Amerika

Amerika


AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 8

Página 12 de 53

8

 

S

wanee se había quedado dormida con la frente apoyada en mi hombro, la melena rubia extendida sobre la almohada como un glaciar dorado. Después de haber escuchado su historia, sentí que podía observarla mientras dormía sin pensar que estaba robándole algo, aunque lo hiciera con aquel dolor sordo que me entumecía el pecho. Acariciándola apenas con la punta de los dedos, compadecí la blancura lunar de su piel, la ovalada perfección de su rostro, las armoniosas formas de aquel cuerpo esbelto que ya de niña se le intuirían en las líneas maestras de su esqueleto, aquella argamasa sabiamente esculpida que la mitad de los hombres admirarían sobrecogidos y la otra mitad se creerían en el derecho de ensuciar simplemente porque podían hacerlo, porque para eso habían nacido con unos brazos más fuertes. Me sentía asqueado, dolido hasta la náusea por el sufrimiento de una niña a la que ahora, convertida en una mujer a quien una experiencia tan terrible como aquella no había servido para corromper su belleza, empezaba a amar, aunque también me veía repentinamente incapaz de abrazarla, besarla o consolarla con cualquiera de esos gestos que demuestran que entre algunos hombres también circula esa corriente de empatía que los hace humanos, pues cómo acariciar a alguien que de pronto se nos muestra en carne viva. Pero al mismo tiempo comprendí que ya no nos quedaba ninguna intimidad que defender, nada ante lo que nos viésemos empujados a decir: «Esto no te interesa, todavía no puedes verlo». Supuse que era eso lo que había creído adivinar cuando me dejé llevar a su cama: que ambos estábamos cambiando de manos algo tan frágil que el menor descuido podía destruir para siempre, algo que hubiésemos hecho mejor en blindar con vidrios rotos si de veras pretendíamos protegerlo de sufrir cualquier daño. Sí, hubiera sido mucho más sencillo dejarlo todo en aquella noche, follar bajo el vulgar espejismo de que estábamos hechos el uno para el otro y no oponernos a que la mañana nos separase, y así, cuando un día se asentase en nosotros el dolor de vivir un presente no demasiado soportable, nos quedaría al menos el consuelo de recordar el fantasma de una noche de amor que podría habernos cambiado la vida, si hubiésemos tenido el valor suficiente para aceptar lo que ofrecían nuestras manos. Seguiríamos intactos el uno para el otro, lejos del dolor, de la indiferencia, del desprecio y del odio, solo porque no nos habríamos puesto a prueba, solo porque cierta noche de nuestras vidas habríamos preferido quedarnos en ese mundo de nadie de lo que pudo haber sido y no fue. Pero yo había aceptado lo que Swanee me ofrecía, y Swanee había sido la primera en declarar: «Dame lo que tengas, a partir de ahora, todo lo que es tuyo es mío». No, uno no puede dar la espalda a eso, y tampoco es algo ante lo que se pueda frenar en seco: la pendiente ya se ha inclinado tanto que solo cabe estrellarse o esperar que el sendero no esconda demasiados obstáculos. Y yo tenía la impresión de que la caída era suave, que estaba suspendido en algún lugar entre el cielo y el suelo, que nunca llegaría el momento en que debía poner otra vez los pies en la tierra.

Me sentía feliz de tener a Swanee a mi lado, de erigirme en custodio de sus sueños ahora que sabía de los monstruos que podían anidar en ellos, así que encendí un cigarrillo y me entretuve en observar la lluvia que abatía las hojas de los árboles al otro lado de las ventanas, mientras sentía su respiración a mi lado, cálida y confiada. Solo al cabo de unos minutos Swanee abrió los ojos, para mirar adormecida el lienzo gris que el cielo acababa de extender sobre el mundo:

—¿Está lloviendo? —preguntó.

Le respondí que sí, y en un susurro amodorrado replicó:

—Me encantan los árboles. Me encanta el pavimento mojado por la lluvia. Es todo tan melancólico... No hay nada de romántico en ello. En realidad es como no dejar de sufrir una extraña sensación de pérdida —cerró de nuevo los ojos y murmuró—: todo se pierde.

Me quedé sobrecogido, pero no por lo que Swanee acababa de decir, una de esas frases absurdas que todos hemos fabricado alguna vez en ese umbral blanco que se prolonga entre la vigilia y el sueño, sino por la extraña voz con que la había pronunciado. Parecía la voz de alguien que, en efecto, hubiera pasado doscientos años de vida entre las bestias. Incluso por un instante creí ver que el cabello de Swanee ya no era aquel glaciar dorado que se extendía sobre la almohada de su cama, sino el lecho de algún río del Lejano Oeste después de que un clan de bandoleros hubiera derramado la sangre de varias familias de colonos sobre sus pepitas de oro. Sacudí la cabeza. Estaba demasiado cansado para pensar con lucidez, pero no tanto como para creer en la existencia de fantasmas que entraban y salían por ese portón entre mundos de los espejos. Silencié mis pensamientos con el humo de otro cigarrillo, y después de comprobar que Swanee dormía profundamente, volcado sobre las sábanas el torrente de lo que al menos seguía siendo una cabellera dorada, me levanté en silencio y abandoné la cama. Recogí mis ropas, me vestí apresuradamente y me deslicé a mi habitación, que se encontraba a varias puertas de la alcoba de Swanee por el pasillo que comunicaba con el final del ala este. Me sentía exultante y triste, vencido y en paz, pero también incapaz de controlar aquella marejada de emociones que, estaba seguro, se aliarían para impedirme conciliar el sueño. Contra lo que esperaba, caí rendido nada más ingresar en la cama.

 

Una semana más tarde tuvo lugar mi siguiente encuentro con Leonardo Rilke. La mayor parte del tiempo permanecí en la habitación de Swanee, que en otro alarde más de precognición rilkeana había sido bautizada por el millonario con el título de Días de gloria. Swanee empleaba las mañanas en tocar el piano, improvisando fragmentos que yo escuchaba con atención, tratando de recoger en su lenguaje de pausas y circunvoluciones el resorte que dispararía la historia que Rilke me había encargado escribir. A veces, mientras ella tocaba, yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por sus idas y venidas de un arpegio a otro, por aquel paisaje sonoro que tan pronto evocaba plácidas lagunas como horizontes escarpados, hasta que de improviso la música recalaba en mitad de una frase que Swanee repetía insistentemente, con sutiles variaciones de un intento a otro, y entonces la observaba tenderse en la cama y fumar con la mirada perdida en el techo, entre escarnecida y frustrada, como buscando en las volutas que recorrían las vigas de su celda la inspiración que no encontraba interrogando las teclas del piano. También ella, como yo, luchaba contra la angustia, contra la levedad, contra la facilidad incluso. Resultaba conmovedor y doloroso admirarla así, encerrada en sí misma, prisionera de su propio talento, esa cárcel en la que no sabías si el espejismo lo formaban las paredes que te cercaban o si lo era ese fabuloso oasis que nadie más semejaba ver, y en el que a veces uno creía divisar un castillo donde probablemente solo había un rebujo de piedras amontonadas.

Por mi parte, escribir el guión de Otro invierno en Amerika no estaba resultando una tarea fácil. Sentado ante la ventana que daba al laberinto del jardín, con dos o tres cuadernos, varios lápices y una goma de borrar desplegados sobre la mesa, hojeaba los apuntes de Tourneur con una fijación obsesiva, pero cuanto más pensaba en ello, más se recrudecía mi impresión de que aquella breve narración no llevaba a ningún sitio. Casi todo lo que imaginaba carecía de sentido. Ni siquiera estaba seguro de que quisiera que fuese Mary Pickford quien protagonizara la historia, pese a la sugerencia de la criada de Rilke y la posible voluntad de su caprichoso señorito: si Tourneur se hubiera referido en sus notas a alguna muchacha anónima, una de esas bellezas de pueblo que, agraciadas con el título de reina local, abandonaban la ciudad que las había visto crecer para probar suerte como actrices en el Hollywood dorado de los años veinte, antes de que algún bastardo les saquease las ilusiones a fuerza de abusos y desengaños, me habría sentido más cómodo que teniendo que levantar de entre los muertos a una estrella del cine cuyo nombre, en lugar de dar lustre a la historia, serviría únicamente para desviar la atención de lo que debía contar. Y no se trataba de un temor injustificado. Si no recordaba mal, Billy Wilder había estrenado Sunset Boulevard en 1950, pocos meses antes de que se celebrase la cena en el ranchito de Ventura donde Vidor cautivó a sus compañeros con la historia de Mary Pickford, así que lo más probable era que Tourneur, de haber rodado por fin la película de su vida, hubiese optado por cambiar el nombre de la protagonista y situar la filmación en un contexto que no sugiriese a los espectadores que se hallaban ante otra Norma Desmond. Quizá yo no era un verdadero experto en la vida de Tourneur, pero al menos sabía que si su carrera se había orientado por alguna regla esta era la de no imitarse nunca, no copiar a sus contemporáneos, ser siempre rigurosamente original. Una réplica de la exitosa Sunset Boulevard era lo que cualquier director del montón hubiera filmado para llamar la atención de los estudios, recaudar el mayor número posible de espectadores y granjearse el dinero preciso para iniciar algún nuevo rodaje tan poco arriesgado como el anterior, pero no lo que hubiera creado un director tan exigente en su visión del cine como Tourneur.

Para distraerme hasta que tomase alguna decisión, empecé a leer las Cartas del divorcio en el ejemplar que había en la mesilla de Swanee, cuyo número de edición resultó ser el 77. Lo leí en dos sentadas, después de otras tantas incursiones infructuosas en la mesa de trabajo, y al hacerlo siempre seguía el mismo ritual: me tendía en la cama, encendía un cigarrillo, reposaba un cenicero sobre mi pecho y desplegaba el librito rojo por la introducción que lo prologaba. En él, la firma de Rilke había sido sustituida por las siglas de su nombre, pero para que ni así cupiesen dudas acerca de su autoría el millonario había fechado la confección del prólogo con un emblema en rojo y negro que representaba la silueta distorsionada del jorobado Mickey y el leproso Donald. El texto ocupaba poco menos de la mitad del libro, casi tanto como las treinta y tantas cartas espigadas del grueso de la correspondencia.

En líneas generales, la historia resumida por Rilke era la siguiente: a finales de 1948, Christiane Virideau, la esposa de Tourneur, abandona el hogar que el matrimonio comparte en Sierra Miwok, a orillas del Pacífico, con el propósito de reunirse con su marido tres semanas después, en la casa de campo que los padres de Christiane poseen en el retirado pueblecito de Nomlaki. Como viene sucediendo en los últimos años, Tourneur se encuentra inmerso en una extenuante batalla contra sus acreedores, en una no menos extenuante colaboración con una productora de cine que lo ha amenazado con demandarle por incumplimiento de contrato, y, como puntilla, en la elaboración simultánea de un par de guiones sin pies ni cabeza, impropios de un hombre de su genio, de modo que, con la anuencia de su esposa, prefiere dilatar su marcha a Nomlaki hasta dar cumplida cuenta de sus obligaciones. Durante esa separación, que ninguno de los dos entiende como definitiva, Christiane escribe una serie de divertidas cartas de amor a su marido en las que le sigue llamando con el cariñoso apelativo de «Pato», un apodo que resume ese andar torpe y a trompicones que, según Christiane, Tourneur adopta cuando se ve en el deber de abandonar su medio natural, la fantasía, para descender a la mezquindad del mundo real. «Queridísimo Pato», le escribe, «el invierno en Nomlaki es más frío sin ti»; o bien: «Los abrojos y las plantas rodadoras se impacientan por tu llegada, esperan que muy pronto les inventes un fantasma errante que prestigie su soledad». Sin apenas retrasos, Tourneur responde a cada entrega postal haciendo gala de su sentido del humor, aunque necesariamente se trate de un humor lacónico, distraído como está por esas obligaciones que tanto detesta, pero no por ello sus palabras dejan de destilar el enorme amor que siente por su esposa. Un amor que, hasta entonces, siempre ha creído que era correspondido. Hasta entonces. Porque de pronto, sin previo aviso, cuando Tourneur ya está haciendo planes para dirigirse a Nomlaki, el padre de Christiane le envía una desconcertante carta en la que le exige que se avenga a firmar una «separación amistosa» con su hija. La carta lo deja estupefacto, pues lo cierto es que ni en su contenido ni en la actitud de Christiane al abandonar la casa, como tampoco en el aluvión de misivas que su mujer le ha remitido desde Nomlaki, encuentra Tourneur argumentos que justifiquen esa decisión inesperada. Para complicar las cosas, a la finca de Nomlaki no ha llegado aún el tendido telefónico, una rémora que Tourneur siempre había agradecido en sus retiros allí pero de la que ahora solo puede lamentarse amargamente. Una vez descartada la posibilidad de que todo sea una broma, impensable en el rígido matemático que es el padre de su esposa, Tourneur termina por entender que se encuentra ante otra de las insondables maquinaciones del mundo real, a la cual solo podrá responder con otra carta, siguiendo las reglas establecidas en el primer intercambio. En ella, tras afirmar con cierta rudeza que nunca aceptaría esa interferencia en su vida conyugal por parte de quien no ostenta sobre su esposa ningún derecho mayor a los que él tiene como marido, enuncia que no ofrecerá ninguna respuesta decisiva hasta que sea la propia Christiane quien le explique los motivos que alberga para desear dicho arreglo, si es que ella está al corriente de las consideraciones que su padre le manifiesta y no se trata de una disposición caprichosa ordenada por este. La carta está escrita con firmeza y en algún momento incluso adopta un tono intimidatorio, pero en el fondo, y sabiendo de la habitual seriedad de su suegro, no es difícil adivinar el temor que abruma a Tourneur ante lo que se le antoja una decisión sin posibilidad de marcha atrás, por inexplicable que le resulte. A pesar de su inquietud, Tourneur deja pasar un día antes de escribir otra carta, esta vez a la propia Christiane: en ella insiste en mostrarle su sorpresa y su desconcierto, y redunda en su impresión de que no ve más que vaguedades en donde su padre parece percibir pruebas suficientes para interponerse en la convivencia de la pareja; por último, y quizá un poco a la desesperada, le pide que sopese las consecuencias de aceptar algo así, si de veras ha aprobado la carta firmada por su padre. No hay respuesta de Christiane, y dos días después, presa de los nervios, Tourneur se decide a escribirle de nuevo. Pasa un día, pasa otro día, y por fin, el 7 de febrero de 1949, Tourneur recibe una contestación que termina de aplastarle. La carta está firmada por la propia Christiane, y en ella explica que «mi determinación es tan libre como mi voluntad, y si no hubiera considerado el silencio como una respuesta válida, nunca me habría demorado en acometer la dolorosa tarea de escribirte directamente a ti». Puede que ahora que se consuma la pérdida Tourneur vea valioso lo que antes despreciaba, prosigue la carta, pero «te recuerdo que te considerabas el más miserable de los hombres cuando yo era tuya». La reacción de Tourneur no se hace esperar: creyéndolo culpable de la situación, dirige una carta al padre de Christiane en la que arremete contra él, su esposa y hasta los criados, afirmando que, o bien Christiane padece una doble personalidad imposible de aceptar según la opinión que él tiene de su carácter, o bien «ha caído bajo una influencia que, por muy respetable que se quiera, no está reconocida en sus votos ante el altar». Exige una entrevista con Christiane, convencido de que solo de esa forma desaparecerá el influjo que la casa paterna ha ejercido sobre ella, y al día siguiente le remite la primera de las cartas en las que la emplaza a encontrarse con él. Nunca en su matrimonio ha podido insinuar que la despreciase, protesta Tourneur. Nunca en su vida se ha manifestado así, ni ante ella ni ante otros. Si eso es lo que cree, añade, es que ha cambiado mucho en solo veinte días, tanto como para echar por tierra el amor que los une y pisotearlo a él con una saña de la que días atrás jamás la hubiera creído capaz. «Pero todo lo que digo resulta inútil», se lamenta, «y todo lo que pueda decir, infructuoso. Con todo, sigo aferrándome a los restos de mis esperanzas, antes de que se hundan para siempre». Christiane, sorda a los lamentos de Tourneur, permanece enrocada en su silencio. Alguna vez se aviene a enviar respuestas a través de terceros, ya sean amigos comunes, criados de confianza o miembros de la familia, pero en todas ellas aparece el mismo estribillo: prefiero que no nos veamos, yo ya he dicho todo lo que tenía que decir, sería inútil vernos si no es para tratar de arreglar algo y en mi caso no hay nada que quiera arreglar, mi decisión ya está tomada, para qué vamos a vernos si no es para hacer las cosas aún más dolorosas... Pero Tourneur insiste: es preciso que nos veamos, sé que tu opinión cambiará, ignoro mis culpas pero prometo ser en el futuro el más afectuoso de los hombres. Aun así, Christiane se mantiene inexpugnable, protegida por un ejército de lacayos que se obstinan en interceptar las cartas procedentes de Sierra Miwok, al menos las que aterrizan en la casa por las vías ordinarias (Tourneur intenta que las cartas que le escribe sean recogidas por criados leales), y poco a poco van ingresando en la escena del drama otros personajes que, con mejor o peor fortuna, acuden a mediar entre las dos partes: amigos de Tourneur que en un gesto desesperado pretenden que Christiane firme un documento para desacreditar las calumnias que la prensa amarilla empieza a extender sobre su marido, abogados que acechan a Tourneur para que acepte sin objeciones el divorcio, médicos que pretenden examinarlo para aportar en el juicio pruebas irreprochables de su locura... Mientras tanto, las semanas van sucediéndose, y Tourneur acabará por admitir que la distancia que lo separa de su mujer se ensancha con cada paso que emprende, que ya no tiene fuerzas para intentar surcarla y que no divisa otro destino que perecer en las profundidades de ese abismo que se extiende ante él. Está harto de escribir cartas solemnes o sentimentales que son examinadas con cristales de mil aumentos, interpretadas según el conveniente criterio de quienes prefieren tacharle de loco y utilizadas en su contra por no redactarlas, como él reprueba, «con algún abogado pegado al hombro». Está harto de emprender su trabajo diario con un usurero durmiendo en el umbral de su casa. Está harto de aguardar esa llamada de los estudios que nunca llega, y que dada la pésima publicidad que ahora lo acompaña, probablemente nunca llegará. A pesar de todo, sigue remitiendo cartas a Christiane, convencido de que sin ella será el más desdichado de los hombres. Pero para entonces ya ha empezado a convencerse de algo: puede que Christiane y los suyos hayan tomado su decisión, sea cual sea porque sinceramente a él no le cabe entenderla, pero después de casi un mes de tortura y sufrimiento él también ha tomado la suya. De pronto, sus cartas adoptan un tono algo más frívolo, y es capaz de firmar una posdata diciendo: «Espero que no me consideres poco sensible o indiferente, pues no es lo que pretendo, pero en esta como en tantas cosas de la vida, uno no sabe si reír o llorar; claro que, mientras pueda, yo prefiero lo primero, aunque sea con una risa sardónica». O bien: «Hay un mundo más allá de Roma». Pero ni siquiera sabe a quién le está dirigiendo sus cartas. Lo único que entiende es que casi un mes de distancia ha convertido a su mujer en otra persona. Christiane ya no es la mujer que él conocía, de hecho ya no es nadie de quien pueda decir: sé quién es, y aunque se obrase el milagro de que ella regresara a su lado, aunque Christiane admitiese que sí, que todo ha sido un equívoco, que quiere volver junto a él, que la perdone, Tourneur ya ha llegado a la terrible convicción de que nunca podría volver a vivir con ella, pues, en una réplica casi exacta de lo que le sucedió a Mary Pickford con Henry Dunn, jamás llegaría a saber a las claras quién es la mujer que duerme a su lado, si el rostro que hay al otro lado de las sábanas es el de la mujer que había amado profundamente o el de la mujer que lo había traicionado. Así pues, Tourneur decide olvidarse de todo, se desprende de buena parte de sus posesiones y huye a Europa, más concretamente a Alemania, donde, en un provechoso ejercicio de exorcismo, rodaría de inmediato Berlín Express, y casi de rebote conocería a Kitty Frances. Y en palabras del propio Rilke, que servían de misterioso colofón a su texto, así termina y así empieza la historia.

Como prólogo no estaba mal escrito, pero la verdad es que aquello distaba mucho de ser una introducción al uso. De hecho, ni siquiera era cierto. Hasta donde sabía el universo conocido, Tourneur jamás se divorció de Christiane Virideau, sino que vivió con ella una relación inmaculada, tan inmaculada, al menos, como los ocasionales escarceos con alguna que otra aspirante a estrella lo permitieron. Ella fue su apoyo y su inspiración, tanto en Europa como en América, y en 1950 estaban tan casados como en 1960 o 1930. ¿De dónde salía entonces aquella historia? Resultaba impensable que Rilke hubiera rastreado alguna fuente desconocida para el resto de los biógrafos de Tourneur, a menos que Tourneur hubiera encontrado la forma de duplicarse y, mientras el original vivía una alegre vida de playboy europeo del brazo de la casi adolescente Kitty Frances, su otro yo, el que interesaba a los curiosos y los historiadores del cine, purgaba sus pecados en el infierno del matrimonio al otro lado del mar, rodando obras maestras que nunca estaban a la altura de aquellos sueños que se apoderaban de él cada noche, unos sueños arrebatados y melancólicos en los que se veía a sí mismo... sí, como un alegre playboy europeo del brazo de una muchacha adolescente al otro lado del mar. Se antojaba más creíble sospechar que Rilke, simplemente, se había inventado aquella historia con el mismo desparpajo con el que había inventado su propia biografía. De hecho, bajo aquella nueva luz, el prólogo que había escrito hasta empezaba a cobrar sentido. Swanee ya me había advertido de sus extrañas referencias, sus localizaciones absurdas, sus misteriosos anacronismos, por no hablar del contenido de muchas de sus cartas: cada frase poseía una contundencia explosiva, cada palabra vibraba como una carga de profundidad, y el conjunto, con sus alusiones personales, con su rabia apenas contenida, traslucía un resentimiento feroz que iba más allá del drama íntimo de Tourneur, el cineasta, para adentrarse en lo que para Swanee solo podía pertenecer a algún misterioso pasaje de la vida privada del millonario Rilke. Y a poco que me iba sumergiendo en su texto, hasta yo mismo tenía que reconocer que sí, que en más de una ocasión era inevitable pensar que en realidad Rilke trataba de contar otra cosa distinta de la que pretendía estar contando, que a través de la máscara de Tourneur pugnaba por revelar alguna historia privada, algo que no deseaba mantener en el anonimato pero de lo que tampoco quería hablar a las claras. No podíamos olvidar que Rilke era un fabulador, un hombre que se había erigido en regente de un mundo hecho a imagen y semejanza de su fantasía, y lo mismo podía estar refiriendo una verdad maquillada para no contemplar el terrible rostro que mostraba la realidad como haber perpetrado aquel texto inspirado por la experiencia de Tourneur, quien, convenientemente retocado, le habría brindado el escenario perfecto para ofrecer romanticismo a su pasado o para convertir en un sucedáneo más digerible alguna vivencia propia con la que ya no podría convivir.

Atrincherado en la habitación de Swanee, pasé horas tratando de arrancar al libro algún dato que avalase nuestra sospecha de que Rilke se hallaba perfilado entre las líneas de su texto, pero no era capaz de desenredar aquella madeja que siempre desembocaba en algún cabo suelto, y una vez y otra regresaba sobre mis anotaciones para el guión de Otro invierno en Amerika con la molesta impresión de que, en realidad, aquellos devaneos con el libro sobre Tourneur no eran sino una excusa para distanciarme del trabajo que debía desempeñar. Pero Rilke aún no había dictado nuevas órdenes, ni explicado a conveniencia las que ya me había dado. Al final, con apenas un esbozo de guión como fruto visible, pero insuficiente, de mis desvelos, decidí que lo mejor sería hablar directamente con él y exponerle mis dudas. Acababa de explicarle a Swanee mi decisión cuando un par de golpes hicieron retumbar la puerta. Era la criada de Rilke.

—El señor Rilke está esperando a su amigo —enunció en cuanto Swanee le franqueó el paso a la habitación, recalcando la palabra «amigo» con un tono de voz que acompañaba perfectamente su sempiterna expresión de catadora de limones. Antes de que Swanee pudiera decir algo, la mujer siguió hablando desde el umbral—. Y quisiera añadir por mi cuenta que sería muy de agradecer si está vestido. No me gustaría saber que su cuerpo desnudo está a solo unos centímetros de mi presencia.

Balbuceando una innecesaria disculpa, salté de la cama y me dirigí con una precipitación absurda hacia la puerta. Swanee me envió una sonrisa traviesa al verme salir al pasillo, y yo seguí a la criada sin poder despojarme de una molesta sensación de bochorno, como si nos encaminásemos al despacho del director de la escuela donde mis padres aguardarían avergonzados a que se les reprobase mi conducta de íncubo de dormitorio. Por decir algo y romper el silencio, comenté que justo entonces estaba considerando la idea de presentarme ante Rilke para exponerle las dudas que me habían surgido sobre mi trabajo, a lo cual la anciana respondió con otra de sus enigmáticas frasecitas:

—El señor Rilke ya lo sabía.

—¿Es eso cierto? —repliqué, formulando esa sonrisita insegura que siempre comparecía en mis labios cuando me tocaba tratar con la criada—. ¿Y cómo es posible que el señor Rilke intuyese con tanta antelación algo que ni yo mismo tenía claro hasta hace unos minutos?

—Lo sabía, no lo intuía —recalcó la vieja—. Conozco el significado de la palabra «intuición» y la hubiera aplicado con la corrección precisa si se hubiera tratado de eso, una sospecha.

—Entonces tendré que creer que la casa está sembrada de micrófonos ocultos. De no ser, claro, porque me resulta del todo impensable que el señor Rilke haya podido hacer una cosa así...

La criada también sonrió, tras enviarme por encima del hombro una mirada con la que igual podía haber expresado su contento por la inesperada astucia de su mascota:

—No se engañe con el señor Rilke —sentenció sin más, otorgándome la posibilidad de creer que el señor Rilke se reservaba el derecho de ocultar micrófonos y cámaras secretas donde la desconfianza hacia sus huéspedes se lo propusiera o, por el contrario, que por muy desconsiderado que lo creyese, no me atreviese nunca a pensar que el señor Rilke podría alguna vez rebasar los límites de la privacidad de una forma tan grosera, pese a su desconfianza hacia nosotros—. La vida depara en ocasiones sorpresas desagradables, y el señor Rilke ha aprendido a anticiparse a los demás para que nada le sobresalte.

—Aprendido —repetí—. Lo dice como si se tratase de un truco de magia.

—Tal vez lo sea —replicó la mujer—. Hace muchos años el señor Rilke vio por televisión un capítulo de una de sus series favoritas en el que un suspicaz caballero inglés construía una máquina que permitía leer los pensamientos de sus amistades. El señor Rilke se interesó en aquella máquina, se puso en contacto con la cadena de televisión que emitía el serial, el presidente de la cadena lo remitió a la productora que filmó aquel capítulo, y en unos días, tras intercambiar pareceres con sus directivos, logró hacerse con aquella máquina. Solo precisó de unos cuantos cambios realizados por un par de oscuros genios universitarios para que la máquina funcionase de verdad.

—Así que no es que Rilke nos vigile con cámaras y micrófonos ocultos, sino que en realidad lee nuestros pensamientos. ¿De veras piensa que me voy a creer eso?

—Puede creer lo que usted quiera —espetó la anciana—. Quizá la máquina funciona o quizá no, pero si el señor Rilke opina que ha sido privilegiado con el talento de leer los pensamientos de la gente, con máquina o sin ella, yo no soy nadie para negarlo. A lo mejor la máquina era lo único que necesitaba para creer en ese milagro, para lograr ese propósito por sí mismo. No estoy dentro de su cabeza para comprobar si es así o no. El señor Rilke dice que lee las mentes, ¿no? Pues bien, no seré yo quien afirme lo contrario, aunque, la verdad, con tipos como ustedes le resultaría imposible no lograrlo: si algo trota como un burro, relincha como un burro y tiene patas de burro, ¿qué puede ser, sino un burro?

La mujer casi rio al decir aquello, y me di cuenta de que se obligó a hacer un enorme esfuerzo para controlar el impulso de mirar la mella que sus palabras habían ocasionado en mí. Agradecí que no lo hiciese, porque los destrozos debían de resultar fastidiosamente visibles. Lo que más me molestaba era la facilidad con la que aquella mujer lograba hacerme sentir como un estúpido, y de hecho estuve tentado de replicarle si era eso lo que pensaba de mí, que formaba con los demás una recua de vociferantes asnos. Antes de que pudiera expresar aquel pensamiento en voz alta, la criada terminó de ahondar en mi desconcierto diciendo:

—No voy a decirle ahora que sé lo que está pensando, pero, al menos en lo que a usted le atañe, me disgustaría que se tomase mi apreciación como algo personal.

Perplejo, preferí callar hasta que me vi en el despacho de Rilke, no fuera que la criada tuviera otra broma guardada en la manga, y solo al comprobar que esta se retiraba de la habitación pude soltar un suspiro de alivio.

Rilke no levantó la vista de un puñado de fotografías que estaba repasando, instalado tras la mesa. Frunció un par de veces el ceño, mientras yo me sentaba en la misma silla que me ofreció en nuestro primer encuentro. Apretó los labios y los movió de un lado a otro, como un niño irritado, y solo articuló una expresión satisfecha cuando elevó una de las fotografías hacia la luz y la observó desde otro ángulo. Acto seguido, me las tendió desde el otro lado de la mesa, solicitándome que las examinase. Según me explicó Rilke, mientras yo iba pasando una tras otra las fotografías, acababan de llegarle en el correo de la mañana, tras dos angustiosos meses de espera. Los paisajes recogidos en ellas reproducían diversos lugares públicos de otros tantos países del mundo: un céntrico barrio de Bogotá, la ciudad más importante de un depauperado pueblecito de no sé qué colonia francesa, la plaza principal de una isla griega. El detalle que llamó mi atención, y que después de observarlo detenidamente aumentó el asombro que ya me embargaba, era la estatua que se repetía de una fotografía a otra, la estatua de un hombre que se cubría el rostro con las manos: Leonardo Rilke.

—No he querido distinguirme sino por algunos detalles que solo reconocerán quienes me han tratado en persona —dijo—. El anillo de plata, la forma de mis manos, la estructura de los huesos, la altura. Incluso las gafas que llevo en un bolsillo: por cierto, no las que el actor Ray Milland llevaba en aquella embrujadora película de Roger Corman, sino las del abominable Doctor Z.

Apenas escuché las palabras de Rilke, y solo acerté a preguntarle, presa de la curiosidad, si aquellas imágenes no eran en realidad un excelente montaje.

—Nada de eso —protestó Rilke—. Son reales como usted y como yo, reales como la vida misma. O, bueno, en el caso de que exista una vida que podamos calificar como «real». La idea se me ocurrió hace algunos años, creo que después de que lograra amasar mi primer millón de dólares. Pensé que sería una buena idea comprar algunos de esos pueblecitos que sus habitantes ponen a la venta cuando la economía se les va al traste y el índice demográfico desciende por debajo de su capacidad de subsistencia, y una vez adquiridos, convertirlos en paraísos para ricos aburridos que ya no supieran en qué gastar su dinero. Mi proyecto era hacer de ellos pequeñas monarquías, reinos independientes de los países que los acogen, en los que cada propietario se pudiese sentir como un rey o como un tirano, y en los que por supuesto sería recibido con fastos de jefe de Estado cada vez que se aviniese a distinguirlos con una visita. Mi plan se quedó ahí y no hice nada por convertirlo en realidad, pero cuando quise darme cuenta, ya poseía más de una decena de pueblos repartidos por todo el mundo, y un buen día pensé que debía hacer algo con ellos. Entonces se me ocurrió esta maravillosa idea: erigirme estatuas. No por vanidad, claro, sino por envenenar esa realidad espúrea que doblega las mentes de los pobres seres que nos rodean, por derrocarla y mostrar sus gusanos, el fraude que en verdad es. Vea, ni siquiera soy yo el hombre de las estatuas. Lleva mi nombre, pero no puede asegurarse que sea yo quien se halla representado en ellas, pues, como puede observar, carecen de un rostro en el que se me alcance a reconocer. Para qué. Quiero decir, ¿qué demonios es una cara? En Venezuela, la estatua a Leonardo Rilke se ha levantado en honor al inventor de la primera máquina del tiempo; en Casablanca, al primer fabricante de golems creados con la voluntad suficiente para decidir sus propios destinos: huelga decir que la erigieron los propios golems; en la isla de Phaedra, al primer extraterrestre que pisó el planeta Tierra. Todo está pensado al detalle: los textos que explican cada estatua han sido escritos en inglés, en sánscrito y en latín, para que puedan desentrañarlos los hombres del futuro. No pretendo que se me adore, ni que se me glorifique, ya se lo he dicho. Solo pretendo intoxicar la realidad. Como sabe, no se necesita más que un puñado de tiempo para que una mentira se convierta en verdad, y a todos los efectos, cuando ese tiempo haya pasado y la mentira se haya acomodado en la Tierra, yo seré para la historia de la humanidad Leonardo Rilke, el viajero del tiempo, el creador de golems, el hombre del planeta X.

Repasé las fotografías sin saber qué decir, y tras reconocer mi estupefacción, le pregunté por qué razón había decidido mostrármelas.

—Me gustaría conocer su opinión sobre ellas —replicó.

—Eso es fácil —dije—. De ser cierto que posee una máquina para leer los pensamientos, tal y como su criada me acaba de confesar, ya sabrá cuál es mi opinión al respecto.

Rilke agravó las facciones, como si acabara de morder un fruto podrido:

—Mi máquina no es un vulgar capricho y prefiero usarla para asuntos más serios. En realidad, es algo más que una máquina para leer las mentes. Me sirve para diferenciar el bien del mal. Si el Diablo, el Príncipe de la Mentira, ingresa en esta casa bajo algún disfraz, sin mi máquina me vería incapacitado para reconocerlo. Sus engaños ya me han hecho suficiente daño como para que pueda permitirme el lujo de verme herido otra vez por su causa.

Como siempre, yo no podía saber si Rilke hablaba en broma o en serio, o, cuando menos, todo lo serio que puede hablar un demente. La historia de las estatuas resultaba de por sí lo bastante absurda, pero que sacara al Diablo a relucir ya me parecía el colmo del ridículo.

—En cualquier caso —añadió—, si alguna vez he transgredido su derecho a la privacidad, desde luego no era con la intención de perjudicarle, sino impulsado por la impaciencia de saber qué forma estaba tomando la historia de Jacques Tourneur en su cabeza.

—Entonces ya sabrá las noticias —respondí—. Desde el momento en que empecé a pensar en la historia, no he hecho otra cosa que ir de un lado a otro dando palos de ciego.

Rilke asintió, con la mirada perdida en algún lugar que parecía reposar a mi espalda.

—Ya veo —murmuró—. La turbadora y turbada Mary le resulta una pesada carga y preferiría buscarse una protagonista menos reconocible, ¿verdad?

Recibí aquellas palabras con un pestañeo incrédulo, y me tomé mi tiempo antes de responder:

—Así es.

—¿Y aparte de eso, tiene alguna noción de dónde puede estar el problema?

—No lo sé —repliqué—. Por más vueltas que le doy, no se me ocurre nada que me convenza. El relato de Vidor tiene muchas posibilidades, pero hasta el momento, ninguna de las ideas que he considerado está a la altura de lo que su argumento promete. A lo mejor es el hecho de no conocer a los personajes lo que me detiene. No son un producto de mi imaginación, o la de Tourneur, sino seres de carne y hueso, y temo que algún error al llevarlos a escena contribuya a traicionarlos. O a lo mejor es que no es mi historia. No lo sé.

Aquello sorprendió a Rilke:

—Oh, pero se supone que un escritor cuenta historias, ¿no? ¿Entonces qué problema hay? Yo ya le he dado la mitad de la historia hecha. Solo tiene que macerarla, conducirla por donde mejor le convenga para cumplir su trabajo. No tiene que exprimirse el cerebro en busca de un punto de partida, Tourneur ya hizo lo más duro por usted.

—Eso es lo que quiero decirle —objeté—. Me tengo que adaptar a una historia que ya está iniciada. No es mi historia, no es seguramente lo que a mí se me hubiera ocurrido escribir. Es la historia de otro, y para escribir esa historia yo tendría que ser él. Verá, no sé de qué otro modo explicárselo, pero en cierta forma es como si debiera subirme a un tren en marcha. Debo hacer un gran esfuerzo para alcanzarlo, y el problema es que una vez dentro ni siquiera sabré a dónde va. Lo más probable es que no vaya a ninguna parte, que solo marche en círculos alrededor de un abismo. A lo mejor incluso el tren está vacío, no lo sé. Pero si no fuera así, si me encontrase con alguien en el interior de los vagones, este respondería a mis preguntas en un idioma que no es el mío. Un lenguaje de símbolos que solo pertenece a quien inventó esa historia.

Rilke volvió a asentir, pero vi que los ojos le resplandecían antes de replicar:

—¿Y por qué no secuestra el tren? Me parece que el problema es que usted está demasiado dentro de la historia, tanto que ya no puede ver nada con la necesaria claridad, pero todo cambiará en cuanto se abra camino hasta el vagón principal. Solo tiene que recibir un poco de luz y abrir bien los ojos para distinguir las maravillas del camino que se extiende ante usted.

—Creo que no me comprende —repuse—. Lo que me pide es que haga algo que llevo dos años intentando hacer.

—En ese caso, ¿no cree que le he comprendido demasiado bien? Le estoy dando la oportunidad de salvar su vida, le ofrezco un pasaporte para conseguir su libertad. Estaría loco si no quisiera aceptarlo.

—No he dicho que no lo acepte —respondí—. Lo que digo es que no tengo ni idea de por dónde empezar.

Rilke levantó una mano, en un gesto principesco que demostraba lo cansado que estaba de escuchar mis protestas. Me reiteró su confianza en mí, volvió a decir que yo era su hombre, que apostaba su vida a que no se había equivocado conmigo:

—La historia está en sus manos, y no me hace falta leer sus pensamientos para saber que saldrá adelante. Solo haga con ella lo que crea conveniente. Viólela si es necesario, los hijos que le produzca sin duda serán hermosos. Si he metido la pata, yo sería el primero en sorprenderme. Significaría que el mundo en el que cree Leonardo Rilke en realidad no existe. A menos, claro, que tome el camino difícil, y si usted no se adapta a la historia, la historia se adapte a usted.

Me dedicó una mirada intrigante, a tono con el guante que me había arrojado con aquella frase enigmática, pero la discusión concluyó ahí. Conversamos después sobre algunas otras cosas, el problema que sin duda me supondría encontrar a Kitty Frances y la estrategia que, según Rilke, debía plantear para dar con ella, cosas de las que en su opinión no debíamos preocuparnos, pues lo importante, dijo, ya lo habíamos aclarado. Cuando dio por concluido el encuentro, sacó una libreta de cheques del interior de una billetera de plata y se entretuvo en rellenar pacientemente uno de ellos.

—Esta es la prueba de la confianza que tengo en usted —dijo, tendiéndome el cheque desde el otro lado de la mesa.

Abrí la boca: su confianza ascendía a cien mil dólares.

—No puedo aceptarlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Es una suma demasiado elevada por una historia que ni siquiera sé si puedo escribir.

—Pero la escribirá —respondió Rilke—. Y cien mil dólares no significarán mucho en comparación con lo que debería percibir por ella. No sea modesto, en un mundo en el que las ideas se pagasen por el dinero que valen, su talento ascendería a mucho más que esto.

—No es una cuestión de modestia —reprobé—. No estoy acostumbrado a cobrar por adelantado, y menos una suma como esta.

—Entonces es que se ha acostumbrado a las transacciones equivocadas, ¿no cree? —replicó.

Intenté negarme a aceptar el cheque, pero Rilke no permitió que lo importunase con mis reparos. Recogió otra vez sus fotografías, giró la silla hacia la ventana y reconcentró su atención en las estatuas, dejándose envolver por aquella luz cenicienta que parecía pesarle sobre los hombros, asemejándolo a una de esas estatuas que había decidido repartir por el mundo.

Aún me encontraba bajo los efectos de la sorpresa cuando volví a la habitación de Swanee. Sentada al piano, tenía esa expresión ausente que a mí me encantaba admirar, como la de un médium en pleno trance. Se aplicaba en ensayar unas notas crispadas, pero en cuanto oyó la puerta y me vio entrar se apartó del teclado y acudió a recibirme con un beso, tan feliz como una niña, como si hubiéramos estado separados durante años y aquel fuera por fin el momento de nuestro reencuentro. Me dejé caer en la cama y, todavía absorto, le pormenoricé los detalles de mi reunión con Rilke. Swanee rio asombrada cuando le hablé de la máquina para leer nuestros pensamientos, y se estremeció de puro placer al describirle las estatuas que, si podíamos fiarnos de las palabras de Rilke, poblaban ahora algunos rincones del planeta. En cuanto le confesé que me había sincerado con él acerca de mi capacidad para llevar adelante el guión de su película, me pasó una mano por el pelo y, acallándome con un beso confortador, me dijo que ella también confiaba en mí. Fue entonces cuando reparó en el cheque.

—¿Y esto? —preguntó. Yo no me había molestado en guardarlo, y aún lo acunaba en las manos, como si fuese un billete de lotería premiado y no pudiera creerme tanta suerte. Swanee leyó la cifra en voz alta, me miró y la volvió a leer—. Cien mil dólares —dijo.

—Cien mil dólares —repetí.

Sin saber qué más decir, Swanee esbozó una sonrisa insegura:

—¿Por qué?

—Es el precio en que Rilke ha tasado su confianza en mí. Según él, una bagatela.

Swanee arrugó el ceño, velando de pronto aquella expresión de aliento con que había decidido animarme:

—¿Y eso es todo? ¿Una cuestión de confianza?

—Eso parece —respondí, encogiéndome de hombros.

—Bueno —replicó Swanee, con lo que parecía un incongruente reproche—, supongo que entonces deberíamos brindar por que Rilke haya decidido hacer otra excepción contigo.

—¿Otra excepción?

Ignoraba a qué se refería, y Swanee pareció entonces tan confundida como yo:

—¿Acaso no te ha contado Rilke cómo piensa pagarnos por nuestro trabajo?

—La verdad es que ni siquiera se me había pasado por la cabeza preguntarle por ello —repuse—. Quizá te extrañe, pero en comparación a cómo las cosas me marchaban antes de que Rilke contactase conmigo, solo el hecho de estar aquí se me antojaba premio suficiente.

A Swanee no pareció convencerle mi respuesta, más bien al contrario. Dijo que las cosas no me tenían que haber ido tan mal cuando el dinero no había sido para mí una cuestión fundamental a la hora de firmar mi contrato. Si ella hubiera tenido suficiente para pagarse unas vacaciones, o vivir en paz unos meses sin rendir a nadie el producto de su trabajo, lo hubiese hecho encantada antes de responder a la llamada de un millonario cuya forma de ponerse en contacto con ella ya daba por sentado que se trataba de un talento desperdiciado, un geniecillo del tres al cuatro que no tenía dónde caerse muerto.

—No he querido decir eso —expliqué, midiendo las palabras, contrariado por aquel repentino encono—. De una forma u otra, sabía que el dinero estaba ahí. Que no se hablase de él no quiere decir que no me importase recibirlo.

—Como tampoco parece importarte recibir este cheque —contraatacó Swanee.

Para ella, lo que estaba claro era que por algún motivo Rilke insistía en seguir mostrándome como el favorito de la casa. Según el contrato que Swanee había firmado, ninguno de los miembros del equipo percibiría el dinero que le correspondiese por su trabajo hasta que la película estuviese rodada y todo el mundo hubiera abandonado la mansión. Naturalmente, yo no cobraría mi cheque hasta que también saliese de ella, y eso en el caso de que no fuera falso o careciese de fondos, pero al menos era una prueba palpable de que mi trabajo tenía sentido, de que había una recompensa por hacer lo que hacía, un número en el que se cifraba la calidad de mi trabajo o la distinción de mi talento, aunque fuera un estímulo temporal que luego resultara ser papel mojado. Pero los demás no podían pensar lo mismo de su labor allí: cada huésped recibiría al final de mes una nómina en la que quedaría fijado el monto al que asciendesen sus ingresos comunes; no se trataría de una cifra individual, nada que diferenciase a unos de otros según la calidad del trabajo que cada cual emprendiera. Aquella cifra, que Rilke había decidido llamar «la banca», representaría las habilidades del grueso del grupo, una suma que no haría distinciones entre los vagos y los perfeccionistas, entre los listos y los tontos: simplemente, pondría en el mismo rasero la calidad de sus talentos como si todos fueran genios de manual o idiotas sin remedio; y para colmo ni siquiera se trataría de un cheque, sino de un vulgar número apuntado en un folio. Si alguien se marchaba de la casa antes de que Rilke diera por concluida su misión, el dinero que hubiera cosechado pasaría a la banca, incrementando el monto que al final del proyecto cada empleado debía cobrar. Así, cuanta menos gente quedara en la casa, más cobraría cada uno. Por eso nadie decidía marcharse, explicó Swanee, por eso la gente se entretenía como podía en aquella cárcel. Para muchos, vivir así era un completo aburrimiento, pero todos allí se habían acostumbrado a ello, y se considerarían bien pagados si al final de aquella aventura veían sus cuentas saneadas por no haber hecho prácticamente nada. Los expertos de Rilke habían aceptado participar en aquel juego y ofrecían a los demás la mejor de sus sonrisas no solo porque eran en realidad ese hatajo de hipócritas que decía Vesalius, sino porque deseaban demostrar que la presión no iba a cebarse con ellos, que solo pesaría sobre quienes se erigían como sus rivales; y si seguían aguantando, era porque cada día que pasaba se veían más cerca de obtener una suma memorable que crecería con la ausencia de sus competidores.

—Todos estamos aquí por el dinero —concluyó Swanee—, incluso yo, así que te recomiendo que no hables de esto con nadie. La aventura de Rilke ha suscitado bastantes recelos, y solo falta que alguien piense que por el mero hecho de estar excluido de las normas que rigen al resto de los inquilinos tuvieses algo que ver en sus planes. Tú eres su Redentor, ¿recuerdas? El Mesías que esperaba la casa.

—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, aunque no estaba seguro de que quisiera conocer la respuesta.

—Yo confío en ti. Me casaría contigo esta misma noche y me sentiría la mujer más feliz del mundo si supiese que algún día serás el padre de mis hijos. Pero ya hemos hablado de ello, no nos conocemos de nada. Que parezcas el marido ideal no significa que no me puedas estar engañando.

Ir a la siguiente página

Report Page