Amadeus

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Acto segundo

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Las luces de la sala se apagan al volver éste.

SALIERI. — He estado escuchando a los gatos en el patio. Están todos cantando a Rossini. Es evidente que los gatos han degenerado tanto como los compositores. Domenico Scarlatti tenía uno que era capaz de pasearse por el teclado del piano y seleccionar temas aceptables para una fuga. Pero aquél era un gato español de la Ilustración que valoraba el contrapunto. En nuestros días todo lo que los gatos aprecian es el Do agudo. Como el resto del público.

(Va hacia el frente del escenario y se dirige directamente al público.) Esta es la última hora de mi vida. Debéis comprenderme. No perdonarme. Yo no busco indulgencia. Pero yo fui un hombre bueno; lo que el mundo llama bueno. ¿Y de qué me sirvió? La bondad no pudo convertirme en un buen compositor. ¿Acaso Mozart fue bueno? Está claro que la bondad no es nada en el horno del arte.

(Pausa.) En aquella espantosa Noche de las Partituras mi vida se planteó un objetivo tremendo y espeluznante: obstaculizar a Dios en una de sus más puras manifestaciones. Yo podía hacerlo. Dios necesitaba a Mozart para mostrarse al mundo. Y Mozart me necesitaba a mi para prosperar en el mundo. Así que seria una lucha a muerte en la que Mozart era el campo de batalla.

(Pausa.) Yo sabía una cosa de Dios. Era un Enemigo absoluto. Pero observad el hecho de que el obstaculizarlo a Él en el mundo me proporcionaba también la satisfacción de estorbar a un rival humano que aborrecía. Me pregunto quién de vosotros rechazaría esta oportunidad si se le ofreciera.

(Mira maliciosamente al público, quitándose la bata y el chal.) Me di cuenta del peligro tan pronto como hube pronunciado mi desafío. ¿Cómo respondería Él? ¿Me aniquilaría de repente por mi impiedad? No os riáis. Yo no era un sofisticado de salón. ¡Era solamente un católico de provincias lleno de temor!

(Se pone su peluca empolvada y habla de nuevo con su voz más joven. Hemos vuelto al siglo XVIII.) Lo primero que ocurrió fue que repentinamente Constanze volvió. ¡A las diez en punto de la noche!

(Suena la campanilla de la puerta. Entra CONSTANZE seguida por el desvalido criado.) (Sorprendido.) ¡Signora!

CONSTANZE. —

(Rígidamente.) Mi esposo está en una velada del Barón Van Swieten. Un concierto de Sebastián Bach. Ha pensado que a mí no me iba a gustar.

SALIERI. — Ya veo.

(Cortante, al criado, que mira pasmado.) Llamaré si necesitamos algo. Gracias.

(El criado sale. Breve pausa.)

CONSTANZE. —

(Fríamente.) Bien, ¿dónde vamos?

SALIERI. — ¿Qué?

CONSTANZE. — ¿Lo hacemos aquí?… ¿Por qué no?

(Se sienta, todavía con el sombrero puesto, en una de las pequeñas sillas doradas de respaldo recto. Deliberadamente afloja las cintas del cuerpo de su vestido, de modo que se puedan ver las puntas de sus pechos; se sube las faldas de seda por encima de las rodillas, de manera que podamos ver también la carne por encima del final de las medias; abre las piernas y mira a SALIERI con una mirada directa. Hablando suavemente.) ¿Bien?… Vamos a ello.

(Durante un segundo SALIERI devuelve la mirada, luego retira repentinamente la vista.)

SALIERI. —

(Rígido.) Vuestras partituras están ahí. Por favor, cogedlas y marchaos. Ahora. Al momento.

(Pausa.)

CONSTANZE. — Sois una mierda.

(Se levanta de un salto y agarra la carpeta.)

SALIERI. — ¡Via! ¡No volváis!

CONSTANZE. — ¡Mierda podrida!

(Súbitamente corre hacia él, intentando furiosamente golpearle en el rostro. El la agarra de los brazos, la sacude violentamente y la arroja al suelo.)

SALIERI.— ¡Via!

(Ella queda inmóvil, mirándole fijamente con odio.) (Al público.) ¡Ya veis cómo fue! Ella me apetecía, ¡desde luego que sí!, ¡entonces más que nunca! Pero no quería nada insignificante, inferior… Mi contienda no era con Mozart… ¡sino a través de él!, contra Dios, que tanto le amaba.

(Desdeñosamente.) ¡Amadeus!… ¡Amadeus!

(CONSTANZE se levanta y sale de la habitación corriendo. Pausa. SALIERI se tranquiliza acercándose a la mesa y escogiendo un “pezón de Venus” para comérselo.) Al día siguiente, cuando Katherina Cavalieri vino a dar su clase, pronuncié el mismo sospechoso discurso hablando de “limosnas de ternura” y también bauticé a la chica “La Generosa”. Lamento que mi inventiva, tanto en el amor como en el arte, haya sido siempre tan limitada. Afortunadamente a Katherina le pareció suficiente. Se comió veinte “pezones de Venus”, me besó con un aliento perfumado de brandy, y se deslizó fácilmente dentro de mi cama.

(KATHERINA entra lánguidamente, medio desvestida, como si viniera del dormitorio. Él la abraza y, disimuladamente, le ajusta un poco el peinador.) Permaneció allí, en calidad de amante, durante muchos años, a espaldas de mi buena esposa… y yo pronto borré con mi sudor las huellas de aquel pequeño cuerpo —el de la criatura— que me había precedido.

(La chica le dedica una radiante sonrisa y se marcha despacio.) Tanto peor para mi voto de castidad.

(Leve pausa.) Aquella misma noche fui a Palacio y dimití de mi puesto en el Comité de ayuda a los músicos pobres. Tanto peor para mi promesa de justicia social.

(Cambio de luz.) Después me presenté ante el Emperador y recomendé a un hombre sin ningún talento como instructor de la Princesa Elizabeth.

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El Emperador está de pie delante de la enorme chimenea, entre los espejos dorados.

JOSEPH. — ¿Herr Sommer? ¡Un hombre ciertamente torpe! ¿Por qué no Mozart?

SALIERI. — Majestad, yo no puedo en conciencia recomendar a Mozart como instructor de la realeza. Se oyen demasiadas historias.

JOSEPH. — Pueden ser simples habladurías.

SALIERI. — Lamento deciros que una de ellas está relacionada con una protegida mía. Una cantante muy joven.

JOSEPH. — ¡Charmant!

SALIERI. — No es agradable, Majestad, pero es cierto.

JOSEPH. — Ya veo… Dejemos entonces que sea Herr Sommer.

(Desciende hasta la parte baja del escenario.) Me atrevería a decir que no puede causar mucho daño. Para ser franco, nadie puede hacer mucho daño, musicalmente hablando, a la Princesa Elizabeth.

(Se aleja.) (SALIERI sale. MOZART entra por el otro lado, en la parte baja del escenario. De ahora en adelante lleva una peluca de aspecto más natural: una que representa su propio pelo, castaño claro, abundante y recogido atrás con una cinta)

SALIERI. —

(Al público.) Evidentemente Mozart no desconfiaba de mí. El Emperador anunció el nombramiento en su forma habitual…

JOSEPH. —

(Haciendo una pausa.) Bien, ya está.

(JOSEPH sale.)

SALIERI. — …Y yo me compadecí del perdedor.

(MOZART se vuelve y mira al frente desvalido. SALIERI le estrecha la mano.)

MOZART. —

(Con amargura.) Es culpa mía. Mi padre siempre me dice en sus cartas que debería ser más obediente. ¡Saber cuál es mi lugar!… ¡Me echará dieciséis sermones cuando se entere de esto!

(MOZART se dirige lentamente hacia el pianoforte. Las luces bajan.)

SALIERI. —

(Al público, mientras le observa.) Por lo que a Mozart concernía, fue una pérdida sumamente grave.

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(Entran suavemente los VENTICELLI.)

VENTICELLO 1. — Su lista de alumnos no aumenta.

VENTICELLO 2. — Seis como máximo.

V. 1. — ¡Y ahora un hijo que mantener!

V. 2. — Un chico.

SALIERI. — Pobre hombre.

(Al público.) Yo, por el contrario, prosperaba. Esta es la extraordinaria verdad. Si había esperado de Dios ira, no la hubo. ¡Ninguna!… En cambio, por increíble que parezca, durante el 84 y el 85 llegué a ser considerado como el más grande de los compositores. Y esto a pesar de que éstos fueron los dos años en los que Mozart escribió sus mejores conciertos para piano y sus cuartetos de cuerda.

(Los VENTICELLI están a ambos lados de SALIERI. MOZART está sentado al piano.)

V. 1. — Haydn considera los cuartetos insuperables.

SALIERI. — Lo eran, pero nadie los oyó.

V. 2. — Van Swieten califica los Conciertos de sublimes.

SALIERI. — Lo eran, pero nadie se dio cuenta.

(MOZART toca y dirige desde el piano. Débilmente escuchamos el rondó del Concierto de piano en La Mayor, K 488.) (Mientras suena la música.) Los vieneses acogieron cada inigualable concierto con los mismos chillidos de placer con que acogían cada nuevo modelo de sombrero femenino. Cada concierto se interpretó sólo una vez… luego quedó totalmente olvidado… Yo era el único que tenía capacidad para apreciar lo que era todo aquello: ¡Las obras más perfectas producidas por un hombre en todo el siglo XVIII! Por el contrario, mis óperas se representaban en todas partes y eran aplaudidas por todo el mundo. Compuse mi “Semiramis” para Munich.

V. 1. — ¡Acogida con éxtasis!

V. 2. — ¡La gente se desmayó de placer!

(En la “Caja de Luz” se ve el interior de un teatro de la ópera brillantemente iluminado y una audiencia en pie que aplaude vigorosamente. SALIERI, flanqueado por los VENTICELLI, se vuelve hacia el fondo del escenario y se inclina. El concierto apenas puede oírse a través del clamor.)

SALIERI. — Escribí una ópera cómica para Viena. “La Grotta di Trofonio”.

V. 1. — ¡La comidilla de la ciudad!

V. 2.— ¡En los Cafés todo el mundo lo comentaba!

(Se ilumina el interior de otro teatro de la ópera. Otro público aplaude vigorosamente. De nuevo SALIERI se inclina ante él.)

SALIERI. —

(Al público.) Finalmente, terminé mi ópera trágica “Danaius” y la estrené en París.

V. 1. — ¡Maravillosa acogida!

V. 2. — ¡Los aplausos hacían temblar el techo!

V. 1.— ¡Vuestro nombre resuena por todo el Imperio!

V. 2.— ¡Por toda Europa!

(Otro teatro de la ópera y otro público excitado. SALIERI se inclina por tercera vez. Hasta los VENTICELLI le aplauden ahora. El concierto se para. MOZART se levanta del piano y mientras SALIERI habla cruza directamente la escena y abandona el escenario.)

SALIERI. —

(Al público.) Resultaba incomprensible. ¡Era como si yo estuviera siendo empujado deliberadamente de triunfo en triunfo!… ¡Mi cabeza se llenó de ideas doradas y mi casa de muebles igualmente dorados!

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La escena se vuelve dorada. Entran criados que traen sillas doradas tapizadas en brocado de oro. Las colocan sobre el suelo de madera. Aparece el criado —un poco más viejo—, despoja a SALIERI de su casaca azul celeste y le coloca una levita de satén dorado. El pastelero —también, naturalmente, un poco más viejo— trae un soporte para pasteles, dorado, repleto de dulces muy elaborados.

SALIERI. — A mí me gustan las cosas sencillas, ¡pero lo negaba!… Me volví más seguro. Me hice más brillante. Abrí mis salones y celebré soirées, y durante todo el año oficié culto en el altar de la sofisticación.

(Se sienta cómodamente en su salón. Los VENTICELLI se sientan con él, uno a cada lado.)

VENTICELLO 1. — Mozart oyó vuestra comedia la noche pasada.

VENTICELLO 2. — Habló de ella a la Princesa Lichnowsky.

V. 1. — Dijo que se os debería obligar a limpiar vuestra propia suciedad.

SALIERI. —

(Tomando rapé.) ¿De veras? ¡Qué encantadores son estos salzburgueses!

V. 2. — ¡La gente está ofendida con él!

V. 1. — Cuando aparece se vacían los salones. Ahora Van Swieten está enfadado con él.

SALIERI. — ¿Lord Fuga? Pensé que Mozart era el niño mimado del Barón.

V. 2. — Mozart ha pedido permiso para escribir una ópera italiana.

SALIERI. —

(Rápidamente, aparte, al público.) ¡Ópera italiana! ¡Amenaza! ¡Ese es mi reino!

V. 1. — Y el Barón está escandalizado.

SALIERI. — ¿Pero por qué? ¿Cuál es el tema?

(VAN SWIETEN entra rápidamente desde el fondo.)

VAN SWIETEN. — ¡Fígaro!… ¡Las Bodas de Figaro! ¡Esa vergonzosa obra de Beaumarchais!

(A un discreto gesto de despedida por parte de SALIERI, los VENTICELLI se marchan. VAN SWIETEN se reúne con SALIERI y se sienta en una de las sillas doradas.) (A SALIERI.) Es lo mejor que se le ha ocurrido para desperdiciar su talento: ¡una vulgar farsa! ¡Cuando le censuré dijo que le recordaba a su padre!… ¡Nobles que desean ardientemente a las camareras! ¡Sus esposas vestidas con estúpidos disfraces que cualquiera puede descubrir en un segundo!… ¡Por qué poner música a esa basura!

(MOZART entra rápidamente por el fondo acompañado de STRACK. Se unen a SALIERI y VAN SWIETEN.)

MOZART. — ¡Porque quiero hacer una obra sobre gente real! ¡Y quiero situarla en un sitio real! ¡Un boudoir!… ¡porque para mí ese es el lugar más excitante de la tierra! ¡Ropa íntima por el suelo! ¡Las sábanas que aún conservan el calor de un cuerpo de mujer! ¡Incluso un orinal lleno hasta el borde debajo de la cama!

VAN SWIETEN. —

(Ofendido.) ¡Mozart!

MOZART. — Quiero vida, Barón. ¡No aburridas leyendas!

STRACK. — La reciente Danaius de Herr Salieri era una leyenda y no aburrió a los franceses.

MOZART. — Es imposible aburrir a los franceses… ¡excepto con la vida real!

VAN SWIETEN. — Había supuesto que, ahora que habéis ingresado en nuestra Hermandad de Masones, escogeríais temas más elevados.

MOZART. —

(Con tono impaciente.) ¡Oh, elevados! ¡Elevados!… Lo único que debe elevar un hombre es su pito.

VAN SWIETEN. — ¡Estáis provocando, señor! ¿Para vos todo ha de ser una broma?

MOZART. —

(Desesperado.) Perdonad mi lenguaje, Barón, pero, ¡de veras!… ¿Cómo podemos seguir con esos dioses y héroes de fábula eternamente?

VAN SWIETEN. —

(Apasionadamente.) Porque ellos existirán siempre… ¡Ese es el porqué! Representan lo eterno que hay en nosotros. La Ópera está aquí para ennoblecernos, Mozart… a vos, a mí y al Emperador. ¡Es un arte engrandecedor! Celebra lo que el hombre tiene de eterno e ignora lo efímero: la diosa que hay en cada mujer, y no la lavandera.

STRACK. — Bien dicho, señor. ¡Exactamente!

MOZART. —

(Imitando su modo de arrastrar las palabras.) ¡Oh bien dicho, sí, bien dicho! ¡Exactamente!

(A todos ellos.) ¡No os comprendo! ¡Estáis todos subidos en perchas, pero eso no oculta vuestro agujero del culo! ¡No os importan una mierda esos dioses y héroes! Si fueseis honestos —cada uno de ustedes— ¿quién no reconocería que se encuentra más a gusto con su peluquero que con Hércules, o con Horacio?

(A SALIERI.) ¡O vuestro estúpido Danaius! ¡O mi —¡mi!— Idomeneo, Rey de Creta, Mitridates, Rey de Ponto! ¡Todas esas antiguallas atormentadas! ¡Todas son aburridas! ¡Aburridas, aburridas, aburridas!

(Súbitamente, se levanta de golpe, se sube de un salto sobre una silla, y como si fuese un orador, proclama): ¡Todas las óperas serias que se han escrito en este siglo son aburridas!

(Todos se vuelven y le miran con escandalizado asombro. Una pausa. MOZART suelta su risita convulsiva y baja de un salto.) ¡Mirad nosotros! Cuatro bocas abiertas. ¡Qué perfecto cuarteto! Me encantaría escribirlo… justo en este segundo de tiempo, ahora, ¡tal como estáis! Herr Chambelán pensando: “El impertinente Mozart. ¡Debo hablar con el Emperador inmediatamente!” Herr Prefecto pensando: “El ignorante Mozart, ¡envileciendo la ópera con su vulgaridad!” Herr Compositor de Cámara pensando: “El alemán Mozart, en definitiva, ¿qué puede él saber de música?” Y el propio Herr Mozart en medio, pensando: “Soy un buen tipo. ¿Por qué todos ellos me rechazan?”

(A VAN SWIETEN, excitado.) Por esto es por lo que la ópera es importante, Barón. ¡Porque es más real que cualquier otra obra! Un poeta dramático tendría que escribir todos esos pensamientos uno tras otro para representar este segundo de tiempo. El compositor puede expresarlos todos al mismo tiempo, y sin embargo hacernos oír cada uno de ellos. ¡Asombroso artificio, un cuarteto vocal!

(Cada vez más excitado!)… ¡Quiero escribir un final que dure media hora! Un cuarteto que se convierta en un quinteto, que se convierta en un sexteto. Sin cesar; cada vez más amplio… Todos los sonidos multiplicándose y elevándose juntos… y todo el conjunto formando un sonido enteramente nuevo… Apostaría a que es así como Dios oye al mundo. Millones de sonidos ascendiendo al mismo tiempo y mezclándose en sus oídos, convirtiéndose en una música eterna, inimaginable para nosotros.

(A SALIERI.) ¡Esa es nuestra tarea! ¡Nuestra obligación de compositores!: combinar los pensamientos internos de él, y él y él, y ella y ella… los pensamientos de camareras y Compositores de Cámara… y transformar al público en Dios.

(Pausa. SALIERI le mira fijamente, fascinado. Turbado, MOZART hace una pedorreta y se ríe.) Lo siento. Digo tonterías. Soy incorregible. Preguntad a Stanzerl.

(A VAN SWIETEN.) Mi lengua es torpe, pero mi corazón no.

VAN SWIETEN. — No. Vos sois un buen tipo a pesar de todas vuestras impertinencias: lo sé. Será un excelente nuevo Hermano, ¿no creéis, Salieri?

SALIERI. — Mejor que yo, Barón.

VAN SWIETEN. — Tratad al menos de tomar más en serio vuestro talento, amigo mío.

(Sonríe, oprime la mano de MOZART y se va. SALIERI se levanta.)

SALIERI. — Buona fortuna, Mozart.

MOZART. — Grazie, signore.

(Volviéndose a STRACK.) No frunzáis más el ceño, Herr Chambelán. Soy un asno. Es fácil ser amigo de un asno: basta con estrechar su “pezuña”.

(Imita con su mano una “pezuña”. STRACK la toma cautelosamente, luego retrocede de un salto cuando MOZART rebuzna ruidosamente como un burro.)

MOZART. — ¡Hii-hoo!… Decid al Emperador que la ópera está terminada.

STRACK. — ¿Terminada?

MOZART. — Aquí, en mi chirinolo. Lo que falta es solamente garrapatear. Adiós.

STRACK. — Os deseo un buen día.

MOZART. — Va a estar orgulloso de mí. Ya lo veréis.

(Hace su fioritura con la mano y sale, muy satisfecho de si mismo.)

STRACK. — Este joven es realmente…

SALIERI. —

(Suavemente.) Muy brioso.

STRACK. —

(Estallando.) ¡Insufrible!

(STRACK queda inmóvil en una postura de indignación.)

SALIERI. —

(Al público.) ¿Cómo podía yo interferir?…, ¿bloquear esta ópera de Fígaro?… No podía dar crédito a mis oídos. ¡En seis semanas la criatura había terminado la partitura entera!

(ROSEMBERG entra apresuradamente.)

ROSEMBERG. — ¡Fígaro está terminada! ¡La primera representación será el día uno de mayo!

SALIERI. — ¿Tan pronto?

ROSEMBERG. — ¡No hay medio de evitarlo!

(Una breve pausa.)

SALIERI. —

(Astutamente.) Tengo una idea. ¡Una piccola idea!

ROSEMBERG. — ¿Cuál?

SALIERI. — ¿Mi ha detto che ce un balletto nel terzo atto?

ROSEMBERG. —

(Intrigado) Sí.

STRACK. — ¿Qué dice?

SALIERI. — ¿E dimmi, non é vero che l’Imperatore ha probito il balletto nalle sue opere?

ROSEMBERG. —

(Comprendiendo.) Uno balletto… ¡Ah!

SALIERI. — Precisamente.

ROSEMBERG. — ¡Oh capisco! ¡Ma che meraviglia! ¡Perfetto!

(Se ríe encantado.) ¡Veramente ingegnoso!

STRACK. —

(Irritado.) ¿De qué se trata? ¿Qué está sugiriendo?

SALIERI. — Id a verle al teatro.

ROSEMBERG. — Desde luego. Inmediatamente. Lo había olvidado. Sois brillante, Compositor de Cámara.

SALIERI. — ¿Yo?… Yo no he dicho nada.

(Se aleja hacia el fondo del escenario.) (La luz empieza a cambiar, va oscureciéndose.)

STRACK. —

(Muy contrariado.) Debo deciros que me siento muy ofendido por esto. Mozart tiene razón en algunas cosas. ¡Hay demasiado chittere-chattero italiano en esta Corte! Ahora tened la bondad de informarme inmediatamente de cuanto se ha dicho.

ROSEMBERG. —

(Alegremente.) Pazienza, mi querido Chambelán. Pazienza. ¡Esperad y veréis!

(Desde el fondo del escenario SALIERI hace señas a STRACK. El Chambelán, confundido y enojado, se reúne con él. Juntos observan, sin ser vistos. La luz se oscurece un poco más.)

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