Amelia

Amelia


Capítulo 1

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Texas, 1900

Amelia adoraba el oeste de Texas y sus desiertos. La vegetación no era tan exuberante como en el este del estado y los peligros acechaban: violentas tormentas de arena, coyotes, lobos y serpientes de cascabel. A pesar de ello, Amelia creía que la región poseía un encanto especial. De vez en cuando sus habitantes se veían sorprendidos por las incursiones de los bandidos mejicanos pro-cedentes de El Paso, que cruzaban la frontera por río Grande o río Bravo del Norte, como ellos lo llamaban. Los indios, en cambio, no habían dado señales de vida durante veinte años. Sin embargo, la frontera siempre había sido un territorio peligroso, y Amelia vivía con el alma en vilo por su hermano Quinn, ranger del ejército de Texas.

No podía evitar estremecerse cuando recordaba los acontecimientos que los habían llevado a Texas. Amelia había nacido y se había criado en Atlanta. Hacía dos años que su padre, en un desesperado intento por salvar la vida de sus dos hijos menores, enfermos de fiebre tifoidea, había sufrido un grave accidente mientras conducía su calesa precipitadamente. Antes de llegar a casa del médico, la calesa volcó y Hartwell Howard sufrió graves heridas en la cabeza. Nunca volvió a ser el mismo y se convirtió en un hombre muy violento.

Quinn se había alistado en el ejército y combatía en la guerra contra España.

Cuando la guerra terminó, se instaló en El Paso, y Amelia se encontró en Atlanta sin más compañía que su madre enferma y su malcarado padre. Enseguida comprendió que si no quería ser víctima de los accesos de violencia que asaltaban a su padre, tendría que convertirse en un modelo de obediencia y docilidad. A causa de los frecuentes dolores de cabeza que sufría, Hartwell Howard se había dado a la bebida, lo cual empeoró aún más la situación.

Hacía un año que su madre había muerto de neumonía. A Amelia, como es lógico, le afectó mucho su muerte, pero su padre, que hasta entonces había disfrutado de períodos de relativa normalidad, cambió completamente. De pronto, se convirtió en un hombre impulsivo e inquieto. Una semana después del funeral de su esposa, solicitó el traslado a El Paso para estar cerca de Quinn, que se había unido al ejército de Texas y estaba destinado en Alpine. La idea de fundar una dinastía y pasar a formar parte de la familia de un próspero ranchero de la región empezó a obsesionarle. El primer paso que dio en esa dirección fue colocarse en el banco donde el ranchero guardaba su fortuna con el fin de granjearse su amistad.

Esperó impaciente hasta que eso fue posible y durante unos meses pareció que las noticias relacionadas con su traslado eran lo único que determinaba sus cambios de humor. El segundo paso consistía en forzar a Amelia a casarse con algún miembro de esa familia, algo hacia lo que ella no se sentía inclinada en absoluto.

Su padre se había convertido en un tirano sediento de dinero y no parecía dispuesto a permitir que la pena y la compasión se interpusieran en su camino. A pesar de todo, Amelia había decidido permanecer junto a él. Era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que tenía que haber relación entre las heridas del accidente y el repentino cambio de carácter que había sufrido su padre. Había querido mucho al antiguo Hartwell Howard y no podía soportar la idea de abandonarle ahora que él la necesitaba más que nunca. Siempre había sido la niña de sus ojos y ni siquiera sus violentos ataques iban a hacerle olvidar la lealtad que le debía.

Incluso si hubiera sido capaz de reunir el coraje necesario para abandonar a su padre, Amelia no habría sabido qué hacer ni adónde ir. No tenía ninguna fuente de ingresos ni posibilidad de trabajar.

A menudo recordaba lo bueno y cariñoso que había sido con ella cuando era niña. Nunca llegaba a casa sin un pequeño regalo para su mujer y sus hijos

-pequeño porque con su modesto sueldo de contable no podía permitirse lujos excesivos-, pero el regalo más valioso para ellos siempre había sido el amor y consideración que les profesaba. El hombre con el que vivía ahora no era su padre pero en nombre del cariño que los había unido años atrás, Amelia se obstinaba en permanecer a su lado.

Lo cierto era que cada vez le resultaba más difícil. Los ataques se hicieron más frecuentes, provocados a menudo por detalles insignificantes como un poco de ceniza en la chaqueta o un papel fuera de sitio.

Amelia tenía veinte años y nunca se la había visto en compañía de un hombre.

Era lo suficientemente bonita para permitirse el lujo de escoger a quien quisiera como marido, pero su padre se había empeñado en que tenía que casarse con Alan Culhane, el benjamín de los Culhane, la familia más poderosa e influyente de la región. Los Culhane no podían sospechar el verdadero carácter de Hartwell, y Amelia temía que lo descubrieran de la manera más desafortunada.

En una ocasión, cuando aún vivían en Atlanta y estaban a punto de mudarse a El Paso, Amelia se escapó de casa. Una noche, después de recibir una brutal paliza a manos de su padre, huyó aterrorizada. Fue la primera y única vez que reconsideró su decisión de permanecer junto a él. Sin embargo, a la mañana siguiente su padre le pidió perdón con los ojos llenos de lágrimas y ella accedió a acompañarle a Texas. En El Paso se sentía más segura, porque sabía que Quinn estaba cerca.

Amelia siempre había idolatrado a Quinn. Pese a los cuatro años que los separaban, podrían haber pasado perfectamente por gemelos. Los dos eran rubios y tenían los ojos del mismo color castaño profundo, aunque los de él, cuando se enojaba, se oscurecían hasta parecer casi negros. Su nariz recta le daba un aire aristocrático pero, sobre todo, era increíblemente alto. Amelia era de estatura mediana pero su figura era envidiable.

Quinn se había graduado en la universidad junto con su amigo King Culhane, cinco años mayor. A Amelia, en cambio, no se le permitió ampliar su educación cuando

terminó la escuela. Su padre creía que no era conveniente que las mujeres recibieran una formación demasiado completa. Lo que no sabía es que Quinn había dado clases a Amelia y que ésta no sólo estaba familiarizada con los clásicos y sabía latín y griego, sino que también hablaba español y francés con fluidez.

En realidad, Hartwell Howard desconocía muchas cosas de Amelia porque había un lado de su compleja personalidad que ella ocultaba por su propio bien.

Había decidido contener su fuerte carácter y su vitalidad para no alterar a su padre, que iba de mal en peor. Una vez le habló a su médico del accidente y éste le dijo que, como consecuencia del golpe en la cabeza, su cerebro podría haber quedado seriamente dañado, y que si las lesiones habían sido graves podían causarle la muerte. El médico se había ofrecido a visitarle pero, cuando Amelia se lo propuso a su padre, éste reaccionó de manera tan violenta que ella se apresuró a desaparecer de su vista y nunca más se atrevió a sugerir una cosa así. Sufría de hipertensión y los dolores de cabeza le atormentaban de tal manera que Amelia temía irritarle demasiado y provocarle la muerte.

Tampoco se atrevió a comunicar sus temores a Quinn. El ya tenía sus problemas y ella no quería ser una carga para él.

Amelia sabía disparar; Quinn le había enseñado. También era una experta amazona, tanto si montaba en silla inglesa como en silla del oeste. Tenía un curioso sentido del humor que a menudo sacaba a relucir cuando se encontraba en buena compañía. También sabía pintar. Sin embargo, la Amelia que conocían Alan y el resto de los Culhane era una chica sosa y aburrida. Todo el mundo la tenía por una jovencita poco digna de atención; bonita pero de sonrisa ausente, demasiado introvertida y no muy inteligente; y, sobre todo, muy reservada.

Hacía tiempo que Hartwell había olvidado a la maliciosa y vivaz Amelia pero parecía que Alan prefería a la dócil criatura en que se había convertido, y eso era lo único que importaba a su padre.

De alguna manera, le resultaba más fácil cuidar de su padre en Látigo, el imperio construido por el ranchero Culhane y su familia. A los Culhane les gustaba cazar y, afortunadamente, parecía que Hartwell Howard se interesaba más por este deporte que por controlar estrictamente la vida de su hija. últimamente se estaba medicando para combatir los dolores de cabeza y casi no bebía. No le convenía ponerse en evidencia delante del hombre que quería convertir en su socio y del joven que había elegido como esposo para su hija. Así pues, Amelia empezó a respirar más tranquila aunque todavía tenía una espina clavada en el corazón.

La amistad entre los Culhane y los Howard se había iniciado hacía varios años a través de Quinn y el primogénito y heredero de los Culhane, aunque era el hermano menor el que Hartwell prefería como marido para su hija. Alan no se había dado cuenta todavía y Amelia esperaba que no lo supiera nunca porque, aunque le apreciaba, no tenía la menor intención de convertirse en su mujer, simplemente porque ello significaría estar cerca de él. La serpiente en su paraíso particular. La espina en su corazón. Le odiaba y a la vez estaba loca por él.

Amelia iba paseando por el sendero que llevaba al rancho de los Culhane, absorta en sus pensamientos, cuando notó que alguien se movía junto a ella y disimuladamente miró con el rabillo del ojo. Allí estaba, como si le hubiera adivinado el pensamiento, cada vez más cerca. Amelia hizo una mueca de disgusto porque, últimamente, cada encuentro era peor que el anterior.

Su nombre completo era Jeremiah Pearson Culhane pero nadie le llamaba así.

Para todo el mundo era King Culhane y lo único que le faltaba para acabar de hacer honor a su apodo era el manto y la corona. No necesitaba recurrir al impecable origen de sus antepasados, y, aunque todo el mundo sabía que su familia estaba emparentada con la mitad de las casas reales de Europa, la autoridad, el porte, y la mirada desafiante, como la de un verdadero rey, hablaban por sí solos.

Era simplemente King.

Su vestimenta no correspondía a la de un hombre de su posición económica y se le podría haber confundido con cualquier empleado del rancho. Llevaba unos vaqueros viejos y descoloridos con unas chaparreras resplandecientes para protegerse de los cactus, una camisa de color indefinido con botones de madreperla en los puños y en la pechera, un pañuelo azul anudado al cuello y un sombrero Stetson negro de ala ancha con una cinta de cuero como único adorno. Sus botas, deformadas por el uso, estaban cubiertas de una gruesa capa de barro.

Como la mayoría de hombres, a un lado de la silla de montar llevaba un rifle Winchester. Siempre se corría el riesgo de encontrarse con algún animal peligroso y no todos caminaban sobre cuatro patas.

King adelantó a Amelia sin siquiera mirarla. Los Culhane les habían invitado a pasar unas semanas en su rancho y King no le había dirigido la palabra ni una vez desde que habían llegado, hacía semanas. Incluso a la hora de cenar, cuando se reunía toda la familia, la había ignorado completamente. Nadie había reparado en ello pero Amelia se sentía terriblemente dolida.

Amelia adoraba a King desde el día que le conoció. Cuando todavía vivían en Atlanta, Quinn lo invitó a pasar unos días de vacaciones. Amelia sólo tenía entonces unos catorce años pero, durante aquellos días, sus enormes ojos castaños le siguieron a todas partes admirando y aprobando todo lo que él hacía o decía. Aqué-

lla fue la primera y última visita de King a casa de los Howard. Ni siquiera acompañó a Alan cuando asistió al funeral de los gemelos en representación de su familia.

El carácter de Amelia había variado sustancialmente durante esos seis años debido a los repentinos cambios de humor de su padre y, tan pronto como se instalaron en Látigo para preparar la partida de caza, King se apresuró a manifestar su desagrado por Amelia. Precisamente el día anterior le había oído hablar de ella en un tono francamente insultante y eso le había dolido mucho. Él era un hombre sofisticado, había recibido una educación excelente y en numerosas ocasiones se le había visto rodeado de mujeres hermosas. Quinn contaba cosas increíbles sobre su vida después de haber salido de la universidad, pero para Amelia todo seguía igual.

Una simple mirada después de seis años había cambiado su vida.

Obviamente, King no sentía lo mismo. No la miraba ni le dirigía la palabra.

Sencillamente se comportaba como si ella no existiera.

Amelia no era una mujer agresiva pero a veces tenía que hacer esfuerzos para no lanzarle una piedra a la cabeza. Creía que lo que King detestaba era su fingida personalidad. Se limitaba a juzgarla por las apariencias y la trataba de acuerdo con lo que veía: una mujer sin inteligencia, personalidad ni encanto. Nada ni nadie le había causado nunca tanto dolor. Su triste mirada le siguió mientras la adelantaba en su caballo con aire majestuoso. Si supiera cómo era la Amelia que había debajo de la máscara que se veía obligada a llevar, todo podría cambiar. Pero de momento no había ninguna esperanza de que eso ocurriera. Suspiró resignada y reemprendió lentamente su camino hacia el rancho.

-Estás muy callada, querida-le dijo Enid Culhane aquella noche después de cenar.

Estaban solas en el salón tomando café y bordando. Los hombres estaban en el despacho de Brant Culhane limpiando las armas y preparando la partida de caza del día siguiente.

Enid entornó los ojos mientras estudiaba el efecto que sus palabras producían en Amelia. A menudo pensaba que había algo misterioso en ella, y alguna vez ha-bía creído ver en sus ojos un brillo que no se correspondía con su carácter dócil y apacible. A pesar de que hacía poco tiempo que les conocía, Enid también se había formado una opinión sobre el padre de Amelia y no muy favorable precisamente.

-Mi marido me ha dicho que pronto empezará la temporada de conciertos. ¿Te gustaría acompañarnos algún día?

-Me encanta la música -contestó Amelia-. Os acompañaré encantada.

-¿Has traído algún vestido de fiesta?

-Oh, sí. Tengo dos.

Enid levantó la vista de la delicada flor que estaba bordando y dijo:

-King tiene un carácter un poco difícil. Y también demasiado éxito entre las mujeres. Me temo que dentro de poco se convertirá en un calavera.

-¡Eso no es cierto!

Tras pronunciar esas palabras Amelia se ruborizó intensamente y, furiosa consigo misma por haberse puesto en evidencia, fingió enfrascarse de nuevo en su labor. Sin embargo, su inteligente huésped había visto y entendido perfectamente aquella curiosa reacción.

-Le tienes en muy alta estima, ¿verdad?

-Creo que es un hombre... sorprendente.

-Sorprendente, sí, y también un inconsciente -dijo mientras empezaba a bordar otra flor-. Marie está acostando a las niñas. ¿Por qué no vas a ver si necesitan algo antes de que le diga a Rosa que ya puede irse a dormir?

-Desde luego.

Amelia recorrió el largo pasillo hasta llegar a la habitación de Marie Bonet y llamó a la puerta suavemente. Las pequeñas, de seis y ocho años, tenían el mismo cabello y los mismos ojos oscuros de Marie. Parecían ángeles con sus camisones de encaje.

-¡Qué niñas tan preciosas! -exclamó Amelia-. Trés belles! -añadió en francés.

-Trés bien. Tu parles plus bon, chérie -la alabó Marie.

-Si he mejorado, ha sido gracias a tus lecciones -contestó Amelia con modestia-. La señora Culhane desea saber si las niñas necesitan algo de la cocina.

-No, gracias. Iba a leerles una historia pero, ya que estás aquí, ¿por qué no lo haces tú? No te importa, ¿verdad?

-¡En absoluto! -contestó Amelia-. Ve tranquila. Yo las meteré en la cama.

La menuda y dulce Marie se despidió de ella con una sonrisa cariñosa y salió de la habitación. Su marido había muerto hacía pocos meses y ahora tenía que educar a sus hijas ella sola. Afortunadamente su familia tenía dinero. Marie y Enid Culhane eran primas y esta última les había invitado a pasar una temporada en el rancho.

Una vez a solas con las niñas, Amelia se acurrucó junto a ellas en la gran cama que compartían y empezó a leerles una historia en francés. Aunque tuvo problemas con algunas palabras, las niñas la ayudaron y no lo hizo del todo mal.

Esperó hasta que estuvieron profundamente dormidas, las arropó bien y les dio un beso de buenas noches. Se quedó un rato contemplándolas y preguntándose si algún día tendría unas niñas tan bonitas. Detestaba admitirlo, pero le repugnaba la idea de casarse con Alan y tener hijos con él.

De puntillas, se dirigió hacia la puerta y la abrió con cuidado. Cuando se dirigía al salón por el oscuro pasillo, tropezó con una figura alta y fuerte y sofocó un grito mientras dos manos la sujetaban por sus hombros.

En ese instante supo contra quién había chocado sin necesidad de levantar la vista. Era capaz de sentir la presencia de King a un kilómetro de distancia.

Levantó los ojos temerosa y se encontró con la mirada de King, fría y plateada bajo unas gruesas cejas. King podía decir más con una sola mirada que su herma no con un diccionario. Su mal genio, así como su valentía y arrojo, eran conocidos en todo Texas.

Llevaba un traje oscuro y una camisa blanca que realzaban el tono oliváceo de su piel. No era tan guapo como Alan ni tan apuesto como su padre pero su rostro tenía algo que atraía poderosamente a todas las mujeres. Amelia estaba harta de contemplarlas mariposeando alrededor de él, esforzándose por complacerle mientras él les correspondía desdeñosamente. Se comportaba con el aplomo y la seguridad del que sabe que puede conseguir lo que quiera de una mujer con sólo insinuarlo. A Amelia no le agradaba admitirlo, pero lo que más le dolía era saber que King no la consideraba digna de ningún interés.

-La próxima vez mire por dónde va -gruñó.

-Lo siento -murmuró Amelia apartándose para dejarle pasar.

Sin embargo, él la sujetó todavía más fuerte.

-¿Se puede saber qué demonios hacía ahí dentro? -preguntó, receloso.

Amelia enarcó las cejas y contestó maliciosamente:

-Pues... ¿robando joyas?

King frunció el ceño amenazadoramente.

-Estaba leyendo una historia a las niñas antes de meterlas en la cama -se apresuró a explicar Amelia, arrepentida de haber cedido a su sentido del humor.

-Sabe perfectamente que las niñas no hablan ni una palabra de inglés.

- Mais, j e parle français, monsieur -contestó Amelia con una amplia sonrisa.

Lo miró con un extraño brillo en los ojos y añadió-: Je ne vous aime pas. Je pense que vous étes un animal.

King ladeó la cabeza y la observó con curiosidad. Su mirada le pareció más azul y más fría que nunca.

-C'est vrai? -murmuró él junto a su oído.

Amelia deseó que la tierra se abriera bajo sus pies. Se apartó de él y corrió como alma que lleva el diablo a encerrarse en su habitación. Le ardía la cara y se sentía avergonzada. King había recibido una excelente educación que, evidentemente, incluía los idiomas. ¿Cómo había podido olvidarlo? Por lo menos sabía suficiente francés como para entender que ella lo había llamado animal. ¿Qué iba a hacer ahora?

Desde luego, no podía quedarse en su habitación. Todos la estaban esperando en el salón. Bien, ahora King ya sabía que hablaba un poco de francés pero, por lo menos, no se había puesto en ridículo del todo ya que le había tratado de usted todo el tiempo. Se arregló la blusa de encaje, se alisó la larga falda negra y dedicó una mueca a la preocupada imagen que le devolvía el espejo, arrepentida de haberse pasado de lista.

Cuando llegó al salón, Enid, Marie y su padre estaban saboreando las delicadas pastas que Rosa había servido con el café.

En cuanto la vio, su padre le dirigió una mirada de reproche. Tenía un vaso de whisky en la mano y la cara congestionada. «Mala señal», pensó Amelia, dando gracias a Dios por no encontrarse a solas con él en la habitación.

-¿Dónde se había metido, señorita? -preguntó su padre-. ¿Es así como te he enseñado a comportarte?

-Lo siento. Me he retrasado -contestó una temblorosa Amelia con los ojos bajos mientras se sentaba junto a Enid y Marie.

-Cuida tus modales -gruñó él.

-Sí, papá.

En ese momento, entraron en la habitación el señor Culhane y sus hijos. Los tres vestían trajes oscuros pero, mientras King estaba elegantísimo, al pobre Alan el suyo no le sentaba demasiado bien. El señor Culhane, a pesar del traje, conservaba su aspecto de granjero de Texas.

-Tu padre me ha dicho que tocas el piano -dijo Brant Culhane dirigiéndole una amplia sonrisa.

Su cabello y sus ojos eran oscuros como los de Alan y ambos eran altos pero, desde luego, King era el más alto de los tres. Su mandíbula cuadrada, pómulos altos y nariz recta le daban un aspecto duro y agresivo, y su andar rápido y ágil aceleraba el corazón de Amelia.

-Naturalmente que toca el piano. Toca algo de Beethoven -ordenó su padre.

Amelia se levantó obediente y se dirigió hacia el piano. Cuando pasó por delante de King no se atrevió a levantar la vista pero sintió su mirada clavada en su nuca. Sus manos temblaban sobre el teclado y no acertó ni una nota.

De repente, Hartwell Howard descargó un puñetazo sobre la mesa.

-¡Por el amor de Dios, criatura! ¿Es que no puedes tocar como es debido? -rugió ante los estupefactos Culhane.

Amelia respiró hondo. Evidentemente, el mal genio de su padre ejercía un curioso efecto en ella. Pero lo que nadie sabía era que su mal genio no era lo peor.

Le dirigió una rápida mirada. Sí, sus ojos brillaban y se sujetaba la cabeza con las manos. «Esta noche no, por favor. Aquí no», suplicó Amelia.

-¿A qué esperas? -exclamó su padre.

-Seguramente a que usted se calle para poder concentrarse -intervino King. Su voz sonó serena pero la mirada que la acompañó hizo que Hartwell Howard se pusiera rígido en su asiento.

Se llevó de nuevo las manos a la cabeza y frunció el ceño como si reflexionara.

-Por favor, hija mía, continúa -dijo, y por un momento le recordó al adorable padre que tanto había querido.

Amelia sonrió y empezó a tocar. Las notas de la Sonata del Claro de Luna brotaban de sus dedos como si expresaran los tormentos de su corazón e inundaron la habitación. Cuando terminó de tocar hasta su padre temía moverse para no romper el encanto.

-Señorita Howard, posee usted un don-dijo un sorprendido King-. Ha sido un placer escucharla.

-King tiene razón -añadió Enid-. No tenía ni idea de que tocaras tan bien, querida.

Amelia no oyó nada más después de escuchar las alabanzas de King.

Sin embargo, no pudo meditarlas durante demasiado tiempo porque su padre seguía bebiendo y tenía un brillo peligroso en los ojos.

-¿Me excusáis un momento, por favor? -dijo a Enid.

-Ni hablar replicó su padre-. Quédate aquí y compórtate como una muchacha sociable.

-Papá, por favor.

-Cállate -ordenó-. Recuerda que has prometido obedecerme -añadió amenazadoramente.

Imposible olvidar esa promesa y el acceso de furia que la había originado pero Amelia se consolaba pensando que, ahora que Quinn estaba cerca, todo iría bien.

Lo más importante era ser amable y obediente para no provocar las iras de su padre. No podía olvidarlo.

Se dirigió a Alan con una tímida sonrisa:

-Alan, ¿recuerdas que me prometiste enseñarme las rosas? -Desde donde estaba sentada nadie podía leer la desesperación en sus ojos.

-Desde luego. ¿Me acompañas, querida? -contestó ofreciéndole el brazo.

Amelia le siguió temiendo la reacción de su padre. Afortunadamente, éste le dirigió una mirada complacida y empezó a habar con Brant Culhane sobre el tiempo.

No se le ocurrió protestar porque lo que buscaba era la fusión de ambas familias.

-Si no os importa, os acompañaré-dijo King, desperezándose y uniéndose a ellos.

Sacó un puro del bolsillo del traje y lo encendió. Su cara, iluminada por la luz de la cerilla, le pareció a Amelia más dura que nunca. Era evidente que no aprobaba la amistad entre Alan y Amelia. Seguramente había adivinado los planes de su padre y pretendía dar al traste con ellos.

-¿Dónde aprendiste a tocar así, Amelia? -preguntó Alan cortésmente.

-Tuve un profesor particular -contestó-. Papá dice que las mujeres deben dominar todas las artes.

-Y, obviamente, también dice que deben ser dóciles como corderitos -intervino King.

-¡King! -exclamó Alan-. Te agradecería que te reservaras tus opiniones.

-Apuesto a que son pocos los pretendientes que osan acercarse a una joven tan obediente. ¿Me equivoco, señorita Howard?

A pesar de la oscuridad reinante en el patio rodeado de rosales, Amelia creyó distinguir un frío destello en su mirada de plata y volvió a sentir el desprecio que las dos intervenciones a su favor habían conseguido suavizar. Era evidente que su opinión sobre ella no había variado en absoluto.

-Piense lo que le plazca, señor Culhane -respondió Amelia dignamente.

-King, por favor, ¿no crees que ya ha tenido suficiente por esta noche? -suplicó Alan.

-Ella no sé, pero desde luego yo sí -replicó King despectivamente mientras le hacía una cortés reverencia-. Buenas noches, señorita Howard.

Amelia se mordió el labio y le siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

-King puede ser insoportable cuando se lo propone -comentó Alan intentando animarla-. No le hagas caso, Amelia. Le gusta meterse con la gente. Tiene un curioso sentido del humor.

Amelia detectó cierto resentimiento en ese comentario. Alan era el menor de tres hermanos y a menudo se quejaba de que todo el mundo le trataba como a un niño.

King era el mayor, y el hermano mediano, Callaway, tenía su propio negocio en el este de Texas. Alan siempre se había sentido dominado por la figura de su hermano y Amelia no pudo evitar simpatizar inmediatamente con él. Ella también estaba dominada por su padre, condenada a no disfrutar de un momento de tranquilidad mientras respirara. Amelia no le deseaba la muerte; sólo pedía que todo volviera a ser como antes de la muerte de sus hermanos. Si su padre se hubiera encontrado mejor o no hubiera estado con ella en el rancho, de buena gana le habría dado una pedrada en la cabeza a King.

Intentó prestar atención a Alan, que le estaba relatando numerosas anécdotas sobre la vida en el rancho. Sin embargo, le atemorizaba la idea de regresar a casa con su padre. Se sentía acompañada y protegida junto a los Culhane pero su padre estaba empeñado en comprar una casa en la ciudad y trasladarse allí con ella.

Quinn vivía en el cuartel. ¿Qué iba a ser de ella? ¡Tenía que haber algo que ella pudiera hacer para quitarle esa idea absurda de la cabeza! Lo más importante era mantener la calma.

La única solución era casarse con Alan. Su matrimonio acabaría con todos los derechos de su padre sobre ella y estaba segura de que Alan sería un buen marido.

Pero entonces su padre tendría que vivir solo, con el peligro de hacerse daño o hacerle daño a alguien. ¿Cómo podría vivir con ese peso sobre su conciencia si eso ocurriera? Durante mucho tiempo había sido un padre ejemplar. Estaba segura de que, si la situación hubiera sido la inversa, él no la habría abandonado nunca.

Levantó la vista y sonrió tristemente. No. No podía huir de sus responsabilidades. Y tampoco sería justo utilizar a un hombre tan encantador como Alan de esa manera.

La sonrisa de Amelia hizo que Alan perdiera el hilo de lo que estaba diciendo.

Le devolvió la sonrisa y pensó en lo ciego que había estado al no darse cuenta antes de lo hermosa que aparecía Amelia bajo la luz de la luna.

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