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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 12

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Con una voz absurdamente entusiasta, diferente a aquella otra como de turista de cementerios que parecía ser su tono habitual, Rilke enumeró las largas investigaciones desde su salón para localizar cada una de las escuelas, academias y centros privados de Arte Dramático que había en Manhattan, el minucioso peinado al que había sometido a la ciudad para no dejarse ninguna de ellas en el tintero. Tras aquel fatigoso estudio las había marcado en el mapa, una por una, como fijando los lugares en los que un colono de la época de la fiebre del oro había repartido un tesoro arrancado a la avaricia del río. Me conminó entonces a que examinase el plano. Había varias rutas que simplificarían mi búsqueda, atajos que casi conectaban unas escuelas con otras. También estaban marcados. El libro que acompañaba al equipo contenía toda la información necesaria sobre dichas escuelas: dirección exacta, elenco de profesores, número de alumnos, materias impartidas, incluso enlaces con autobuses y líneas de metro. Se había contenido Rilke de asignar categorías de importancia a cada una de las academias. Prefería dejar que yo las estableciese en el orden que considerase oportuno, pues no deseaba confundirme con un rigor al que le faltaría la experiencia derivada de la investigación sobre el terreno. Podía estipular jerarquías según el volumen de alumnos que cabían en sus aulas, la suma a que ascendía la matrícula o la severidad con la que los maestros admitían a aquellos aspirantes a astros: eso era cosa mía. Lo que él había hecho era lo único que podía hacer por mí. El resto quedaba en mis manos. Como colofón a sus instrucciones, me contó alguna batallita sobre su larga tarea clasificando las escuelas en el mapa, la sensación de que un poder por encima de su voluntad le guiaba la mano —el alma de Tourneur actuando desde el mundo de ultratumba, qué si no—, el insomnio que lo había invadido aquellos días que pasó marcando a tinta objetivos sobre la ciudad, como si estuviese definiendo la estrategia apropiada antes de ordenar una invasión por tierra. Bromeó diciendo que en cuanto memorizase aquel mapa me deshiciese de él, si no deseaba ser enviado a Guantánamo bajo la sospecha de pertenecer a alguna célula terrorista.

Miré por la ventanilla. Reconocí unos carteles con anuncios de series de televisión, predicadores mediáticos y cirugía capilar en los que reparé en el viaje de ida, y estimé que en unos quince minutos llegaríamos a la estación de Port Authority, hacia donde Rilke precisó que nos dirigíamos. Cerré el teléfono, volví a mirar el mapa y lancé un suspiro, todavía tratando de digerir la historia que Rilke me había contado, y, por otro lado, agobiado por la magnitud del trabajo que tenía por delante. Incluso dejando a un lado el hecho de que debía buscar a la doble de una aspirante a actriz de 1950, la tarea que Rilke me había encomendado era un trabajo de locos. ¿De verdad esperaba que rastrease todas las X que se había divertido en esparcir sobre el mapa? ¿Y cuántas X había en él? ¿Quinientas, setecientas? ¿Mil? Era un empeño desorbitado. Para concebir alguna idea de su envergadura me entretuve en establecer unos cuantos cálculos. Con un lapicero recorté un área cuadrada que recogía diez de las escuelas que debía peinar. La escala del mapa era de 1:10.000. La separación entre la mayoría de las escuelas era de unos dos centímetros, lo que resultaba en unos doscientos metros sobre suelo real. Aparentemente no era demasiado, pero las distancias por supuesto no eran lineales, ni seguían una misma dirección. Por ejemplo, si pretendía dirigirme desde la X situada en la esquina superior izquierda del cuadrado hasta la X que había inmediatamente debajo de aquella, tendría que dar un rodeo de casi una manzana, bordeando el costado de un edificio por el que no podría atajar, lo que agregaba al cálculo otros, digamos, cuatrocientos o quinientos metros suplementarios. No todas las escuelas estaban separadas entre sí por aquellos obstáculos, pero la media venía a ser esa, de modo que marchar de una escuela a otra me costaría el tiempo que uno puede tardar en recorrer a paso normal una distancia urbana —con sus consiguientes cambios de acera y pérdidas de tiempo en los semáforos— de más o menos setecientos metros, quizá unos quince minutos. Eso significaba que apenas podría detenerme a tomar aire, pero quería establecer mis cálculos basándome en el mínimo tiempo posible. A ese cálculo, además, había que sumar las dificultades que oponía cualquier gran ciudad al tráfico de sus transeúntes, ya fueran ocasionadas por los tropiezos con otros peatones o por los estorbos que suponían las obras que no faltaban en ninguna ciudad del mundo. Las demoras supondrían otros cinco minutos, siendo optimistas, con lo cual el recorrido medio de una X a otra ascendía ya a unos veinte minutos. Suponiendo que en el mapa se espolvoreasen mil academias de Arte Dramático, y si dedicaba a la búsqueda unas diez horas al día sin apenas descanso, tardaría cerca de mes y medio en inspeccionar todas las escuelas de arte que Rilke me había asignado, excluyendo los fines de semana, en los que lo más probable es que estuvieran cerradas. Y todo eso sin contar el tiempo que me llevaría localizar a un profesor que quisiera atenderme, mostrarle la foto de Kitty, preguntarle si la chica que aparecía en ella era una de sus alumnas y, en el caso de que no supiera nada o no deseara ayudarme, buscar a otro profesor e iniciar el mismo procedimiento. Aquello reduciría a la mitad las escuelas que tendría ocasión de inspeccionar al cabo de un día, así que podía extenderme cerca de tres meses en concluir mi labor. Y había que tener en cuenta que Rilke solo había localizado escuelas en el área de Manhattan. Quedaban excluidos Brooklyn, Queens, el Bronx, los distritos de las afueras. Los tres meses eran fácilmente ampliables a otros tres, y estos a otros tres, y cuando quisiera darme cuenta, habría transcurrido más tiempo del que nunca hubiera esperado permanecer en la casa.

Y una cosa más: ¿qué sucedería si de veras, con brujería o sin ella, la chica de la foto tenía su doble en alguna parte, decidía ser actriz tal y como estipulaban los pronósticos de Rilke, se apuntaba a una de las escuelas que este había predicho, y a pesar de todo, a pesar de que la realidad pudiera mostrar de pronto su sumisión a los caprichos de un individuo que parecía realmente dotado con el talento de desentrañar sus secretos, teníamos la mala suerte de que aquella chica iniciaba las clases un día después de que yo hubiese pasado por allí preguntando por ella? Siguiendo los razonamientos con que operaba Rilke, la única respuesta era también la más evidente: empezaríamos de nuevo. Me enviaría otra vez el libro y el mapa, yo regresaría a Manhattan, volvería sobre mis pasos, iría de una escuela a otra reanudando el ritual de entrevistas con los profesores, y aunque la repetición perfeccionara mi destreza, aunque para entonces supiera cómo mejorar mis marcas en el tránsito de una academia a otra, eso no me evitaría pasar al menos otros dos meses de exploración, y siempre cabía la posibilidad de que de nuevo la doble de Kitty Frances decidiera incorporarse a las clases uno o dos días después de que yo hubiera pasado por la academia en la que ella había resuelto apuntarse.

El Jaguar tomó un desvío y unos minutos después se alejaba de la autopista para dirigirse al centro de la ciudad. El chófer me preguntó desde el retrovisor si deseaba detenerme en algún sitio en particular. Le respondí que no. Me preguntó si conocía la ciudad, si había estado antes en ella, si Rilke me enviaba allí por motivos de trabajo. No pude evitar imprimir a mis palabras un barniz de ironía cuando le dije que la misión que el millonario Rilke me había asignado era secreta y se me exigía guardar silencio sobre la naturaleza de mis operaciones, a sabiendas de que Rilke no me hubiera dejado en manos de aquel tipo sin instruirle antes acerca de sus planes. Guardé mis cosas en la mochila. Cuando levanté la vista reparé en que el chófer seguía examinándome a través del retrovisor. Aquella mirada de ojos amarillos me categorizaba como embustero, pero puesto que el tipo no tenía otro modo de expresarme su desagrado, se contentó con desfigurar la mirada en un signo de recelo y luego en un gesto de antipatía que ya no se molestó en disimular. Detuvo el coche en una plaza privada situada en la segunda planta del aparcamiento de Port Authority, entre algunos vehículos de lujo y la improcedente reliquia de tres autobuses de una línea coreana, visiblemente baqueteados, que parecían haber sufrido el lanzamiento de varios cócteles molotov. Al salir me despedí del chófer, que también había abandonado el coche, y apoyándose en la puerta, quiso saber si debía esperarme a alguna hora.

—Haga lo que prefiera —dije—. Vaya a dar una vuelta. Seguramente al señor Rilke no le molestará que presuma de coche.

Bristol sacó de un bolsillo interior una pitillera de plata, extrajo un cigarrillo y lo golpeó un par de veces sobre la tapa. La mirada con la que me recorrió de arriba abajo hubiera desnudado a cualquier jovencita, incluso me atrevería a decir que hubiera despellejado vivo al tipo que se hubiera arriesgado a desafiarle.

—No tengo autorización para hacer eso, amigo —replicó—. Únicamente le he preguntado si debo esperarlo a alguna hora. Lo que el señor Rilke me haya ordenado hacer para pasar las horas en las que usted permanezca en la ciudad es solo cosa de él y mía. El silencio —remató con una sonrisa quebrada que se le extendió sobre el rostro como la más desagradable de sus cicatrices— también pertenece a la naturaleza de mis operaciones.

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