Amira

Amira


SEXTA PARTE » Mirages[6]

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La pequeña habitación del vestíbulo principal del aeropuerto internacional de Al-Remal estaba limpia y no era incómoda, pero su función era inconfundible: era una celda. Mientras aguardaba a que regresara el hombre vanidoso de nombre familiar, Laila, como muchos presos, apenas podía creer que aquello le estuviera ocurriendo a ella. Todo había empezado por una llamada de teléfono.

David Christiansen era una fuerza nueva en la vida de Laila, una fuerza y un ancla. Empezaba a creer que era el único hombre, aparte de su padre, en quien podía confiar.

Laila llevaba mucho tiempo bordeando el límite cuando conoció a David. La recuperación tras el trauma de la violación, la ira, el sentimiento de culpabilidad y finalmente la parálisis psicológica había sido como un largo viaje a través de un lóbrego túnel, y cuando emergió del otro lado, le resultó difícil tomarse en serio las cosas.

Vivía un día y una noche al mismo tiempo. Fiestas y caras nuevas la llevaban a más fiestas y más caras nuevas. Sólo en una ocasión volvió a ser vulnerable, cuando se enamoró de un joven actor con talento, sumamente atractivo y tan egocéntrico como un tiburón. Durante seis meses, el mundo de Laila giró en torno a él, pero un día, le oyó conversar por casualidad con sus colegas Lo que dijo de ella le hizo enfermar de vergüenza, lo que dijo sobre el dinero de Malik, por otra parte, fue muy encomiástico. Laila lo dejó sin decirle una palabra.

Tras esto, Laila empezó a distanciarse del mundo de oropel de Hollywood, Topanga y Malibú, pero no por completo; aún podía presentarse en el lugar más de moda y ser bien recibida en la fiesta, pero ya no era lo que quería.

Un día, sin ningún motivo en particular, bajó a la playa, lugar que no había visitado nunca. Un bote llamó su atención: aparejos de goleta, de unos veinte metros de eslora y líneas como una gaviota en vuelo. El North Star.

Mientras admiraba la cubierta de madera de teca y los accesorios relucientes, emergió un hombre por una escotilla y hurgó en una caja de herramientas. El hombre se dio cuenta de que Laila lo miraba, le sonrió, y el rostro curtido por el sol se llenó de arrugas, y volvió a su trabajo.

—Es precioso —dijo Laila.

—Gracias. ¿Navegas?

—Un poco. No soy Cristóbal Colón.

—¿Quién es? Sube a bordo si quieres. Dave Christiansen.

—Laila Sorrel. —Era el nombre que daba (por la mujer que en una ocasión la rescatara), cuando no quería que un extraño supiera quién era su padre.

David le mostró el North Star. El barco era suyo (y del banco, claro). Lo alquilaba para excursiones y viajes más largos.

—A Catalina y a las otras islas del Canal, de vez en cuando. A Hawai dos veces.

Navegar era su vida.

—Crecí en Madison, Wisconsin. Cuando tenía catorce años, un chico que conocía me llevó al lago Mendota en un pequeño Sunfish. Desde entonces, no pensé hacer otra cosa.

Cuando llegó el momento de despedirse, Laila le dio las gracias por la visita.

—Escucha —dijo él—. Tengo un grupo mañana, un viaje a Catalina hasta el día siguiente, suponiendo que pueda arreglar la bomba de agua del motor auxiliar para entonces. ¿Quieres venir? Como tripulante honoraria, quiero decir. Sin gastos, ni tampoco paga.

—Vale —replicó Laila, pensando, ¿por qué no?—. Suena divertido.

—También habrá algo de trabajo. ¿A las ocho de la mañana?

—Hasta entonces.

Tenían que llevar a veinte pasajeros de pago al pequeño y bonito puerto de Avalon, rodeado de colinas. Laila durmió en cubierta bajo las estrellas. A la mañana siguiente, navegaron viento en popa de vuelta al continente, donde Laila, David y el primer piloto, un joven negro de aspecto serio llamado Roy, brindaron por un fructífero viaje con unas cervezas heladas.

Bronceada por el sol, exhausta, con los músculos doloridos, Laila no recordaba cuándo se había sentido tan bien por última vez.

Después de aquello, Laila viajó en el Nortb Star a menudo. Llegó un momento en que todos pensaron que ella y David eran pareja, y llegó el día en que lo fueron. David no era como los hombres de su clase social que había conocido en Francia, Nueva York o Los Angeles. Era tan tranquilo, seguro y fuerte durante una tormenta en el mar como cuando la abrazaba. No era brillante ni ingenioso, pero su afable e irónico sentido del humor no se hacía pesado.

La noche en que David le dijo que la amaba, ella le contó quién era en realidad.

—Bromeas —fue su primera reacción. Cuando ella le convenció de que no bromeaba, se echó a reír—. Bueno, eso no va a cambiar mis sentimientos, pero ha complicado los tuyos.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, yo digo «Te amo», y tú me contestas «Pero mi padre es multimillonario». —Volvió a soltar una carcajada—. Oye, que no soy tonto del todo; sé qué pensará todo el mundo. ¿A quién le importa? Lo que importa es lo que pienses tú.

—No creo que estés conmigo por mi dinero, si es a eso a lo que te refieres.

—Bueno, eso sí que es toda una declaración de amor —dijo él con una sonrisa.

—Lo siento. Es que tienes razón. Mis sentimientos son complicados, por muchos motivos. —Era cierto. No estaba segura de lo que sentía por David. Era como un puerto seguro tras una tormenta, y muy estimado por ello. Le gustaba, sentía admiración por él, y lo necesitaba en un sentido muy real pero ¿lo amaba? ¿Podía amar a alguien? ¿Tendría el valor suficiente? Sus sentimientos hacia aquel hombre evocaban muchas señales de peligro de su pasado, pequeñas y astutas advertencias que revoloteaban en alas de la emoción.

—Está bien, Laila —decía él, muy serio—. Tómate tu tiempo. No me voy a ninguna parte.

Unos meses más tarde, durante un viaje a Santa Rosa a mitad de semana, cuando estaban ellos solos en un fondeadero que David conocía, le pidió que se casara con él.

—No tienes que contestarme ahora —añadió—. Sólo quiero que sepas lo que siento.

Dos días después, Laila inventó una excusa para ir a Francia. Necesitaba alejarse de David durante una temporada, se dijo, un par de semanas, un mes, para aclarar las ideas. Necesitaba recordar cómo había sido la vida sin él.

Lo que descubrió fue que la vida sin él ya no existía. En el Louvre, una marina de Monet le recordó el North Star. Durante una cena en Le Carré des Feuillants, se dio cuenta de que estaba pensando en si sabría preparar una versión casera de lo que estaba comiendo para David. En una fiesta, deseó que estuviera allí para poder reírse más tarde de la idiosincrasia de tal o cual artista de vídeo parisino, o de un diseñador de modas, o de la amante de un ministro.

Cuando David llamó por teléfono, fue reconfortante, como si estuviera al otro lado de la ciudad y fuera a verle a día siguiente. Luego, durante una conversación, David preguntó como de pasada si tenía la partida de nacimiento en California.

—No. ¿Por qué?

—Sólo era una idea. Deberías cogerla, o pedirla mientras estás ahí. Nunca se sabe cuándo podría hacerte falta. ¿Quién sabe?, a lo mejor un día quieres casarte.

Pese a este último comentario, la partida de nacimiento no le pareció un asunto urgente y Laila lo olvidó durante varios días. Después, una tarde, lo recordó y decidió que valía la pena buscarla. Tenía que estar allí, en su casa de París en la caja fuerte donde Malik guardaba sus papeles personales. Él se encontraba en Marsella en aquel momento, pero hacía años que Laila se sabía la combinación de tanto verle abrir la caja.

No tenía intención de curiosear; la partida de nacimiento sería fácil de encontrar.

Pero cuando repasó el pliego de papeles, lo más natural fue que algunas cosas llamaran su atención.

Las fotografías de Geneviéve hicieron que acudieran las lágrimas a sus ojos. Y había una foto de su padre de niño; qué travieso parecía. ¿Quién era la niña pequeña que había a su lado? Qué raro, se parecía un poco a Jenna Sorrel. Unas cartas que no significaban nada para Laila, y otra más extraña de una tal Amira en la que expresaba sus condolencias por la muerte de Geneviéve y añadía que se encontraba bien y hacía el trabajo que le gustaba, además de unas vagas explicaciones de por qué no había escrito antes. Karim también estaba bien. ¿Karim? Bueno, era un nombre común en el mundo árabe. Seguramente era un antiguo amor de su padre que esperaba volver a su vida tras la muerte de Geneviéve. Otra fotografía, un retrato pequeño, para llevar en una cartera. Una atractiva mujer joven con el vestido tradicional remalí, que tenía un aire extrañamente familiar. ¿Dónde había visto ese rostro? De repente un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¡Dios mío, era como mirarse en un espejo!

Laila extendió los papeles sobre la mesa de su padre y los revisó con mayor cuidado. No encontró ninguna partida de nacimiento, pero sí el certificado de matrimonio de sus padres. Se habían casado cuando Laila tenía cuatro años de edad, casi cinco. Y había un pequeño libro de cuentas con el registro de unos pagos mensuales en metálico a alguien de Al-Remal, un nombre que Laila no reconoció, de una ciudad, si eso era, de la que no había oído hablar jamás. Los primeros pagos se habían realizado el mes en que ella nació.

Laila alzó la vista. En la pared de enfrente había un retrato al óleo de su abuela Jihan, que había posado para él contra los deseos de su marido y se lo había dado a Malik para que la recordara en Francia. Laila había estudiado siempre el rostro buscando indicios del trágico destino de Jihan, pero ahora se fijó en las manos, y en un anillo, una estrella de zafiro con un engarce poco habitual. Había visto ese anillo antes. Lo llevaba Jenna Sorrel.

De repente todo adquirió sentido, y sin embargo, no tenía ninguno. No podía ser. No podía significar que su identidad era una especie de engaño, que no era quien pensaba ser. Su padre le había mentido, y también su madre, si es que Geneviéve era en realidad su madre, y Jenna, fuera cual fuera su auténtico nombre.

Sin embargo, fue a Jenna a quien decidió llamar. No respondieron en el apartamento de Boston. Laila probó en su despacho. La doctora Sorrel estaba fuera de la ciudad, le informaron. No, no podía ponerse en contacto con ella. ¿Era una paciente? ¿No? Bueno, ¿se trataba de una emergencia? En caso afirmativo, podía darle el nombre de otros terapeutas.

Laila colgó. No podía llamar a Malik y a David no quería llamarle; pensaría que estaba loca. Quizá lo estuviera.

Entre los documentos de la caja fuerte encontró su pasaporte remalí. Como hija de un ciudadano remalí, también ella lo era, y su padre, gran creyente en la ciudadanía doble, o incluso múltiple, había insistido en que tuviera el pasaporte. Ahora Laila se alegraba de tenerlo. Reservó un asiento en el primer vuelo a Al-Remal.

El hombre de la agencia de alquiler de coches la miró con ira y repugnancia. ¿No sabía acaso que era ilegal que las mujeres condujeran en Al-Remal?

Laila vagó por la terminal del aeropuerto. Los hombres la miraban. Uno de ellos le gritó en inglés con fuerte acento: «¡Cúbrete, mujer!»

Encontró un taxi y dio al taxista el nombre de la población del libro de contabilidad.

—Es una pequeña aldea de las afueras, al sur de la ciudad —dijo él—. La llevaré, pero no vestida así. Así sólo la llevaré al Hilton.

—Lléveme al Hilton.

Al llegar al hotel pidió al taxista que la esperara.

—Para siempre, si lo desea y me paga.

Laila cogió una habitación y envió a comprar ropas adecuadas. Una camarera le llevó dos horribles túnicas negras a un precio que debía de ser diez veces mayor que su auténtico valor. Daba igual.

—Enséñeme a ponérmelo —ordenó.

El taxista seguía esperándola. Asintió con aire aprobatorio cuando vio su nueva vestimenta, pero pareció ofenderse cuando ella aceptó inmediatamente el precio que le pedía por sus servicios. Laila recordó demasiado tarde que un remalí disfrutaba más regateando que viendo aceptada su primera oferta. Bueno, era una pena, pero tenía prisa.

La aldea era un lugar feo de pobres casas de ladrillos de barro cociéndose al sol. Le fue útil el poco árabe que había aprendido de su padre, pero le costó grandes esfuerzos, con ayuda del taxista, encontrar la casa de la persona mencionada en el libro de cuentas.

En su interior halló una mujer muy anciana y otra que parecía sólo vieja. La habitación era demasiado oscura para quien había estado a la cegadora luz del desierto, e instintivamente Laila apartó el velo. La mujer más anciana dio un grito y se balanceó hacia atrás como si estuviera a punto de desmayarse. Luego hizo el signo para alejar el mal, el mismo que hacía su padre supersticiosamente, y salió por la puerta. La otra mujer la miró fijamente, se acercó más a ella y la miró con detenimiento.

—¿Es usted quien creo que es, señorita? —preguntó en árabe.

—Dígamelo usted. ¿Quién soy?

—Si es quien parece ser, es la niña a la que amamanté durante el primer año de su vida.

Laila la miró con ojos desorbitados por el horror.

—¿Mi madre? —preguntó, atragantándose casi con las palabras.

La mujer pareció escandalizarse.

—¿Es usted a quien mi padre ha estado pagándole dinero?

—No. Ésa era Um Salih, que se fue al paraíso hace cinco años, por voluntad de Dios. Desde entonces el dinero ha ido a parar a otra tía mía, la mujer que acaba de ver.

—¿Por qué tenía miedo de mí?

—Pensaba que era usted su madre que había regresado de la tumba. —Sacudió la cabeza—. Un fastidio. Toda la aldea lo sabrá ya.

—¿Um Salih era mi madre?

—No.

—¿Quién era mi madre?

—Hace demasiadas preguntas, señorita.

—Sé que estoy siendo grosera. Lo siento, pero necesito saberlo.

—Entonces se lo diré.

Le contó la historia en pocas palabras directas. Cuando terminó, Laila estaba casi tan conmocionada como la vieja tía.

—¿A mi madre la mataron a pedradas por mi causa?

—Porque lo decía la ley y era la voluntad de Dios, no por su causa. —La vieja nodriza estaba más nerviosa cada minuto que pasaba. Se notaba que estaba ansiosa por que se fuera aquella visitante inesperada—. Señorita, su padre ha sido muy generoso todos estos años. ¿Tiene usted dinero para mí?

—¿Dinero?

—Señorita, su visita puede significar la muerte para mí. Tengo que irme a alguna parte, a un lugar lejano. ¿Trae dinero para mí?

Laila le dio hasta el último rial que llevaba encima.

—No sabía que la estaba poniendo en peligro.

—Tenga cuidado usted también, señorita. Le aseguro que éste no es un buen lugar para usted. No sólo esta pobre aldea, sino todo Al-Remal.

Una pequeña multitud se había congregado en el exterior de la casa. Laila se tapó con el velo. El taxista le abrió paso. De vuelta en el hotel, Laila usó una tarjeta de crédito para obtener más dinero y dio una propina exorbitante al taxista.

Telefoneó a California desde su habitación. Necesitaba oír la voz de David, su serenidad, su amor. El gerente de la dársena le informó que David se hallaba en un crucero de una semana.

Laila reservó un asiento en el vuelo de la mañana a París, se acostó temprano, durmió de forma irregular, y llegó al aeropuerto dos horas antes de la hora de salida del avión. Mientras esperaba, se acercaron dos hombres que tenían todo el aspecto de policías.

—¿Laila Badir?

—Sí.

—Acompáñenos, por favor.

La llevaron a la pequeña habitación, donde conoció al hombre con el nombre extrañamente familiar: príncipe Alí al-Rashad.

—¿Es usted Laila Badir y su padre es Malik Badir?

—Sí. ¿A qué viene todo esto?

—A la violación de nuestra ley, señorita Badir. —El príncipe, un hombre bajo, delgado y distinguido de la edad de su padre más o menos, parecía complacido consigo mismo.

—¿Qué violación? ¿Qué ley?

—Eso se aclarará más adelante.

No quiso decir nada más, y tras cogerle el pasaporte la dejó sola en la habitación.

¿Qué había hecho?, se preguntó Laila. ¿Era el código en el vestir lo que había violado? No, no enviarían a un príncipe para eso. Tenía que ser algo gordo, algo sobre su visita a la aldea. ¿Pero por qué habría eso de molestar a nadie? Recordó que era la hija de una criminal ejecutada, si aquella mujer le había dicho la verdad. Quizá a eso se reducía todo; la detenían mientras comprobaban su identidad.

Nada de todo aquello sonaba bien. Dio unos golpes en la puerta. Un guardia la abrió.

—Necesito ir al lavabo.

El hombre se lo pensó, luego la acompañó hasta los servicios y se apostó fuera mientras Laila entraba.

Gracias a Dios allí había otra mujer. Laila garabateó su nombre y el número de la oficina de Malik en Marsella en un billete de mil ríales, y tendió el billete a la mujer.

—Le darán mucho más si llama a este número y le dice a cualquiera que conteste que estoy metida en un apuro aquí —dijo.

La mujer cogió el billete sin pronunciar una palabra.

De vuelta en la habitación, Laila aguardó lo que a ella le parecieron horas. El guardia le llevó té, pero no comida.

Por fin el príncipe Alí volvió a aparecer. Sonrió y arrojó el billete de mil ríales sobre la mesa.

—Puede quedarse su dinero. Y no se preocupe por su padre. Viene de camino. Es muy suyo venir en persona.

—¿Conoce a mi padre?

—Somos viejos… conocidos.

Al fin Laila recordó dónde había oído antes su nombre. Malik lo había pronunciado con ira y desprecio. Así pues, aquél era el enemigo de su padre.

—Quiero ver a un abogado —pidió—. Exijo saber por qué me retienen aquí.

—¿Para qué quiere un abogado? No testa acusada de ningún delito. Se la retiene más bien como… prueba.

—¿Prueba de qué?

—De varios delitos. De secuestro, por ejemplo.

—¿Qué secuestro?

—El suyo. —El príncipe volvió a sonreír—. Veo que está confusa. Déjeme que se lo explique. Hace mucho tiempo se cometió un delito en nuestro país. Era un delito que requería dos delincuentes, un hombre y una mujer. La mujer fue arrestada y ejecutada. Al hombre no lo descubrieron nunca. Durante años sospeché quién podía ser el culpable, y al venir aquí e ir a donde ha ido, ha confirmado mis sospechas. Así que ahora estamos esperando la llegada del otro delincuente.

Así que era eso; la usaban como cebo para atraer a su padre.

—Soy ciudadana francesa, además de remalí —dijo con la mayor altanería de que fue capaz—. Tengo derecho a ponerme en contacto con la embajada francesa.

—Todo a su tiempo —dijo el príncipe, agitando una mano.

Uno de los guardias entró.

—La torre de control dice que va a aterrizar, alteza.

—Bien. Venga conmigo, señorita Badir. No querrá perderse este acontecimiento.

Se dirigieron a un ventanal que daba a las pistas. Varios ayudantes se unieron al príncipe. Sobre la pista aguardaban una docena de hombres que parecían ser policías de paisano en un grupo disperso.

—Allí —señaló uno de los ayudantes. Laila reconoció los llamativos distintivos del 747 privado de su padre cuando tocó tierra.

—Siempre espectáculo, siempre extravagancia —dijo Alí al ayudante—. Confiscaremos el avión por supuesto.

El reactor rodaba por la pista en dirección a la terminal. Los policías de paisano se desplegaron en semicírculo.

Laila nada podía hacer.

Una camioneta rodó por la pista y se detuvo justo cuando lo hacía el gran reactor.

De la camioneta salieron unos soldados en tromba y formaron una línea frente a los policías de paisano.

—¿Qué es eso?—preguntó Alí.

—No lo sé, alteza.

Tras ellos se produjo un alboroto. Un grupo de hombres con uniforme militar se acercó a ellos.

—General, ¿qué significa esto? —exigió saber Alí al que mandaba la tropa.

—Alteza, tengo órdenes de escoltar a esta mujer hasta ese avión.

—¡Órdenes! ¿De quién?

—Del rey, alteza.

—¡El rey! —Laila vio que el príncipe apretaba los dientes con rabia, pero no decía nada más.

—Por aquí, señorita —dijo el general y condujo a Laila por una rampa hacia el 747. Un asistente cerró la puerta tras ella cuando entró. El piloto no había parado los motores en ningún momento, y el avión se puso en movimiento inmediatamente.

Laila vio a Malik dirigirse hacia ella con la preocupación pintada en el rostro. Cuando intentó abrazarla, respondió abrazándole a medias y rechazándole.

—¡Oh, papá! —se oyó exclamar Laila—. ¡Oh, papá, te odio!

Alí hablaba con palacio por la línea secreta desde la terminal del aeropuerto. Su hermano Ahmad (el rey desde la muerte de su padre) respondió de inmediato.

—Exijo una explicación, hermano —bramó Alí—. He sido humillado, absolutamente humillado, y se ha permitido a un delincuente que escapara.

—Algunas veces eres demasiado impetuoso en el cumplimiento de tu deber, hermano —dijo Ahmad con tono seco—. Deberías haberme informado, en lugar de tener que enterarme por otros.

—¿Y qué hubieras hecho?

—Lo que acabo de hacer ahora. ¿Recuerdas los Mirage, hermano? Queríamos esos aviones a toda costa y cierto individuo nos ayudó a conseguirlos, en contra de tu consejo, si no recuerdo mal. Y en un año o dos, Dios mediante, nos ayudará a comprar unos F14 americanos. Así que no deseo que nadie le moleste.

—Pero…

—Ven a cenar esta noche, hermano. Hablaremos. Hace demasiado tiempo que no hablamos a solas tú y yo.

El rey colgó. Alí oyó en la distancia el rugido del 747 que iniciaba el despegue.

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