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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 18

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Matrimonio de una hora? Durante las pausas, Alice solía recoger las botellas vacías que dejaban tiradas por ahí sus compañeros de reparto. Luego, en su camerino, se sentaba a escribir una tras otra varias cartas, que después introducía delicadamente en el interior de las botellas. Me sentí intrigado por aquel curioso entretenimiento, así que un día seguí a Alice para ver qué hacía después con ellas. ¿Se lo imagina, verdad? Acudía a un acantilado cercano para lanzarlas al mar. Una vez, aventurándome entre los riscos de aquel acantilado, pude salvar una de las botellas y leer la carta que guardaba en su interior. Recuerdo exactamente lo que decía: «Soy una niña de seis años que necesita un amigo para jugar. Estoy sola y me aburro, porque no me gusta tanto jugar con los mayores. No soy de aquí». Esa fue la primera vez que vi a Alice tal y como era: una niña inocente que había tenido la desgracia de nacer con un rostro como el suyo y hacer demasiado bien su trabajo. No voy a decirle que lloré al leer aquella carta, me temo que por desgracia eso es algo que ya está por encima de mis posibilidades. Pero me llamó poderosamente la atención aquella última frase de su carta: no soy de aquí. ¿Se refería al lugar en el que estábamos rodando la película, o al mundo en el que vivía?, me pregunté. Si se trataba de lo segundo, solo puedo lamentarlo, porque ese mundo somos nosotros: las candilejas, las cámaras, la voz que dice «corten». Y por primera vez dudé de si esta vida a la que la hemos abocado a vivir entre todos es la vida correcta.

—Tendría que habernos visto hace tres años —le replica la mujer con un inesperado temblor en la voz, que se extiende también a la mano que sostiene el cigarrillo—. No creo que mi hija quisiera cambiar su vida actual por la de entonces.

—¿Está segura de ello?

Por toda respuesta, la mujer se lleva el cigarrillo a los labios y exhala una espesa bocanada de humo, que al menos durante unos instantes le impide ver la diminuta figura de su hija, terriblemente pequeña y desvalida entre las sábanas.

—Me gustaría que reparase en una cosa, señora Riddle —insiste el productor—. Al igual que su hija decía de sí misma en aquellas cartas, tampoco usted es de aquí. Ni yo lo soy. Porque en realidad nadie es de aquí. Este lugar en el que vivimos no existe. Es una fantasía, la fantasía de millones de personas que han decidido que seamos el espejo donde se reflejen las vidas que a ellos les gustaría vivir. Eso significa que no somos nadie. O, como mucho, fantasmas, seres de cartón piedra que han cobrado esa forma solo para que la gente pueda creer que en realidad existen. Señora Riddle, usted lo sabe tan bien como yo: para quien está fuera de este mundo, cualquier actor que alcanza el rango de estrella es poco menos que un dios. Un dios que vive exóticas aventuras, viaja en yate cuando los demás tienen que acudir en tranvías atestados a una oficina maloliente, gasta en caprichos el dinero que otros hombres no llegan a ver en una vida de sacrificios y es amado por cientos de prodigiosas bellezas que no dudarían ni un segundo en dar la vida por él. ¿Pero se ha parado a pensar cuántos de ellos pueden encarar un espejo sin decirle a su rostro: te odio, solo tú me has arrastrado a esta vida que aborrezco, ojalá te mueras, no quiero verte más? ¿Cuántos se libran de vivir sin la ayuda del alcohol o las drogas, cuántos no sufren al reparar en que, pese a sus esfuerzos por evitarlo, un amanecer más se ha empeñado en recibirlos con los brazos abiertos? ¿Cuántos no miran atrás sin pensar: quisiera ser de nuevo aquella chica de Little Rock a la que su novio esperaba con un ramo de flores en la puerta de la tienda en la que trabajaba, quisiera ser el joven que flirteaba con las chicas a las que les arreglaba el coche y a las que enamoraba con una sonrisa que, entonces sí, valía un millón de dólares? Sí, señora Riddle: todos, de una manera u otra, estamos atrapados en la misma cárcel, la misma jaula de oro. Todos sabemos que esto acabará algún día, quizá incluso más pronto de lo que creemos. Este mundo no puede resistir siempre así. Las ilusiones cambian. Las fantasías también. Y cuando la fantasía de esos millones de personas que nos sostienen se desvanezca, entonces, señora Riddle, nuestro mundo se habrá desvanecido con ella. Habremos desaparecido. Como fantasmas, sí. Como si nunca hubiéramos existido.

El productor se dispone entonces a abandonar el cuarto. Se calza el sombrero con una melancólica sonrisa despuntándole en los labios y, abstraído, recoge su gabardina de una silla. Antes de salir por la puerta, sin embargo, se vuelve un momento hacia la mujer:

—Piénselo como un favor que le hace a su hija —dice—. Alice es una estrella, brilla con luz propia y, si quiere verlo así, ya es demasiado tarde para bajarla del cielo. Aproveche este momento, señora Riddle, gane tanto dinero como sea capaz de ganar, y cuando el mundo se haya olvidado de ella, procure que lleve la mejor vida posible donde nadie la conozca. Cuídela y haga todo lo que esté en su mano por que sea una buena chica. Será joven cuando la gente que hoy la adora haya echado tierra sobre cualquier recuerdo suyo. Y créame, si encuentra al hombre adecuado, a ella aún le cabrá la esperanza que no tienen ya ninguna de esas infelices estrellas a las que el mundo envidia: vivir.

Con una imperceptible inclinación de cabeza, el hombre abandona el cuarto, no sin antes dedicar una mirada tierna y pudorosa al bulto que desordena la cama. Al cabo de unos segundos la madre de Alice sale tras él. Alice se queda sola, tiritando bajo las sábanas. Y en el espejo, inundado por una luz blanca que poco a poco va emborronando los relieves de la habitación, solo alcanza a verse a ella misma tendida en la cama, solo consigue ver su propio rostro, antes de cerrar los ojos y sumirse en un profundo sueño.

 

Doce minutos de película. Pero sin esos doce minutos, no tendría sentido el resto de la historia. Todo lo que debe pasar ya está presente ahí. El espectador tiene que saberlo, resignarse a asistir a la resolución de ese destino inexorable que empezará a concretarse veinte años después, tras el reconfortante receso de un fundido en negro. Cuando le entregué esa parte del guión, recuerdo que Rilke reaccionó con una frase que me arrancó una sonrisa:

—Quien ha sufrido un fundido en negro soy yo —dijo—. Es una presentación memorable. Dios mío, ¿puede creerlo? Estoy temblando como una hoja.

Por supuesto, y pese a lo que manifestaban sus temblores, a Rilke le encantaba encontrarse por fin con Alice Riddle, si bien esta vez bajo la apariencia de Kitty Frances, o lo que es lo mismo, la de Paula Steele. La veía con la misma claridad con la que podía verme a mí. Sin duda le intrigaba saber qué había sucedido con Alice durante esos veinte años, si seguía siendo una estrella en aquellas constelaciones de celuloide o si había acabado consumida por ese mismo fuego que afirmaba su condición de astro; y también, creo yo, ansiaba saber si debía recelar de la mujer que empezaría a perfilarse en las siguientes páginas, temeroso de verla convertida en una criatura descreída, amargada, que culpaba a los espejos de su infortunio. La respuesta, naturalmente, estaba en el guión, así que se abstuvo de preguntar. Como un alumno modélico, volcó la cabeza sobre las hojas que constituían aquella entrega y se enfrascó en su lectura. Yo lo observaba sonriendo entre dientes, pues sabía de memoria lo que se iba a encontrar: Alice Riddle, alta, rubia e indiscretamente bella, abriéndose paso en una concurrida avenida de Manhattan. Alice ingresando en un lujoso hotel y abordando impacientemente a un recepcionista para preguntarle por el hombre que allí la espera. Alice volviéndose al oír la exclamación de alguien que la llama por su nombre antes de que el recepcionista acierte a contestar. Y Alice corriendo para encontrarse con un hombrecillo de bigote de morsa y aspecto bonachón al que pregunta: «Oh, señor Gilray, ¿es cierto? ¿Van a darme el papel?», mientras el hombre trata afectuosamente de contener su excitación, aunque en el fondo es incapaz de disimular que está tan agitado como ella.

Toman un ascensor hasta la tercera planta, para encaminarse apresuradamente a la habitación 360. Tras llenarse los pulmones de aire, Gilray llama a la puerta, enviando a la vez un guiño de aliento a Alice, al que ella solo consigue replicar con una sonrisa nada firme. Desde el otro lado de la puerta una voz los invita a pasar. Y aquí, tras abrir Gilray la puerta con el ademán resuelto que ha estado ensayando minutos atrás, debería haber el inevitable intercambio de saludos, puesto que Alice y su agente se disponen a conocer a los productores que han decidido relanzar a la actriz tras el retiro forzado en el que se encuentra desde hace quince años. Pero cuando Alice y Gilray acceden a la habitación, la misma voz que les ha invitado a entrar se limita a enunciar dramáticamente: «Siete años de mala suerte». Al oír la puerta a su espalda, el hombre que ha pronunciado tan extraño saludo se vuelve para recibir a los recién llegados, pero interrumpe el gesto cuando sus ojos se detienen en Alice. Demudada, la joven le sostiene la mirada sin atreverse a dar un paso más allá, ajena al sentido de aquellas palabras que, por incomprensible que le resulte, está segura de que se refieren a ella.

—¿Siete? —reprende desde el fondo de la habitación una segunda voz de suave acento europeo—. Menuda estafa, en mi país solo son tres.

Alice y Gilray advierten entonces que alguien ha dejado caer una pitillera y el espejo de su interior se ha roto en pedazos. Desenredando con esfuerzo su mirada de la de Alice, el hombre se inclina a recoger uno de los trozos del espejo y lo levanta ante sus ojos, empleando para ello un gesto absurdamente reverencioso:

—Quién iba a decir que el interior de un espejo está hecho de cuchillos —dice, pensativo.

—En realidad, su composición es algo más prosaica —explica el hombre que hay a su espalda—: se trata de una simple lámina de plata sobre un soporte de vidrio. Pero no voy a ser yo quien eche por tierra tu poético sentido de la realidad, mi querido Henry.

Un rayo de sol incide entonces en los cristales que alfombran el suelo, deslumbrando a una Alice repentinamente tensa. Gilray, sin percatarse de ello, se ha apresurado a entrar y se presenta efusivamente a los dos caballeros que ocupan la habitación, y a un tercero, menudo, obeso y como hecho con prisas, que acaba de salir de un pequeño cuarto adyacente abrazado a una abultada cartera. Dos de los nombres, Sigmund Rifkin y Franz Buffa, le proporcionan a Gilray el pretexto que necesita para exclamar una frase obviamente preparada que hace sonreír a los tres hombres: «¡Europeos! Siempre es un placer trabajar con gente civilizada». Gilray se vuelve para presentarles a Alice, y solo entonces advierte que la joven permanece junto a la puerta, inmóvil, con el rostro plateado por el fulgor que el sol arranca a los cristales rotos. De hecho, hasta que uno de los tres hombres no se inclina a recoger la pitillera, se diría que Alice podría permanecer estancada en esa rigidez aparatosa mientras los destellos que despide el espejo acierten a reverberar en sus ojos.

El hombre que ha recogido la pitillera se llama Henry Dunn, y es el guionista de

Otro invierno en Amerika. Así es como se presenta ante Alice, quien, todavía vacilante, enarbola una tímida sonrisa mientras se disculpa por la absurda indisposición que parece haberse apoderado de ella. Como es de esperar, todos los presentes restan importancia a lo ocurrido, «la prueba viviente de que Alice, pese a su experiencia, sigue teniendo el cándido nerviosismo de los principiantes», dice Gilray en un rapto de inspiración. Luego, toda vez que la joven está convenientemente repuesta, hay una conversación en la que Gilray se emplea a fondo para demostrar lo acertado de la elección de Alice por parte de la productora; Buffa, por su parte, le manifiesta su emoción por ser el responsable de devolver a los platós a una actriz a la que ha admirado desde que la vio por primera vez en una pantalla de cine, y Rifkin, el único de los presentes ajeno a las interioridades del mundo del espectáculo, aprovecha para retirarse a un lado y observar la escena fumando una pipa sin apartar la mirada de Alice. Tardará en presentarse como un amigo de Henry, un psiquiatra alemán que le ha ayudado a documentar correctamente el trasfondo científico de su guión. Atrapada en ese revuelo de elogios dirigidos a ella, Alice no puede evitar sentirse insegura, y únicamente alcanza a intervenir en la conversación con algunas palabras de estupor y agradecimiento que Buffa rechaza diciendo: «¡Por el amor de Dios, señorita Riddle! Nadie puede estar más agradecido que yo de que acceda a protagonizar la película». Lo que Buffa se guarda de mencionar es que su agradecimiento lo es a efectos puramente crematísticos: su productora ha entrado en una peligrosa espiral de pérdidas y desencuentros con los accionistas, y su única baza es rodar una película que reviente las taquillas de América y lo salve del desastre. Y, por las buenas o por las malas,

Otro invierno en Amerika será esa película. Todavía recela de la comercialidad del guión, con sus críticas veladas a la industria cinematográfica y al papel que empresarios sin escrúpulos como él mismo están teniendo en la trivialización del cine, pero confía en que el regreso de Alice Riddle a las pantallas sea lo que le abra de una vez la espita del dólar. Gilray no se olvida de señalar que Alice ha interpretado algunos papeles en el teatro durante el tiempo en que el cine le ha dado la espalda, una exageración que decide poner sobre el tapete por miedo a que la actitud intimidada de Alice, pese a los encomios de Buffa, haga temer al productor que su talento se haya visto resentido por su larga hibernación lejos de los platós. Pero, reina de la humildad, Alice explica que su paso por los teatros nunca la tuvo como protagonista de ninguna obra memorable, sino que, al contrario, se trataba de montajes mediocres que utilizaban su nombre para atraer al público que no había llegado a olvidarla, un comentario insensato que Gilray, entre patéticos balbuceos, se ve obligado a matizar argumentando que ningún montaje podría ser mediocre teniéndola a ella como estrella.

—Tiene usted razón —aprueba Henry—. Olvidarla después de haberla visto es como olvidarse de respirar.

Parapetado tras su pipa Rifkin sonríe con malicia, mientras Buffa aplaude la frase con sus manitas de ardilla:

—¿Ve, señorita Riddle? ¿Podría esperar a un guionista más rendido que Henry?

—De hecho, ese papel está escrito a su medida —interviene Rifkin, señalándola con su pipa—. Fue Henry quien exigió que nadie sino usted debía interpretar a June Caprice.

Alice, incrédula, se vuelve hacia Henry:

—¿Es eso cierto?

Pugnando por reprimir el rubor que asoma a sus mejillas, Henry baja la vista y asiente ligeramente con la cabeza:

—Así es. Pero, si le digo la verdad, todo el tiempo que pasé escribiendo el guión ha sido un trabajo a ciegas. No sabía nada de usted, más allá de las películas que rodó antes de retirarse del cine. No sabía siquiera si estaba viva o muerta. Supongo que eso es algo que no le resultará agradable de escuchar, pero es la verdad. Muchos de quienes la conocieron llegaron a jurarme que la habían visto mendigando por Manhattan, otros me dijeron que trabajaba como dependienta en el Macy’s de la Quinta Avenida. Sé lo que mi amigo Rifkin opina de lo que los hombres corrientes llamamos intuición, pero aun así le confesaré que había algo en mí que me decía que nada de eso era cierto. Que debía escribir ese guión, que Alice Riddle estaba aquí, muy cerca, en alguna parte de Nueva York. Aguardándolo. Y, pese a ello, ahora me siento como si estuviera asistiendo a una especie de milagro. Si no fuera porque resulta ridículo, le diría que tengo la sensación de que soy yo quien la ha traído a la vida.

Es el momento en que los ojos de Alice y de Henry se enredan en una de esas miradas que seguramente son patrimonio exclusivo de los videntes y los enamorados, una mirada de saberse elegido, de gozo supremo ante la inmensidad de esa visión que aclara los salientes de las cosas, pero también terriblemente desvalida, frágil. Sea como sea, no necesitamos más para admitir que Alice acaba de comprender que es cierto, que Henry Dunn la ha arrancado de entre los muertos y que solo alguien capaz de realizar un milagro así puede considerarse el hombre de su vida.

 

En la siguiente escena sorprendemos a Alice y Henry en un lujoso restaurante del Village, hablando y riendo como los enamorados que aún no saben que son. Es una escena íntima, de una felicidad apenas contenida, que vaticina una de esas pudorosas elipsis de sábanas deshechas y desayunos en la cama cuyos detalles quedan únicamente para el secreto de sus protagonistas. Sin embargo, cuando finalmente ambos abandonan el restaurante y Henry toma a Alice del brazo para acompañarla a casa sucede algo extraño. En un momento del paseo, Alice se gira, inquieta ante lo que resuena en sus oídos como un taconeo cauto, vuelve a girarse unos metros después y, con apenas un hilo de voz, susurra hacia Henry:

—Esa mujer.

—¿Qué mujer? —pregunta Henry.

—Esa mujer. La que estaba en el restaurante, en una de las mesas del fondo. Nos está siguiendo. No he podido verle la cara, pero estoy segura de que es ella.

Henry se vuelve disimuladamente y examina la larga avenida que queda a su espalda. Salvo por un gato descarriado que se introduce de un salto en el interior de un cubo de basura, el lugar está por completo desierto.

—Bueno, en ese caso parece que ha resuelto seguir por otro camino. ¿Estás segura de que se trataba de la misma mujer del restaurante?

—Creo que sí —responde Alice—, pero no puedo decir que la haya visto bien. No lo sé, tal vez... sí, tal vez solo son aprensiones. ¡Oh, Henry, a veces desearía que hubieras pensado en buscarte a otra actriz para tu película!

—¡Alice!

—Sí, Henry. ¡Si pudieras imaginar lo que han supuesto para mí los últimos veinte años! Todo lo que tocaba se convertía en fracaso, absolutamente todo; mi vida se deshacía a mi alrededor, como herida por una terrible maldición, y hasta yo misma parecía irradiar la mala suerte a cuantos se acercaban a mí. El pobre Gilray ha sido la única persona en todo este tiempo que jamás se separó de mi lado, y te aseguro que de no haber sido por él... Bueno —concluye Alice, dejando que una sonrisa triste aflore a sus labios—, de no haber sido por él tendrías que haberte empleado a fondo si de veras hubieras querido traerme de regreso a la vida.

—Alice, ¿de qué estás hablando?

—Hablo del miedo, Henry. Tengo miedo de no estar a la altura de lo que todos esperáis de mí, miedo de volver a fracasar, miedo de enterrarme una vez más en vida y no salir de ese mundo de tinieblas al que quizá pertenezco. Miedo de estar enamorándome de ti...

Henry sonríe, levantándole con ternura la barbilla hasta que la luz de una farola cercana perfila nítidamente los hermosos rasgos de su semblante.

—Entonces solo hay una manera de que te enfrentes a ese miedo, Alice.

—¿Pero cómo, Henry? ¿Cómo?

Sin mediar palabra, Henry se inclina sobre ella y le acaricia los labios con los suyos, primero suavemente, después apretando su pequeño cuerpo contra el de él. Con ese beso, y lo que intuimos viene después, Alice y Henry inician un apasionado idilio que además parece destinado a cambiar la suerte de la actriz, pues solo dos días más tarde firma el contrato que la llevará a protagonizar dos nuevas películas tras

Otro invierno en Amerika, cuyo rodaje comienza con una tortuosa escena en la habitación de un hospital psiquiátrico que Alice resuelve con la maestría de sus mejores tiempos. Mientras tanto, Franz Buffa, que visita a diario el set de rodaje, empieza a sospechar que entre su guionista y su estrella hay algo más estrecho que una relación profesional, y no titubea en considerar las ventajas de una publicidad gratuita. Cuando menos, ya dispone de una curiosa información captada en una charla entre maquilladoras que no ha tardado en repercutir a la prensa: Alice Riddle, como en la época dorada de sus extravagancias, ha exigido que retiren los espejos de su camerino, así como los que jalonan los numerosos pasillos que permiten el acceso a los platós. En pocos días la noticia aparece en los periódicos, e incluso algún ocurrente plumilla llega a sacar punta a lo que no pasaría de ser una mera anécdota, al sugerir en un delirante artículo que si la película representa la resurrección en las pantallas de Alice Riddle cuando todo el mundo la daba por muerta, y ahora Alice abjura de los espejos, es posible que en realidad se trate de una muerta que ha regresado a la vida en la única forma en que un muerto puede hacerlo: como un vampiro. Henry lee la noticia y, presa de la ira, acude a las oficinas de Buffa para exigir al productor que defienda a su actriz de las calumnias de la prensa, ignorando que ha sido el propio Buffa quien se ha encargado de referir a los periodistas lo que parece un absurdo terror a los espejos por parte de Alice.

—Vamos, Henry —lo increpa el productor—. No nos engañemos, ya no existe eso de la mala prensa. ¿Qué hay de malo en aprovechar una pequeña rareza de Alice para potenciar el interés en nuestra película?

—¿A qué rareza se refiere, señor Buffa? ¿A la de ser un vampiro?

—¡Por el amor de Dios, Henry! —ríe Buffa, sinceramente asombrado—. A la de deshacerse de sus espejos. ¿De verdad piensas que alguien va a tomarse esa patraña en serio?

—No es eso lo que me preocupa —replica Henry, sin lograr apaciguarse del todo—. Es Alice quien debería preocuparnos. Ya tiene demasiadas presiones sobre sus hombros como para añadirle más motivos por los que inquietarse.

—Muchacho, hablas como si supieras algo que yo no sé —lo tantea Buffa, desenvainando una sonrisa mefistofélica, antes de alzar una mano cuando Henry abre la boca para protestar—. Hazme caso, Henry, no hay razones para preocuparse. Nuestra Alice es una auténtica estrella. Ya no quedan astros como ella. Pertenece a otra generación, a esa vieja guardia de estrellas sobre las que el sol nunca se ponía, seres por encima del bien y del mal que exigían llenar sus bañeras con flores de los invernaderos de San Petersburgo o la sangre de una niña de doce años y no dudaban en disparar contra sus mayordomos si tardaban un segundo en hacerles caso. Y encima es todavía joven, y bonita. ¡Por todos los diablos, Henry, dejémosles que hablen! No creo que Alice vaya a sufrir por otro infundio que vierten sobre ella.

Lo dudo, desea replicar Henry; pero se reprime de hacerlo. No quiere seguir oponiéndose a los argumentos de un Buffa en el que empieza a desconfiar, o este no tardará en sospechar que entre él y Alice hay un montón de publicidad que compartir con la prensa. Así que suelta un par de frases banales que no lo comprometen a nada, y una vez intuye que Buffa cree haberse salido con la suya, abandona su despacho con un suspiro de alivio, aunque no puede evitar sentirse embargado por la extrañeza al descubrir que, contra lo que suponía, era cierto que Alice había ordenado desbrozar de espejos el estudio de

Amerika.

Henry, sin embargo, no quiere inquietar a Alice. Puede que su temor a los espejos sea una manía que el tiempo convertirá en obsesión, argumenta ante su amigo Rifkin, a quien ha decidido visitar para plantearle sus dudas, y la obsesión en una enfermedad que impedirá a Alice llevar una vida normal; pero puede que también sea una forma de aligerar la tensión que para ella reviste el hecho de ponerse después de tantos años otra vez ante las cámaras. Rifkin, que por supuesto no ignora la relación que hay entre Alice y su amigo, asiente a las palabras de este con expresión meditabunda, pero le pide que recuerde el día en que ambos la conocieron. La pitillera se estrelló contra el suelo, el espejo de su interior se rompió, y la atención de Alice quedó atrapada por unos instantes en la luz que reverberaba en los cristales rotos.

—Quizá no sea solo una manera de aligerar la tensión —reflexiona Rifkin, valorando el suceso bajo aquella nueva perspectiva—; quizá se trata de algo más profundo, algo que aún subyace en su psique en la forma de un poderoso trauma.

Al decir esto, Henry se agita en la silla y mira a su amigo con aprensión, pero Rifkin sonríe y hace un gesto desdeñoso con la mano que sostiene la pipa, restando ominosidad a su argumento, antes de proseguir:

—No quiero inquietarte, Henry, no es algo de lo que debamos preocuparnos. No, al menos, por ahora. Puedes tener razón y quizás el modo en que Alice ha decidido enfrentarse a una experiencia que la supera es volcando su angustia contra los espejos. Diablos, Henry, es una actriz. Todo cuanto es se lo debe a su propia imagen. Verla todos los días ante ella a la hora de acostarse, al ingresar en un ascensor o cuando alguien pasa una capa de maquillaje sobre su rostro puede ser en estos momentos un empeño superior a sus fuerzas. Actuaría como el recordatorio de un acontecimiento extraordinario que ella desea ver simplemente como una situación normal en su propia vida. No podemos saberlo, Henry. Pero tal vez, solo tal vez, debemos estar en guardia.

—No me gusta cómo suena eso, Sigmund —responde Henry, con visible preocupación.

—Bueno —replica Rifkin—, recuerda que esto no es más que una hipótesis. Es probable que Alice no padezca ningún trauma, no podemos estar seguros de ello. Pero tampoco de lo contrario. La mente humana, Henry, es una máquina maravillosa, pero también inquietante. No conocemos más que una parte muy pequeña de sus múltiples y complejas posibilidades. Si mañana algún hombre lograse volar gracias al control absoluto de su mente, te aseguro que no me asombraría lo más mínimo. No sería más que la prueba que confirmaría mi teoría de que el ser humano solo llegará al perfecto dominio de las fuerzas que operan sobre él, ya sean los elementos, o incluso el propio azar, cuando consiga descifrar cómo funciona ese fascinante motor al que llamamos cerebro. En mi opinión, Dios no es más que el nombre que le damos a nuestra incapacidad de imponernos sobre el medio por la fuerza de nuestra voluntad, por el gobierno absoluto de nuestra propia mente —Rifkin hace una pausa para dar una bocanada a su pipa y, de reojo, observar a un atento Henry, que en ningún instante se muestra sorprendido al oír sus palabras—. Sí, Henry. Podríamos lograr todo eso si alguna vez comprendiéramos el funcionamiento de la mente humana. Seríamos como dioses. Pero aun así, incluso alcanzando ese maravilloso estado de poder sobrehumano, bastaría que una única pieza del conjunto fallase para que todo el sistema se derrumbara de forma imprevisible. Cuanto más grande fuese el poder, más terrible sería la caída. Por eso tal vez estamos todavía en la infancia de nuestro propio conocimiento. Hasta que no resolvamos las que seguramente no pasan de ser pequeñas averías de nuestra mente, tendremos vedado el acceso al último peldaño de la escala evolutiva, donde se oficiará la muerte del Homo Sapiens para que el nuevo hombre surgido de sus cenizas habite el mundo en una nueva Edad de Oro.

—Y una de esas pequeñas averías sería lo que conocemos por el nombre de trauma —argumenta Henry—. ¿Significa eso que, en el caso de que Alice sufriera algún trauma, aún estaríamos en condiciones de ayudarla?

—Así debe ser —concede Rifkin—. Sin embargo, como he indicado, la mente humana muestra en ocasiones un comportamiento imprevisible. A veces ni siquiera el científico puede aventurar qué puerta se abre cuando otra se cierra. Pero Henry —insiste Rifkin empuñando su pipa y enarbolando una vez más su sonrisa amistosa, mientras se levanta para acompañar a su amigo a la puerta—, recuerda que estamos exponiendo una hipótesis. Alice puede estar perfectamente sana, y en el caso de que no fuese así, nada nos debe hacer pensar que el remedio, como suele decirse, sería peor que la enfermedad. Mi querido amigo, si algo puedes hacer por ella es seguir tratándola como has hecho hasta ahora: llévala a cenar a uno de esos restaurantes a los que un sueldo como el mío jamás podría aspirar, cómprale flores, regálale algún vestido que sepas que a ella le va a gustar; simplemente, ámala. No te inquietes con demasiadas preguntas. Muchas veces, el amor es un fármaco más poderoso que cualquiera de los inventados por la ciencia del hombre.

Henry sonríe y asiente, algo más aliviado al escuchar el sensato diagnóstico de Rifkin.

—Pero si algo ocurriese —dice—, quiero decir, si algo me hiciese sospechar que Alice puede estar en peligro...

—Entonces —lo tranquiliza Rifkin propinándole una afectuosa palmada en la espalda—, sería el momento de ver qué podemos hacer por ella.

 

Fundido en negro y fin de la escena. Acto seguido, en una rápida sucesión de secuencias animadas por un alegre fondo musical que impide que escuchemos a sus protagonistas, reencontramos a Alice y Henry discutiendo con el resto del equipo un pasaje del guión en el plató donde se filma

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