remal.

Era cierto, se dijo Amira. La gente del desierto, aun siendo sólo una pequeña fracción de la población, era el alma del país.

—Esto es hermoso, Jabr. Tendrás que traerme otra vez. —Volvería. Y llevaría con ella a Faiza. Quería ver la reacción de su suegra, con toda su elegancia real, al enfrentarse con el estilo de vida del que había surgido. ¿Recordarían los dedos de Faiza cómo se tejía el pelo de cabra teñido de negro para hacer tiendas de beduinos?

Jabr lanzó una última mirada al vasto campamento y viró hacia el sur.

En la casa nueva, Amira no encontró mucho en que ocuparse. Los criados conocían su trabajo y constantemente la instaban a descansar. No obstante, sí supervisó personalmente el momento en que se colgó un cuadro sobre la cama de lo que sería el dormitorio de Philippe. Era una de las junglas fantásticas del aduanero Henri Rousseau. Amira no había visto jamás una jungla y se preguntaba si al artista le había ocurrido lo mismo. A ella, la jungla del cuadro le pareció una idea muy francesa de lo que debía ser una jungla. Esperaba que a Philippe le gustara lo bastante como para alabar su buen gusto, porque entonces Alí se vería impelido a regalarle el cuadro.

Pero seguramente Philippe no diría nada. Conocía Al-Remal mejor de lo que cualquier europeo tenía derecho a conocer.

—Alteza, el príncipe Alí desea que vaya a saludar a su invitado.

Ya era hora. Alí había monopolizado a Philippe durante casi una hora. Amira siguió al criado a los aposentos de los hombres.

Allí estaba.

Philippe estaba más pálido que la última vez. El invierno europeo, recordó Amira. La piel europea.

—Bienvenido, doctor, a este pobre alojamiento temporal. ¿Ha venido a comprobar si su paciente había sobrevivido?

—Hola, alteza. Dios quiera que todos mis pacientes sobrevivan tan bien. Sería un nuevo Avicena.

—Ha hablado como un remalí, doctor —comentó Alí con una sonrisa. Era cierto, pensó Amira. Incluso en la referencia al gran médico árabe de la antigüedad; la mayoría de occidentales hubieran mencionado a Hipócrates.

—¿Pero va todo bien, alteza? —preguntó Philippe, ya en serio—. ¿No ha tenido ningún problema? —Sus ojos tenían una mirada penetrante.

—Nada que comentar, doctor.

—Por favor —intervino Alí, sonriendo de nuevo—. Basta de formalidades. ¿No somos amigos? Nombres de pila a partir de ahora.

Philippe hizo un gesto muy francés dando su aquiescencia. Amira no dijo nada; se daba por supuesto que estaba de acuerdo con los deseos de su marido.

—Philippe me estaba hablando —continuó Alí— de la gran celebración del sha. Cree que la nuestra será mejor.

—¿Estuvo allí, Philippe? —No se lo había mencionado. La farsa del sha del Irán en 1971, en Persépolis, para celebrar los dos mil quinientos años del imperio persa, había sido noticia en todo el mundo.

—No era uno de los invitados —replicó Philippe modestamente—. Sólo formaba parte del séquito de Pompidou.

—Cuéntenos sus impresiones —le instó Alí.

—Fue excesivo, por supuesto —replicó Philippe, encogiéndose de hombros—. En realidad ha sido el campamento beduino que he visto viniendo del aeropuerto lo que me lo ha recordado. Y es auténtico. El sha también hizo levantar tiendas, pero estaban diseñadas por Jansen. Tenían dos dormitorios, sábanas Porthault y cuartos de baño de mármol. Por supuesto todo eso era para la élite. La mayoría de nosotros nos alojamos en Shiraz, a sesenta y cinco kilómetros.

—Mi padre estuvo en una de aquellas tiendas —dijo Alí—. Está de acuerdo con usted en que fue excesivo. Sin embargo, es posible que muchas personas hablen de aquello, aun hoy en día, como el último paso hacia el paraíso.

—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo Philippe, volviendo a encogerse de hombros—. Desde luego fue todo un espectáculo. El ejército iraní al completo iba ataviado y peinado como los antiguos soldados persas. Hubo todo tipo de diversiones y ni un solo momento aburrido. También se comió razonablemente bien; el sha hizo acudir a todo el personal de Maxim's.

—Permítame hacerle una pregunta, amigo Philippe. ¿Sabe cuánto se gastó el sha en su pequeño circo?

—He oído que trescientos millones de dólares.

—Aproximadamente es correcto, pero en todo el tiempo que pasó allí, ¿oyó alguna vez un solo sura del Corán?

—Dado que no soy de la fe, alteza…

—Alí.

—Alí, no prestaba mucha atención a esas cosas. Pero no, no lo creo.

—Ni tampoco mi padre, y aún hoy sigue diciendo que la impiedad del sha será su perdición.

—Puede ser —dijo Philippe, asintiendo—. En lo que a mí respecta, me resultó difícil disfrutar de los festejos por otros motivos. Acababa de pasar varias semanas en el Sahel. Las Naciones Unidas habían solicitado a unos cuantos de nosotros que examináramos la situación médica allí. Poca cosa pudimos hacer. La sequía se hallaba en su peor momento, como recordará, y las personas, los niños sobre todo, morían como moscas. Después de aquello, era difícil apreciar la gastronomía de Maxim's.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Alí con tono vago. Amira se dio cuenta de que su marido no veía relación alguna entre los problemas crónicos del África sub-sahariana y la increíble fiesta cuyo anfitrión era el ocupante del trono del pavo real.

Alí consultó su reloj, gesto que se estaba volviendo habitual en él.

—Mil disculpas, amigo mío, pero el deber me llama. Me esperan en palacio y ya llego tarde. Mi hermano Ahmad también se retrasa. Se suponía que tenía que estar aquí para recibirle con nosotros. Estoy seguro de que llegará en cualquier momento. Mientras tanto, está usted en su casa.

Amira miró a su marido con cierta confusión. Sería indecoroso que se quedara con un invitado masculino a solas. Alí notó su vacilación.

—No pasa nada. Como decía, Ahmad llegará enseguida, y en todo caso, no podemos dejar desatendido a nuestro huésped. Ordena que alguien le enseñe su habitación y deja que descanse. Seguro que he agotado al pobre hombre con mi charla.

Alí sonrió una vez más y se fue. Amira y Philippe se miraron. Amira hubiera deseado arrojarse en sus brazos, pero no se atrevió; ¿y si los veía alguien?

—Es agradable tenerte aquí —se limitó a decir.

—¿Aún quieres marcharte, Amira? —preguntó él con una mirada penetrante.

La voz de Amira sonó débil al decir que sí.

—¿Estás segura?

—Sí, lo estoy.

—Tal vez haya hallado la solución, pero éste no es el momento para hablar de ello.

—No.

Instantes después entraba Ahmad a grandes zancadas. Si pensó algo al ver a Amira y a Philippe a solas, no lo demostró. Era tan callado y sombrío como efusivo Alí. Tras él llegaron dos de 'os primos de Alí, toda una multitud de hombres. Amira se sintió hiera de lugar y se excusó rápidamente.

En el mundo de las mujeres, dio instrucciones a los criados de manera mecánica. Philippe tenía un plan. ¿Cuál podía ser?

Y, fuera cual fuera, ¿podría llevarlo a cabo?

Sí, se dijo. Sí podría.

Ir a la siguiente página

Report Page