Amerika

Amerika


LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XIV

Página 45 de 53

XIV

 

P

ronto advertiría, sin embargo, que ni el estado de Georgia ni la propia ciudad de Atlanta pensaban añadir un centavo a la suma que las Hijas de la Confederación le habían adelantado, y lo que era peor: a medida que los meses de agotador trabajo fueron amontonándose, sin que apenas se apreciara el menor avance en el monumento, tampoco ellas se mostraban demasiado dispuestas a seguir costeando aquella aventura. Tal vez comían de su mano, sí, pero, si así era, lo que se estaban comiendo era su dinero.

Pasó el tiempo. Borglum había empeñado todo lo que poseía, y después de casi una década de batallar contra molinos de viento, estaba prácticamente en la ruina. Atrás quedaba la exaltación, la efervescencia de los primeros años. Se había cargado sobre las espaldas mucho más que el peso de aquellas montañas, y la excavación de sus paredes no había alcanzado ni la décima parte de lo prometido. Para entonces, la cabeza del general Lee, más que atraer a las masas, las repelía: no era el rostro de un gran hombre, sino el de un sifilítico que había pasado por varias venéreas y un baño de ácido como propina. Una de las cuencas oculares había sido ocupada por una familia de buitres. En la boca anidaban unos pájaros diminutos que se alimentaban de culebras, todas ellas más que viejas conocidas de las circunvoluciones de la oreja izquierda, esa excrecencia en constante pugna con la soriasis del musgo. El retrato era devastador, y a sus cincuenta y siete años, cansado, arruinado y con el terrible sentimiento de haber fracasado en todos sus proyectos, Borglum no creía presentar un aspecto mejor que el suyo. En febrero de 1925 la paciencia de los confederados llegó a su límite, y por medio de un aséptico telegrama notificaron a Borglum su despido. Lo leyó presa del estupor, pugnando por contener el ardor que le bullía en la sangre, pero lo que más le irritó fue la posdata que acompañaba al telegrama. En ella, los confederados le avisaban de la contratación de otro escultor que se encargaría de completar la obra, un buen americano, cuyo carácter estaba en las antípodas de aquel temperamento ingobernable que él había demostrado tener. En un arranque de cólera, Borglum embarcó en su coche y recorrió los más de doscientos kilómetros que lo separaban de Stone Mountain en apenas tres horas. Al llegar a la cumbre de la montaña, apretó el acelerador y embistió el taller donde alojaba los modelos para el busto de Lee y la talla de Stonewall Jackson, arrojándolos por el precipicio que se abría ante la cabeza mutilada del general. Los obreros que se apresuraron a salir de las casetas apostadas bajo el monumento apenas podían creer lo que veían. El vehículo de Borglum patinó sobre el cráneo de Lee, y las ruedas delanteras giraron durante unos segundos en el vacío, hasta que el morro cedió y una de las ruedas encontró apoyo en un voladizo de la escultura. Decidido a acabar con aquello, o a que aquello acabase con él, Borglum dio marcha atrás, pasando por encima del torso de Jackson, que quedó reducido a una pila de pedruscos irrecuperables, y luego volvió a lanzarse a ciegas hacia el abismo, barriendo todo cuanto hallaba a su paso y arrastrando al vacío los desmochados restos de Lee y Jackson.

Borglum huyó del lugar perseguido por siete coches de la policía, que no dudaron en abrir fuego contra el fugitivo cuando se disponía a rebasar a más de cien kilómetros por hora la frontera estatal. Las balas atravesaron los cristales del coche, horadando algunos agujeros humeantes en el salpicadero y en el cabecero del asiento del copiloto, y una de ellas pasó silbando junto a la oreja derecha de Borglum, que apenas se distrajo cuando su surco hirviente le rasgó las costuras del abrigo. Aquello debió de impresionar a John Dowe, porque en varias de sus cartas afirmaba haber visto la cicatriz que la bala imprimió en el hombro de Borglum, aunque Dowe la describía como una limadura blanca, un corte limpio como una lágrima, semejante a esas melladuras que quedaban en las rocas cuando las desportillaba un certero golpe de cincel. Para Dowe, que había aprendido a desconfiar de lo que le mostraban las apariencias, aquello era una prueba irrefutable para creer que Borglum no estaba hecho de la misma arcilla que el resto de los mortales. Más que un hombre, aducía Dowe, era un tótem, una criatura de granito que quizá le debía la vida a la posesión en su frente de un vocablo que le había conferido el aliento para andar, respirar, mezclarse con las restantes criaturas del mundo. Como un golem, decía, como uno de esos monstruos creados por la fuerza de la voluntad y el poder esotérico de las palabras. Por supuesto, para la prensa no cabía ese tipo de admiraciones paranormales, y menos cuando se trataba de rematar a ídolos con pies de barro. Los diarios no dudaron en relatar aquel incidente con su habitual arsenal de burlas, y Borglum, convertido en un viejo prematuro que empezaba a padecer el anquilosamiento de sus vértebras, como si de veras estuviese transformándose en piedra, pensó que su carrera estaba acabada. Quién se arriesgaría a contratar a un fugitivo de la Ley, decía, un escultor que apenas podía atarse los cordones de los zapatos sin tener al lado una palangana de hielo donde ablandar las manos. Pero para bien o para mal la vida está llena de milagros, y fue entonces, en el único momento en que la fe que lo sostenía empezaba a derrumbarse, cuando le llegó la oferta para trabajar en el Monte Rushmore. La firmaba un tal Doane Robinson, seguramente un demente, pensó Borglum, un tipo que si conocía la fama del hombre al que pretendía contratar, tendría que estar tan loco como él.

En realidad, la idea de tallar el Monte Rushmore con las efigies de los principales presidentes de los Estados Unidos llegó casi por pura casualidad. La propuesta inicial consistía en convertir unas rocas cilíndricas de la Colina Negra en una atracción turística para reflotar las menguadas arcas de Dakota del Sur, dotándolas con las reproducciones a cuerpo completo de Lewis y Clarke, Búfalo Bill y el jefe indio Nube Roja. Pero el proyecto no podía ser menos del agrado de Borglum. Si aquella tenía que ser la empresa de su vida, la obra por la que pasaría a la Historia, no iba a rebajarse a levantar estatuas a unos cuantos ídolos locales. Su visión era mucho más vasta, solo comparable en belleza y eternidad a las pirámides de Egipto, y aunque lo tenía todo en su contra, logró convencer a Robinson con un argumento memorable: le explicó que una obra como la que se esperaba de él exigía un tema inmortal, tan inmortal como la piedra en la que se sostendría. América era el país de la Democracia, dijo, así que ellos levantarían el mayor monumento que alguna vez hubiera existido sobre la faz de la tierra para celebrar la memoria de quienes habían entregado sus vidas en la lucha por la libertad individual.

—Hágame caso, señor Robinson —le exhortó, irguiéndose en la silla y volcando todo su peso sobre la mesa que los separaba—. El pulso de toda una nación es más grande que el impulso de un pequeño pueblo, más grande que el de una ciudad, más grande que las ambiciones o los sueños de un estado. Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt representan a los hombres que han luchado en nuestro país por ser libres, pero más allá de eso representan a todos los hombres del mundo que aspiran a ser libres. Un monumento destinado a conmemorarlos deberá reflejar la serenidad, la nobleza y la fuerza de los dioses que los inspiraron, y al mismo tiempo, divulgar para toda la Humanidad el hecho incuestionable de que a través de su espíritu también ellos se convirtieron en dioses.

Borglum, por supuesto, estaba pensando en él mismo al referirse de aquel modo tan apasionado al monumento, pero Robinson quedó atrapado por lo que le pareció una incomparable explosión de patriotismo, y aceptó incondicionalmente sustituir el proyecto inicial por la visión que Borglum le proponía. Después de todo, dijo, Dios solo creaba un Miguel Ángel o un Borglum cada mil años. Rechazar su idea sería como impedir a Miguel Ángel pintar la Capilla Sixtina, desautorizar a Colón para embarcar en sus naves. Pero para los periódicos, que tras el fiasco de Stone Mountain habían convertido a Borglum en su bufón personal, todo era bastante distinto a como Robinson lo veía: «Borglum se propone destruir otra montaña», escribió un periodista neoyorquino. «Gracias a Dios que esta vez es en Dakota del Sur, donde nadie lo verá».

Ir a la siguiente página

Report Page