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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » I

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odo empezaba en 1877, cuando los abuelos de June, pura sangre irlandesa cuyos orígenes se remontaban a los Crossan de Longford, y probablemente a los legendarios conquistadores vikingos del reino de Anghaile, se asentaban tras un viaje agotador de varios meses en el sur del estado libre de Kansas. Lo hacían al otro lado de las praderas, porque allí la vida, al menos, aún valía algo más de dos peniques, o medio centavo al cambio, lo que incluso para aquella familia que había abandonado Irlanda casi con lo puesto tampoco era mucho. Aunque los Crossan todavía lo ignoraban, como lo ignoraban casi todo de la joven, robusta y apasionada América, ya habían pasado doce años del asesinato de Lincoln y del final de la guerra civil, pero no por ello las cosas habían ido a mejor. Desde Kansas hasta Arizona, pasando por Oklahoma, Colorado y Nuevo México, los indios seguían batallando a la flamante caballería de los Estados Unidos, entregada desde el final de la guerra a una cruzada extraoficial por la depuración racial del país de la que, sin embargo, estaba saliendo escaldada tras las victorias en Montana, Idaho y Dakota del Sur de un

all-star indio capitaneado por Toro Sentado y Caballo Loco, y formado por los mejores escoltas y lanzadores de las tribus Ocallala y Hunkpapa, expertas en atravesar entrecejos con una simple flecha a más de doscientos metros de distancia. En Washington, mientras tanto, con su perplejidad de dios recién salido del huevo, el candidato republicano a las elecciones de 1876, Rutherford B. Hayes —cuyo encantador lema había sido «votad igual que disparáis»—, acababa de ser nombrado presidente, gracias a un pucherazo en toda regla que las oficinas republicanas de Florida no dudaron en perpetrar cuando el candidato demócrata, Samuel J. Tilden, llevaba ciento ochenta y cuatro votos conquistados, a solo uno de lograr la elección.

Granny Hayes ganó, pero no convenció, ni siquiera a sí mismo: tomadas por miles de trabajadores en pie de guerra, Pittsburgh y Chicago saludaron al presidente entrante envueltas en llamas, unas llamas que, con paso de antorcha olímpica, fueron propagándose alegremente a otras ciudades y estados, al tiempo que se unían a las protestas del norte los cowboys y ganaderos de todo el medio oeste, que aprovecharon el alboroto general para lanzar sus propias protestas por las reses que estaban desapareciendo misteriosamente, para reaparecer, más misteriosamente aún, con dos profundas marcas en el cuello y drenadas hasta la última gota de sangre. Aquella responsabilidad que se le achacaba de lo que, en todo caso, más hubiera parecido el ataque de un vampiro, terminó de sumir al timorato Hayes en ese estado de entumecimiento emocional que caracterizó su mandato, aunque jamás en su vida se hubiera acercado a una res. América, en fin, seguía tan revuelta como hacía una década, entretenida en sus convulsiones de parturienta, y sin embargo tan exultante y satisfecha como la rubia animadora de fútbol que nunca quería dejar de ser. La duda era si el americano podía ver, con la primera luz del alba, lo que con tanto orgullo había pedido cuando cayó la noche.

Pero en el verano de 1876 todo esto era todavía un mundo por descubrir. Fue entonces cuando los Crossan, un matrimonio temeroso de Dios, bendecido por dos laboriosas niñas que mostraban una insólita resistencia a la marejada de enfermedades que arrasaban fácilmente con sus hermanos, habían partido de Irlanda rumbo a la promisoria América, hartos de que el hambre y las malas cosechas asolaran por tercer año consecutivo su pequeña granja de Galway. Para entonces, el pueblo costero de Galway, uno de los más prósperos de todo el condado, tenía más habitantes en el cementerio local que en cualquiera de sus distritos, y las cosas solo habían ido a peor desde que entre el maestro del pueblo y el farmacéutico tuvieron que cavar una fosa para el enterrador, que un par de días atrás había fanfarroneado con que, al ritmo al que iban muriendo los habitantes de Galway, acabaría por tener que enterrarse él mismo. Sin embargo, y por más que fuera algo esperado, aquel nuevo episodio de hambruna supuso para los Crossan el golpe de gracia a una existencia que había ido construyéndose a trompicones, entre trabajos de sol a sol, esperanzas frustradas e hijos que no llegaban al año de vida, como metáforas de lo inútil que a fin de cuentas era el paso del hombre por el mundo. Era absurdo seguir empeñándose en ordeñar un pedazo de tierra cuyos frutos parecían haber tocado a su fin muchos meses atrás, como también había sucedido con los campos de sus vecinos, quienes sin embargo no habían tardado demasiado en partir hacia ese mundo lleno de posibilidades que se ofrecía al otro lado del mar. Se decía que allí los ríos escondían bajo su corriente una cosecha bien distinta, hecha de pedruscos de oro, y que, como fragmentos de un edén primigenio, se extendían valles y praderas hasta más allá de donde alcanzaba la vista, paisajes tan fértiles que parecían concebidos para redimir en poco tiempo a cualquier individuo esquilmado por la desgracia.

El abuelo de June, un fervoroso católico de cabello púrpura y ojos de acero templado llamado Sean Crossan, pensó entonces que también a él le había llegado el turno de cambiar su suerte o morir en el intento, y, sin apenas tiempo para meditar si aquello era lo correcto, los cuatro miembros de la familia pusieron rumbo a Cork y se embarcaron en el buque RMS

Abyssinia para emprender el largo y accidentado viaje hasta Nueva York, primera escala en lo que soñaban iba a ser una incursión hacia el paraíso. Pero, lejos de lo esperado, aquel paraíso los recibió con el hedor a muerte que la brutalidad de sus habitantes había convertido en otra pincelada más de su paisaje. Contra lo que cabía esperar del bastión más europeizado de América, Nueva York era una ciudad en permanente estado de revuelta, controlada a partes iguales por violentos clanes de italianos, irlandeses y de quienes se habían adjudicado orgullosamente el título de «nativos neoyorquinos», toda vez que la pequeña tribu de los lenape, los habitantes más antiguos del lugar de quienes se tenía noticia, había sido erradicada por los neerlandeses casi tres siglos atrás. La vieja colonia holandesa no era pues un destino soñado para el esperanzado vagabundo, sino poco más que un vulgar apeadero, vestíbulo de entrada a esa vida mejor que aguardaba a las hordas que abandonaban las costas de Holanda, Bélgica o Inglaterra para extenderse como una plaga bíblica por todo el continente americano, allá donde los guiase la cegadora llamada del oro. Claro que Crossan, tan tozudo como cualquier católico criado en la superstición de la tierra, no creía en el oro, ni en ninguna de esas tentaciones efímeras que convertían el paso por la vida en un camino de rosas. Creía en el trabajo duro y en la voluntad de Dios, una voluntad que sin embargo, por muy divina que fuese, a lo largo de los años no había demostrado ser otra cosa sino un sinónimo de la miseria. Lo que Sean Crossan no parecía advertir era que a su esposa, tan hastiada de partos inútiles como de confeccionar pañales que irremediablemente acababan convirtiéndose en sudarios, aquella vida virtuosa empezaba a pesarle demasiado. Jamás hubiera reconocido algo así ante nadie, y menos ante sí mismo, pero si había alguien que sabía mejor que nadie lo que significaba sufrir la voluntad de Dios, esa era Aisling Crossan. Bastaba con mirarle a la cara para darse cuenta de ello. Entre otras cosas, tenía un ojo de menos para demostrarlo.

Nueva York recibió a los Crossan con un tufo a ceniza y carne quemada, pues no hacía demasiado tiempo que algunas bandas de irlandeses descontentos habían hecho arder diversos edificios de Lexington y la Quinta Avenida, entre ellos un hotel y un orfelinato de niños negros, ya que se consideraba que los negros, desde que fueran liberados por Lincoln de la esclavitud, se habían convertido en una molesta competencia para los escasos puestos de trabajo que la ciudad ofrecía a sus famélicos habitantes. Los Crossan se habían alojado en un hotel situado en Union Square, adonde llegaban los ruidos de las refriegas y las peleas que tenían lugar en los alrededores del recinto, pero, sin duda espoleados por el miedo, tardaron lo justo en reponerse de los dieciséis días de viaje en barco y emprender otra vez la marcha. Tras varias semanas sometidos al zarandeo de una carreta adquirida a cambio de unos candelabros de plata, que los llevó dando tumbos de Trenton a Paducah, pasando por Pittsburgh, Cincinnati y Louisville, el vapuleado grupo embarrancó por fin en la ciudad de Lawrence, un próspero vergel gobernado por abolicionistas que sin embargo ya nada tenía que ofrecer a quienes buscaban compartir un pedazo de sus riquezas, pues solo hacía unos meses que había sido incendiado por los esclavistas, en otra muestra más de la irresistible atracción por el fuego que por lo visto aquejaba a los colonos americanos. Costaba un enorme esfuerzo imaginar aquella ciudad con la majestuosidad que la hizo famosa tras su fundación dos décadas atrás, cuando el cielo que la arropaba parecía hecho únicamente para fraguarle alboradas infinitas, y no para recortar sus ruinas humeantes hasta más allá de las montañas, donde se perdía inútilmente su amplia red de rutas mercantiles. Pero si algo no había podido destruir el fuego era precisamente su privilegiada situación estratégica, que la hacía juez y parte en los intercambios comerciales entre los restantes estados. Pronto quedó el lugar convertido en una disputada porción de tarta cuya posesión era dirimida a tiro limpio por sus habitantes, los de siempre y los advenedizos que nunca faltan para sacar tajada en los ríos revueltos, conformando un abigarrado mosaico de trabajadores honrados, pistoleros de gatillo fácil y vividores a salto de mata cuyas piezas difícilmente podían encajar entre sí. Todo ello sin contar, por supuesto, con las siempre pintorescas bandas de forajidos que azotaban de cuando en cuando la ciudad, destruyendo nuevamente lo que tanto esfuerzo había costado levantar.

Con un escenario así, lo mejor para sobrevivir en Lawrence era disponer de una buena arma, dormir con el dedo incrustado en el gatillo y confiar en ser el primero en poner la bala allá donde se ponía el ojo. Las armerías se convirtieron en un suculento negocio, casi tanto como las funerarias, las fábricas de ataúdes o las sastrerías post mórtem, especializadas en el vestuario de ultratumba. Y aunque no era el lugar más adecuado para quienes, en cuestión de armas, solo sabían que las cargaba el diablo, a Sean Crossan no podía dejar de producirle cierto alivio comprobar que en las armerías de la ciudad también se vendían Biblias, según anunciaban con pomposidad de letra gótica unos carteles colgados en los escaparates. Dentro de lo malo, le hacía pensar que cada bala disparada traía a la vez la muerte y la extremaunción, y eso, en un lugar en el que nadie se hubiera entretenido en cerrarle los párpados a un cadáver todavía caliente, se le antojaba el mayor favor que se le podía hacer a un muerto, aunque fuera un ateo. Sin embargo, no tardó en descubrir que las presuntas Biblias tan ampliamente anunciadas eran las llamadas «Biblias de Beecher», unos toscos precursores de los aerodinámicos Winchester que habían sido rebautizados con la frase predilecta de un incendiario predicador de Brooklyn para quien el rifle era un argumento moral más poderoso que la Biblia contra los propietarios de esclavos. Presa de un creciente espanto, Crossan descubrió también que por cada «Biblia de Beecher» había un «pan de John Brown», un rifle Volcanic de 1855 que, en un alarde de ironía, predicaba las bondades de la esclavitud en memoria de un fanático del abolicionismo que murió ajusticiado por los esclavistas, y por cada «pan de John Brown» unos cuantos «indios de Sheridan», unos Henry de 1860 que recibían su nombre en homenaje a cierto sacrosanto general del Norte que había decretado que el único indio bueno era el indio muerto. Aquello, como no podía dejar de observar Crossan, era el reino del fanatismo y del ojo por ojo, del mejor tú que yo, del tiro entre los ojos porque yo lo valgo. Sí, aquel retazo del mundo parecía haber sido creado para que el género humano pudiera demostrar a sus anchas cuanto había en él también de inhumano, lo que era capaz de hacer si lo desarraigaban de la vigilante civilización y se permitía que fuera decisión suya a quién matar o a quién perdonar la vida, convirtiéndolo en el trasunto de un Dios a quien el constante comercio con la muerte hubiera dejado inservible para la misericordia. ¿Cómo iba a ser posible vivir allí?, se preguntó al ver todo aquello, con el corazón encogido en el pecho. ¿Cómo vivir entre aquella peste a muerte que flotaba en el aire, en aquel mundo donde el Diablo parecía campar a sus anchas? La respuesta a aquellas preguntas era muy sencilla: no era posible.

Temiendo sobre todo por sus hijas, cuyos próximos juguetes tal vez terminaran siendo unas pistolas, Sean Crossan decidió marcharse con su familia al sur y regresar cuando corriesen vientos más favorables para tipos como él, tan emprendedores como incapaces de sostener un arma entre las manos. Pero el sur de Kansas no presentaba mejor aspecto que las indómitas tierras del norte. Veinte años atrás, el capitán Cody, antiguo jinete correo del servicio postal «Pony Express», había logrado aniquilar casi por completo las existencias de bisontes que servían de sustento a los indios de las praderas, de manera que estos, privados de su carne y de sus pieles, fueron pereciendo a un ritmo mayor del que les habían impuesto las turbas de inmigrantes que se habían instalado a la fuerza en sus territorios. Aquella circunstancia indujo a los supervivientes, una colonia de doscientos cincuenta mil indios extendidos entre el Mississippi y las Rocosas, a firmar tratados de propiedad con los Estados Unidos, mediante los cuales se les reconocía como dueños legítimos de las tierras que ocupaban, a cambio, eso sí, de que permitieran que los colonos que se dirigían al Oeste las empleasen como servidumbre de paso. Las tribus indígenas, acostumbradas a que la palabra dada fuera un pacto sagrado entre los hombres y el cielo, aceptaron de buen grado aquella cláusula, sin saber que con ello estaban granjeándose su propia desaparición. Y es que, en cuestión de meses, una piara de ganaderos, granjeros y buscavidas salidos de Dios sabía dónde se arrellanaron cómodamente en sus territorios, saquearon sus cosechas, les robaron sus escasas posesiones y finalmente los arrinconaron en un angosto solar al que dieron el zoológico nombre de «reserva», tras lo cual tomaron un merecido asiento en la estribación más frondosa de aquellas tierras, profanándola de tabernas, salones y minas de oro. Los indios, apenas repuestos de la sorpresa, se lanzaron a defender lo que al fin y al cabo era solo suyo, para regocijo del sanguinario hombre blanco, que al verse respondido a sus iniciativas de higiene étnica con aquella incongruente violencia encontró una justificación más en su creencia de que los malditos indios, simplemente, formaban una raza a extinguir. La situación, sin embargo, sufrió un inesperado vuelco cuando el Departamento de Interior hizo repartir fusiles entre las tribus indígenas, bajo la convicción, bastante ciega, de que aquellas refriegas por hacerse con un trozo de tierra se debían en realidad a la escasez de caza y no a que los colonos les hubieran conculcado algún derecho fundamental: de esta manera, los propios Estados Unidos reforzaron a un ejército de implacables guerreros que de pronto se vieron capacitados para luchar contra el enemigo blanco con sus mismas armas.

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