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7. Boom & Bust: 18 dólares ayer, casi 400 dólares hoy

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Boom & Bust: 18 dólares ayer,

casi 400 dólares hoy

 

 

 

No puede llamarse experimento si sabes desde el principio que va a fallar.

JEFF BEZOS

 

 

«Los inversores, escépticos ante el valor de las compañías de internet», leía atentamente Joy Covey —la hoy fallecida directora financiera de Amazon— en el Financial Times, aquel 30 de abril de 1997. El avión se alejaba de la terminal, y el aeropuerto de Heathrow en Londres quedaba atrás después de 72 horas de frenética actividad. Covey y Bezos habían pasado los tres últimos días haciendo la tournée por las principales plazas del Viejo Continente, relatando una y otra vez el cómo y el porqué de la compañía a docenas de inversores. El objetivo, como suele suceder con la mayoría de estos road shows —según la jerga empresarial—, era despertar el interés de los inversores institucionales europeos en la salida a Bolsa de Amazon.com. «De momento hemos recibido una respuesta muy positiva, nuestra historia es buena, hemos duplicado nuestras ventas durante dieciocho meses seguidos, y nuestro modelo centrado en el cliente es muy atractivo»,29 escribía. Por delante quedaban más de diez horas antes de llegar a San Francisco, donde la principal aliada de Bezos y el fundador de Amazon tenían previsto asistir a la conferencia de inversores tecnológicos Hambrecht & Quist. Una vez más, tendrían que pasar el casi divino escrutinio de analistas e inversores potenciales sobre los números, cifras y futuro de la firma. Algo a lo que ya estaban más que acostumbrados, especialmente si tenemos en cuenta que tras aquel encuentro ambos visitaron veinte ciudades en dieciséis días para capitanear un total de 48 presentaciones. En aquel entonces, tanto Covey como Bezos fueron acribillados a preguntas, dudas y opiniones sobre sus arriesgados planes de gasto, sus pérdidas sostenidas o el plan de negocio de la compañía, sin hechos que probasen su efectividad. En estos momentos Bezos continúa afrontando esas mismas cuestiones sin el apoyo de uno de los pilares clave de la firma desde que Amazon se estrenase en los mercados bursátiles el 15 de mayo de 1997. A sus cincuenta años, y todavía militando las filas de la mayor minorista del mundo, donde comenzó a trastear con sus estados de cuentas en diciembre de 1996, Covey falleció el 18 de septiembre de 2013 en San Mateo, mientras practicaba una de sus pasiones: montar en bicicleta.

Parece que fue ayer cuando Bezos, fiel a su estilo agresivo a la par que entrañable, se trasladó de Seattle a California para entrevistar a esta brillante joven que aspiraba a ocupar el puesto de directora financiera y estratega jefe de Amazon. Durante aquel almuerzo, la química entre ellos fue inmediata. Ambos intercambiaron anécdotas sobre la infancia o su pasado académico. No debemos pasar por alto que Covey era de esas personas capaces de obtener una doble titulación por la prestigiosa Universidad de Harvard, tanto en el área de los negocios como en la del derecho judicial. El momento clave llegó cuando Covey dijo haber quedado segunda entre 70.000 aspirantes al Certificado Público de Contabilidad (CPA, por sus siglas en inglés). «Joy, en serio… ¿la segunda mejor?», le espetó irónicamente Bezos. «Casi no estudié», respondió avispada Covey. Su nuevo jefe estuvo riéndose más de un minuto con esa carcajada tan peculiar que lo caracteriza. Un par de semanas más tarde, esta mujer considerada en 1999 como una de las más poderosas de los negocios, según la revista Fortune, telefoneó a Bezos para confirmar que estaba interesada en aceptar la oferta de trabajo. En aquel momento, Amazon contaba con una fuerza laboral de 150 empleados e ingresaba 16 millones de dólares en ventas. Antes de ser arrollada por una furgoneta en el condado de San Mateo, Covey continuaba siendo la mano derecha de Jeff, algo difícil si tenemos en cuenta la agresiva cultura laboral de la minorista. Eso sí, la compañía contaba con 88.400 empleados e ingresó al cierre del año anterior 74.452 millones de dólares en ventas.

«Joy tenía más sustancia que óptica30 —recordó Bezos en su funeral, celebrado en la Stanford Memorial Church el 21 de noviembre—. Era una pensadora a largo plazo—. Ésta fue, es y seguirá siendo la clave en el futuro de Amazon. En aquel vuelo de Londres a San Francisco, la cabeza de Covey no paró de buscar respuestas a la incertidumbre que la salida a Bolsa de la compañía había creado. ¿Era adecuado fijar el precio de las acciones en un rango de entre 12 y 14 dólares?, o ¿conseguirían éstas dispararse como lo hicieron las de Netscape? Recordemos que, en 1997, el sector tecnológico se encontraba sumido en una efervescente burbuja. Claro ejemplo de ello fue el estreno sobre el parqué del hoy perecido buscador, pionero en aquella época. Netscape, como ocurrió no hace mucho con Facebook, optó por duplicar su precio de salida a Bolsa, que pasó de los 14 dólares por título a los 28 dólares. Durante su primera jornada cotizando en los mercados llegó a tocar los 75 dólares, una subida intradía que casi llegó a marcar un récord histórico. Al cierre de la jornada, las acciones de Netscape se colocaron en los 58,25 dólares, por lo que el caprichoso destino bursátil decidió poner a una compañía que no era rentable y nadaba en un océano de pérdidas un precio de mercado de 2.900 millones de dólares. Sí, en la cuna del capitalismo no se aprende, y el hombre o, mejor dicho, los inversores tropiezan no tres sino un sinfín de veces sobre la misma piedra. Sólo hace falta echar un ojo a Twitter y su capitalización de mercado que pone un precio a la compañía de 27.250 millones de dólares. Y no, la red social todavía no genera beneficios.

El despropósito de Netscape vino seguido de otra oleada de salidas a Bolsa, como la de Yahoo! en 1996, un año récord para las tecnológicas que decidieron pasar el cepillo por los mercados de capital para recaudar fondos a cambio de una participación en la empresa. Un total de 104 compañías tecnológicas se decidieron a dar el salto sin paracaídas a los enrevesados mercados de renta variable de la mayor economía del mundo durante la primera mitad del año, recaudando un total de 8.600 millones de dólares. Gracias a Dios, si éste existe, o mejor dicho a Alan Greenspan, por aquel entonces dueño y señor de la política monetaria estadounidense al frente de la Reserva Federal, por echar mano del término «exuberancia irracional». Esta expresión, que Greenspan oyó decir meses antes al hoy Premio Nobel de Economía, Robert Shiller, cuando éste era todavía un economista recién estrenado, como quien dice, provocó que el Dow Jones recortase un 2,6 por ciento de los beneficios acumulados en 1996 en poco más de diez días. Todavía pasarían algo más de dos años antes del colapso de las llamadas dot.com, pero, en 1997, cuando Amazon.com salió a cotizar, tres cuartas partes de las compañías tecnológicas que operaban en Bolsa desde agosto de 1995 lo hacía por debajo de su precio de salida. En el casino de Wall Street esto quiere decir que si usted compró en el momento del estreno bursátil, estaría perdiendo dinero. Aunque, normalmente, el que se la juega en la Calle del Muro lo hace con las miras puestas en el largo plazo, decenas de compañías acabaron por morder el polvo durante los primeros compases del siglo XXI.

Como bien le comentó uno de los analistas de la industria a la directora financiera de Amazon, los inversores estaban empezando «a dar la espalda a las compañías de internet que no generasen más beneficios», y la euforia de los buscadores y el contenido online perdió su brillo «cuando las previsiones de beneficios comenzaron a rebajarse». Es por ello que Bezos y Covey decidieron adoptar una postura de apertura y honestidad con su filosofía a largo plazo. «Entendíamos que los inversores potenciales quisieran conocer detalles sobre las dinámicas de nuestros clientes, patrones de comportamiento… pero teníamos claro que seríamos una mejor inversión para ellos si nos dejaban lidiar con estos temas en solitario y frente a nuestros competidores», aseguró posteriormente Joy, quien fue la encargada de liderar la salida a Bolsa. Hasta entonces, la financiación de Amazon había sido sencilla. El capital inicial, el colchón básico para construir un negocio, llegó de manos del propio Bezos, que puso 10.000 dólares a tocateja. A ello habrá que sumar los préstamos personales, léase: parte de la jubilación de Mike y Jackie, por valor de 75.000 dólares. En enero de 1995, Jeff consiguió recaudar un total de 1,2 millones de dólares por parte de inversores privados, algo que le permitió emitir hasta 4,2 millones de acciones de la compañía. En marzo de 1996, Bezos recaudó otros 8 millones de dólares de manos de Kleiner Perkins Caufield & Byers, la legendaria firma de capital de riesgo de Silicon Valley. En 1997 el mercado de las compras por internet había ganado bastante aceptación. La capacidad de minoristas como Amazon para interactuar directamente con los clientes personalizando su selección de productos abrió la puerta a crear una tienda diseñada a medida, por lo que la fijación de precios y el diseño hicieron de la web un medio comercial muy atractivo. Los primeros productos que comenzaron a venderse en la web fueron ordenadores, servicios de viajes, automóviles, música y, por supuesto, libros. En aquel momento se estimó que el valor total de los productos vendidos a través de internet en Estados Unidos alcanzó los 5.400 millones de dólares en 1996. En la actualidad se espera que en 2017 éstas alcancen los 370.000 millones de dólares en la mayor economía del mundo.

Aunque Covey todavía permanecía algo indecisa por las condiciones del mercado tras las premonitorias palabras de Greenspan, durante el mes de febrero de 1997 —los días 26 y 27 para ser exactos— solicitó propuestas para sacar a Amazon a Bolsa a un total de ocho bancos de inversión, entre ellos, Alex Brown, Deutsche Morgan Grenfell, Goldman Sachs, Hambrecht & Quist, Morgan Stanley o Smith Barney, por mentar algunos. «Traed a vuestros equipos porque podríamos acelerar el proceso una vez que decidamos si salir a Bolsa», advirtió la directora financiera de Amazon. «No compartimos con ellos ningún tipo de número o cifra internos, no estábamos preocupados por obtener una buena valoración sobre nuestras acciones sino por la calidad de los banqueros, su juicio, su compromiso, distribución y calidad de sus análisis», relató tiempo después de aquella fecha clave en que Amazon.com decidió saltar al voraz mundo bursátil. Tras un trepidante viaje a San Francisco, donde se reunió con todos y cada uno de los equipos, Covey regresó a Seattle con las cosas claras. Al menos así lo presentó al consejo de dirección de la minorista. «Nos gustó la propuesta de Deutsche Morgan Grenfell […] Éramos emprendedores y estábamos centrados en el largo plazo y queríamos un banco que compartiera ese mismo objetivo.» En cierta forma, DMG era un equipo relativamente novel en estos menesteres, y Amazon se convertiría en su primer gran cliente, un cebo suficiente para que Bezos y Covey tuvieran la total atención de la entidad financiera. La burocracia posterior, similar a la actual, que incluye remitir un sinfín de documentos a la Comisión de Mercados y Valores de Estados Unidos, culminó con la presentación del conocido como «prospecto» o «S-1», según la nomenclatura otorgada por los reguladores. En dicho panfleto una compañía debe describir información clave, como su historia, su propósito o los riesgos a los que se enfrenta. En este último aspecto, Amazon.com fue de las pocas empresas de la era de las dot.com que fue honesta al reconocer que «la compañía incurriría en pérdidas sustanciales en sus operaciones durante un largo período en el futuro», y que «el ritmo de dichas pérdidas crecería significativamente» desde los niveles registrados antes de su operación pública.

Pese a sus advertencias, los inversores mostraron inmediatamente su interés. Al fin y al cabo, en aquella época, en pleno frenesí por invertir en Bolsa, y más específicamente en compañías tecnológicas —algo que se había convertido en el pan nuestro de cada día—, Amazon contaba con un perfil mucho más sólido que, digamos, por ejemplo, Pets.com. Esta firma, especializada en el suministro de comida y productos para mascotas a través de internet, fue uno de los ejemplos de la subida fulgurante y la caída aún mayor que sufrieron muchas coetáneas. Pets.com pasó, en cuestión de un año, de desembolsar más de dos millones de dólares por colar uno de sus anuncios de 30 segundos en la Super Bowl —el evento deportivo más importante de Estados Unidos— a sufrir una sonada reestructuración bajo el cobijo de la Ley de Bancarrota del país. Colapsos a un lado, Bezos y Covey culminaron su objetivo el 15 de mayo de 1997. Tras muchos devaneos, y varios precios que rondaron desde los 12 hasta los 16 dólares, finalmente Amazon puso un precio de salida de 18 dólares a sus acciones. En su primera jornada cotizando en los mercados, la empresa recaudó 54 millones de dólares, después de que sus títulos se dispararan un 30 por ciento. Jeff dirigía ya una compañía con un precio de 438 millones de dólares. Claro está que dichos números suenan a risa cuando se comparan con los niveles alcanzados en 2013. Es cierto que las cifras pueden ser aburridas, pero merece la pena prestar atención por un momento. No sólo Amazon registró ventas de más de 74.000 millones de dólares sino que la compañía vale hoy más de 164.000 millones de dólares, muy por encima de lo que ha costado rescatar a los bancos españoles o a algún que otro país periférico de Europa. Sus acciones se mueven en torno a los 358 dólares, lo que supone multiplicar por 20 el precio que tenía hace diecisiete años.

Eso sí, no todo han sido mimos y caricias bursátiles para la minorista online. Hay que tener en cuenta que entre 1995 y 1999 el mundo online se había convertido en una herramienta mágica para generar dinero indiscriminadamente. Esta nueva tecnología, que todavía hoy revoluciona las comunicaciones en todos los rincones del mundo, imitó a pies juntillas los errores de otros descubrimientos similares como la radio, el ferrocarril o el automóvil. Todos ellos también construyeron verdaderos castillos en las nubes, que se esfumaron al primer soplo macroeconómico. Y es que, nos guste o no, su cartera o la mía, su empleo o el mío, su casa, sus inversiones… dependen de los ciclos económicos, vaivenes que sólo los más fuertes saben superar airosos. Y el tsunami bursátil que se veía en el horizonte para las compañías relacionadas con internet prometía destrozar los pilares sobre los que se asentaba la industria. Mientras tanto, el Nasdaq tocó su máximo histórico de cierre el 10 de marzo del 2000, cuando el indicador cerró en los 5.408 puntos. Para entender el despropósito de dicha era, sólo debemos mirar los niveles actuales, cuando el mismo indicador, de referencia para las compañías tecnológicas por aquella época, alcanza los 4.100 puntos. Mientras el humo hinchaba el valor de las acciones de compañías tecnológicas, incluso aunque éstas generasen pérdidas y dieran palos de ciego con sus proyecciones de futuro, otro factor comenzó a avivar aún más la gravedad de la situación: la ingeniería financiera o, mejor dicho, la originalidad por parte de muchas empresas a la hora de maquillar sus cuentas. Entre los meses de abril y junio de 1998, lo que aquí se conoce como el segundo trimestre fiscal, Amazon dio el pistoletazo de salida a una tendencia que se convirtió en una bomba de relojería para muchas otras empresas y, por alusiones, para sus inversores. Bezos y su equipo comenzaron por excluir de sus cuentas la amortización de sus activos intangibles, una mala costumbre que pronto heredaron Yahoo! y otras empresas del sector. A mediados de 2001 la mayor parte de las compañías que componen el Standard & Poor’s 500 habían dejado de contemplar algunos de los gastos incluidos en los Estándares Generales Aceptados de Contabilidad (GAAP), el referente de las empresas estadounidenses a la hora de presentar sus cuentas. Esto acabó por desatar el horror entre los reguladores, que rápidamente se dieron cuenta del peligro de fraude y engaño a los inversores que se podía derivar de este tipo de prácticas.

Valuaciones estratosféricas basadas en nada, triquiñuelas contables y un ataque terrorista que cambiaría el curso de la historia contemporánea llevaron a muchas compañías del Olimpo bursátil al más oscuro de los infiernos, pesadillas de las que muchas no despertarían nunca, mientras otras, como Amazon, tuvieron que afrontar de forma estoica el sube y baja del valor de sus acciones sin perder ni el norte ni la compostura. En abril de 1999 las acciones de la compañía tocaron los 105 dólares, mientras que en septiembre de 2001, coincidiendo con el colapso del World Trade Center, los títulos llegaron a cotizarse por debajo de los 6 dólares. En estos momentos, el rango de 52 semanas se mueve entre los 245 y los 408 dólares. Mientras que muchos de los populares nombres de la época perecieron durante el estallido de la burbuja de las puntocom, Amazon mantuvo la mente fría y consiguió volver a registrar su primer beneficio en el cuarto trimestre de 2001. En aquel momento, la BBC declaró que «si internet era el nuevo rock and roll, Jeff Bezos […] era su Elvis […] el superviviente final de la burbuja tecnológica». La clave del éxito de Bezos y el resto de los empleados de Amazon estuvo centrada en el establecimiento de un alto nivel de fiabilidad y sobre todo su exquisito servicio al cliente que le sirvió para ganarse la lealtad profunda a través de sus ideas innovadoras, como la posibilidad de los usuarios de poder hacer comentarios, las compras rápidas con un solo clic de ratón y los iconos gráficos de un carro de la compra que se han vuelto comúnmente familiares en todo portal minorista que se precie.

«Una de las diferencias entre los fundadores o emprendedores y los gestores profesionales es que los primeros son más tercos sobre su visión y por eso siguen trabajando en los detalles», dijo Bezos en una de sus muchas conferencias por aquel entonces. «Uno de los peligros de la incorporación de gestores profesionales es que lo primero que quieren hacer es alterar esa visión, y por lo general eso no es lo que hay que hacer. El truco como emprendedor es saber cuándo hay que ser flexible y cuándo ser terco —dijo Jeff, fiel a defender su postura como el centro neurálgico de Amazon—. La regla de oro es ser terco en los conceptos grandes y flexible con los detalles. Centramos nuestra estrategia en las cosas que sabemos que serán estables con el paso del tiempo. No importa qué parte del negocio al por menor esté involucrada.» El concepto estaba más que claro para Bezos: los clientes querían precios bajos, entrega rápida y una amplia selección de productos. «Hemos tenido algunas críticas muy duras durante ese período de tiempo, pero siempre observamos que algunos de los críticos más duros eran nuestros mejores clientes —dijo Bezos—. Así que pensé que no podía ser tan desastroso si ése era el caso. Tener una cultura que está enfocada en el cliente en lugar de estarlo en el mundo exterior hace que una empresa sea más resistente a las influencias externas.»

Ese enfoque en el que el cliente es la razón sobre la que se asienta la compañía explica por qué la empresa eligió los libros, y posteriormente música y películas, para atraer el interés de los consumidores. En 2006, Amazon extendió sus alas de nuevo, y se animó a desarrollar áreas técnicas y logísticas para empresas. «Bezos pretende transformar Amazon en una especie de herramienta indispensable del siglo XXI», aseguraba en aquel momento Bloomberg Businessweek.

La razón por la que los inversores de Amazon no suelen poner el grito en el cielo cuando la compañía no presenta los beneficios esperados, o continúa fabricando productos como el Kindle y generando pérdidas para la empresa, es por su confianza en Bezos. Y la estrategia de futuro puede ser prometedora desde el punto de vista financiero. Imaginen que Walmart decidiese ofrecer su cadena de suministro líder en la industria y otros sistemas de logística a cualquier compañía, incluso aunque éstas sean parte de la competencia. Este método se ha convertido en el pulmón de Amazon para conquistar el mundo de una forma implícita. La minorista online ha comenzado a alquilar casi todo lo que utiliza para ejecutar su propio negocio —desde el espacio en sus almacenes hasta servidores, almacenamiento de datos o millones de códigos informáticos—, y en cierta forma está sentando la base sobre la que se apoyará el comercio de mañana. Cediendo su conocimiento e instalaciones, Amazon tendrá más control que nadie sobre cualquiera de las industrias en las que participa.

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