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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XVI

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XVI

 

A

lo mejor June no contaba más que con aquellas cartas y los periódicos de Dakota para conocer a Dowe, pero para quienes trabajaban junto a él día tras día, para quienes compartían con Dowe la comida o dormían a su lado, sus hazañas y su personalidad resultaban demasiado extraordinarias como para pasar desapercibidas. Y Borglum, sobre todo Borglum, tampoco escapaba a esa admiración. Con los demás podía tener un trato puramente formal, y eso en el mejor de los casos, pero con Dowe su comportamiento era muy distinto: juntos compartieron largas horas de confidencias, madrugadas que excavaban su madriguera de sombras hasta las orillas del alba, noches en que las palabras eran tan necesarias e inevitables como la propia luna.

A Borglum le fascinaba el discurso de aquel Dowe que hablaba de sí mismo como si fuera un extraño, y en un tono rotundo que no invitaba a discusiones o a entrar en intimidades, lo que no podía por menos de estimular su curiosidad. Sin embargo, durante los dos años que Dowe permaneció en Rushmore solo en una ocasión sintió Borglum que en sus conversaciones con él se había acercado a algo. Le había expresado a Dowe su deseo de horadar una caverna en el cráneo de Lincoln, y habilitarla con archivos, documentos y objetos referentes a la historia americana y el sacrosanto valor de su democracia. Sería la memoria de Lincoln, arguyó, justamente lo que el santuario de Rushmore precisaba para no resultar inexplicable a las generaciones futuras. Sobre el umbral de la caverna ordenaría tallar un cartel con una frase que dos años atrás había escrito un filósofo alemán llamado Wittgenstein: «Un punto en el espacio es un lugar argumental». No la entendía por completo, añadió Borglum, pero se sentía poderosamente atraído por su singular belleza y el atisbo en cada una de sus palabras de una profundidad que se le escapaba, aunque sí creía ver una relación muy estrecha entre el significado de aquella frase y su trabajo en el Monte Rushmore.

—Cualquier punto del universo significa algo en relación con el infinito —intentó explicar, tanteando las palabras, mientras admiraba aquella cualidad submarina que la luna arrancaba a los rostros aún inconclusos de la montaña—, pero yo he alterado este lugar con mis propias manos, este pequeño valor en la ecuación del universo, de modo que también he alterado su relación con el infinito. Piénsalo, John: antes, en la noche de los tiempos, un vergel no era más que un vergel, hasta que alguien concibió el uso que podía darse a sus cavernas. A partir de ese instante el vergel pasó a ser un poblado, y el poblado, cientos de años más tarde, se convirtió en una ciudad. Y la ciudad también cambiaría. Primero una civilización, después otra, más tarde un cataclismo, luego unos conquistadores, por último unos colonos... Todos ellos en el mismo sitio y, al mismo tiempo, todos ellos en un sitio diferente. Ahora dime, John, ¿crees que aquel vergel hablaba igual para el infinito que las civilizaciones que prosperaron en él? Yo no lo creo, y cualquiera que conozca un poco la Historia tampoco lo creería así. Pero la pregunta es: ¿por qué detenernos ahí? ¿Por qué no llevar los cambios un paso más lejos? Un punto en el espacio, Nueva York, Boston, Rushmore, demonios, incluso la propia Utah, son un lugar argumental, el lenguaje a través del cual el hombre se entiende con el infinito. Pero nosotros podemos cambiar los términos de la argumentación. Podemos cambiar el rumbo de las cosas solo con saber qué lugares cambiar y por qué. Si somos un plan en la mente del Creador, si formamos parte de una gran ecuación, podemos alterar el resultado solo con atrevernos a corregir el plan divino y modificar los valores o los signos de la ecuación. No sé lo que quiso decir ese loco teutón con su frase, John, pero sí sé lo que significa para mí. Puedo ver cosas que otros no ven a través de ella. ¿Y no resulta una casualidad asombrosa que Wittgenstein la concibiese exactamente cuando yo concebía la idea inicial del monumento de Rushmore?

—Puede ser —replicó Dowe, con un estoico encogimiento de hombros—. Pero tal vez su significado sea otro, y probablemente incluso más sencillo: si no sabes dónde estás, el mundo pierde su significado. Eso es todo. Así que debes estar siempre en guardia para reconocer el lugar en el que te encuentras, incluso para reconocer quién eres. Si no, lo que ves un día al siguiente dejará de estar ahí. No es que haya desaparecido, es solo que no lo verás, al menos no como era antes. Te traspasará, como si no existiera. No podrás explicarlo. Y eso puede pasarte con las cosas más importantes, aquellas que nunca pensaste que te abandonarían. Te puede pasar con tu propio rostro: un día ves en él al hombre que fuiste y al siguiente descubres que sus facciones ya no te representan. Y ante eso, solo caben dos cosas: o dar media vuelta y buscar tu rostro entre los escombros o vivir con lo que significa tener una nueva cara. Pero nada garantiza que vayas a encontrar el rostro que tuviste, ni que te vaya a ser fácil moverte por un mundo que solo verás a través de unos ojos que no son los tuyos.

Luego se llevó la mano al bolsillo de la camisa, atrapó un arrugado paquete de Luckies y prendió una mirada melancólica en el horizonte mientras hurgaba distraído entre los pitillos. Borglum se sobrecogió con la explicación de Dowe, pero no porque su sencillez tal vez pudiera definir mejor que la suya lo que se ocultaba bajo la frase de Wittgenstein, sino porque acababa de dar con la clave de la existencia de su amigo: en algún momento de su vida Dowe había perdido el rumbo, y ahora buscaba un punto en el espacio en el que recalar, un lugar que hacer suyo, donde el mundo dejara de ser una pesadilla cambiante, incomprensible. Mostrar, pues, inflexibilidad en sus argumentos, aferrarse a las pocas certezas que cosechaba, no eran por tanto facetas de su carácter, sino la manera que Dowe tenía de asegurarse su posición en el universo, la única que le pemitiría reconocer el lugar en el que despertaba cada mañana.

Por supuesto, Borglum también solía hablar de sí mismo. De hecho, podría decirse que ese era su tema de conversación favorito, aunque en su caso hablar de sí mismo era hablar de América. Si en algo no simpatizaba Dowe con Borglum era precisamente en eso: su combustión ante todo aquel que pisara suelo americano sin ser un nativo, un hijo de América de los pies a la cabeza. No un indio, eso por descontado: un indio no era más que una decoración del paisaje tan pintoresca como podía serlo un rebaño de okapis. Americano de los de verdad, de los que se habían tenido que ganar el respeto de la tierra con el sudor de su frente. Que Dowe se desengañase. Para qué iba a estar él allí, en aquel retal de mundo donde nada pasaba, si no era para alcanzar la gloria, y no había mayor gloria que celebrar la grandeza del hombre blanco de América. Pero no hablaba del pasado, ni mucho menos. En realidad, estaba cantando al hombre del futuro, el Homo Americanis. Lo que estaba haciendo no lo había hecho nadie antes que él, así que debía estar seguro de no meter la pata. Tenía que saber interpretar las señales en la forma correcta, aprender los símbolos de la ecuación si pretendía aspirar a modificarlos. Quería glorificar a América, pero también quería que América lo recordase, quería apropiarse de ella. Como uno se apropiaría de una mujer que ya no lo desea: si ella no te ama, entonces tendrás que obligarla a que nunca te olvide. La peor lección que Borglum había aprendido en la vida expresaba lo que para él era una realidad dolorosa, insalvable: las únicas heridas que no se olvidan son aquellas que las miradas ajenas te obligan a recordar. Aquello Borglum lo tenía bien metido en la cabeza. La gente lo tachaba de loco, de fracasado, y cada vez que se miraba en un espejo, tenía que esforzarse para no ver en sus aguas el reflejo de un loco, de un fracasado. Y no era solo la mirada de un hombre, algún plumilla que se las daba de gracioso dibujándolo como un Quijote cualquiera en su lucha contra molinos de viento. Era la mirada de toda una nación, de todo un pueblo. Así que decidió dejarle huella, dijo Borglum. Marcarle la cara, eso he hecho yo con América. Tal vez me repudia, tal vez no es la mujer de mi vida, pero te aseguro que jamás me olvidará. Le marqué la cara lo justo como para que tenga que recordarme día tras día, cada vez que la Historia la obligue a mirarse a un espejo. Es una misión, un destino tan grande como el propio mundo. El sello ya ha sido roto y todo está por llegar, lo que está escrito está escrito, cada cosa a su tiempo. Así hablaba Borglum. Solo había que aprender a leer, decía, saber aguardar el momento justo para interpretar las cosas. Las revelaciones estaban hechas de símbolos, pese a idiotas como Simmons, cuya relación con el mundo se limitaba a todo aquello que podían ver, oír y tocar. Peor para él. No lo entendió, así que me marché, dijo Borglum, yo ya había aprendido lo que tenía que aprender. La Historia seguía su curso, y un día, Rushmore le diría a los hombres que la historia de América no había hecho más que empezar, que más pronto que tarde el mundo estaría formado por naciones arrodilladas girando en torno a la antorcha de la Estatua de la Libertad. Borglum cambiaba la superficie de aquellas rocas para que América cambiara la superficie del mundo, eso decía. Como en la frase de Wittgenstein: cambia un punto en el espacio y cambiarás los términos del argumento, la relación de un lugar cualquiera y lo que este representa con el infinito. Había sido un acto de amor, pero había hecho aflorar a la luz una verdad oculta. Rushmore no era solo un monumento al pasado de América, no era ese estúpido «Santuario de la Democracia» del que hablaba la prensa. Era el mensaje para hacerle saber al hombre que acababa de comenzar una nueva época de conquista. Esculpiendo el pasado en aquellas montañas, Borglum también le estaba poniendo un rostro al futuro.

A veces Dowe tenía la impresión de que Borglum hablaba por hablar, que no buscaba sino exasperarlo para luego reírse de su mojigatería. Pero a veces Borglum se mostraba realmente insistente, y entonces Dowe tenía que pensar que no deliraba al contarle aquellas bobadas sobre su destino, que de veras se creía un mesías. Decía que todo formaba parte de un plan divino: si Griffith no hubiera rodado El nacimiento de una nación, entonces William Joseph Simmons no hubiera escuchado la voz de Dios, y sin la voz de Dios atronando en sus oídos jamás habría soñado con fundar el nuevo Imperio Invisible. Eso nos dejaba sin el monumento de Stone Mountain y sin el Santuario de la Democracia, y sin él, le decía a Dowe, tú no estarías aquí. Incluso a estas alturas, quién sabe, igual podrías estar muerto. Pero por alguna razón estás aquí, concluía. Estás aquí y ahora hay que saber cuál es tu misión, por qué Dios te ha señalado también a ti con el dedo.

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