Amira

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SEXTA PARTE » Karim

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—Los americanos no comprenden el mundo árabe. Su política en Oriente Medio es la bancarrota. Su arrogancia al dar por supuesto que saben lo que es mejor para nosotros es hipócrita y destructiva, y sus supuestas iniciativas de paz acabarán siendo temporales como mal menor.

Dios mío, pensó Jenna. Jamás había oído un discurso de orador callejero como aquél, al menos en su sala de estar y pronunciado por una adolescente.

La que hablaba era Jacqueline Hamid, hija del profesor Nasser Jamid, un famoso novelista egipcio que daba clases en la Universidad de Boston. Era una compañera de clase y, al parecer, una amiga muy especial de Karim, que estaba sentado a su lado, pendiente de sus palabras.

Ahora Karim asentía vigorosamente con los ojos brillantes de admiración.

—Exacto. Ni siquiera tú puedes rebatir eso, ¿no es cierto, mamá?

Era un desafío. ¿Cómo responder? Jenna, no sólo no estaba de acuerdo con ella, sino que Jacqueline le parecía una joven pomposa y pedante, en suma, inaguantable. Pero no podía expresar esa opinión sin distanciarse de su hijo, que estaba absolutamente extasiado por la menuda belleza de cabellos negros, rojos labios carnosos y unos enormes ojos negros como el azabache.

—Oí la conferencia de tu padre sobre feminismo egipcio —dijo Jenna, eludiendo responder a la pregunta de Karim—. Fue muy informativa, pero me pregunto por qué no se siente alarmado por el resurgir del velo en una gran ciudad como El Cairo, incluso entre las estudiantes universitarias.

—Quizá usted no comprende las implicaciones de los movimientos socio-religiosos actuales en Egipto —dijo Jacqueline con tono forzado—. Lleva demasiado tiempo en este país y Karim me ha dicho que se crió sobre todo en Europa. Se ha occidentalizado. Ha perdido el contacto con su identidad egipcia.

Jenna estaba escandalizada. Pese a que Karim pasaba gran parte de su tiempo libre en casa de los Hamid y citaba constantemente a padre o a hija, no se le había ocurrido que su hijo y Jacqueline hablaran sobre ella, y la encontraran deficiente.

Tomando el silencio de Jenna por la admisión tácita de que había visto el error de su comentario, Jacqueline se lanzó a una defensa de las costumbres árabes en general y del velo en particular.

—En países conservadores, Al-Remal, por ejemplo, las mujeres disfrutan de un nivel de protección y de respeto que las mujeres occidentales jamás han conocido. Todo lo que el llamado movimiento feminista ha hecho en Occidente es convertir a las mujeres en hombres de segunda clase. No estoy muy convencida de preferir eso.

A Jenna se le heló la sangre. Qué estúpidos llegaban a ser los jóvenes, y qué peligrosos, sobre todo cuando estaban tan seguros de que conocían todas las respuestas. ¿No se daba cuenta aquella chica privilegiada de lo afortunada que era? ¿No comprendía que era una suerte poder abrir la boca y decir lo que le diera la gana? ¿No sabía que podía ser castigada o que incluso podían matarla por hacer eso mismo en el país árabe conservador que tanto admiraba?

—Creo que la vida en lugares como Al-Remal no es tan romántica como te la imaginas —dijo con tono neutro—. A las mujeres no se les permite conducir ni viajar sin un hermano o el marido. No tienen derechos civiles, y necesitan del permiso de un hombre para hacer prácticamente todo lo más importante.

Jacqueline no se dejó impresionar.

—Creo que algunos de esos supuestos derechos que menciona no son especialmente importantes en un lugar como Al-Remal —dijo con tono despreciativo.

—Bueno, ¿y qué me dices del derecho a vivir? —preguntó Jenna, elevando un poco la voz a pesar de sus esfuerzos por controlarse—. ¿Qué me dices de la mujer a la que su hermano disparó, quince veces, porque no le parecía lo suficientemente modesta? ¿O de la esposa a la que su marido mató a puñaladas sencillamente porque quería divorciarse de él? ¿Te parecen lo bastante importantes?

Karim y Jacqueline se quedaron mirándola fijamente. Karim parecía especialmente sorprendido y horrorizado por la respuesta vehemente de su madre, sin duda provocada por la ignorancia.

—Al parecer ha oído algunas historias sensacionalistas sobre Al-Remal —dijo Jacqueline—. ¿Ha estado alguna vez allí?

—Yo… he leído mucho sobre el mundo árabe durante los años que he vivido aquí —contestó Jenna con escasa convicción, eludiendo una nueva pregunta directa.

—Leer y vivir son cosas diferentes —dijo Jacqueline con desdén, de nuevo segura de sí—. La mayoría de libros y artículos sobre el Oriente Medio están escritos por occidentales. No comprenden nuestros valores, nuestra alma oriental.

—Estoy de acuerdo en que hay cierta ceguera hacia otras culturas… por ambas partes. ¿Quieres tomar un té, Jacqueline? ¿O café? —Lo más prudente sería evitar la polémica. Jenna temía haber hablado demasiado y, en cualquier caso, Jacqueline no iba a dejarse persuadir por una mujer cuya «alma oriental» se había atrofiado. En cuanto a Karim, era obvio que estaba tan enamorado de la chica que se uniría alegremente a cualquier jihad[4] que ella tuviera a bien declarar.

—¿No es fantástica, mamá? —preguntó Karim cuando regresó tras acompañar a Jacqueline a su casa.

—Es… es una joven muy interesante.

—Y su padre es un genio. Lo sabe todo sobre Egipto. Me hizo todo tipo de preguntas sobre ti. Le dije que pronto nos reuniríamos todos. Apuesto a que conoce a algunas de las personas con las que creciste. ¿No sería fantástico descubrir qué tal están ahora y lo que hacen?

Jenna hizo una mueca involuntaria. No imaginaba nada que deseara menos que una charla con el profesor Hamid para conocerse. ¿Cuántas mentiras más tendría que contar? ¿Podía inventarse parientes y amigos inexistentes, y que resultara lo bastante verosímil como para satisfacer a una persona que conocía a fondo su supuesto país natal? ¿Y si metía la pata y la pillaban en una mentira?

Jenna maldijo para sus adentros el día en que Karim conociera a Jacqueline. Sin embargo, para ser justos, comprendía que su enamoramiento no era tan sólo un síntoma de las desenfrenadas hormonas adolescentes. Parecían muy unidos, no sólo por una identidad árabe común, sino por un sentimiento mutuo de pérdida. Karim creía que su padre había muerto. Hacía años que Jacqueline no veía a su madre, una estudiante americana licenciada que conoció al profesor Hamid, acabó cansándose con él y un día se fue sin más. Según Karim, lo último que Jacqueline sabía de ella era que vivía con un productor de televisión en Australia.

Sin duda eso explicaba en parte la amargura hacia las costumbres «occidentales» y la liberación de la mujer. En terapia hubiera sido como una luz roja encendiéndose, pero Jacqueline no era una de sus pacientes, sino la nueva y constante compañera de Karim, y en ese contexto era un auténtico fastidio.

La fascinación de Karim por Jacqueline no fue el único síntoma de su lucha en la frontera entre la infancia y la edad adulta. Al tiempo que su voz se hacía más grave y que sus músculos y huesos se desarrollaban, empezó a ponerlo todo en tela de juicio, a discutir, a responder con malos modos, a rebelarse. Era el típico comportamiento adolescente, pero fastidiaba tanto como Jacqueline.

Una noche llamaron del Sanctuary, el centro para mujeres maltratadas en que trabajaba Jenna como voluntaria.

—Es Tabetha Coleman —dijo Liz Ohlenberg, la telefonista del centro, también voluntaria—. La han arrestado, o al menos está detenida. La historia es un poco confusa.

Jenna reconoció el nombre de una antigua habitual del centro, una mujer joven que llevaba varios meses sin aparecer por allí.

—¿Qué ha ocurrido?

—Disparó a su marido.

—¿Está muerto?

—No. Le dio en la pierna. Parece ser que se pondrá bien.

—¿Por qué le ha disparado? Es decir, ¿cuáles han sido las circunstancias? Lo último que supe fue que ella había dejado su casa.

—Dice que su marido apareció de repente en su nuevo apartamento, borracho y exigiendo que le dejara entrar. Ella llamó a la policía, pero él trató de derribar la puerta antes de que llegaran. Tabetha había conseguido una pistola en alguna parte (no dijo dónde), y le disparó a través de la puerta. Dice que sólo quería asustarle.

—Eso parece defensa propia.

—No sé. Como te decía, no se ha explicado demasiado bien. Tengo la impresión de que la pistola es un problema. Es ilegal, naturalmente.

—¿Tiene abogado?

—He dejado un mensaje en el contestador de Lou Leahy. Si no me llama pronto, probaré con Angela Trosclair. Pero Tabetha ha preguntado por ti. Ya sé que esta noche no te toca, ¿pero crees que podrías acercarte un momento a verla?

—Sí, sí, por supuesto. ¿En qué comisaría está?

Cuando Jenna colgó, Karim estaba de pie a su lado. Al parecer había escuchado el final de su conversación.

—¿De qué iba todo eso?

Jenna resumió la historia.

—Mamá, ¿tú crees en el bien y el mal?

—Sí, claro. ¿Por qué?

—Bueno, entonces, ¿cómo es que ayudas a personas que violan la ley?

En los comienzos de su ejercicio profesional, Jenna se había hecho la misma pregunta a menudo. Su respuesta había llegado a través del recuerdo de Philippe, quien le había enseñado que aquel que sana ha de ser humano y tolerante, y no juzgar sino simplemente ayudar.

—¿Mamá?

—Lo siento, estaba pensando en lo que me has dicho. Creo que mi trabajo no tiene que ver con el bien y el mal, sino con aliviar el sufrimiento humano.

Karim frunció el entrecejo como si su madre fuera una colegiala que había equivocado la respuesta.

—Bueno, y entonces, ¿qué hay de la madre de Josh? Se supone que es amiga tuya. Dijiste que querías ayudarla, pero ya casi no la ves.

La crítica le dolió, sobre todo porque ella se la había hecho a sí misma en más de una ocasión.

—No es tan sencillo, Karim —replicó al fin, intentando hacerle comprender—. El padre de Josh tiene un problema muy grave. A menos que le ayuden, no hará más que empeorar. Sabes que hizo daño a Carolyn… bueno, pues ella se niega a admitir que necesita ayuda.

—¿Así que piensas que debería abandonarle? —La expresión de Karim era una extraña mezcla de curiosidad y desprecio.

—Ya te lo he dicho, no es tan sencillo —replicó Jenna, preguntándose por qué últimamente su hijo parecía malinterpretar todo lo que hacía o decía, y por qué ella estaba siempre a la defensiva—. Creo que necesita protegerse, recuperar el respeto hacia sí misma. No se haría ningún bien a sí misma ni a su hijo si se dejara matar, ¿no crees?

Su voz se había vuelto aguda. La expresión de repugnancia de Karim podía haber sido de su padre.

—No tardaré —prometió Jenna, cogiendo bolso y abrigo—. Toma dinero para una pizza.

Karim miró los billetes y dio media vuelta.

Mientras se apresuraba a llegar a la esquina en busca de un taxi, Jenna sintió una frustración demasiado familiar. Una vez más había metido la pata sin saber muy bien cómo ni por qué. Era como si su niño estuviera desapareciendo en el interior de un extraño polémico y desdeñoso. «Piensa en lo bueno», se dijo. Karim era un excelente estudiante y una estrella del fútbol. Comparada con muchos otros padres a los que conocía, era afortunada. Sin embargo, añoraba la época en la que su hijo creía que ella no podía hacer nada mal.

—¡Así que usted es Jenna Sorrel! ¡Qué placer conocerla al fin!

—El placer es mío, profesor Hamid.

—Por favor, llámeme Nasser.

Era fácil distinguir a Jacqueline Hamid en su padre.

Físicamente, el hombre no carecía de atractivos, con unos enormes ojos negros que algunas mujeres hubieran considerado «llenos de sentimiento». Al mismo tiempo, sus modales eran demasiado zalameros, casi serviles, y convenían mejor a un vendedor del zoco que a un distinguido académico.

—Me temo que tengo muy poco que contar.

—No la creo. Mi amigo Naguib Mahfuz me dijo una vez que tras el rostro de una mujer hermosa siempre hay una historia interesante. La suya debe de serlo mucho realmente.

—Es usted muy amable. —Conocer a Naguib Mahfuz, el premio Nobel de literatura nacido en El Cairo era ciertamente algo de lo que sentirse orgulloso, pero el cumplido de Hamid hubiera tenido más encanto si no hubiera estado tan ansioso por dejar caer el nombre.

—¿Está disfrutando de nuestro pequeño mahrajan?

—Es maravilloso —respondió Jenna con sinceridad. El mahrajan (festival folklórico) se celebraba en una sede de los Veteranos de Guerras cerca del North End. Pese al extraño lugar elegido, Jenna se había sentido invadida por una nostalgia cercana al trance en el momento mismo en que entró acompañada de Karim. El sonido de su idioma materno la envolvió con calidez, y las penetrantes fragancias del cordero, la pimienta de Jamaica y la canela impregnaban la abarrotada sala. Dios mío, ¿cuánto tiempo hacía desde que había saboreado por última vez aquellas sensaciones familiares?

Incluso las atenciones del profesor Hamid le habían parecido bastante agradables… hasta cierto punto.

—Tengo entendido que es usted una magnífica cocinera —decía el profesor—. Adas bizruz y ruz bel shaghia; todo lo bueno de la patria.

—Mi hijo ha estado contándole historias —dijo Jenna, lanzando una breve mirada acusadora a Karim. Era cierto que había intentado hacer algunos de los platos populares egipcios que supuestamente habían sido su alimento en la infancia. Lo había hecho como un modo de acercarse a Karim en su nuevo interés por todo lo árabe. La misma razón por la que había comprado unas cintas de viejas canciones de Asmahan y de Abdul Wahab en una pequeña tienda del centro de la ciudad y se las había puesto a su hijo.

Estos gestos agradaron a Karim, y cuando el profesor Hamid los invitó a ambos al mahrajan (él era uno de los organizadores), Jenna no había hallado el modo de excusarse.

—Es bueno que el muchacho conozca su herencia —dijo Hamid—. Por cierto, tiene que contarme más cosas de usted. Tal vez tengamos amigos mutuos.

—Mmm —murmuró Jenna, abalanzándose sobre el plato de comida que tenía delante, usando el pan de pita para coger hummus y tabbouleh como le habían enseñado de niña.

Se dio cuenta de que Karim la estaba mirando.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué pasa?

—Nada —replicó él—. Es que nunca te había visto comer sin cubiertos.

—¿Nunca me has visto comer una pizza o una hamburguesa?

—Me refiero…

—Ya sé a lo que te refieres. Allá donde fueres, haz lo vieres.

—Me parece encantadora su manera de comer —interpuso Hamid—. Absolutamente encantadora.

Jenna alzó la vista y vio de reojo a Jacqueline y a Karim que intercambiaban sonrisas de complicidad, como viejas casamenteras. «Oh, no», pensó, a punto de echarse a reír. El profesor Hamid iba a ser peligroso, pero no por lo que había imaginado.

Afortunadamente, la conversación se interrumpió cuando apareció un popular cantante sirio en el improvisado escenario.

Su voz era clara y pura mientras cantaba una casida clásica, un género complejo con vocales sostenidas flotantes e improvisaciones instrumentales que se remontaban a un millar de años. La multitud pateaba el suelo y vitoreaba. Jenna sonrió al pensar en la ecléctica herencia musical de Oriente: era como si los Rolling Stones maravillaran a una multitud con una canción medieval.

El siguiente intérprete fue Hanan, un cantante que había protagonizado algunas de las primeras películas libanesas y que ahora cantaba a grito pelado una mezcolanza de canciones tradicionales con una voz cascada que sugería años de pesares y penurias. Hakki Obadia, de Iraq, interpretó una improvisación taksim corta y de estilo clásico al violín, y Abdul Wahab Kawkabani cantó acompañándose de un udx[5] de bello taraceado.

Cuando se produjo un descanso en la música, Hamid retomó sus intentos por conquistar a Jenna. Esta procuró mostrarse simpática, pero no demasiado; cortés, pero sin darle pie a más. Por suerte, el profesor parecía haber olvidado que quería saberlo todo sobre ella. Tal vez no era más que una manera de empezar muy ensayada. Por el contrario, quería hablar de la gente y los lugares que conocían en Egipto. Jenna intentó no inmutarse cuando él habló con elocuencia del «decadente encanto» de Alejandría, de la «grandeza mística» de Sakkara. ¿Por qué demonios, se preguntó, se había pasado la mayor parte de los últimos doce años en Estados Unidos?

—¿No es genial, mamá? —susurró Karim, cuando el profesor se interrumpió para hacer un segundo viaje al bufete. Estoy seguro de que le gustas.

—Mmm. —«Ten cuidado, mucho cuidado. A Karim le gustan estas personas», se dijo Jenna.

Los músicos empezaron a tocar una rítmica canción tradicional de baile. Karim cogió a Jacqueline de la mano y la sacó a bailar. Jenna contempló asombrada cómo encabezaban un grupo creciente de personas que bailaban la dabka, una danza popular en círculo.

—Nabila, ¿eres tú? —Era la voz de una mujer y procedía de la mesa contigua.

—¿Perdón? —dijo Jenna, presa del pánico, aunque no tenía la menor idea de quién podía ser Nabila.

—Nabila Ajami —dijo la mujer, que parecía de la misma edad que Jenna—. De Homs. Me llamo Fadwa Kabbash. Crecimos en el mismo barrio, ¿no lo recuerdas?

—No —protestó Jenna—, se equivoca. Mi familia es egipcia. No he estado nunca en Siria. Lo siento mucho.

La mujer no parecía convencida, como si se tomara como un agravio personal el hecho de que Jenna no fuera su antigua vecina. Se alejó en dirección a un grupo de gente que reía y comía, y se puso a hablar con gran animación, señalando hacia Jenna.

El viejo miedo volvió a surgir de su escondite como un animal nocturno. La sala estaba demasiado llena, la gente demasiado apretada. Necesitaba respirar. Salió afuera y se refugió en un portal. Entonces se echó a llorar. Una fugitiva, eso sería para siempre. Temía incluso las preguntas más inocentes, porque no era Nabila, pero tampoco Jenna Sorrel. No fue la primera que se preguntó si tal vez debería haber permanecido en Al-Remal y rendirse al destino que se hubiera escrito para ella desde el día de su nacimiento. ¿Y Karim? ¿Estaría mejor viviendo la vida para la que había nacido?

—Déjalo ya —musitó con tono de reproche. A un paciente no le toleraría aquellos gimoteos, aquella autocompasión. ¿Por qué habría de permitírsela a sí misma? Limítate a hacerlo lo mejor que puedas, Jenna, y espera que sea suficiente.

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