Amira

Amira


QUINTA PARTE » Huida

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Algo ocurría en Irán. Amira lo notó en cuanto ella y Alí llegaron al aeropuerto de Teherán. Los recibió el ministro iraní de Cultura, un hombre alto y cortés, junto con otros dignatarios, pero la bienvenida no parecía sincera y los iraníes estaban visiblemente preocupados.

Quizá fuera porque todos ellos se hallaban prácticamente rodeados por una cohorte de hombres de aspecto duro, con gabardina y gafas de sol. Eran de la Savak, la policía secreta del sha. Uno de ellos la escoltó a ella, a Alí y a Karim hasta una hilera de grandes coches americanos de color negro. Un chófer que hacía que Jabr pareciera un colegial crecido sostenía una puerta abierta para ellos.

El hombre de la Savak se sentó delante, habló en parsi por una radio que portaba en la mano y dio al chófer una orden tajante. La limusina se unió al convoy de coches.

Teherán era la ciudad grande menos atractiva que Amira había visto en su vida; estaba formada por una interminable aglomeración de estructuras de cemento, suavizada por un fondo de montañas coronadas de nieve (al norte). El aire era una neblina amarilla que oscurecía el resplandor de los picos distantes.

—¿Hay algún incendio? —preguntó Amira con los ojos acuosos.

—Es la niebla, alteza —replicó el chófer en árabe con fuerte acento—. Si le molesta ahora, vuelva en verano. —Tradujo sus palabras al hombre de la Savak, que rió entre dientes.

La ciudad era tan plana como una tabla hasta las zonas residenciales del norte, que ascendían levemente hacia las montañas. La hilera de coches viró al llegar a una gran verja forjada, tras la cual se veían, no sólo un palacio sino varios de diversas dimensiones. El chófer señaló el palacio del sobrino del sha y el de su madre. No tuvo necesidad de indicar cuál era el palacio del gobernante, una enorme estatua de Reza Shah Pahlavi lo hacía por él.

Tras un nuevo y pomposo discurso de bienvenida, el ministro de Cultura los remitió a un hombre de confianza, que los condujo a sus aposentos del segundo piso. Pese a que el palacio estaba amueblado con un lujo que sobrepasaba con mucho lo que Amira había visto en Al-Remal, fue el arte de las alfombras tejidas a mano con clásicos diseños persas de belleza inmortal lo que más la impresionó.

Una camarera le recordó la hora en que se iniciaba la recepción formal aquella noche. Amira asintió. La recepción había sido su excusa, por si necesitaba alguna, para llevar consigo todas sus joyas. Cuando se fue la sirvienta, sacó su joyero y derramó los pendientes, pulseras y collares resplandecientes sobre la cama. Karim jugó con ellos haciendo pequeños montones y eligiendo una pieza de vez en cuando para decir «bonito».

Estaba en Teherán. Cuarenta y ocho horas más y estarían en Tabriz. Poco después, tal vez Karim y las joyas fueran lo único que tendría en el mundo.

O tal vez no ocurriera nada en Tabriz. No había recibido más noticias de Philippe tras aquella primera carta. Quizá hablaba por hablar.

En cualquier caso, estaba en manos de Dios, ¿no?

—Bonito —dijo Karim, cogiendo el rubí carmesí que había pertenecido a María Antonieta.

—¿Caviar, alteza? —preguntó el hombre atractivo de sienes plateadas. Era ministro de algo que tenía que ver con el petróleo.

—No, gracias —dijo Amira. El gran salón ceremonial de la planta baja del palacio estaba prácticamente enterrado en caviar. Debía de haberse comido ya un cuarto de kilo y ni siquiera le gustaba.

—Parece que éste es el único lugar en Irán donde se encuentra caviar del bueno últimamente —dijo el hombre—, aun siendo famosos por ello. Casi todo se exporta. Compré unas cuantas latas en Toronto la semana pasada, a muy buen precio además.

Era quizá la quinta vez que Amira oía hablar de la escasez de caviar iraní en su país de origen, y la décima al menos que alguien aludía a un viaje reciente a Toronto, Nueva York, Londres o Zurich. Los iraníes ricos parecían extraordinariamente diligentes en mantener sus contactos en el extranjero.

Como siempre antes de un viaje oficial, Amira había recibido una sesión informativa sobre el país anfitrión. Sabía que había agitación en Irán, provocada principalmente por mullahs fundamentalistas, pero no era un tema que ella ni Alí fueran a discutir allí, puesto que su misión era cultural y concernía a la restauración de una venerable mezquita en Tabriz.

Amira paseó la mirada por el gran salón. ¿Había conseguido un grupo de ancianos religiosos que blandían el Corán aterrorizar a todos aquellos hombres y mujeres ricos, poderosos y sonrientes, al ejército y a la Savak, e incluso a los estadounidenses que estaban de su parte? ¿Eran para eso las cuentas bancarias en Suiza y los lujosos apartamentos en Manhattan: por si tenían que huir a medianoche, corriendo para no perder el último avión? Bueno, ¿por qué no? Amira pensó en los gobernantes de su propio país, en la familia real a la que ella misma pertenecía, y en su cautela con respecto a los fundamentalistas.

Se produjo un revuelo y luego se pidió silencio. Había entrado el sha con su esposa, Farah Diba. Llegaban mucho más tarde de lo esperado sin que se explicara su retraso.

Amira no hubiera reconocido al sha. El hombre atractivo de mediana edad y aspecto dominante de las fotografías de periódicos y revistas parecía encogido, con la piel cetrina, envejecido, tararí Diba, por el contrario, era aún más guapa de lo que apareja en las imágenes que había visto Amira. Pese a sus treinta y tantos y sus cuatro embarazos, tenía todo el glamour de una estrella de cine.

Alí y Amira eran invitados distinguidos, pero no los más importantes de la brillante multitud, y pasó un buen rato hasta que se hallaron frente al sha y Farah. El sha y Alí intercambiaron los saludos diplomáticos de rigor a través de un intérprete, y el sha hizo un pequeño discurso. Después de esto no quedaba nada más que decir, y Amira comprendió que había llegado el momento de despedirse.

—¡Ustedes son los padres de Karim! —exclamó Farah de repente—. Debería haberme dado cuenta. Lo he visto arriba con su niñera. ¡Qué ricura de niño! Claro que los remalíes son famosos por su atractivo.

Los remalíes no eran famosos por nada parecido, pero Amira se sintió encantada, igual que su marido. Incluso el sha pareció animado por el entusiasmo de su esposa.

Unas palabras más, una breve conversación sobre la mezquita de Tabriz y había terminado la audiencia. Apareció el embajador estadounidense para enzarzarse en una conversación con Alí sobre aviación. Amira, cansada por el viaje y sintiéndose claramente fuera de lugar, deseó poderse escabullir para irse a la cama.

—Alteza —dijo una voz familiar a su espalda—, qué agradable encontrarla aquí.

—¡Philippe! ¿Qué…?

—Alteza, señor embajador —dijo Philippe a Alí y al estadounidense, que lo saludaron por el nombre.

—Vaya, esto es asombroso —comentó Alí—. ¿Qué le trae por aquí, amigo mío?

—Estaba a punto de contárselo a la princesa. Me temo que soy un intruso en la fiesta. Un colega me pidió que viniera a Teherán para consultarme un… un caso especialmente complicado. Cuando me enteré de que mis viejos amigos estarían aquí esta noche, me he hecho invitar.

Amira se esforzó por dejar de mirarle fijamente para desempeñar el papel de conocida agradablemente sorprendida.

—Vaya, realmente el mundo es un pañuelo —dijo el embajador con afabilidad—. ¿Y su paciente, mejora?

—Ah, amigo Elliott, espero que no sea usted de esas molestas personas que insisten en hablar con los médicos de juanetes y cálculos biliares en sus pocos momentos de ocio.

—Lo siento, doctor. Sólo era curiosidad.

El embajador se permitió una mirada especulativa hacia el sha. Amira se dio cuenta de que también lo hacía Alí.

Sin duda el sha era el tipo de paciente por el que Philippe viajaría miles de kilómetros; el sha, y también unos aldeanos de un lugar remoto afectado por el cólera. Pero Philippe estaba allí por otro motivo, ¿o no?

—¿Se quedarán mucho tiempo aquí? —preguntó Philippe a Alí…

—Sólo hoy y mañana.

—Luego nos vamos a Tabriz —apostilló Amira.

—Ah, sí, creo que lo mencionó la última vez que nos vimos. Yo me voy mañana.

¿Qué significaba eso?

Amira escudriñó los ojos de Philippe. No vio nada, excepto que sus pupilas parecían demasiado dilatadas y que tenía el rostro encendido.

—Les ruego que me disculpen —dijo Philippe—. No he tenido oportunidad de comer desde esta mañana.

Philippe se alejó en dirección al bufé.

—El doctor no parece muy sereno esta noche —comentó Alí.

—Estos franceses —dijo el embajador, poniendo los ojos en blanco. Los dos hombres reanudaron su charla sobre los F14.

Amira se sentía como si fuera a explotar en cualquier momento.

—Marido —aventuró—, perdóname por interrumpirte, ¿quieres que te traiga alguna cosa? Yo voy a tomar un bocado.

—Me alegro de que hayas recuperado el apetito —dijo Alí con una media sonrisa—. Pero yo no quiero nada.

Amira halló a Philippe examinando la enorme alfombra que ocupaba el centro del salón de ceremonias. Llevaba un plato lleno de canapés, pero no comía.

—Ah, princesa. Alguien me ha dicho que esta alfombra tiene más de doscientos metros cuadrados. He visto casinos más pequeños.

—Philippe, es…

—¿Sabía —la interrumpió él —que los tejedores persas siempre incluían un defecto en su trabajo? La idea era que sólo Dios debe ser perfecto.

Philippe miró de soslayo a un hombre con esmoquin que había a unos cuantos pasos. ¿Miraba su bebida con excesiva atención?

—Es un principio que los fabricantes de coches franceses parecen haber llevado hasta el extremo —prosiguió Philippe—. En cualquier caso, no pienso ponerme a buscar el defecto en esta especie de monstruo.

Philippe condujo amablemente a Amira por entre la multitud. El hombre de esmoquin no los siguió. ¿Paranoia?

—No esperaba verte aquí—dijo Amira—. No sabía qué esperar.

La ruidosa charla de un grupo cercano servía de pantalla a sus palabras. Philippe tuvo tiempo de inclinarse hacia ella para oírla.

—Hubiera venido de todas formas —dijo—. La consulta médica ha sido una afortunada coincidencia. O quizá no tan afortunada, pues me somete a cierto escrutinio. Como habrás adivinado, mi paciente es un personaje importante. ¿Sigue en pie lo de Tabriz?

Hizo la pregunta de un modo tan casual que Amira estuvo a punto de no enterarse. Comprendió que aquél era el momento crucial, el momento de contestar que no, de olvidar aquella locura, de comprometerse a volver a casa e intentar luchar contra Alí en terreno conocido.

—Sí—dijo.

—Escucha atentamente —dijo Philippe, sonriendo como si evocaran recuerdos divertidos—. Alguien se pondrá en contacto contigo en Tabriz. Sigue sus instrucciones al pie de la letra y de inmediato, ¿comprendes?

—Por supuesto.

—Prepara una única bolsa de viaje, nada más. Dos mudas para ti y para. Karim, una tradicional y otra occidental. Objetos personales, los imprescindibles. Y las joyas, ¿las has traído?

—Sí.

—Bien, eso es todo.

—¿Estarás allí?

—Sí, pero basta por ahora. Es peligroso. El sha espía a todo el mundo, por principio o por costumbre, ¿quién sabe? Dime en voz alta que ha sido un placer y que esperas volver a verme en Al-Remal.

—Ha sido un placer volver a verle, doctor. Prométame que vendrá a visitarnos cuando venga a Al-Remal.

—Con sumo gusto, alteza. Por favor, transmita mis saludos a su marido por si no vuelvo a verlo. Me temo que ya ha llegado la hora de acostarse para este viejo esqueleto.

Tras unas breves palabras de despedida, Philippe desapareció en la muchedumbre de invitados. Amira pensó, aunque no tenía nada que ver, que no había probado la comida.

En una ocasión, en Francia, había ido al circo. Había un número en el que una mujer que se balanceaba colgada de su trapecio en lo alto de la carpa se lanzaba de repente al espacio de manera asombrosa. Durante unos segundos espeluznantes pareció lanzada a una muerte segura, pero la recogieron los fuertes y musculosos brazos de un hombre que se balanceaba hacia ella.

Allí, en el salón de ceremonias del palacio del sha en Teherán, Amira se sintió como si volara por el aire, precipitándose contra la tierra mortal. Sólo Philippe podía cogerla, sólo él podía salvarla. Le confiaba su vida.

Amira esperaba encontrar una exótica población de la vieja Persia, con calles angostas tras antiguos muros, un lugar idóneo para intrigar. En realidad, Tabriz era una ciudad de cientos de miles de habitantes, tan moderna y casi con la misma velocidad de expansión que Teherán.

Les recibió el alcalde de Tabriz y el gobernador de la provincia de Azerbaiján-Sharghi. Se notaba que consideraban al ministro de cultura remalí un invitado importante. Amira y Alí recibieron sendas suites contiguas y conectadas que ocupaban la mayor parte del último piso del hotel Tabriz, y asignaron a varios miembros del personal del hotel a su servicio. También dispusieron de un hombre de la Savak, que se apostó en el pasillo.

El primer punto de su agenda era un almuerzo oficial. Mujeres y hombres comían separados. Pese a la fama de la ciudad, Amira no pudo decir que los ciudadanos de Tabriz fueran menos hospitalarios que los de cualquier otra parte; sencillamente sonreían menos. También tenían el sentido común de ofrecer buena cocina local en lugar de intentar exquisiteces cosmopolitas.

El plato principal era el abgusht, un estofado de patatas, lentejas y gruesos trozos de cordero grasiento. Sabía mejor de lo que prometía la descripción, pero había un truco para comerlo: se proporcionaba un almirez con su mano para machacar el cordero y las patatas hasta que se obtenía la consistencia adecuada para mezclarlo con el caldo. La esposa del gobernador enseñó a Amira a hacerlo, pero las alabanzas demasiado corteses de las demás mujeres la convencieron de que no lo había hecho del todo bien.

Después de la comida visitaron la Mezquita Azul, el edificio que el padre de Alí había ofrecido restaurar como gesto de buena voluntad hacia la minoría shia de Al-Remal. Amira no entró en la mezquita, claro está, esperó en el coche con la esposa del gobernador y la del alcalde. Sólo una pequeña parte de la majestuosa mezquita estaba abierta; el resto tenía un aire de deterioro y abandono que rayaba con la ruina.

—Fue construida hace quinientos años por la gracia de Dios —explicó la esposa del gobernador.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Amira, esforzándose por mostrar interés; pero su mente estaba más bien en el contacto de que le había hablado Philippe. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Era una de aquellas mujeres?

—Sobre todo fueron terremotos —dijo la esposa del gobernador—. Aquí son frecuentes. Hace dos años tuvimos uno muy fuerte. Pero también hubo invasiones, incendios… lo de siempre.

Alí tenía toda la tarde ocupada en varias citas con funcionarios civiles y religiosos. Amira y las otras dos mujeres, escoltadas discretamente por el hombre de la Savak, fueron a visitar los lugares de interés turístico de Tabriz, entre ellos el atestado bazar, que era tan sinuoso y medieval como Amira había imaginado toda la ciudad. Otro de los lugares que recordaría para siempre fue el Arg-Tabríz, los
restos de una gran fortaleza antigua que se había convertido en ruinas hacia la época en que se pusieron las primeras piedras de la Mezquita Azul. Lo recordaría por una historia que le contó la mujer del gobernador.

—En los viejos tiempos —le dijo—, ejecutaban a los criminales arrojándolos a una zanja desde lo alto del Arg. A una mujer la condenaron a muerte por adulterio, pero cuando la lanzaron al vacío su chador se infló de aire como… como una de esas cosas que usan los militares.

—Un paracaídas —dijo la mujer del alcalde.

—Exacto. Eso detuvo su caída y le salvó la vida. Dios sea alabado.

—¿Le permitieron seguir viviendo? —quiso saber Amira.

—Por supuesto. Era la voluntad de Dios.

De vuelta en el hotel, Amira se desplomó sobre la cama y contempló fijamente el techo. Estaba exhausta. Mandaría traer a Karim al cabo de unos minutos… sólo unos minutos, pero ahora necesitaba descansar.

Llamaron a la puerta con suavidad. Entró una camarera del hotel.

—Siento molestarla, alteza, pero vengo a decirle que estaré a su servicio durante la noche. Me llamo Darya. ¿Necesita algo? —Era de la edad y estatura de Amira, incluso tenían el mismo tono de piel; podrían haber pasado por hermanas.

—No, nada —dijo Amira.

—Quizá a su alteza le gustaría oír un poco de música. —Darya señaló el equipo musical de la suite, muy nuevo.

—No —replicó Amira con paciencia—. Nada por el momento.

La camarera se acercó y articuló la palabra yes. Amira no comprendió la temeridad de la chica, pero se hizo la luz en su cerebro y sintió que una especie de corriente eléctrica le recorría el cuerpo: allí estaba el contacto.

—Pensándolo mejor —dijo con la mayor calma de que fue capaz—, un poco de música sería agradable.

—Gracias, alteza. —Darya encendió la radio, elevó el volumen y volvió a acercarse a Amira—. ¿Está preparada? —preguntó en voz baja.

—¿Ahora? ¿Ya?

—No. Más tarde, esta noche. Pero ¿está lista?

—Sí.

—Bien. ¿Va a ir a lo de hoy?

—¿Qué? Ah, sí. Estaba programado un banquete de celebración; aparentemente se había dado por seguro que Al-Remal ayudaría a restaurar la mezquita.

—Muy bien. Vaya como si todo fuera normal, pero si puede, convenza a su marido de marcharse temprano. Finja sentirse enferma, o cansada, o lo que sea.

—Eso será fácil.

Darya no sonrió..

—Tan pronto como vuelva pida que le traigan a su hijo. ¿Es probable que su marido venga a… visitarla antes de irse a dormir?

—No, es muy improbable.

La chica asintió como si se hubiera confirmado algo que ya sabía.

—En su habitación hay un surtido de licores. Es un servicio especial que el hotel ofrece a algunos huéspedes. ¿Beberá antes de acostarse?

—Sí, creo que sí.

—Bien. En todas las botellas hay algo extra. Dormirá hasta muy tarde mañana y parecerá borracho cuando se despierte.

Amira no dijo nada. Todo se movía con demasiada rapidez.

—Esté preparada para irse en cualquier momento —explicó Darya—. Cuando llegue el momento, llamaré a la puerta una sola vez. Coja sus cosas y sígame sin hacer ruido. Procure que el niño esté callado.

—¿No se dará cuenta? —Amira intentaba aclarar la situación—. Es decir, ¿no descubrirán que había algo en la bebida? ¿No sabrán quién lo hizo?

—¿Y qué? Todos estaremos muy lejos.

—¿Adonde irá usted?

Darya la miró con cierto desdén.

—Lo siento —dijo Amira—. Ha sido una pregunta estúpida.

—No le diré adonde iré, pero sí el porqué. Quiero que sepa que esto no lo hacemos ni por usted ni por su amigo, y mucho menos por dinero.

—Entonces… ¿porqué?

—Tal vez no se le haya ocurrido, alteza, pero su desaparición pondrá al sha en un aprieto… y quizá deteriore las relaciones entre él y su suegro. Crear problemas al Trono del Pavo Real es la causa a la que yo y muchos como yo hemos dedicado nuestra vida.

—¿Es una fundamentalista? —preguntó Amira.

—Difícilmente. ¿Le parezco una de ellos? Trabajamos con ellos cuando conviene a nuestras necesidades. —Darya hizo una pausa—. Estoy hablando demasiado. Descanse, alteza. Tiene una larga noche por delante. Llame a recepción si me necesita.

Después de un rato, Amira apagó la radio. Había oído hablar de revolución a los estudiantes de los cafés de París, pero jamás se había encontrado con un auténtico revolucionario, y de repente se había convertido en peón de alguien en un mortífero juego de ajedrez contra el sha.

Tenía que ser la voluntad de Dios, se dijo, pues jamás lo hubiera deseado así.

Karim estaba dormido. Amira aguardaba con la ropa de viaje con que había volado desde Teherán. De vez en cuando oía las leves pisadas del hombre de la Savak que patrullaba por el pasillo. ¿Qué harían con él?

No salía ningún ruido de la suite de Alí. Antes había oído el tintineo familiar de una botella al entrechocar con el cristal, seguido después de un rato por ruidos de torpes movimientos. Después, nada.

Amira comprobó por duodécima vez que había metido el joyero en la bolsa.

No te obsesiones, Amira. Espera tranquilamente. Todo está en manos de Philippe, y en las de Darya, y sabe Dios quién más. ¿Se había acordado del pasaporte? Sí, allí estaba. ¿Lo necesitaría?

Escuchó. El pasillo se había quedado en silencio, pero había alguien. Lo percibía.

La llamada sonó como un disparo. Alí tenía que haberla oído. Amira se apresuró a coger la bolsa, la dejó caer, volvió a cogerla y acunó a Karim en el otro brazo.

Darya abrió la puerta.

—¡Deprisa! —susurró. Amira la siguió hasta una puerta al final del pasillo. Darya la abrió con una llave. Detrás había una escalera. El ruido de los tacones de Amira resonó con fuerza en las escaleras. Descendieron varios tramos. Otra puerta, otra llave, y salieron a una especie de callejón.

—¡Maldita sea! —exclamó Darya—. Debería estar esperando.

—¿Quién?

—Su amigo. Llega tarde.

—Mujeres —dijo una poderosa voz a sus espaldas—, ¿qué hacéis en la calle de noche?

Ambas se quedaron paralizadas.

El hombre de la Savak surgió de las sombras.

—Tendrán que venir conmigo y explicarse —dijo.

Todo ha terminado, pensó Amira.

Pero Darya se abalanzó sobre el hombre con celeridad animal y le clavó las uñas en la cara. Soltando una maldición, el hombre la apartó de un golpe, pero de repente se produjo un movimiento detrás de él. Amira oyó un golpe sordo, luego otro, y el hombre de la Savak se desplomó. Dos hombres jóvenes aparecieron junto a él.

—¿Estás bien, Darya? —preguntó uno de ellos.

—Sí. ¡Maldita sea! ¿De dónde ha salido ese hijo de puta?

—A saber. ¿Qué hacemos con él?

—Dejadme pensar.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Karim, medio dormido.

—No pasa nada, cariño.

—Sólo podemos llevarlo a un sitio —dijo Darya—. Si lo conseguimos. —Miró hacia el otro extremo del callejón—. Maldita sea, princesa, ¿dónde está su amigo?

—No lo sé.

—Mire, quizá lo mejor para usted sea volver arriba, a su habitación. Intente hacerlo sin ser vista.

—No puedo. No he cogido la llave. No pensaba que tendría que volver.

—¡Dios! Tome las mías. Una de ellas es la de su habitación. ¡Espere! ¿Quién está ahí?

Un vehículo de color pardo había entrado en el callejón.

—¡Es él! ¡Por amor de Dios, alteza, váyase!

—Quiero dar las gracias…

—¡váyase!

Amira corrió hacia el coche, un Land Rover desvencijado. Philippe abrió la puerta y tiró de ella.

—Llego tarde, lo siento —dijo—. ¿Habéis tenido problemas?

—Sí.

—Me lo contarás después. Primero salgamos de aquí.

Debía de ser alrededor de la medianoche. Había poco tráfico, pero las aceras estaban llenas de hombres. Amira tenía la impresión de que todos la miraban y memorizaban su rostro cuando Philippe viró hacia el bulevar y aceleró.

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