Amelia

Amelia


Capítulo 4

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King no bailó con Amelia en toda la noche. Cuando la fiesta estaba a punto de terminar su madre se acercó y le preguntó qué le pasaba.

Estaba apoyado contra la pared bebiendo ponche y viéndola bailar una vez más con Ted Simpson.

-No quiero bailar con la señorita Howard. ¿Es que no se nota?

-Se nota tanto que todos los invitados empiezan a preguntarse por qué-replicó Enid entornando los ojos-. Podrías ser un poco más educado y seguir la tradición.

-¿Desde cuándo me importan la tradición y la opinión de los demás? -repuso él bruscamente-. No siento ningún afecto o interés por tu invitada. He venido para pasar un buen rato con Darcy, mi futura esposa -añadió fríamente.

-Desde luego, no puedo negar que es tu tipo.

-Estoy de acuerdo. Tiene carácter y no le teme a nada ni a nadie.

-Y tampoco tiene sentimientos. ¡Es una bruja y tú estás más ciego que un topo!

-añadió Enid, que empezaba a perder la paciencia.

No pudieron continuar la conversación porque una de sus amistades llamó a Enid. King la siguió con la mirada mientras se alejaba. No estaba dispuesto a dejarse influir por las opiniones de su madre. Si a ella le gustaba la sumisa docilidad de Amelia, a él le disgustaba profundamente. La verdad es que le sacaba de quicio, tanto como verla bailar en brazos de Ted Simpson, radiante y alegre.

La imagen de una joven Amelia de ojos sonrientes y cabello ondeando al viento, vestida de verde y bailando alegremente con su hermano, como ahora, acudió a su memoria.

Apretó los puños y sintió crecer su enfado al reparar en cómo Ted sujetaba su cintura. «Esta chica no sabe lo que hace -pensó contrariado-. No debería permitir tantas familiaridades a un hombre que acaba de conocer. Es como todas. En cuanto le susurran dos palabras amables, pierde la cabeza.»

Estuvo a punto de acercarse a ellos y arrebatársela a Ted Simpson, pero sabía que no era lo más prudente y fue en busca de Darcy.

Ella notó su desasosiego y le siguió al porche iluminado por la luna.

-¿Qué te pasa, King? -preguntó solícita.

-Tengo mucho trabajo en el rancho -murmuró distraídamente.

Encendió un puro sin pedirle permiso, apoyó los pies en la barandilla del porche y empezó a fumar.

-Odio el olor de esos puros -protestó Darcy.

-¿Eso quiere decir que no podré besarte en toda la noche? -preguntó él sonriendo con picardía.

-Si quieres... -contestó ella acercándose un poco más. King arrojó el puro al añejo suelo de madera sin tener en cuenta su valor y abrazó a Darcy. Ella cerró los ojos y forzó una sonrisa. Era evidente que no sentía ningún deseo de ser besada y abrazada por él. Su familia había tenido mucho dinero y ahora estaba prácticamente arruinada, pero Darcy, que siempre había vivido muy bien, no estaba dispuesta a renunciar a ello. ¡Odiaba pensar que su cariño era el precio a pagar por mantener un buen nivel de vida!

Él la besó apasionadamente pero enseguida sintió sus manos contra su pecho, pugnando por apartarse.

-¡Por Dios, King, eres demasiado impetuoso! -protestó-. Ni siquiera estamos comprometidos -añadió astutamente.

Él la soltó y encendió otro puro. No era la primera mujer que intentaba atraparle.

En su vida sólo había habido una mujer dispuesta a recibir con ardor sus caricias, pero en el fondo también estaba interesada en su fortuna: al enterarse de que su familia atravesaba una difícil situación económica había huido con un duque inglés. En su huida ambos habían sido asesinados por un bandido mejicano.

Después de tanto tiempo, el ejército seguía tras la pista pero el muy ladino era muy escurridizo. King se había prometido no descansar en paz hasta ver a Rodríguez colgado de un árbol o delante de un pelotón de fusilamiento. Creía que Alice estaba realmente enamorada de él y que sólo se había asustado un poco al saber que iba a tener que vivir modestamente. Ella habría vuelto con él y se habrían casado. Pero Rodríguez se había interpuesto en su camino antes de que pudiera enmendar su error. Alice le había recibido asiduamente en su cama, y King a menudo despertaba sudoroso tras soñar con la entrega y la pasión que ella siempre le había ofrecido. Había sentido mucho su muerte pero el tiempo había empezado a cicatrizar la herida. De todas maneras, no perdonaba a Rodríguez. Eso nunca.

Siguió fumando, absorto en sus pensamientos, y decidió que la indiferencia de Darcy le traía sin cuidado. Si la quisiera tanto como había querido a Alice quizá sí que le habría importado.

Quinn Howard decidió pasar la noche en las montañas Guadalupe, en Nuevo México. Hizo un fuego y asó un conejo. El pobre animal tenía poco más que piel y huesos pero le sirvió para engañar al estómago. Estaba harto de comer galleta y cecina.

Se apoyó contra su silla de montar y se acercó el rifle del que no se separaba nunca. Su cabello rubio estaba pegajoso por el sudor y el polvo acumulado en largas jornadas a caballo tras la pista de un forajido llamado Rodríguez. Mientras huía de Quinn, el muy bastardo aún había tenido tiempo de atracar un banco. El director había muerto en el asalto y uno de los empleados había resultado herido.

Quinn había tenido que abandonar una pista falsa, regresar a El Paso y reemprender la marcha hacia Nuevo México. Tenía la impresión de estar moviéndose en círculos.

Mientras intentaba tragar la carne dura y correosa del conejo echó en falta un buen rastreador. Él era muy bueno con el revólver y el rifle, pero encontrar buenas pistas no se le daba demasiado. En fin, había que conformarse.

Empezó a pensar en Amelia. Sabía que su padre bebía mucho últimamente y que eso le podía inducir a la violencia. Quinn no dejaba de pensar en cómo sacar de allí a Amelia pero sabía que, de momento, no era posible. Las pocas veces que estaba en la ciudad dormía en el cuartel y, además, le habían destinado a Alpine, no a El Paso. Tenía que pasar aún mucho tiempo antes de que él pudiera ofrecerle una alternativa mejor.

Pobre Amelia, no había tenido una vida fácil. Quinn lo sentía mucho por ella.

Sólo él sabía cuánto sufría y el peligro que corría. Tenía que hacer algo y pronto.

Su padre bebía cada vez más y sus ataques se habían vuelto demasiado frecuentes y violentos. Un día iba a ocurrir una desgracia y él no iba a soportar vivir con ese peso sobre su conciencia. ¿Y si un ataque le provocaba la muerte? O peor todavía, ¿y si la tomaba con Amelia y le hacía daño? Deseaba saber qué había hecho cambiar a su padre, aunque sospechaba que la muerte de los gemelos y la de su esposa había tenido mucho que ver.

«Si por lo menos Amelia accediera a casarse con Alan Culhane, ese matrimonio la pondría bajo la protección de King y sería su salvación», pensó.

King la odiaba pero nunca permitiría que le ocurriera nada. Además, sabía controlar sus impulsos y no se atrevería a ponerle la mano encima. No era una mala solución. Incluso si Amelia hubiera sido la misma de siempre, habría sido la mujer perfecta para King. Lástima que hubiera cambiado tanto.

Sonrió ante sus cavilaciones de casamentero. Amelia y King se odiaban a muerte y era mejor dejarlo así. Quizá entonces Amelia se sentiría empujada hacia Alan. Nunca sería un marido muy apasionado pero la trataría bien. Terminó de comer y se preparó para dormir pensando que con la luz del día se le ocurriría una solución.

Amelia vio salir a King y Darcy y se le encogió el corazón. Intentó disimular delante de Ted y siguió charlando animadamente.

Cuando la velada tocaba a su fin, Ted le prometió ir a visitarla cuando su padre regresara, sin advertir el terror que ensombrecía el rostro de Amelia cada vez que nombraban a su padre. Sabía que su padre estaba ahorrando para comparar una casa en El Paso y temía vivir sola con él. Apoyada contra la puerta del salón mientras esperaba a que Ted volviera con una taza de ponche, Amelia era la viva imagen de la desolación.

-¿Le ocurre algo? -preguntó King.

Su inesperada proximidad la sacó de sus cavilaciones e hizo que se ruborizara intensamente. Levantó unos ojos llenos de terror y él le sostuvo la mirada hasta que Ameba sintió que se mareaba.

-¡Amelia! -exclamó Darcy sin soltar el brazo de King-. ¡Está muy pálida, querida! ¿Se encuentra mal? Estaba inquieta y asustada. Buscó a Ted desesperadamente y sintió alivio cuando le vio levantar el brazo desde el otro extremo del salón.

-Oh, es eso, ¿verdad?-dijo Darcy-. Vámonos, King. La señorita Howard sólo tiene sed. Ven, quiero que conozcas al señor Farmer. Nos perdona, ¿verdad, Amelia?

-Enseguida voy, Darcy -replicó King.

A pesar de lo inesperado de su respuesta, Darcy forzó una sonrisa y fue a ocuparse de sus invitados.

Sus miradas, temerosa la de ella y desafiante la de él, se cruzaron y Amelia se sintió desfallecer.

King la seguía observando con renovado interés, preguntándose a qué se debía la electricidad que flotaba entre ellos. El pánico que reflejaban sus ojos y su rostro ruborizado le decían que ella sentía exactamente lo mismo. Halagado, comprobó una vez más que su presencia era suficiente para encenderlas más ocultas pasiones de Amelia. Estaba seguro de que no fingía y hacía mucho tiempo que su fortuna impedía que una mujer se sintiera atraída sólo físicamente hacia él.

Se acercó un poco más, lo suficiente para transmitir el calor que desprendía su cuerpo mezclado con el aroma de su colonia. La respiración de Amelia se aceleraba por momentos.

-¿Por qué no me dices qué te pasa, Amelia? -preguntó con tono ronco y profundo.

Ella esperó a recuperar el aliento para contestarle.

-Como bien ha dicho su... la señorita Valverde, sólo estoy un poco sofocada.

La mano de King rozó levemente su brazo desnudo y el contacto la hizo estremecer mientras sus pupilas, fijas en las de él, se dilataban.

-Estás ardiendo. ¿Tienes fiebre? -preguntó él suavemente.

-¡No¡ Quiero decir, no. Sólo estoy un poco aturdida. Hay demasiada gente y demasiado ruido -añadió, esforzándose por recuperar la compostura.

King estudió la boca de Amelia, suave y perfecta. Cuando advirtió que sus labios temblaban, una oleada de deseo le recorrió el cuerpo.

Amelia apoyó una mano sobre el pecho de él, aunque no hubiera sabido decir si se trataba de una forma de defenderse o si, sencillamente, estaba a punto de desmayarse.

-King... -suspiró suplicante.

El leve movimiento de aquellos labios le hizo desear ardientemente tenerlos bajo los suyos, sentir su frágil cuerpo y sus brazos rodeándole. Deseaba sentir la suavidad de su piel sobre su pecho desnudo.

Amelia levantó la vista y el corazón le dio un vuelco. Nunca había experimentado una sensación tan fuerte y repentina, y nunca se había creído capaz de sentir un deseo tan intenso hacia otra persona. La actitud de King le resultaba desconcertante. ¿Cómo había podido olvidar que estaba en casa de la que todos consideraban su prometida?

-¿Te gustaría que te besara, Amelia? -susurró.

-¡Señor Culhane! -exclamó ella, escandalizada. Intentó apartarse pero él la sujetó con fuerza para evitar que retirara la mano de su pecho.

-Estate quieta, maldita sea -masculló-. La gente nos está mirando.

-¿Se puede saber qué se propone? -preguntó ella aterrorizada, mientras pensaba en cómo salir del aprieto en que se hallaba. Desgraciadamente, nadie acudió en su ayuda.

-Curioso ¿verdad? -susurro él-. El mundo gira y gira bajo nuestros pies pero nosotros no lo notamos. Sí, señorita Howard, yo siento lo mismo que usted y he de admitir que estoy algo sorprendido. ¡No olvide que la considero poco más que una criatura carente de interés!

Estaba perdida. Había caído en su trampa. Atormentarla se había convertido en otra de sus distracciones. Ahora él sabía que la tenía en sus manos, y ella estaba segura de que se iba a aprovechar de ello.

-Su opinión sobre mí no me quitará el sueño, señor -replicó tan dignamente como pudo.

-Pero sí el deseo que sientes por mí. ¿Te han besado de verdad alguna vez, Amelia? -preguntó burlón. -¡Es usted un... impertinente!

Se acercó hasta casi rozarle la punta de los pechos. -Conozco a las mujeres de una manera que ni siquiera imaginas -susurró junto a su oído-. ¡Estoy seguro de que darías cualquier cosa por uno de mis besos!

Amelia estaba asombrada. Nunca había padecido crueldad semejante. Tendría que haber imaginado que, como a su padre, a King nada le divertía más que ver sufrir a sus semejantes.

Intentó gritar y se apartó bruscamente de él. Sus dedos se clavaban en su brazo como tenazas y el dolor hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas. Encontró a Ted con la mirada y se dirigió hacia él tambaleándose.

-¡Oh, cuánto la he hecho esperar! -exclamó él-. Siento haber tardado tanto.

Le ofreció una taza de ponche que ella aceptó con manos temblorosas.

Derramó un poco sobre sus inmaculados guantes y supo que las manchas permanecerían indelebles, como las humillantes palabras de King. Deseó con todas sus fuerzas que Enid acudiera en su ayuda.

Enid advirtió la desesperación en su rostro y se apresuró a acercarse.

-Se está haciendo tarde -dijo-. ¿Estás cansada, Amelia? ¿Quieres que nos vayamos?

-Sí, por favor-balbuceó ella-. Lo siento, Ted. Lo he pasado muy bien, de verdad, pero estoy agotada.

-Amelia no está acostumbrada a trasnochar -señaló Enid observándola atentamente-. Voy a buscar a King. Ted, ¿por qué no se queda con Amelia hasta que yo vuelva?

-Será un placer -respondió él haciéndole una cortés reverencia.

De reojo, Amelia vio a King hablar con su madre. Él le dedicó una fría mirada y luego se dirigió en busca del coche.

-Supongo que a King no le hace gracia dejar a la señorita Valverde tan pronto

-comentó Ted-. Debería haberme ofrecido a llevarlas a casa...

-No tiene importancia -aseguró Amelia-. Además, puede volver si lo desea,

¿verdad?

-Desde luego. ¿Quiere un poco más de ponche?

-No, gracias. Ya me encuentro mejor.

Pero no era verdad. Estaba paralizada de miedo. No quería volver a casa con King. No quería que su padre regresara. ¡Quería irse muy lejos, sola!

-¿Seguro que te encuentras bien? -preguntó Enid sacándola de sus cavilaciones-.

Ven, esperaremos a King en el porche. El aire fresco te sentará bien. ¿Nos acompaña, Ted?

-Será un placer, señora Culhane. Le estaba diciendo a la señorita Howard que me encantaría visitarla. Enid le miró con recelo. Ted Simpson no era del agrado de su marido y su hijo, pero ¿quién era ella para impedir que Amelia viera a quien quisiera?

-Le he dicho al señor Simpson que prefiero esperar hasta que papá regrese -se apresuró a decir Amelia al ver la expresión de Enid-. Es muy estricto con mis pretendientes.

-Entonces, señor Simpson, será mejor que respetemos los deseos del señor Howard -dijo Enid esbozando una sonrisa.

-Estoy de acuerdo -convino Ted.

Las acompañó hasta el porche y permaneció con ellas hasta que un malhumorado King apareció con el coche. Ted las ayudó a acomodarse y se despidió cortésmente. Durante el trayecto King no participó en la conversación que mantenían Amelia y su madre.

Cuando llegaron al rancho sólo despegó los labios para llamar a sus hombres.

Amelia se apresuró a descender del coche antes de que él se ofreciera a ayudarla y corrió hacia la entrada.

-Espera un momento, Amelia -la detuvo Enid-. La puerta está cerrada.

-Yo la abriré -se ofreció King acercándose.

Amelia retrocedió y bajó los ojos para evitar mirarle, incluso cuando él abrió la puerta y se apartó para dejarlas pasar. Ignorando las normas de educación más elementales, musitó un buenas noches casi inaudible y escapó escaleras arriba.

-King -empezó Enid mirándole inquisitivamente-. ¿Has vuelto a mostrarte desagradable con Amelia?

-Buenas noches, madre -replicó él, pálido.

Salió de la casa dando un innecesario portazo y se dirigió al establo a dar instrucciones a uno de sus hombres sobre cómo acomodar el caballo. Se sentía incapaz de enfrentarse a la mirada acusadora de su madre y de responder a más preguntas. No quería recordar las crueles palabras que había dirigido a Amelia ni el dolor reflejado en su rostro. No comprendía qué le había ocurrido, pero no tenía perdón. Sólo sabía que no se reconocía a sí mismo y que nunca se había sentido tan despreciable.

A la mañana siguiente, Amelia se retrasó cuanto pudo para evitar coincidir con King a la hora del desayuno. No le fue tan fácil escapar de Enid, quien inició una agradable conversación sobre el tiempo mientras observaba cada uno de sus movimientos.

-¿Qué te dijo King anoche, Amelia? -preguntó al fin.

Amelia se ruborizó y empezó a temblar; una galleta se le escurrió entre los dedos.

-Sólo me recordó que no le agrado -mintió-. Me duele que sea así pero, ya se sabe, hay gente que... simplemente no se lleva bien.

Enid no se lo creyó. Era evidente que Amelia no había conseguido conciliar el sueño en toda la noche y ella estaba dispuesta a averiguar lo ocurrido. Sus ojos inquietos se detuvieron en el brazo de Amelia. ¡Lo sabía!

-¿Qué te ha ocurrido? -exclamó al descubrir un cardenal en su antebrazo.

Un grito sofocado y el inmediato intento de Amelia de esconderla reveladora señal fueron suficientes para contestar a su pregunta.

-Vi que discutías con mi hijo y cómo te apartabas bruscamente de él. King te hizo eso, ¿verdad? -preguntó, indignada.

-¿Qué he hecho? -preguntó él desde la puerta.

Allí estaba, vestido con ropa de faena y acercándose a la mesa.

-Echa un vistazo al brazo de Amelia.

Amelia intentó resistirse pero King se arrodilló junto a su silla y le sujetó el brazo, firme pero suavemente, para examinar el cardenal.

-No tiene importancia. Tengo la piel muy delicada -murmuró Amelia retirando el brazo. Esta vez él no opuso resistencia.

-King, ¿cómo has sido capaz de hacer una cosa así? -preguntó Enid.

Levantó los ojos y dijo humildemente:

-Le ruego que me perdone, señorita Howard. No debí haber perdido los estribos.

Amelia apartó la silla. Era igual a su padre y ella no quería estar cerca de él y tener que mirarle o hablar.

Su rechazo irritó a King. Se levantó lentamente y la miró desdeñosamente.

-¿Necesitas algo? -preguntó su madre fríamente. -He venido a preguntar a la señorita Howard si quiere ir a ver las flores -replicó él con seguridad-, pero ya veo que mi presencia le perturba.

Amelia había cerrado los ojos. «Que se vaya, por favor. Me recuerda a mi padre», suplicaba.

Enid cogió a King del brazo y le acompañó fuera de la habitación.

-¿Qué demonios le pasa? -preguntó él fuera de sí-. ¿Es que no la ves? Me trata como si tuviera lepra.

-Te lo mereces. Ojalá Alan estuviera aquí. El la trata correctamente y debido a eso se llevan bien.

-Y, por supuesto, yo no sé tratar a una mujer.

-Eso es. Nunca has vuelto a ser el mismo desde la muerte de Alice. A la clase de mujer que te gusta ahora no le interesan los sentimientos. ¿Por qué no le enseñas las flores a tu preciosa señorita Valverde?

-A Darcy no le interesan esas cosas.

-Lo único que le interesa es el valor de la tierra donde crecen -replicó ella-. Vete de aquí, King. Ya has visto que Amelia no quiere saber nada de ti, y no la culpo.

Ya tiene bastante con su padre. No me extraña que no tenga ningún pretendiente.

Seguramente vivirá y morirá soltera sin conocer el verdadero cariño.

Cerró la puerta y lo dejó fuera. King estaba tan desconcertado que no se movió durante un rato. El cardenal en el brazo de Amelia le había hecho sentirse el ser más despreciable del mundo. Sólo un cobarde se atrevería a ejercer la fuerza bruta contra una mujer indefensa. Él no había querido hacerle daño, pero había perdido el control de sus emociones. La oleada de deseo que le había invadido fue tan inesperada e intensa que había tenido que usar su más refinada crueldad para protegerse. Se sentía culpable pero no sabía qué hacer.

-Malditas mujeres -masculló-. ¡Malditas sean! Cruzó el vestíbulo en dos zancadas y salió de la casa dando un estrepitoso portazo. Disfrazó su dolor bajo un aparente mal humor y fue a supervisar la marca de los terneros recién nacidos.

Estaba tan irascible que parecía que era a él a quien aplicaban el hierro candente.

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