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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 4

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Por suerte, la aparición de la criada atrajo la atención de la mesa, evitando así males mayores. Acababa de salir de la cocina empujando el carrito de los postres: un barquillo relleno de nata con forma de corazón sobre una capa de sirope de fresa. Con toda seriedad, la criada explicó que el señor Rilke intentaría acostumbrarnos a ingerir comidas con apariencia de vísceras humanas porque los inviernos en Nueva York eran muy crudos, y no sabía lo que podía ocurrir si nuestra experiencia se alargaba y alguna nevada nos retenía como a un puñado de náufragos en el interior de la mansión. El grupo rio con ganas, a excepción de Vesalius, que tan ágilmente como se lo permitían sus tambaleos se apresuró a abandonar la mesa, aunque no sin antes dedicar al resto de comensales un bufido exasperado.

—Me siento como si acabaran de quitarme un barril de dinamita de al lado —dije, una vez que el cirujano desapareció tras los cortinones del salón.

—El señor Vesalius tiene sus días —se disculpó por él Swanee—, pero le aseguro que cuando está sobrio puede llegar a ser muy divertido.

—Lo que me pregunto es si de veras no había otro médico mejor en todo el país —respondí—. Si algo me ocurriese, le prometo que preferiría operarme a mí mismo con un abrelatas antes que ponerme en sus manos.

Swanee celebró mi broma dejando escapar una risa conmovedoramente aniñada:

—Quizá el señor Rilke no sea tan infalible como parece —repuso con una voz que, sin la cercanía de Vesalius, parecía haberse quitado diez años de encima—. Lo cual resultaría extraño, teniendo en cuenta que él mismo se considera nada menos que un primo hermano de Dios.

—¿Y qué demonios quiere decir eso?

—Quiere decir que habrá que acostumbrarse a bastantes excentricidades mientras estemos aquí —respondió Swanee, acariciando su copa con la punta de los dedos—. El día en que el señor Rilke me entrevistó, me contó que sus padres eran un piloto comercial y una azafata virgen que solo mantenían relaciones en pleno vuelo para engendrar un hijo lo más cercano posible a Dios. Supongo que en esas circunstancias, lo más cercano posible es ser su primo.

Al escuchar aquello no pude evitar reaccionar con una risa incrédula:

—¿De veras le contó esa patraña?

—Bueno —explicó Swanee—, sé que circulan otros rumores por la casa, pero esa es la historia que yo he oído de sus propios labios. Lo más probable es que si mañana me marchara de aquí y regresara al día siguiente bajo otro nombre distinto, la historia que decidiera contarme el señor Rilke sería completamente diferente a la que ya conozco. ¿Qué fue lo que le contó a usted?

La verdad es que yo apenas podía intervenir con alguna impresión sobre Rilke, y menos aún con una historia que confirmase o impugnase la que Swanee acababa de contar, pues el amo de la casa aún no me había considerado digno de ser ilustrado en los orígenes de su vida; y por evaporar la entrañable expectación con que Swanee aguardaba mi respuesta, eso fue lo que dije. Tras aquello, vi llegado mi turno de preguntarle cuál era el cargo que le correspondía en el proyecto de Rilke. Era una pregunta retórica, claro: nada más verla ya sabía que se trataba de una de las actrices reclutadas por Rilke para protagonizar la película, pues la perfección de su rostro y aquellas hechuras de tiralíneas no podían significar otra cosa. Pero me equivocaba. Swanee había sido contratada para componer la banda sonora de Otro invierno en Amerika, después de que Rilke conociera su participación en los arreglos de la partitura de La hija de Moloch, una impresionante labor de restauración que solo pudo realizarse gracias a una subvención del Ministerio de Cultura alemán en colaboración con el gobierno húngaro.

—Así que compositora —dije, sinceramente asombrado.

—Eso es. Y para colmo, restauradora de una de las piezas más raras de Tourneur.

Lo dijo no sé si con alivio o fastidio, como si estuviera hablándome de un hijo que, después de depararle una vida de sobresaltos y sinsabores, había logrado amasar una vasta riqueza y encauzarse en una saludable monotonía familiar.

Me contó entonces que La hija de Moloch era la película maldita por excelencia en la filmografía de Jacques Tourneur. Incluso la firmó con un seudónimo, Basil Hawksmoor, arrojando así serias dudas sobre su verdadera autoría, aunque para Rilke tales dudas debían de carecer de fundamento, pues ante Swanee solo se refería a La hija de Moloch como la obra secreta de Jacques Tourneur. Se rodó durante seis semanas en Haití, en algún momento entre 1949 y 1951 y, supongo, al hilo de su ya un tanto lejano éxito Yo anduve con un zombi, aprovechando los decorados de una superproducción de Hollywood que nunca llegó a estrenarse y posiblemente tampoco acabó de filmarse, a juzgar por cómo el equipo de Tourneur encontró el set de grabación: las cabañas de los técnicos aún contenían documentos, apuntes y planos del rodaje, las caravanas de los actores guardaban en los armarios diversas prendas que habían sido olvidadas por sus propietarios en su huida del set, y en el interior de un baúl el propio Tourneur se topó con algunos afiches y descartes de la filmación, además de varias páginas rasgadas de un guión que los productores seguramente habían desestimado por incoherente. Claro que tampoco La hija de Moloch destacaba por su coherencia. Según me explicó Swanee, la película era uno de esos productos deficientes, pero alimenticios, que Tourneur se veía en ocasiones obligado a rodar para optar en el futuro a proyectos de mayor enjundia, aunque entre sus muchas deficiencias quizá la más memorable de todas fuera precisamente su argumento. En apenas setenta minutos, La hija de Moloch relataba la historia de un grupo de científicos que viajan a la isla de Pascua en busca de lo que parece ser el elixir de la eterna juventud: tras un aterrizaje forzoso en una isla perdida en algún lugar del Pacífico, descubren las ruinas de una antigua civilización de hombres-lagarto cuyas monstruosas efigies (y quizá no solo eso) aún habitan su intrincada red de subterráneos; la visión de esos restos infunde poco a poco en la periodista que acompaña a los científicos, interpretada por una bisoña Kitty Frances, la revelación de que en el pasado fue una diosa de la cual todavía ostenta misteriosos poderes, y así, de la noche a la mañana, la mujer de cabellos dorados y aspecto cándido que busca la protección de sus compañeros de viaje para evitar los recónditos peligros de la jungla se transforma en una mujer de piel morena, melena oscura y ojos luciferinos que va aniquilando a los intrusos de su reino uno por uno. Sin embargo, y pese a lo que pudiera desprenderse de un argumento semejante, parece ser que la magia que Tourneur era capaz de imprimir hasta en sus películas menos afortunadas también estaba presente en ella. Lo único que se le podía reprochar era el desacierto a la hora de elegir al compositor de la banda sonora: se llamaba Meredith B. Hanson, y más que por su habilidad ante el pentagrama, se le conocía por ser un borracho consumado que debía su fama a un currículum ficticio en el que alardeaba de haber sido músico de algunas películas europeas, entre ellas varios títulos menores de Jean Renoir, G. W. Pabst y Fritz Lang. Swanee no pensaba que Tourneur hubiera caído en la ingenuidad de creer aquel alucinante extracto biográfico, entre otras cosas porque también él procedía del cine europeo y conocía bastante a fondo sus interioridades, de modo que si lo contrató fue seguramente porque no disponía de presupuesto para aspirar a un colaborador de más crédito. En realidad, Meredith Hanson, un viejito consumido de ochenta años que parecía haberse conservado en alcohol, no había pasado de componer los jingles de alguna película menor, una decena de anuncios radiofónicos y la sintonía de un espacio de cuentos de misterio narrados por un plantel de viejos actores que duró en antena exactamente dos semanas, y eso en una época tan remota que invitaba a dudar acerca de sus capacidades frente al pentagrama cuando Tourneur decidió contratarlo; aun así lo incorporó a su cuadrilla, y aunque a regañadientes, terminó aceptando una composición que solo ofrecía uno o dos momentos intensos, extraviados en un revoltijo de notas tan poco inspiradas que lo mismo podían haber servido para respaldar las secuencias de una película bélica como las de un documental sobre peluquerías caninas. Swanee precisó que era toda una hazaña reconstruir una partitura así: en opinión de quienes llegaron a asistir a las proyecciones originales de La hija de Moloch, era como si los insertos musicales hubieran sido barajados a conciencia, desentendiéndose en el reparto final de las imágenes a las que correspondían. Nadie, en definitiva, podía empeñarse en seguir la historia sin verse desorientado por la música. Cuando la escena pedía a gritos un clímax sonoro elevaban su lamento unos violines melancólicos, y si lo que se representaba era un episodio de amor, atronaba de pronto un estruendo de timbales que apenas permitía entender las palabras que se intercambiaban los amantes en un paisaje de lunas bajas, lagunas resplandecientes y cielos estrellados, muy al estilo Tourneur. Era un verdadero despropósito. Para Tourneur, sin embargo, que la música fuese un caos no parecía importar gran cosa, teniendo en cuenta que toda la película no era sino un cúmulo de desvaríos con los que no admitía identificarse, pero el pundonor le exigió asumir una decisión radical: se desharía de la música original y montaría de nuevo todo el metraje filmado empleando como banda sonora algunos extractos de otras películas suyas, temas que, si bien carecían de una unidad argumental, sin duda servirían mejor a los fines de su película que la impenetrable partitura de Hanson. A falta del dinero que le permitiese delegar en un experto aquella labor, el montaje lo realizó el propio Tourneur, quien ya había trabajado de montador durante sus estudios de cine en Europa, y parece que el resultado no se le debió de antojar tan insatisfactorio, pues la cinta que construyó en la sala de montaje es la que acabó por canonizarse como la verdadera La hija de Moloch. Meredith B. Hanson seguía presente en los títulos de crédito como autor de la orquestación original, pero lo cierto es que ya no era posible rastrear una sola nota de su trabajo en la cinta que había montado Tourneur, nada que pudiera sugerir que la música de Hanson seguía acompañando la metamorfosis de Kitty Frances en La hija de Moloch.

—No sé si Hanson se molestó —dijo Swanee, tras hacer una pequeña pausa para beber de su copa—, no sé si Tourneur le pagó algún dinero de más para evitar un enfrentamiento en los tribunales, ni siquiera sé si alguna vez el viejo se llegó a enterar de que aquella música no era la que él había escrito para la película, aunque lo más probable es que le hubiera importado un comino, de haber sabido la verdad. Podía creer que alguien había metido mano en su obra, o podía admitir que la partitura original, simplemente, había acomodado sus notas a las imágenes con las que se habían mezclado. Como le sucedía a la protagonista de La hija de Moloch, y, al fin y al cabo, como bien podía saber alguien que prestaba más crédito a las visiones que anidaban en el fondo de las botellas que a las que producía la realidad, quién sabía si las cosas que uno conocía, e incluso las que hacía, no podían cambiar por sí solas, de un día para otro, sin que nada salvo una fuerza sobrenatural pudiera explicar la metamorfosis.

Swanee había reconstruido la música original de La hija de Moloch a partir de las seis páginas de la partitura firmada por Hanson que, por pura casualidad, un funcionario aburrido había hallado en los archivos de una filmoteca de Budapest, y aunque por supuesto aquello debía de resultarme impresionante, más me asombraba el hecho de que una criatura tan hermosa como ella no estuviera expuesta tras las vitrinas de algún museo, en lugar de tener que ganarse la vida con el sudor de su frente o buscando intimidades secretas entre las teclas de un piano. No podía imaginarla escribiendo, estudiando o realizando labor alguna en la que el cuerpo tuviese únicamente una actitud gregaria. Cada cosa que hacía irradiaba belleza, ya fuera llevarse la copa a los labios o posarse la servilleta en el regazo cuando la criada se acercaba a nuestra mesa para retirar los platos, y en aquellos instantes en que se abismaba en un silencio contemplativo, me parecía oír una suave voz que susurraba en mi oído: déjate llevar y disfruta del paisaje. Solo me faltaba sentir el golpe del viento contra mi cara para apercibirme de la celeridad que de pronto parecía impulsar al mundo, como debió de sucederle a Faetón tras robar el carro de Apolo. Porque, de hecho, todo sucedió tan aprisa que incluso daba vértigo. En cinco minutos de conversación reparé en que mi interés hacia ella era algo más que un efecto secundario de haber puesto a prueba mis habilidades sociales, y cosas tan caprichosas y banales como que no nos gustasen las mismas comidas o que ninguno de los dos supiéramos decidir en qué país nos aguardaba nuestra verdadera vida me incitaban a pensar que, si no me andaba con cuidado, aquello podía dar pie a algo menos etéreo que una hermosa amistad. Quería saberlo todo sobre ella, quería saber cuántas cosas suyas me había perdido por no haber acertado a revolver la madeja del destino y encontrar mucho antes el único hilo que me hubiera llevado a su lado. Cuando tras los postres Swanee abandonó por unos minutos el salón, me acerqué a Elander, entretenido en hacer montañitas con las migas del pan, para interrogarle con fingida indiferencia sobre lo que sabía de ella. No me contó demasiado, ignoro si fingiendo aún más indiferencia que yo: paladeando cada sílaba, como si hablar sobre Swanee se le antojase un acto lúbrico, dijo que llevaba siete días en la casa, que todas las mañanas entregaba a la criada el par de cartas que se entretenía en escribir por las noches para que ella las entregase al cartero, y que estaba desconcertada por la facilidad con que era capaz de componer música desde que había aceptado ingresar en la mansión. Luego, invistiendo aquel gesto de un exagerado secretismo, me susurró al oído una curiosa anécdota que confesó haber escuchado de labios del propio Rilke: según el millonario, Swanee se había costeado sus estudios de música posando como modelo para ancianos aristócratas húngaros que querían cambiar por los rasgos de Swanee Klein la fealdad con que sus tatarabuelas asomaban a sus retratos. No pude por menos de reír al escuchar aquello. Ignoraba si era cierto, pero me fascinaba la imagen de un puñado de vetustos nobles transilvanos suspirando al contemplar los retratos de Swanee y diciéndose: «Mi querida madre, siempre quise hallar en todas las mujeres tu belleza». Algo así encajaba perfectamente en ese halo de misterio que parece acompañar a una reducida estirpe de mujeres, aquellas que llevan su hermosura no como un arma, sino como la revelación de un secreto. Y Swanee, sin duda, era una de ellas. Desde luego no podía asegurar que la conociese, pero, pese a lo que Vesalius opinara de las primeras impresiones, ya creía haber visto más que suficiente para decidir que aquella mujer habría sido capaz de dejarse secuestrar por Paris si eso le hubiera permitido ver arder Troya.

Swanee regresó a la mesa, un rato después se ausentó de nuevo, pretextando un dolor de cabeza con ese tono suyo de aristócrata arrastrada por el fango, y la vi ganar el pasillo en pos de los dormitorios del ala este. Durante algunos minutos me aburrí escuchando historias sin interés mientras buscaba entre la gente el único rostro que lograría conmover mi indiferencia, hasta que hube de resignarme a aceptar que Swanee ya estaría en su habitación, garabateando cartas para algún afortunado corresponsal en Hungría o acariciando las teclas del piano para sonsacarle melodías tan hermosas como nunca se habría sentido capaz de concebir. Desde ese instante, me resultó imposible volver a prestar algún retal a la conversación que se iba tejiendo deshilvanadamente, y aún más a interesarme en aquellas anécdotas de parvulario que parecían esforzarse en competir en originalidad con las que las precedían. No tardé mucho en retirarme, cuando acepté que había engullido ya suficiente plomo como para rendirme sin problemas al sueño.

Fue al subir las escaleras y llegar al pasillo que conducía a las habitaciones cuando escuché una voz a mis espaldas:

—Una mujer poderosa —enunció—, con una antorcha en la mano, cuya llama es prisionero relámpago.

Me volví. Emergiendo de entre las sombras, rígido pero vacilante, apareció Vesalius. A duras penas podía sostener la botella y el vaso que acunaba en los brazos, y tuve que preguntarme si no habría estado allí desde los postres, bebiendo escondido entre los cortinones. Al verle trastear con la bebida, reparé en aquel temblor casi imperceptible que le envolvía las manos, como si su dueño hubiera pasado media vida haciéndolas picotear sobre un taquígrafo.

—No está mal para ser una empollona, ¿verdad? Oh, perdón —musitó, llevándose una mano a la boca, en un teatral gesto de reproche—. Lo he ofendido otra vez con mis comentarios. Parece que esta no es nuestra noche.

—Vesalius, estoy cansado —protesté—. Si no le importa, mañana podemos seguir hablando, pero ahora me gustaría meterme de una vez en la cama. El día ya ha sido lo bastante largo para mí.

—Pero mañana no recordaré esta conversación —dijo Vesalius, con un tono de voz mucho más firme del que había empleado hasta entonces—. ¿Verdad?

Alzó por encima de las gafas su mirada vidriosa y me observó detenidamente durante unos instantes. Dejó entonces que asomase a sus labios una sonrisa embriagada, como si aquella inspección hubiera dado el resultado que esperaba, tras lo cual acercó su cara a la mía y susurró:

—¿Para qué está usted aquí?

—Ya lo sabe —repliqué, sin disimular la irritación que me producía que Vesalius no me permitiera dar la noche por terminada—. Rilke me ha contratado para escribir su guión. Y ahora, si de veras no le importa...

—No, usted tiene otro propósito —me atajó Vesalius, alargando un brazo para impedirme el paso—. Usted no es como los demás. No verá ni vivirá las mismas cosas que el resto. Que no le engañen sus ojos, mi querido amigo. Esto no es una mansión. Esto es el centro del mundo, el laboratorio donde los compuestos que sustentan al hombre común se alterarán de arriba abajo, creando al hombre perfecto. Sí, ha oído bien: el hombre perfecto. Rilke lo llama el Homo Amerikanis, pero tal y como él lo describe es absurdo pensar que se trata de un concepto distinto. Quizá nosotros no lo veamos nunca, quizá solo somos sus precursores... Quizá sea usted el elegido. O, quién sabe, quizá el elegido no ha llegado aún a la casa —sonrió abiertamente al decir aquello, para de inmediato dejar que la gravedad se apoderase otra vez de sus rasgos—. Pero le aseguro que pronto vendrá a nosotros... y el mundo no será el mismo tras su llegada.

—Vesalius —le dije—: Rilke solo planea rodar una película. Eso es todo. Cualquier idea ligeramente elevada que se haga al respecto es sacar las cosas de quicio.

—Lo que Rilke planea es poner en movimiento su iceberg —repuso Vesalius, propinándome en el pecho unos golpecitos con el dedo—. Y usted será su mar en plena tempestad. Cielos negros, vientos huracanados. Todo eso lo llevará ahí dentro, porque cuanto más poderosa sea la tempestad, más rápido llegará el iceberg a su destino. Va a sufrir una dura prueba, muchacho, y cuando todo acabe será un hombre nuevo en un mundo nuevo. Lo agradecerá, puede creerme. Aunque mientras tanto pasarán cosas que le harán preferir estar muerto.

Me clavó en los ojos una mirada viscosa y por un segundo creí que se iba a echar a llorar. Luego esbozó una sonrisa triste, desovó una despedida empalagosa que me extrañó por el modo en que la enunció, como si se sintiese vencido por la culpa o estuviese revelando un terrible secreto, y tras palmearme el codo procedió a descender los peldaños en pos del salón. Sin embargo, se detuvo en el rellano, volviéndose lentamente, como para realzar el ridículo aire de misterio con que había decidido revestir sus gestos:

—Ah, pero no debe engañarse, mi querido amigo —dijo—. El verdadero destructor es el iceberg. El mar solo le marca las corrientes para llegar al lugar adecuado. Lo demás, afortunadamente, no depende de usted.

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