Ama

Ama


VII

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VII

Entre las cosas que mi madre dejó a la vista el día en que ingresó por última vez en el hospital había una carpeta de cartón con documentos que creía importantes. La sacó de algún cajón antes de que llegase la ambulancia, y la dejó sobre la mesa de la cocina para que la viésemos mi padre y yo. No dijo nada. Solo la dejó sobre la mesa de la cocina. Sabía que se iba a morir, pero eso no le pareció una excusa para no hacer bien las cosas. Al contrario, era en el acto final cuando más a la altura de las circunstancias tenía que estar.

Dentro de la carpeta había una lista de las personas que mi padre y yo podíamos olvidarnos de avisar cuando falleciese, papeles del seguro de decesos, y también el título de propiedad de una tumba. La tumba estaba en un cementerio de la Margen Derecha. Un lugar precioso, rodeado de vegetación y acantilados. Se la había legado una señora para la que había trabajado años atrás. Una extraña herencia tras años de trabajo, que a mí me pareció casi una burla, pero que seguro que mi madre valoró muy positivamente.

Tras pasar unos días en Barcelona, volví a Bilbao. Fuimos al cementerio con las cenizas, y, con el título de propiedad en la mano, preguntamos al enterrador por la tumba. Nos acompañó hasta ella. Vimos que el suelo y el mármol se habían resquebrajado. Le dijimos al responsable del cementerio que se tenía que arreglar, y él nos respondió que ya lo sabía, que hacía meses que una mujer insistía en ello, pero que esas cosas llevan su tiempo. Parecía molesto por la reiteración, pero cuando le enseñamos el tarro que contenía a esa mujer tan testaruda, se disculpó de inmediato. Nos habló muy educadamente, porque los enterradores están muy acostumbrados a dar el pésame. Después nos explicó que, dado el estado de la tumba, no podíamos depositar aún allí los restos, y nos propuso guardarlos momentáneamente en uno de los nichos que habían construido en una zona nueva del cementerio. Estuvimos de acuerdo. Recientemente habían ampliado el cementerio y había hileras enteras de nichos vacíos. Parecían colmenas huecas, colmenas que se expandían por largos y solitarios pasillos. En uno de esos espacios, aquel hombre metió las cenizas, y después tapió el nicho con unos cuantos ladrillos. Echó un poco de masa, y nosotros colocamos unas flores. Todo eso era provisional, insistió el encargado, disculpándose así del abandono y mal aspecto de la construcción, del cemento que se escurría entre los tochos y de la soledad que rodeaba al nicho. En medio de todas aquellas sepulturas vacías se podía ver perfectamente la que ahora ocupaba mi madre. Parecía uno de esos pisos que se construían en los años sesenta. Uno de esos pisos en los que vivimos juntos mis padres y yo. Enormes moles de hormigón y ferralla elevadas con materiales de mala calidad que albergaban a la gente venida del campo. Eso parecía aquel nicho que ocupó las cenizas de mi madre durante un tiempo.

Pasadas unas semanas, el encargado del cementerio nos avisó de que la tumba ya estaba arreglada y fuimos a cambiar los restos de ubicación. La tumba era ciertamente grande, pero me fijé en algo que en la primera visita no había advertido. Estaba en una esquina del cementerio, junto a los cubos de la basura, la casa de aperos del enterrador y los servicios. El cementerio es muy bonito. Está situado junto al mar, y en él se pueden ver esculturas, jardines, y mausoleos de gran belleza. Sin embargo, la tumba en la que íbamos a depositar los restos de mi madre estaba situada en una esquina junto a la basura, los escombros y los retretes. Yo no dije nada. Creo que nadie de los que estábamos allí lo advirtió. La tumba, como dije, era amplia, y a todos les pareció el lugar idóneo donde dejar las cenizas. Mi padre y mi tío se callaron, o quizá pensaron lo mismo que yo. No lo sé. Yo volví al día siguiente, sin compañía de nadie, a limpiar el mármol con lejía. Rasqué la suciedad, y al terminar, caminando hacia el coche, me olí las manos. Olían a lejía; olían a ama. Sabía que ese olor no se eliminaba con facilidad. Permanecía incrustado en la piel durante bastante tiempo. Por eso, me quedé contemplado las olas rompiendo contra el acantilado y, de vez en cuando, me llevaba las manos a la nariz. Después comenzó a llover, corrí hacia el coche y me fui de allí.

No le conté nada a Laia del asunto del cementerio. Ella, sin embargo, me pregunta por ama a menudo, y cuando la tarde cae y estamos los dos solos en casa, yo le cuento cosas sobre mi madre. Le enseño cartas y fotos, y le explico historias graciosas. Le enseño, por ejemplo, una carta enviada a mi abuelo en 1987. Una carta escrita con una delicada caligrafía y sin faltas de ortografía. Tiene el membrete de un convento y está firmada por una tal sor María Catalina. En la carta dice que suele visitar a personas enfermas que viven solas y, entre ellas, frecuenta al hermano de mi abuelo. El hermano de mi abuelo se llamaba Manuel, pero todo el mundo le llamaba Maragote. Vivía en San Sebastián en una casa destartalada, llena de basura, gatos y perros. Cuando le visitábamos, yo me agarraba a la falda de mi madre, porque todo aquello me daba pánico. Había latas de conservas, cajas de leche y comida para los animales esparcida por todos los rincones de la casa. Había también un armario lleno de billetes de cinco mil pesetas y de francos franceses. Maragote se había dedicado al estraperlo de tabaco, lo que le había reportado algún problema con la justicia. Eso y su condición de comunista. Pasó tiempo en Francia huyendo de no se sabe quién y haciendo no se sabe qué. Estuvo quizá un par de décadas sin tener contacto con mi abuelo. Se le perdió completamente la pista. Se esfumó y nadie preguntó por él. Entonces aquellas cosas no importaban mucho. En aquel tiempo incluso la vida importaba menos. Hubo hasta una guerra civil. Un buen día la gente se iba a Cuba, o a Venezuela, y no se les volvía a ver más. Varios hermanos de mis abuelos se marcharon a Sudamérica. Alguno murió en la guerra. A un hermano de mi abuela, el más joven, lo mataron sin haber pisado el frente. Iba en un camión con otros milicianos, los detuvieron y los fusilaron en una cuneta. A mi abuela y a sus otros hermanos les dijeron que murió de un infarto; que murió de miedo les dijeron exactamente, y eso fue lo que después se contó en casa. No sé qué es más cruel: si morir fusilado, o morir de miedo. Hoy la gente ya no muere ni de miedo ni fusilada. Hoy para pasar miedo vamos al cine, y los fusilados son otros. Antes, sin embargo, lo veían con naturalidad. Antes la gente también se iba de casa y no volvía. Por eso, imagino que a nadie le extrañó que Maragote desapareciera. Nadie supo de él hasta que mi tío lo encontró. Mi tío, que tendría entonces unos veinte años, estaba con unos amigos tomando unas cervezas y fumando porros en un parque de San Sebastián, y le dio por fijarse en un hombre que alquilaba bicicletas en ese mismo parque. Comenzaron a hablar, a contarse su vida, y fue así, hilando los datos que aquel hombre le daba, como cayó en la cuenta de que era el hermano de su padre, de que no era sino el desaparecido tío Maragote. Fue así como mi abuelo volvió a tener contacto con su hermano. Debió de ser años antes de que aquella monja le escribiera la carta a mi abuelo en que explica que su hermano le aprecia; que está triste porque le ha atropellado un coche y ha estado ingresado en el hospital, pero que a toda costa quería volver a su casa para atender a su perrito; que su hermano le pidió a ella que le escribiera porque él no sabe escribir; que alguna vez ella ha ido a su casa, pero no le ha abierto la puerta y está preocupada; que el hombre se siente muy solo; que ya podría darse una vuelta por San Sebastián; que es un hombre bueno y sencillo, y que tiene mucha fe en Dios. Esto último es mentira. Maragote era ateo y echaba pestes de los curas y monjas. Pienso en aquel viejo comunista engañando a sor María Catalina y me entra la risa, pero pronto me entristezco al caer en la cuenta de lo angustiado y solo que debía de sentirse. Pedir a esa religiosa que le escribiera la carta pudo haber sido un ardid de estraperlista, o un acto de desesperación. Nadie, ni sus viejos camaradas, le hacía caso al viejo Maragote. Nadie le visitaba. Tan solo esa monja a la que hizo creer que tenía fe en Dios. Estaba solo con su perro y sus gatos, rodeado de mierda y fajos de billetes. Cuando murió, mi madre y otras veinticinco personas aceptaron la herencia. Ninguna de ellas, excepto mi madre y algunos pocos más, conocía a Maragote. Pudimos saber entonces que tenía cincuenta millones de pesetas en el banco, pero tenía quizá otro tanto en efectivo que guardaba en los armarios. Alguien le robaría esos billetes, porque ese dinero nunca apareció. Le pasó como a un vecino del pueblo de mi madre. Volvía de vender ganado en la feria, le dio un infarto, y como solo tenía el traje que se ponía para la feria, le enterraron con la misma ropa que llevaba y con los billetes que acababa de cobrar encima. La noche después del entierro, un pariente cayo en la cuenta, fue al cementerio, desenterró el cadáver y huyó con el dinero. Le cogieron cuando estaba a punto de cruzar la frontera y pasó una temporada en prisión. Esas historias se contaban en casa. También se contaban historias de Maragote cuando le visitábamos. Se contaba, por ejemplo, que un día se resbaló limpiando las ventanas de su casa y cayó desde un tercer piso, con la buena fortuna de que fue a parar a la lona de un camión que estaba entregando una mercancía. Cuando le visitábamos, mi madre no me dejaba aceptar los billetes que Maragote me quería regalar. Cuando el tío de mi madre abría un armario y ella veía todo ese dinero, miraba hacia otro lado. Mi madre tenía aversión el dinero. En eso no parecía gallega. A los gallegos, aunque sean comunistas, les gusta hablar de dinero. A los gallegos les gustan los cuartos. A veces me acuerdo de Maragote y de su perro escuálido. Me acuerdo que un verano llamó a casa para contarnos que su perro había muerto. Ambos, el perro y él, eran muy mayores. Maragote le pidió a mi madre que fuese a San Sebastián para ayudarle a enterrar al animal en el solar que hay junto a la casa. No quería enterrarlo en otro sitio. Quería que estuviese allí, cerca de él. Recuerdo que mi madre accedió, porque no sabía decir que no, aunque seguramente fue mi padre el que cavó el hoyo en el que metieron al chucho.

Todas las tardes Laia venía a mi casa y yo le contaba esas historias, unas historias tan diferentes de las que se oían en su familia que le parecían extraordinarias. Me siento el chamán de una tribu extraña, que, junto al fuego, relata las leyendas del clan.

Algunas veces me retrasaba, y ella me esperaba en un bar de Travessera. Esos días la gente me molestaba, y prefería estar en casa. Laia lo entendía y subíamos al piso. Ya hacía calor, así que abríamos unas cervezas y salíamos a la terraza. Nos echábamos en las tumbonas, y pasábamos largos ratos en silencio. Pero cuando el sol comenzaba a ocultarse, Laia me pedía que subiésemos al terrado. Estábamos mucho más cómodos en la terraza de mi apartamento, pero creo que a Laia le atraía la aventura infantil de ir a la azotea. Aquel lugar tenía algo de clandestino, pues había un cartel de prohibido el paso colgado en la puerta de acceso. Había partes del suelo resquebrajadas y tejas sueltas, por lo que la comunidad había restringido la entrada. Pero Laia y yo subíamos y nos sentábamos con los pies colgando de una cornisa. Desde allí, en silencio, veíamos el sol ocultándose entre los edificios, y después los rayos de luz que surgían de Montjuic. No hablábamos. Solo mirábamos la ciudad que se oscurecía, y las farolas y las habitaciones de los vecinos iluminándose cuando caía la noche. En ocasiones, nos daba la madrugada en la azotea, pero otras veces Laia se tenía que ir a su casa y yo me quedaba solo en el terrado. Una de las veces que me quedé solo descubrí una pequeña escultura de un tigre rugiendo. Era apenas una pequeña gárgola que sobresalía de uno de los muros. Cogí la costumbre de sentarme junto a ese tigre. Era mi mascota.

El tigre me protege, le dije a Laia un día. Mientras dormimos nos custodia. Afila sus garras en la piedra del edificio, y después las exhibe ante quien pretenda hacernos daño. Quiero pensar que es así. Que nos protege también de los enemigos silenciosos. Sin embargo, a menudo no quiero su protección, y le digo que se vaya. El dolor es necesario. Lo busco. No quiero evitarlo; voy a su encuentro. Eso quiero decirle al tigre. Quiero decirle que voy a sumergirme en el dolor. En soledad, cuando Laia se va a su casa, nos quedamos por fin solos mi dolor y yo. Es necesario. Solo este dolor me curará más tarde. He de sufrir para después salvarme. No me pasa nada, Laia, le digo; el tigre me protege; él está aquí conmigo.

El tigre se ha dormido y yo he bajado a la calle a comprar aceite y papel de cocina a una tienda de chinos que está a unas pocas calles. He vuelto a casa, me he metido en el ascensor, pero una vez dentro no he pulsado el botón del piso. No sé cuánto tiempo ha pasado. Me he quedado pensando, o, mejor dicho, me he quedado paralizado sin pensar en nada. Ha llegado una vecina y me ha dado las gracias por esperarla.

—¿A qué piso vas? —ha preguntado.

—Al último.

Y después ha pulsado su piso y el mío. Me ha sonreído y yo también a ella. Cuando he llegado a casa, he oído el rugido del tigre, y me he tranquilizado. El tigre me protege. Cuida de mí cuando Laia no está. Laia también es el tigre. Como mi madre. Las dos lo son, aunque piensen que soy yo el que las protege. No es así. Yo solo rujo, pero nada más. Los hombres rugimos; las mujeres pegan zarpazos. Lo hacen con sigilo, y luego se esconden como gatas inofensivas. Se esconden, se agazapan, y después te buscan, se escurren de tus manos o saltan encima de ti. No sabemos nunca dónde están. Creemos que caminan por los tejados, pero quizá estén dando brincos por las nubes. Nosotros rugimos, o maullamos, y ellas nos oyen, y entonces bajan de donde quiera que estén para hacernos creer que se sienten a salvo gracias a nosotros. No obstante, en realidad es al revés. Nuestros brazos las cubren, pero son sus palabras las que nos curan.

Otras veces nos quedábamos contemplando el cielo y seguíamos con la mirada el rastro que dejan los aviones, o el atolondrado vuelo de los pájaros antes de la tormenta. Dábamos un sorbo a la cerveza y nos quedábamos en silencio. En ocasiones, Laia subía los altavoces a la azotea y ponía música. Un día que se le había acabado la batería a su móvil, cogió el mío. Las últimas canciones guardadas en mi lista de Spotify eran en gallego. Laia solo dijo que le gustaban, aunque los dos sabíamos lo que yo estaba pensando al descargarme aquellas canciones: quería oír esa sonoridad del idioma de nuevo, y la música era la única forma de hacerlo. Era la única posibilidad, porque con mi madre también había muerto un idioma, una forma de expresarse, un lenguaje único. Mis padres siempre hablaban gallego entre ellos. También, a menudo, se dirigían a mí en gallego, pero yo, no sé por qué, siempre contesté en castellano. Hablaban gallego entre ellos, y también con sus amigos, familiares, y vecinos. Ahora, sin embargo, entre esas cuatro paredes de la casa de mis padres ya no se oye el gallego. Mi padre y yo hablamos en castellano. Pero ahora que pienso en la cuestión con detenimiento, no creo que tenga que ver solo con las lenguas. Creo que la singular forma de expresarnos en mi familia, una mezcla de gallego y castellano, es solo una particularidad de algo más relevante. Hay, por así decirlo, en todas las familias un idioma privado que se construye al margen de la lengua utilizada. La lengua es solo un vehículo; el idioma es algo más. Ese léxico familiar que se construye con cada relación humana; como Laia y yo tenemos nuestro idioma propio que hemos comenzado a edificar. Quizá sí, quizá sea igual para todos, pero yo noto su ausencia con más fuerza. A los demás les puede pasar desapercibido, pero a mí no. Yo sé que no volveré a oír más esas palabras pronunciadas en otro idioma, en otra lengua, con una cadencia tan distinta a la del castellano. Esas palabras que a mi madre le avergonzaba decir en la calle, pero que en casa pronunciaba constantemente. Esas palabras de la tierra que dejaron, y que entonces estaba lejos. Hoy las chicas sudamericanas que vienen a trabajar a las casas de los señores, gracias a la globalización y a internet, están mucho más cerca de Bilbao que entonces lo estaba Galicia. De ahí que mi madre apenas hablara por miedo a que pensasen que era una cateta. Eso me contó mi padre, y también mi madre: que en la calle y en los bares trataban de imitar la pronunciación castellana para parecer más sofisticados. Pero en casa, o cuando se reunían con sus amigos y familiares, hablaban como si estuvieran en Galicia. En el fondo, no eran tan distintos de nosotros cuando nos fuimos de Erasmus, e impostábamos un inglés que, en esencia, era de academia de barrio.

Un idioma olvidado. Como una canción que llega a su fin. Eso pienso ahora que Laia y yo escuchamos esas canciones de mi lista de Spotify. Por la calle pasa una manifestación. Gente que entona himnos y aporrea cazuelas. Con tanto ruido resulta imposible ponerse cariñoso. Creo que el grado de tensión política es inversamente proporcional a las ganas de follar.

Pero cuando el ruido de cazuelas cesa y todavía se pueden ver en el cielo las estelas de los aviones, Laia me cuenta que, antes de conocerme, durante un tiempo viajó mucho a Bilbao por trabajo. Yo ya vivía en Barcelona, pero volvía habitualmente a casa de mis padres. Antes de que el precio subiera, compraba más o menos un vuelo al mes. Recuerdo que el del viernes siempre salía de Barcelona a las 21.15. Laia dice que ella hacía lo mismo. Su vuelo despegaba de Bilbao apenas unos minutos después. Hoy he calculado la velocidad y la distancia, y he deducido que durante aquel año Laia y yo nos estuvimos cruzando en algún punto de Huesca. Siempre nos cruzábamos en el mismo lugar, pero no lo sabíamos.

Las estrellas fugaces y dos cuerpos que se rozan desprenden esa misma clase de energía. La electricidad que recorre la columna vertebral de un niño cuando dos trenes bala se cruzan ante él. Los pasajeros del tren no advierten esa descarga. Es alguien de fuera, un niño que con su bicicleta se ha desviado de la carretera, quien contempla las vías y percibe la intensidad que de pronto surge de algún lugar indeterminado. ¿Levantaba alguien la vista al cielo en ese momento, Laia? ¿Alguien nos veía? ¿Había un niño tendido en el campo y contemplando el firmamento? ¿Qué sentía, Laia? He calculado la velocidad y la distancia, y he dibujado un punto en el mapa. Deberíamos ir en coche hasta allí. Eso he pensado. Alcanzar el lugar exacto a esa misma hora. Buscar las señales que todavía puedan quedar y después tendernos sobre la tierra. Tocarla, hundir nuestras manos en ella para saber si todavía está caliente. Así, como si tú y yo fuéramos otros, y esa energía nos golpease con la fuerza de un relámpago.

Pero de momento no somos sino nosotros mismos, y estamos aquí, en la azotea, protegidos por el rugido del tigre. Debería fumar, y así parecería alguien interesante; daría la impresión de que estoy pensando en algo importante, pero como no fumo parezco un voyeur. En realidad, estoy pensando, sí. En bobadas, pero estoy pensando. Estoy oliendo también. Huelo a potaje. A comida gallega que surge de humeantes pucheros, y que llena de olores fuertes la escalera de la casa de mis padres. Es la casa de mis padres porque ya no es la mía. Las casas dejan de pertenecernos en algún momento que ignoramos. Ahora comienza a llover. Estoy lejos, en Barcelona, pero noto en mis huesos la humedad de Bilbao. La lluvia atrae a los recuerdos. La lluvia siempre cae sobre ellos. Cae, por ejemplo, sobre los chupitos de tequila que bebíamos en los bares del Casco Viejo. Siento su amargor en la boca. Beso a Laia, y su boca me sabe a limón y sal. A limón y sal.

Limón y sal. Laia nunca me ha sabido a limón y sal. A limón y sal sabían las chicas adolescentes que encontrábamos en los bares, pero ahora somos treintañeros enganchados a Tinder. Las chicas de Tinder saben a otra cosa. A limón y sal sabía la lengua de Charlotte, aquel verano de Brighton. Aquel verano que comencé a aprender a ser libre. Porque es mentira que los niños sean libres. Los niños son solo espontáneos e inocentes. La noción de que los niños son libres es una idea bonita para un manual de autoayuda, pero nada más. Es un pensamiento complaciente que nos atrae. Nos gusta pensar que alguna vez fuimos mejores, y que la culpa de que no sigamos siendo así la tiene el mundo. Nos gusta creer que culpa es de los demás. Nos gusta pensar que no podemos hacer nada para cambiarlo; que alguna vez fuimos libres, pero existen fuerzas superiores que nos esclavizan. Todas esas ideas nos reconfortan. Sin embargo, son mentira. A los niños, como a los ancianos, les gustan las costumbres. Son, por así decirlo, conservadores. Quieren que nada cambie, que sus padres hagan lo mismo de siempre, y ellos, a su vez, lo mismo que sus padres. Los niños repiten la tradición que observan. Los niños no son progresistas, porque no pueden serlo.

Yo mismo tardé muchos años en alcanzar cierto grado de libertad. Cuando estaba en el colegio, y no ahora con treinta años, me imaginaba casado con alguna compañera de pupitre, padre de mellizos, con un buen coche en el garaje, y una casa en la playa. Así me imaginaba yo la vida. Quería hacer lo mismo que mis padres, pero algo mejor que ellos: tener un coche mejor, una casa mejor, y un sueldo mejor. Nada más que eso. A ser libre aprendí más tarde.

A decir verdad, no sé cuándo comencé a aprender a ser libre, pero seguro que sucedió progresivamente. De lo que estoy seguro es que no sucedió aquel verano del campamento que organizó la iglesia del barrio y al que me mandó mi madre. No sucedió entonces, porque, al revisar las dedicatorias que hay en una carpeta que mi madre conservaba, descubro la de la chica que me gustaba, y lo que escribe es una casposa declaración de amor entre niños de doce años dispuestos a esclavizarse de por vida. La niña firma con su nombre, y no con su apellido. Los niños nunca firman con su apellido. Por eso, no puedo buscarla en Facebook. Me hubiera gustado saber qué aspecto tiene ahora, pero de inmediato pienso que es mejor así; que es preferible que siga siendo para siempre aquella niña inocente que todavía no echaba la culpa al mundo de todo lo que vendría después.

No sé cuándo aprendí a ser libre. Quizá comenzó a suceder aquel verano que pasé en Brighton. Aquel verano follé con la chica más guapa del mundo. Se llamaba Charlotte, era sueca, y a mí, como a Alfredo Landa, me pareció algo fuera de lo común. Follábamos por las mañanas, o por las tardes, cuando sabíamos que no había nadie en las habitaciones, pero también follábamos por las noches. Lo hacíamos en la playa, o en el parking que había junto a una discoteca. Follar en la playa está bien solo en las películas. En la vida real, se te llena el culo de arena, se ríen de ti desde el paseo, o se te clava una piedra en la espalda. Pero a mí me parecía maravilloso, porque era como en las películas. Nunca me he vuelto a acostar con una chica tan guapa. No sé qué hacía Charlotte conmigo. Quizá tenía nostalgia de los tiempos en que su madre veraneaba en Benidorm y José Luis López Vázquez la perseguía. Un fin de semana ella se fue a Londres, y yo la echaba tanto de menos que no me concentraba con nada. El domingo, cuando volvió, la abstinencia provocó que estuviera demasiado tiempo eyaculando. Al principio no dijo nada, pero cuando vio que el chorro duraba más tiempo de lo normal, se echó a reír, y yo me lo tomé mal. Cerré la puerta de golpe, y no quise verla más. Ella no tenía la culpa. En realidad, era un complejo de inferioridad inoculado por el landismo. Un trastorno psicológico ya erradicado en mi generación, pero que rebrotó conmigo aquel verano de Brighton. Nunca debí ver Cine de Barrio con mi madre.

Aquel verano de Brighton salíamos todas las noches. En la discoteca a la que más íbamos, el DJ siempre cerraba la sesión con Rivers of Babylon de Boney M. Cuando salgo por Barcelona, y escucho esa canción, siempre pienso en aquellos amigos de Brighton a los que no he vuelto a ver. Recuerdo sus nombres cuando escucho a Bonnie M. Nerea, Marcos, Hakan, Endur, Alice, Bea, Zuriñe, Urbain, Thomas. También recuerdo que unos amigos de Barcelona decían Bonnie M para referirse al MDMA, esa droga que te hace ser más cariñoso. Esa droga que toman algunos amigos que se te abrazan en mitad la noche, y que apartas de un empujón por plastas. Pero nosotros, aquel verano de Brighton, no necesitábamos MDMA para ser más cariñosos. El eme llegó más tarde. Fue nuestro particular verano del amor. Tan solo bebíamos y fumábamos marihuana. Un chico de Sevilla compró setas alucinógenas, y después de probarlas se pasó la noche huyendo de la CIA. No recuerdo nada de él, salvo que su padre era catedrático de Filosofía en no sé qué universidad del sur.

Los padres de Laia la mandaron a sitios más lejanos que Brighton a aprender inglés. Yo solo pude ir a Brighton aquel verano gracias a una beca. Yo quería ir a más sitios, pero mis padres me explicaban que no podía ser, y yo no lo entendía. Les insistí, por ejemplo, en que quería ir a California, y ellos me dijeron que no. En realidad, quería ir porque allí iba una chica que me gustaba, y yo, egoístamente, chantajeaba a mis padres diciéndoles que era bueno para mi formación. Lo era, pero las razones de mi insistencia eran otras. Hoy me arrepiento de mis palabras de entonces, pero en aquellos días, tendría unos dieciséis años, que no me mandaran a California me lo tomé como una afrenta. En lugar de ir a California, fuimos, como siempre, de vacaciones al pueblo. Un verano interminable de sopor y aburrimiento en el que pasaba las mañanas leyendo en la cama y pensando en California. Me masturbaba pensando en aquella chica, y después me sentía el mayor pringado del mundo. En aquel pueblo de mierda no había nada que hacer, y yo pasaba el día leyendo, jugando a la Play, o comiendo pipas con algún amigo. Fueron tres meses eternos. De vez en cuando, iba la oficina de Correos más cercana y le escribía una carta. Si fuera hoy, le escribiría un Whatsapp, y quizá así, porque no escribo mal, hubiera tenido la oportunidad de conservar su afecto. Pero las cosas no sucedieron así. Ella me mandaba fotos en las que salía divirtiéndose con chicos de nuestra edad. Surferos, o algo parecido, de alguna ciudad de California, que me hacían sentir, una vez más, el mayor capullo sobre la tierra. Desde entonces siempre he odiado a los surferos. Les odio porque me hicieron sentir mal aquel verano. Aquel verano amargo de los dieciséis en el que mis padres pagaron los platos rotos de mi falta de autoestima. Sería algo gracioso e irrelevante si no fuera porque sé que mi madre se lo tomó en serio. Confiaba tanto en mi criterio, me creía tan serio y disciplinado, que estoy seguro que siempre le pesó no haber podido mandarme a California a aprender inglés. Estoy seguro de eso y, sin embargo, nunca se lo dije. Nunca le pedí perdón. Mi madre se murió sin saberlo.

Veraneábamos en aquel pueblo. Mis padres nunca se compraron una casa en Noja. Lo que hicieron fue vender la casa de Galicia para que yo pudiera estudiar lo que quisiera. Tampoco se lo agradecí nunca. Estudié y me marché de casa. Fue así como mis padres y yo dejamos de estar en el mismo lado de la trinchera. Cada uno pasó a luchar desde lados distintos. No digo enfrentados, obviamente, sino que cada uno pasó a sobrevivir por su cuenta.

Hasta entonces mi madre hacía todo lo que podía. Me daba dinero, consejos y afecto. También compró una enciclopedia del saber humano para que yo aprendiera todo lo que ella no sabía. Pero hubo un momento en el que todo eso desapareció. Nos parecemos más a los animales de lo que pensamos. Yo volaba solo, y ella me contemplaba orgullosa. Se le iluminaba la cara cuando llegaba a casa. Yo creía que eso era prueba suficiente de que las cosas iban bien. Pero me equivocaba. El orgullo nunca es suficiente. El orgullo es un valor menor. Durante todos aquellos años me engañé haciendo planes de futuro. Planes que nunca cumplimos, porque siempre era demasiado pronto para llevarlos a cabo. Como mucho, le compraba a mi madre un regalo. Unas botas de agua, o esos sombreros de paja. Esos sombreros de paja que ahora están colgados tras la puerta de nuestra casa.

A veces, junto al tigre, me paso horas hablando y, en otras ocasiones, permanezco largos minutos en silencio. Laia me escucha. Laia me está haciendo ahorrar mucho dinero en psicoanalistas. Laia, a medida que se acerca el verano, está cada vez más guapa.

A pesar de eso, tengo miedo. Tengo miedo de no estar lo suficientemente vivo para ella. Sé que la compasión tiene un límite. Incluso los más nobles sentimientos acaban por desaparecer si se impone el hastío. Ella puede estar un mes, dos meses quizá, junto a mí, pero acabará por marcharse. Acabará buscando algo más apasionante. Laia se irá de la azotea del tigre, cogerá el ascensor y desaparecerá por estas calles que contemplo desde lo alto del edificio. Eso estoy escribiendo ahora que a Laia ni tan siquiera se le ha pasado por la cabeza dejarme solo. Uso la misma estrategia que mi madre: me anticipo al dolor para que, cuando llegue, duela menos.

Así lo hizo, por ejemplo, en 1992. Aquel 1992 en el que quisieron cerrar los Altos Hornos y los obreros caminaron hasta Madrid en señal de protesta. Fue aquel 1992, el año en el que operaron a mi madre de un tumor en los ovarios. Acabó en nada, pero ella estaba convencida de que iba a morir. Hizo testamento, y se ocupó de todas las cosas de las que se supone que hay que ocuparse cuando uno se va de este mundo. Yo tenía cinco años entonces, y mis abuelos, cada vez más mayores y enfermos, todavía vivían en casa. Dependíamos todos de mi madre, y ella creía que se estaba muriendo. Estaba angustiada porque veía a sus padres, ya ancianos, y a mí totalmente indefensos sin ella. Tenía razón, porque mi padre es un buen tío y todo eso, pero despistado e incapaz de ocuparse solo de los asuntos domésticos. Era mi madre la que imponía la ley y la razón. Así que no sé cómo lo hubiéramos hecho. Pero no se murió. Vivió veinticinco años más. Creo que los vivió como una prórroga. Mi madre, con ese pesimismo gallego que en el fondo es una estrategia de supervivencia, vivió veinticinco años más. Una noche en el hospital me dijo que lo verdaderamente jodido hubiese sido morirse entonces; que lo de ahora, es decir, lo de morirse ahora, no tenía importancia. Yo tenía treinta años, y mis abuelos hacía años que se habían muerto. El trabajo estaba hecho. Nadie podría decir que desertó de sus obligaciones y, por lo tanto, ahora se podía morir tranquila. Mi madre concebía la vida como una serie de responsabilidades que había que afrontar; como un compendio de mandatos y deberes bíblicos que tenía que ir cumpliendo a medida que se le presentaban los retos. Preferí no decirle que se olvidaba de ella misma, pero ya era demasiado tarde. Hubiese sido un gesto inútil viniendo de un hedonista como yo. Un gesto hipócrita, porque gran parte de mi hedonismo está apoyado en el sacrificio previo de mi madre. Se me pasó por la cabeza decirlo, pero sé que solo de haberlo insinuado hubiese sido un gilipollas.

No sufrió por ella misma. No le importó morir. Ella era lo último importante en la ecuación de su vida. Como el capitán que abandona su barco en último lugar, así la vi comandar sus días finales de vida. Leí que cuando los grandes buques acaban su vida útil, y realizan su último viaje, ponen rumbo a las playas del sur de Asia. Allí, algunos capitanes expertos embarrancan en la arena a esos gigantes cargueros para que los obreros los desguacen. Así me imaginé a mi madre en sus últimos días en el hospital. Me imaginé a mi madre navegando hacia esas playas de sur de Asia.

Leí también en una web que transportaron al sur de Asia el más grande de los hornos de la fábrica que había junto a la casa de mis padres. Lo llevaron a una de esas zonas costeras donde deben de estar los cementerios de los grandes buques, no sé si para desguazarlo o para darle una nueva vida útil. Quién sabe. Ese gran horno que iluminaba las noches cuando yo era niño.

Aquí, sin embargo, las luces del cielo son distintas. En Barcelona no hay chimeneas que escupan llamaradas del color del azafrán, ni fogonazos que llenen el cielo de tonos ocres. No se oye el fulgor de las mil chimeneas. Tampoco se oye ya en Bilbao, es cierto, pero aquí la noche es todavía más silenciosa. Aquí, en la azotea del tigre, las noches son iluminadas por rayos que llegan desde Montjuic, y que Laia espera impaciente. Cuando los rayos se apagan, ella se queda triste, aunque solo sea por un momento, y yo no sé qué hacer. Soy especialmente torpe para consolar el alma femenina. En el colegio al que fui había pocas chicas, porque mi promoción fue una de las primeras mixtas, y quizá por eso soy torpe en el trato con ellas. Como no sabíamos qué decir, ni cómo tratarlas, les dábamos patadas por debajo de la mesa. Era un signo de impotencia y debilidad, pero era así como intentábamos comunicarnos. Éramos chimpancés pretendiendo conquistar a la primatóloga del zoo. Ojalá hubiésemos tenido Tinder entonces. Aunque también es cierto que hemos llegado a tiempo de conocer esas aplicaciones que hacen nuestra vida sexual más fácil. Antes ligábamos de forma más rudimentaria, y ahora somos sofisticados, pero en el fondo todo sigue siendo lo mismo. Tinder es la discoteca más grande del mundo. No es nada más que eso. A Laia se le acercan los chicos en el Sutton, y eso me pone algo celoso, porque yo hace meses que no salgo por las noches. Hace meses que no piso la Apolo, ni la Razz, ni los bares del Raval, pero no lo echo en falta, porque tengo a Laia a mi lado.

Eso pienso ahora mientras miro distraído los rayos que surgen de Montjuic. En ocasiones me abstraigo de todo, y contemplo el entorno en silencio. Recuerdo haberlo hecho en alguna fiesta. Todos a mi alrededor se divierten, beben, conversan a gritos, bailan rodeados de luces fluorescentes, y yo, de pronto, me separo y les contemplo desde la distancia. Adquiero entonces conciencia de quién soy, y de lo que está sucediendo en ese preciso instante. Es una sensación que me hace feliz. Me hace feliz volver a la fiesta, y reír y bromear de nuevo. Como esta noche en la que contemplo los rayos de Montjuic, las luces de los edificios contiguos y el rostro de Laia. Su cara iluminada por destellos. Chispazos que se reflejan en sus pupilas. Son como los que contemplábamos en las noches de verano de hace veinte años. Subíamos a lo alto de la iglesia para ver los fuegos artificiales. Recuerdo que a mi madre le daban miedo, y se quedaba en casa con los niños más pequeños y con los perros. Si cierro los ojos puedo estar allí. En aquel verano de hace ya mucho tiempo. Aquel verano del 92 en el que mi madre hizo un simulacro de su muerte. Aquel verano en el que todavía las chimeneas de los Altos Hornos iluminaban la porción de cielo que veíamos desde nuestra ventana. Todo eso fue antes de que las desmontasen y las llevasen al sur de Asia. A esos lugares donde van los barcos a morir.

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