Amira

Amira


CUARTA PARTE » Alí

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Cuando Amira se sentó en una silla dorada semejante a un trono en la cabecera de la sala, empezó la fiesta en serio: caviar de Irán;

foiegras de Francia; cordero con arroz, cocinado de una docena de maneras distintas; palomas asadas y pollo rustido; pescado del mar Rojo; trufas salteadas en mantequilla y cebolla; grandes bandejas de fruta de los cinco rincones del mundo; pastas y helados; y un gigantesco pastel de boda llegado en avión desde Francia.

Mientras se servía la comida, Sabah cantó canciones de amor (perdido, recuperado, vuelto a perder), modulando su voz ronca, algunas veces rota, entre los comentarios cómplices de su público sobre los sentimientos que expresaba.

Cuando terminó su actuación, los músicos empezaron a tocar las canciones tradicionales que se habían transmitido de generación en generación en todo el mundo árabe. La fiesta prosiguió con un grupo de bailarinas libanesas de la danza del vientre y una maga.

La sala se llenó del murmullo de cotilleos y risas.

—Amira no es tan guapa —decía una rolliza muchacha de catorce años a su madre—. ¿Por qué la habrá elegido un príncipe como Alí al-Rashad?

—Silencio, silencio —replicó su madre—. El príncipe Alí es el

nasib de Amira, su destino. Dentro de un año o dos, tal vez tu padre encuentre un atractivo príncipe para ti,

inshallab.

Sin obstáculos ni inhibiciones, las mujeres intercambiaron anécdotas y disfrutaron del desfile de modas improvisado tanto como de la fiesta. En un día como aquél, todo el mundo lucía sus mejores galas. Para algunas eso significaba lo mejor de la costura europea; para otras, era el esfuerzo de los modistos locales especializados en copiar modas occidentales a partir de fotos de revistas. En la sala brillaba el resplandor tenue de las piedras preciosas, pues era la ocasión de alardear, no sólo de la riqueza de un marido, sino también de la profundidad de su afecto.

Cuando se sirvió café con cardamomo y té con menta, media docena de invitadas se reunieron en el centro del salón. Con acompañamiento de

tabla (un tambor pequeño) y

oud (un instrumento semejante al laúd), iniciaron la danza circular tradicional.

Brazos a los costados y caderas prácticamente inmóviles, daban pasos diminutos deslizando los pies, trazando pequeños y delicados círculos con la cabeza y los hombros siguiendo el ritmo de la música. Comparada con los movimientos entusiastas de las danzarinas del vientre, su danza parecía tranquila y mesurada, pero a medida que progresaba, los movimientos sutiles se volvieron sensuales, casi eróticos.

El público profirió exclamaciones apreciativas, y cuando las que bailaban se acercaron a la mesa de Amira, sus comentarios se hicieron más estentóreos y obscenos. Amira se ruborizó cuando a su alrededor las mujeres especularon en voz alta sobre lo que llevaba bajo el vestido, y la rapidez con que se lo quitaría su marido, sobre el tamaño del miembro del príncipe y el vigor con que lo usaría.

Pese a su azoramiento por ser objeto de tales atenciones, Amira no recordaba una alegría y unas risas tan libres. Saboreó cada minuto de su celebración, y cuando sus tías le dijeron que era hora de marcharse, lo hizo con auténtico pesar.

Su padre la aguardaba fuera del salón de recepciones. Le ofreció el brazo con una solemnidad que raras veces había visto en él y la acompañó lentamente por los distintos corredores para subir la escalinata de mármol del palacio que ahora era el hogar de Amira.

Ornar se detuvo frente a una puerta de entrepaños de caoba y palmeó a su hija en la mejilla. Parecía a punto de pronunciar palabras muy serias, pero se decidió por un torpe abrazo.

—Que Dios te proteja siempre, hija.

Los ojos de Amira se llenaron de lágrimas. Era extraño, pensó. Había soñado con el momento en que abandonaría la sofocante protección de su padre y sus tías, pero ahora que por fin había llegado, sentía la pérdida de todo cuanto había sido familiar.

Amira dio un beso de despedida a su padre y permaneció durante largo rato frente a la puerta de su marido. Había visto fotos borrosas del príncipe en los periódicos, y también en la televisión, en algún tipo de ceremonia, pero ¿cómo sería en persona?

Llamó a la puerta suavemente. La puerta se abrió de inmediato a la suite más hermosa que Amira había visto en su vida, con una opulencia que no conocía la acomodada casa de su padre. Los muebles eran antigüedades europeas, las paredes quedaban prácticamente ocultas tras los cuadros que ella recordaba de los libros: un Picasso, un Renoir, un Signac…

El príncipe Alí al-Rashad era tan elegante como su entorno. Llevaba un batín de seda blanca con un monograma sobre un pijama a juego, y era tan guapo como una estrella de cine, esbelto, no demasiado alto, pero muy bien proporcionado. Sus ojos eran negros como el carbón y sus cabellos negros y sedosos.

El príncipe estudió a Amira durante un buen rato, como si fuera un cuadro o una estatua. Luego sonrió.

—Ojalá la eternidad sea tan hermosa como lo eres tú en este momento.

Amira exhaló un suspiro de alivio.

Alí le tendió una mano. Amira la tomó obedientemente y con una sensación muy parecida a la gratitud, pues, al fin y al cabo, su mando podría haber sido viejo y parecido al de Laila.

El príncipe la condujo al dormitorio, que presidía una majestuosa cama china tallada a mano y con adornos de oro. Amira intentó asimilar en silencio el lujo de su nueva casa.

—¿Champán?

Amira se sobresaltó. No era una fanática religiosa y sabía que mucha gente en Al-Remal bebía alcohol a pesar de las leyes estrictas que lo prohibían, pero ella nunca lo había probado.

Alí le tendió un tulipán de cristal lleno de un oro burbujeante y sonrió.

—Relájate, querida mía. No te hará daño. El champán no es ni siquiera un licor. Es felicidad líquida.

Amira tomó un sorbo y sintió un hormigueo en la boca; una sensación interesante.

—Desnúdate —ordenó Alí, sonriente aún y con el mismo tono agradable.

Amira se quedó paralizada. Por supuesto era de esperar, pero no tan de repente. Sabía por sus tías, lo había estado aprendiendo toda su vida, de hecho, que estaba obligada a hacer cuanto le pidiera su marido, no sólo esa noche, sino siempre. En caso contrario, podía ser devuelta a su padre deshonrada, para ser gobernada por sus tías; para convertirse en una de ellas con el tiempo. Se estremeció al pensarlo y Alí se echó a reír, confundiendo sus motivos.

—¿Tan terrible es estar a solas conmigo? Al fin y al cabo eres mi esposa.

Amira se retiró al cuarto de baño de mármol con el rostro como la grana. Se quitó el vestido de novia y las diversas capas de enaguas de seda. Cuando llegó a la ligera ropa interior compuesta por camisola y bragas pantalón que tantos comentarios verdes habían provocado en el festejo de las mujeres, se detuvo.

No quería enfurecer a su marido, pero no podía presentarse desnuda ante él, sencillamente no podía. Volvió al dormitorio tímidamente, hundiendo los pies descalzos en la elegante alfombra blanca.

Alí no pareció enfadado ni molesto siquiera mientras la admiraba una vez más como si fuera una obra de arte.

—Tienes un cuerpo precioso —dijo—, esbelto, flexible y fuerte… como un auténtico purasangre.

Amira sonrió, agradecida por el cumplido. Desde que se había desarrollado como mujer, le preocupaba a menudo ser demasiado alta, que sus labios no fueran lo bastante carnosos y que careciera de la abundancia voluptuosa de la carne que tantos hombres remalíes parecían preferir. Sin embargo, por el modo en que hablaba, era evidente que Alí estaba satisfecho con ella.

Alí la condujo hasta la cama y empezó a acariciarla como si fuera una gatita. Disfrutando del calor de la aprobación de su marido, Amira se dejó llevar por el placer de su tacto. Qué maravilloso era, pensó, ser mimada y acariciada.

Cuando Alí rozó sus pechos con la punta de los dedos, el hormigueo del champán se extendió por todo su cuerpo. «Así que era esto», se dijo Amira; aquello era lo que se comentaba entre susurros y risas, aquel cálido palpitar, aquella ligereza, lo que hasta entonces había estado prohibido.

Sin embargo, cuando Alí le separó las piernas con la rodilla, Amira se puso rígida.

Alí se detuvo, de nuevo más divertido que enfadado.

—¿Me tienes miedo, Amira?

—No —protestó ella, aunque sin duda temía defraudarle.

—Entonces quizá sea sencillamente que no deseas hacer lo que te han dicho que es tu deber. ¿Es eso?

Amira bajó los ojos. ¿Cómo podía desear o no algo que jamás antes había experimentado?

—Si eres reacia, no hay necesidad de continuar.

—Pero eso es imposible —le espetó Amira—. ¿Qué hay de…? —estaba demasiado azorada para terminar la frase.

—Ah, sí. —Alí sonrió—. La obligación de enseñar la sangre para demostrar tu virtud. Bueno, querida mía, estoy dispuesto a derramar mi sangre en tu lugar. —Sacó un estilete enjoyado de la mesita de noche, se subió la manga del pijama y extendió el brazo—. Sólo tienes que pedírmelo.

—¡No! No, no quiero que… es decir, no es necesario.

Alí dejó el estilete.

—Bueno, entonces quizá necesites más champán.

—Sí, por favor.

Amira observó a su marido cuando éste se levantó para ir a llenarle la copa. Su torso era musculoso y suave.

Alí se dio la vuelta rápidamente y sorprendió su mirada.

—¿He pasado revista, querida esposa?

—Yo no… —dijo ella, ruborizándose intensamente—, quiero decir que no estaba…

—Por supuesto que sí —bromeó él—. No es necesario que seas tan remilgada, siempre que reserves esas miradas para mí.

Amira tomó la copa que le ofrecía y la bebió de un trago.

—Despacio, despacio. Estos placeres han de ser saboreados.

Ella soltó una risita. Era una sensación maravillosa estar allí, en la cama de Alí, ligeramente mareada. Alí la abrazó y le dio un beso largo y apasionado.

—Esto está mejor —dijo—. No estamos en una ejecución, ¿sabes?

Por fin relajada, Amira se dejó caer en la cama. Alí empezó de nuevo a acariciarla, delineando la curva de sus pechos y su vientre. Cuando llegó a los muslos, Amira los separó prestamente, ya sin la menor aprensión, y cuando los dedos de su marido la exploraron, primero con suavidad y luego con insistencia, notó un cálido fluido manando en su interior.

—Encantadora —musitó él con los ojos brillantes.

Amira se estremecía ya cuando su marido se echó sobre ella y la penetró. Soltó un grito y él se detuvo un momento, luego empezó a moverse hacia adentro y hacia afuera. El dolor dio paso a un cúmulo de sensaciones nuevas que crecían hasta que, cuando Amira volvió a gritar, fue de alegría y por la emoción del descubrimiento.

No se dio cuenta —ni lo habría sabido distinguir— de que su marido no alcanzaba el orgasmo. Se durmió pacíficamente, satisfecha, pensando en que, si aquello era el matrimonio, todo lo demás palidecía y se volvía insípido en comparación.

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