Amadeus

Amadeus


Acto primero

Página 7 de 14

(STRACK y ROSEMBERG le miran indignados. Luego STRACK se marcha bruscamente, muy ofendido.)

MOZART. — ¿Por qué se ha molestado?

ROSEMBERG. — Buenas noches.

(Hace intención de irse.)

MOZART. — No, no, no… ¡por favor!

(Le sujeta por un brazo.) ¡Vuestra mano primero, por favor!

(De mala gana, ROSEMBERG le da la mano. MOZART la besa.) (Humildemente.) Dadme un puesto, señor.

ROSEMBERG. — Eso no está en mi mano, Mozart.

MOZART. — La Princesa Elizabeth está buscando un Instructor. Una palabra vuestra podría asegurarme ese puesto.

ROSEMBERG. — Lo lamento. El único que puede recomendaros es el Compositor de Cámara Salieri.

(Se suelta.)

MOZART. — ¿Sabéis que soy mejor que cualquier músico de Viena?… ¿Lo sabéis?

(ROSEMBERG se va. MOZART grita tras él.) Inmigrantes vanidosos… ¡Estoy harto de ellos! Inmigrantes vanidosos…

(De repente se ríe para sí, como un niño.) Vanidosos…

(Y sale dando saltos.)

SALIERI. —

(Viéndole irse.) Apenas un mes más tarde, aquel pensamiento de venganza se convirtió en algo más que un simple pensamiento.

L

A

B

I

B

L

I

O

T

E

C

A

W

A

L

D

S

T

A

T

E

N

Al encenderse las luces se oyen dos gritos simultáneos. Hay tres figuras enmascaradas: CONSTANZE está flanqueada a ambos lados por los VENTICELLI. Los tres son invitados de una fiesta y están jugando a las prendas.

Dos criados permanecen inmóviles entre ellos, sosteniendo la gran silla de brazos. Otros dos sostienen la gran mesa de los dulces.

VENTICELLO 1. — ¡Prenda!… ¡Prenda!…

VENTICELLO 2. — ¡Prenda, Stanzerl! ¡Tenéis que pagar prenda!

CONSTANZE. — Habéis hecho trampa. No lo haré.

V. 1. — Tenéis que hacerlo.

V. 2. — Es ley del juego.

(Los criados recobran movimiento y colocan los muebles en su sitio. SALIERI se dirige a la silla de brazos y se sienta.)

SALIERI. —

(Al público.) Aunque no lo crean, otra vez estaba en la misma silla encubridora en la Biblioteca de la Baronesa…

(coge una taza de la mesita) y consumiendo el mismo postre delicioso.

V. 1. — Habéis perdido… ¡Tenéis que cumplir la pena!

SALIERI. —

(Al público.) Una fiesta para celebrar la víspera del Año Nuevo. Yo estaba solo… mi amada esposa Teresa estaba visitando a sus padres en Italia.

CONSTANZE. — Bien, ¿qué?… ¿Qué es?

(VENTICELLO 1 coge del pianoforte una anticuada regla redonda.)

V. 1. — Quiero medir vuestras pantorrillas.

CONSTANZE. — ¡Ooooooh!

V. 1. — ¿Bien?

CONSTANZE. — Definitivamente, no. ¡Desvergonzado!

V. 1.— ¡Vamos!

V. 2. — Tenéis que dejarle, Stanzerl. En el amor y en las prendas todo es justo.

CONSTANZE. — No, no lo es… ¡así que podéis largaros los dos!

V. 1. — Si no me dejáis, no se os permitirá jugar otra vez.

CONSTANZE. — Escoged alguna otra cosa.

V. 1. — He escogido eso. Ahora subid a la mesa. ¡Aprisa, aprisa! ¡Allez-oop!

(Alegremente retira los platos de dulces de la mesa.)

CONSTANZE.— ¡Entonces, rápido!… ¡Antes de que nos vea alguien!

(Los dos hombres enmascarados suben sobre la mesa a la chica enmascarada, que da nerviosos pero divertidos chillidos.)

V. 1. — Sujétala, Friedrich.

CONSTANZE. — ¡No necesito que me sostengan, gracias!

V. 2. — Sí, lo necesitáis: también forma parte del castigo.

(Sujeta sus tobillos firmemente, mientras VENTICELLO 1 introduce la regla bajo las faldas de CONSTANZE y mide sus piernas. Agitadamente, SALIERI cambia de posición y se da la vuelta de manera que puede arrodillarse en la silla y observar. CONSTANZE se ríe nerviosamente, encantada; después se muestra ofendida… o pretende estarlo.)

CONSTANZE. — ¡Basta!… ¡Basta ya! ¡Ha sido más que suficiente!

(Se inclina e intenta abofetearle.)

V. 1. — Cuarenta y tres centímetros… ¡De la rodilla al tobillo!

V. 2. — ¡Ahora me toca a mí! ¡Sujétala tú!

CONSTANZE. — ¡Eso no es justo!

V. 2. — Sí, lo es. También habéis perdido conmigo…

CONSTANZE. — ¡Ya está! ¡Dejadme bajar!

V. 2. — Sujétala, Karl.

CONSTANZE.— ¡No!…

(VENTICELLO 1 sujeta sus tobillos. VENTICELLO 2 mete por completo la cabeza bajo sus faldas. Ella chilla.) No… ¡basta!… ¡No!

(Y da grititos de excitación nerviosa.)

(En medio de esta escena tan falta de dignidad, MOZART entra corriendo, también enmascarado.)

MOZART. —

(Ofendido.) ¡Constanze!

(Quedan inmóviles. SALIERI baja la cabeza y se sienta, escondido en la silla.) Caballeros, si tienen la amabilidad…

CONSTANZE. — ¡Es sólo un juego, Wolferl!…

V. 1. — No teníamos mala intención, os doy mi palabra.

MOZART. —

(Rígido.) Baja de esa mesa, por favor.

(Los VENTICELLI la ayudan a bajar.) Gracias. Os veremos más tarde.

V. 2. — Mirad, Mozart, no os equivoquéis…

MOZART. — Disculpadnos ahora, por favor.

(Se van. AMADEUS se arranca la máscara.) ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

CONSTANZE. — No, ¿qué?…

MOZART. — Acabas de perder tu buena reputación. ¿Te parece poco? Ahora eres una perdida.

CONSTANZE. — No seas estúpido.

(Ella también se quita la máscara.)

MOZART. — ¡Por amor de Dios! ¡Eres una mujer casada!

CONSTANZE. — ¿Y eso qué tiene que ver?

MOZART. — Una joven esposa no permite que manoseen sus piernas en público. ¿No podías al menos haber medido por ti misma tus feas piernas?

CONSTANZE. — ¿Qué? ¡Por supuesto! ¡No son tan bonitas como las de mi hermana Aloysia! ¡Todo el mundo sabe que mi hermana tiene unas piernas perfectas!

MOZART. —

(Levantando la voz.) ¡¿Sabes lo que has hecho?!… ¡Me has puesto en vergüenza!.

CONSTANZE. — ¡No seas ridículo!

MOZART. — Puesto en vergüenza… ¡delante de ellos!

CONSTANZE. —

(Súbitamente furiosa.) ¡Tu!… ¿En vergüenza tu?… ¡Esto tiene gracia! ¡Sí aquí hay alguien afrentado, amorcito, soy yo!

MOZART. — ¿Qué quieres decir?

CONSTANZE. — Solamente que te has acostado con todas las alumnas que has tenido.

MOZART. — Eso no es cierto.

CONSTANZE. — ¡Con todas y cada una de ellas!

MOZART. — Por ejemplo, ¿con quién?

CONSTANZA.— ¡La joven Aurnhammer! ¡La joven Rumbeck! ¡Katherina Cavalieri… esa putita hipócrita!, que ni siquiera es alumna tuya… Es alumna de Salieri. Y, por cierto, mi amor, ¡esa puede ser la razón por la que él tiene cientos de alumnas y tú no tienes ninguna! ¡El no se las lleva a la cama!

MOZART. — ¡Desde luego que no! No se le levanta, ¡ese es el motivo!… ¿Has escuchado su música? ¡Ese es el sonido de alguien a quien no se le levanta! ¡Por lo menos yo puedo hacerlo!

CONSTANZE. — Me das asco.

MOZART. — ¡Nadie puede decir que a mí no se me levanta!

CONSTANZE. —

(Rompiendo a llorar.) ¡Me importa una mierda! ¡Te odio! ¡Te odiaré siempre!… ¡Te odio!

(Una pequeñísima pausa. Ella solloza.)

MOZART. —

(Desvalido.) Oh Stanzerl, no llores. Por favor, no llores… No puedo soportarlo. Simplemente, no me gusta que parezcas ordinaria a los ojos de la gente. Eso es todo. ¡Toma!

(Coge la regla.) Pégame. Pégame… Soy tu esclavo. Stanzi. Stanzi marini, bini, bini. Me quedaré aquí quieto, como un corderito, y aguantaré tus golpes. Toma. Hazlo… Batti.

CONSTANZE. — No.

MOZART. — Batti, batti. Mio tesoro.

CONSTANZE. — ¡No!

MOZART. — Constanci, anzi, stanci, panci.

CONSTANZE. — Basta.

MOZART. — Constanci, anci, se agarró una rabieta. ¡Se cagó en las bragas y las hizo estallar!

(Ella se ríe aunque no quiere.)

CONSTANZE. — ¡Basta…!

MOZART. — ¡Y cuando le quitaron la falda, Constancita, cerdita se comió la caca!

CONSTANZE. — ¡Basta!

(Le quita la regla y le golpea con ella. El aúlla juguetonamente.)

MOZART. — ¡Ohhhh! ¡Ooooh! ¡Ohhhh! ¡Otra vez! ¡Hazlo otra vez! ¡Me arrojo a vuestros pestilentes pies, Madonna!

(Lo hace. Ella le pega un poco más mientras se agacha, pero siempre levemente, mirándole apenas, dividida entre lágrimas y risa. MOZART patalea con placer.)

MOZART. — ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

(Repentinamente, SALIERI, incapaz de aguantar un segundo más, deja escapar un grito involuntario.)

SALIERI. — ¡¡¡¡Ah!!!!

(La joven pareja se queda inmóvil. SALIERI, descubierto, transforma rápidamente su ruido de disgusto en un bostezo, y se estira como si despertara de una siesta. Se asoma desde la silla.)

SALIERI.—Buenas noches.

CONSTANZE. —

(Avergonzada.) Excelencia…

MOZART. — ¿Cuánto tiempo lleváis ahí?

SALIERI. — Me quedé dormido hace un rato. ¿Estabais riñendo?

MOZART. — No, por supuesto que no…

CONSTANZE. — Sí, lo estamos. Wolfgang ha estado muy irritante.

SALIERI. —

(Levantándose.) Caro Herr, esta noche es la ocasión de expresar los deseos para el Año Nuevo. Sin duda el irritar a hermosas damas no puede ser uno de los vuestros. ¿Puedo sugerir que traigáis del comedor un sorbete para cada uno de nosotros?

MOZART. — ¿Y por qué no vamos todos a la mesa?

CONSTANZE. — Herr Salieri tiene razón. Tráelos aquí… ese será tu castigo.

MOZART. — ¡Stanzi!

SALIERI. — Vamos; yo haré compañía a vuestra esposa. No puede haber mejor ofrenda de paz que un sorbete de anís.

CONSTANZE. — Yo lo prefiero de mandarina.

SALIERI. — Muy bien, mandarina.

(Gozoso) Pero si pudierais conseguir uno de anís para mí, os estaría profundamente agradecido… Así el Año Nuevo empezará serenamente para nosotros tres.

(Un pausa. MOZART duda… y luego se inclina.)

MOZART. — Es un honor, Signore, naturalmente. Y después os echaré una partida de billar. ¿Qué os parece?

SALIERI. — Lo siento, pero no sé jugar.

MOZART. —

(Con sorpresa.) ¿No sabéis…?

CONSTANZE. — A Wolferl le encanta jugar al billar. Lo hace muy bien.

MOZART. — ¡Soy el mejor! Ocasionalmente puedo inclinar la cabeza ante una composición que no sea mía, pero en el billar… ¡jamás!

SALIERI. — Un virtuoso del taco.

MOZART. — ¡Exactamente! ¡Es un juego de virtuosos!…

(Coge la regla y la maneja como si fuese un taco.) ¡Creo que voy a escribir una obra que se titule: Gran Fantasía para Bolas de Billar! ¡Trillos. Accacciaturas! ¡ Arpegios completos en marfil! ¡Después yo mismo la interpretaría en público!… ¡Tendría que ser yo porque ninguno de esos charlatanes italianos como Clementi sería capaz de poner sus dedos alrededor del taco. Scusate, Signore!

(Agita la mano en un floreo fanfarrón y sale contoneándose.)

CONSTANZE. — Realmente, es un amor.

SALIERI. — Y además afortunado: os tiene a vos. Sois, si me permitís decirlo, una criatura sorprendente.

CONSTANZE. — ¿Yo?… Muchas gracias

(con tono infantil).

SALIERI. — Sin embargo, vuestro esposo no parece estar teniendo mucho éxito.

CONSTANZE. —

(Aprovechando la ocasión.) Estamos desesperados, señor.

SALIERI. — ¿Qué?

CONSTANZE. — No tenemos dinero ni perspectivas de conseguirlo. Esa es la verdad.

SALIERI. — No lo comprendo. Da muchos conciertos.

CONSTANZE. — Pero no pagan suficiente. Lo que necesita son alumnos. Alumnos ilustres. Su padre nos llama derrochadores, pero no es cierto. Yo me administro tan bien como pueda hacerlo cualquiera. Sencillamente, no gana lo suficiente. No le digáis que os lo he contado, por favor.

SALIERI. —

(En tono confidencial.) Esto queda entre nosotros. ¿Pero cómo puedo ayudaros?

CONSTANZE. — Mi esposo necesita seguridad, señor. Si al menos pudiera encontrar un empleo estable, todo iría mejor. ¿No hay nada en la Corte?

SALIERI. — Por ahora, no.

CONSTANZE. —

(En tono más firme.) La Princesa Elizabeth necesita un profesor.

SALIERI. — ¿De veras? No sabía nada.

CONSTANZE. — Una palabra vuestra y el puesto sería suyo.

SALIERI. —

(Mirando fuera.) Ya vuelve.

CONSTANZE. — Por favor… por favor, Excelencia. No podéis imaginaros lo que esto supondría.

SALIERI. — No podemos hablar de ello ahora.

CONSTANZE, — ¿Entonces, cuándo? ¡Oh, por favor!

SALIERI. — ¿Podéis venir a verme mañana? ¿Sola?

CONSTANZE. — No puedo hacer eso.

SALIERI. — Soy un hombre casado.

CONSTANZE. — Da igual.

SALIERI. — ¿Cuándo trabaja él?

CONSTANZE. — A primera hora de la tarde.

SALIERI. — Entonces venid a las tres.

CONSTANZE. — ¡No me es posible!

SALIERI. — Por vuestro propio interés, ¿sí o no?

(Una pausa. Ella duda. Abre la boca. Luego sonríe y bruscamente sale corriendo.)

SALIERI. —

(Al público.) Con que lo había hecho. ¡La había tentado! ¿Qué pasaba con aquel voto que hice en la Iglesia? Fidelidad, castidad y todo lo demás. ¿Qué pensaba ella de mí? ¿De este italiano cauteloso? ¿Me consideraba un amigo sincero o un seductor optimista?¿ Vendría? Me era imposible saberlo.

(Unos criados retiran los muebles de Waldstaten. Otros los sustituyen por dos pequeñas sillas doradas, bastante próximas, en el centro. Otros traen de nuevo, a hurtadillas, la vieja bata casera que SALIERI desechó antes de la escena tercera, colocándola en el pianoforte.)

S

A

L

O

N

D

E

S

A

L

I

E

R

I

Sobre las cortinas aparecen otra vez proyecciones de ventanales.

SALIERI. — Y si venía, ¿cómo me comportaría yo? Tampoco lo sabía… ¡A la tarde siguiente esperé ardiéndome la sangre! ¿Iba realmente a seducir a una joven esposa que tan sólo llevaba dos meses casada?… Una parte de mí —mucho de mí— lo deseaba, locamente… locamente, sí. ¡Locamente era la palaba!…

(El reloj da las tres. Con la primera campanada suena el timbre. SALIERI se levanta con excitación.) ¡Ahí estaba! ¡En punto!… ¡Había venido!

(Entra por la derecha el pastelero, igual de gordo, pero cuarenta años más joven. Transporta con orgullo un plato cargado de castañas al brandy. SALIERI las coge de sus manos nerviosamente, haciendo con la cabeza un gesto de aprobación, y las coloca sobre la mesa.)(Al pastelero.) Grazie. Grazie tanti… Via, via, via.

(El pastelero se inclina al despedirle SALIERI, y sale por donde ha entrado sonriendo sugerentemente. El criado entra por la izquierda —también él tiene cuarenta años menos — y detrás de él, CONSTANZE, luciendo un bonito sombrero y portando una carpeta.)

SALIERI. — ¡Signora!

CONSTANZE. —

(Con una reverencia.) Excelencia.

SALIERI. — Benvenuta

(al criado, despidiéndole). Grazie.

(El criado se va.) Habéis venido…

CONSTANZE. — No debería haberlo hecho. Mi esposo se pondría furioso si lo supiera. Es un hombre muy celoso…

SALIERI. — ¿Sois vos una mujer celosa?

CONSTANZE. — ¿Por qué lo preguntáis?

SALIERI. — Es una pasión que yo no entiendo… Estáis aún más bonita que anoche, si me permitís decirlo.

CONSTANZE. — ¡Muchas gracias!… Os traje algunas partituras de Wolfgang. Cuando las veáis comprenderéis lo importante que sería para él un Nombramiento Real. ¿Queréis examinarlas, por favor, mientras espero?

SALIERI. — Queréis decir, ¿ahora?

CONSTANZE. — Sí, tengo que llevármelas. Si no, las echará de menos. No hace copias. Estos son los originales.

SALIERI. — Sentaos. Dejadme ofreceros algo especial.

CONSTANZE. —

(Sentándose.) ¿De qué se trata?

SALIERI. —

(Presentando la caja.) Capezzoli di Venere. Pezones de Venus. Castañas romanas en azúcar al brandy.

CONSTANZE. — No, gracias.

SALIERI. — Probadlas. Mi pastelero las hizo especialmente para vos.

CONSTANZE. — ¿Para mí?

SALIERI. — Sí, son bastante raras.

CONSTANZE. — Bueno, entonces será mejor que las pruebe, ¿no? Sólo una… Muchas gracias.

(Coge una y se la pone en la boca. El sabor la deja perpleja.) ¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh!… ¡Son exquisitas!

SALIERI. —

(Lujuriosamente, mirándola comer.) ¿Verdad que sí?

CONSTANZE. — ¡Mmmmmmmmmm!

SALIERI. — Tomad otra.

CONSTANZE. —

(Cogiendo dos más.) No, es demasiado.

(Cuidadosamente él da la vuelta por detrás de ella y se sienta en la silla que hay a su lado.)

SALIERI. — Creo que sois la muchacha más generosa del mundo.

CONSTANZE. — ¿Generosa?

SALIERI. — Es el nombre que yo os doy. Anoche pensé: “Constanze es un nombre demasiado austero para esa chica. Yo la bautizará de nuevo como ‘Generosa’. La Generosa.” Luego escribiré una magnífica canción con ese título y ella la cantará sólo para mí.

CONSTANZE. —

(Sonriendo.) Estoy muy falta de práctica, señor.

SALIERI.—La Generosa…

(Se inclina un poco hacia ella.) No me digáis que el nombre va a resultar impropio.

CONSTANZE. —

(Fríamente.) ¿Qué nombre dais a vuestra esposa, Excelencia?

SALIERI. —

(Con igual frialdad.) No soy una Excelencia, y llamo a mi esposa Signora Salieri. Si la llamase alguna otra cosa sería La Statua. Es una dama muy recta.

CONSTANZE. — ¿Está aquí ahora? Me gustaría conocerla.

SALIERI. — Por desgracia, no. En este momento está en Verona, visitando a su madre.

(Ella comienza a abandonar su silla. SALIERI, gentilmente, se lo impide.) Constanze: mañana por la noche ceno con el Emperador. Una palabra mía recomendando a vuestro esposo como tutor de la Princesa Elizabeth y ese valioso puesto es suyo. Creedme; cuando yo hablo a Su Majestad de cuestiones musicales nadie me contradice.

CONSTANZE. — Os creo.

SALIERI. —

(Todavía sentado, coge su pañuelo y, delicadamente, se enjuga la boca con él.) Por supuesto, un servicio de esa clase merece una pequeña recompensa a cambio.

CONSTANZE. — ¿Cómo de pequeña?

(Breve pausa.)

SALIERI. — Del tamaño de un beso.

(Breve pausa.)

CONSTANZE. — ¿Sólo uno?

(Leve pausa.)

SALIERI. — Si uno os parece justo.

(Ella le mira… Luego le besa levemente en la boca. Pausa más larga.) ¿Os lo parece?

(Ella le da un beso más largo. El procura tocarla con su mano. Ella se separa.)

CONSTANZE. — Creo que esto sí es suficientemente justo.

(Pausa.)

SALIERI. —

(Cauteloso.) Una lástima… Es una paga un poco pequeña para obtener un puesto que todos los músicos de Viena desean.

CONSTANZE. — ¿Qué queréis decir?

SALIERI. — ¿No está claro?

CONSTANZE. — No. En absoluto.

SALIERI. — Otra lástima… ¡Un millón de lástimas!

(Pausa.)

CONSTANZE. — No puedo creerlo… ¡Realmente no puedo creerlo!

SALIERI. — ¿Qué?

CONSTANZE. — Lo que acabáis de decir.

SALIERI. —

(Rápidamente.) No he dicho nada. ¿Qué he dicho?

(CONSTANZE se levanta y SALIERI también se pone en pie aterrorizado.)

CONSTANZE.— ¡Me marcho!… ¡Voy a salir de aquí!

SALIERI. — Constanze…

CONSTANZE. — Dejadme pasar, por favor.

SALIERI. — ¡Constanze, escuchadme! Soy un hombre torpe. Sé que me veis sofisticado, pero no lo soy en absoluto. Miradme bien. Carezco de malicia. Me alimento tan sólo de tinta y dulces. No tengo ningún trato con mujeres… Pero anoche cuando os vi envidié a Mozart desde lo más profundo de mi alma, y de esta envidia surgieron pensamientos torpes. Por un momento me atreví a imaginar que, de las muchas virtudes que indiscutiblemente poseéis, podríais guardar para mí un poquito de la ternura que vuestro rico esposo no necesita, e inspirarme a mí también.

(Pausa. Ella se ríe.) Os hago reír.

CONSTANZE. — Mozart tiene razón. Sois perverso.

Ir a la siguiente página

Report Page