Ama

Ama


I

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I

No es que todas las familias felices se parezcan las unas a las otras, sino que, como han estado tan ocupadas siendo felices, no han encontrado el momento de ponerse a escribir sobre sí mismas. Es el olvido, y no la felicidad, el que hace a esas familias iguales. Cuando la memoria se abandona, todos nos comenzamos a parecer mucho.

Algo parecido se podría decir de las familias humildes: como han estado tan ocupadas trabajando, no han encontrado el momento de volver sobre sí mismas. Por eso, hay un momento en el que la memoria se diluye, y entonces resulta imposible reconstruir los recuerdos. No hay fotos, ni cartas, ni mucho menos cintas de vídeo. Yo soy de una de esas familias. La memoria privada de mi familia comienza con la edad adulta de mis padres y, más concretamente, podríamos decir que comienza cuando yo nazco. De mí hay fotos disfrazado de Batman, recortes de periódico de la época en la que jugaba al fútbol, diplomas universitarios, o vídeos de las vacaciones en el pueblo. De mí hay dibujos hechos para el día de la madre, agendas escolares, o cartas enviadas desde algún campamento de verano. Pero de mis padres y de mis abuelos apenas se conserva nada. En mi familia se ha preferido conservar una colección de Disney en VHS, o la vajilla del Banco Bilbao Vizcaya, antes que la memoria. Por eso, mi familia se parece a todas las demás.

En el relato de las vidas de las familias humildes no hay nada extraordinario. La vida, sencillamente, sucede. La vida, sencillamente, se toma tal y como viene. En esas familias, normalmente, no hay golpes de suerte, heroísmo, ni épica y, si la hay, trata de ocultarse, porque siempre se cree que algo malo vendrá después; que hay un Dios justiciero que, como les vea sacar pecho, les esperará en una esquina para arrearles un guantazo, y así volver a colocarles en su sitio. Ese es otro motivo por el cual las familias humildes no se atreven a escribir sobre sí mismas: porque no quieren dejar constancia de las cosas buenas que les suceden; porque prefieren, si llega, disfrutar de la fortuna en silencio, y después irse de la fiesta de puntillas, sin llamar la atención, como si nunca hubieran estado allí.

Pero es un error no contarlo. No hay ningún Dios esperándonos en la esquina. No hay, en realidad, ningún Dios en ninguna parte. Debería de saberlo quien hizo la pintada que ahora contemplo en los servicios del hospital en el que han ingresado a mi madre. ¿Dónde está Dios? Eso han pintado en la puerta de los servicios de la planta de oncología. Yo creo que Dios no está en ningún lado, pero mi madre seguro que piensa que, efectivamente, Dios estaba ahí, contemplando nuestra felicidad, esperándonos paciente para atizarnos con el mazo de la justicia divina.

Tonterías. Tan solo es la pintada de un lavabo, sin más credibilidad que la pintada que pudiera haber en los aseos de una discoteca. No creo en esa pintada, y por esa razón voy a escribirlo. Voy a sentarme con mi madre a hablar. Le pediré permiso para grabarla con el móvil, y después repasaré todos los álbumes de fotos que se conservan en casa. Abriré también esa caja de fotos desechadas, que no sé por qué mi madre conserva. Mi madre lo guarda todo «por si acaso». Sin embargo, yo creo que las fotos sirven o no sirven, pero no se dejan en una especie de purgatorio a la espera de una decisión final. Es indiferente. Recurriré a esas fotos. Son fotos desenfocadas, o en las que alguno de los retratados aparece con los ojos cerrados, despistado, movido, echando la bronca a un niño, o en medio de un ataque de risa. Son fotos, en definitiva, en las que se capta mejor la vida que en aquellas otras, más pulcras, que han pasado la censura de mi madre, y accedido así a los álbumes familiares.

Me fijo en una de esas fotografías. En ella mi madre sale de espaldas. Debe de tener unos dieciocho años. Camina por una calle empujando el carrito de un niño. La imagen está tomada desde el jardín de una casa. Se ve la verja metálica, y los setos que cercan el chalet. Es una casa señorial. Es, me dice mi madre, una casa en la que trabajó de interna cuidando a los niños, cocinando y limpiando. Siendo todavía una adolescente, cuando llegó de Galicia a Bilbao, la contrató una familia rica de la Margen Derecha. En mi tierra, la Ría es una frontera hecha de agua. Mi madre vivía a ese otro lado de la frontera. Salió del campo y la metieron en aquella prisión camuflada de palacio. Era una villa que daba al mar. Mi madre, a pesar de ser gallega, nunca había visto el mar. Por eso, pensó que aquel invierno las olas del mar se tragarían el chalet. Lo pensaba de verdad. Ahora se ríe, pero entonces lo pensaba de verdad. Por las noches no podía dormir. Creía que había tenido suerte consiguiendo ese trabajo, que era dichosa, y que, por esa razón, ese Dios del Antiguo Testamento se vengaba de ella enviándole la furia del océano.

En aquella casa conoció a Gloria, otra chica, otra niña de campo que trabajaba para esos señores. Gloria era más lanzada que mi madre. Cuando los señores no estaban se servía un whisky y ponía el tocadiscos. Les gustaba Juan Pardo. Gloria arrastraba a mi madre al baile de los domingos por la tarde. Era el domingo el único día que libraban. Libraban todo el día, pero por la mañana tenían que ir a misa con los señores, es decir, que libraban medio día. Fue esa regla la primera que mi madre rompió. Eso me ha contado hoy desde la cama del hospital. Mi madre era creyente, todavía lo es, pero antepuso su dignidad. Lo hizo sin pensarlo, claro, como suelen suceder los actos heroicos. Todavía no sabe por qué lo hizo. La dignidad, el honor y todos esos conceptos son meras abstracciones que se concretan en actos llevados a cabo por personas que normalmente no meditan si actúan con dignidad u honor. Esas personas hacen las cosas porque sí; porque qué iban a hacer si no. Hacen las cosas porque tiene que ser así, y entonces los demás pensamos que han hecho algo extraordinario, y le ponemos nombre. Pero eso sucede en la ficción. Soy yo, cuando escribo estas líneas, el que pone nombre y significado a las cosas. En la vida real, eso no sucede. En la vida real, un tren es un tren. En una novela, un tren puede ser la metáfora de lo que se ha ido, y que no volverá. En una novela, las cosas pueden ser lo que queramos que sean, pero en la vida real no. Mi madre dijo aquel día que no iba a misa, y yo le llamo dignidad, pero la única realidad es que no fue a misa. Así de sencillas son las cosas antes de que las escribamos.

Seguro que aquel domingo había luz de domingo, y se vistieron de domingo. Bajaron al hall del chalet como cualquier otro día que iban a misa. Allí estaban los señores, los niños y las chicas de servicio dispuestos a ir a la iglesia. Entonces mi madre le dijo al señor que era su día libre, y que le perdonara, pero que no iría.

—¿Y qué hiciste? —le pregunto a mi madre.

—Pues nada. ¿Qué iba a hacer? Me senté en un parque a dar de comer a las palomas.

Eso me ha respondido, y después los dos nos hemos quedado en silencio escuchando tan solo el constante burbujeo del oxígeno que las enfermeras le han colocado en la nariz.

Hay otras fotos en la caja de mi madre. Deben de ser también de aquella casa junto al mar. Creo que a mi madre le ha dado vergüenza exponerlas en el álbum familiar, y por eso las ha metido en esta caja. A la pobreza normalmente le acompaña un sentimiento de culpabilidad por ser pobre. En las fotos mi madre lleva delantal y cofia, y en una de ellas, que parece haber enviado a mi padre cuando eran novios, tiene escrito en el reverso: «Aqui te mando una foto en el jardin con dos chicas de Mellid una amiga de ellas tenía una maquina y estavamos sin arreglar y dijo poneros ahí y nos saco la foto. Deja de escribirme». Le dice eso, me explica mi madre, porque le da vergüenza que la señora de la casa le abra el correo y lea lo que mi padre le escribe. Mi madre le dice también que está sin arreglar. La reconozco en esas letras, vergonzosa, presumida y tímida. En esa foto mi madre lleva delantal y cofia, pero en otras fotos puedo ver que los señores visten como en las películas, o como en los cuadros de Hopper. Visten como nos han dicho en la televisión que vestían nuestros padres y nuestros abuelos. Pero nos mentían. No éramos tan modernos ni tan apuestos. Medíamos una cabeza menos. No leíamos ni escuchábamos jazz. Los que vinieron a la ciudad, es cierto, algo se sofisticaron. Cuando volvían al pueblo, los pocos que allí se habían quedado, les llamaban «los jolines». Se reían de lo finos que se habían vuelto en la ciudad. Decían menos palabrotas. Decían «jolín», y no tanto «joder». Por eso, les llamaban «los jolines». A pesar de eso, lo cierto es que no eran cosmopolitas. Si se trata de reivindicarles, hemos de pensar antes en El Fary que en Bob Dylan. En ese capullo machista de El Fary, aunque nos joda.

Mis padres no eran modernos, ni esnobs, ni farsantes como yo. Mis padres recorrían esas carreteras nacionales que eran las venas abiertas de un país. En su Seat 127 rojo aceleraban sobre un asfalto rugoso, lleno de baches, y cunetas agrietadas, y se cruzaban con animales que atravesaban la calzada, y con ancianos subidos en un carro, y con empleados de gasolineras apoyados en los surtidores, y con hombres manchados del alquitrán que esparcían sobre el pavimento, hombres curtidos por el viento y quemados por el sol que caía sobre los páramos yermos, hombres que surgían de entre la espesa brea que el calor había derretido. Con todo eso se cruzaban en aquellas carreteras que yo nunca llegué a pisar.

Con la entrada en Europa, y la construcción de nuevas autovías y autopistas, aquellas carreteras quedaron abandonadas. Años después, cuando me fui a vivir a Madrid, un viernes al mes cogía el Alsa en Avenida de América y contemplaba esas tierras baldías de la meseta. Contemplaba la carretera nacional discurrir paralela a la autopista, y después esconderse, y más tarde volver a surgir de entre los peñascos y los árboles. Parecía el cuello de una serpiente asustada. La vieja carretera ondulaba y se asomaba cada cierto tiempo, pero nunca nadie circulaba por ella. Solo era recorrida por los escasos habitantes de los pueblos contiguos. De vez en cuando, a través del cristal del autobús, veía asomarse un coche, y entonces me parecía ver a mis padres en su Seat 127 rojo, pero solo eran espejismos de otra época, porque hacía ya años que no tenían ese coche. El autobús aceleraba, y yo leía letreros de pueblos que tenían una resonancia en mi memoria. Gumiel de Izán, Monasterio de Rodilla, Briviesca. Pueblos en los que nunca había estado, pero que mi mente reconocía a la perfección. Eran pueblos que conocía mejor que Madrid, o que Bilbao, aunque nunca hubiese puesto un pie en ellos. Era la memoria de mis padres, transmitida a través de algún reducto atávico, la que me hacía conocer esos lugares. Eran también los rostros de mis vecinos, de mis compañeros de trabajo, de mis amigos, los mismos rostros que los de aquellos otros que se quedaron varados en esos pueblos, y que hoy llamamos campesinos. Somos una tierra de labradores. En el carnet de identidad de mi abuelo, que mi madre todavía conserva, dice que su profesión es labrador, y aunque pasen generaciones, sus nietos seguimos teniendo aspecto de labrador por mucha ropa de marca, gafas de sol, y peinado de futbolista que llevemos encima como máscaras que ocultan nuestra verdadera piel.

El autobús recorría la autopista y yo me sentía viajante de comercio. Creía que llevaba en la maleta un catálogo de productos que vender, cuando, en realidad, era abogado. Era abogado en un prestigioso bufete de Madrid, pero me sentía viajante de comercio. Antes los viajantes vendían productos, pero ahora el producto somos nosotros mismos. Nos vendemos en catálogos que se exponen en internet. En Linkedin, en Tinder, en Instagram. Nos exponemos como antes se exponían las telas del textil catalán, o la porcelana de Castellón. Por eso, en aquel autobús de Alsa que cubría la ruta Madrid-Bilbao, me sentía como esos viajantes de los cuadros de Hopper. De madrugada, el autobús abandonaba la autopista, recorría varios kilómetros por una carretera nacional, y se detenía en un restaurante de Lerma. No ha pasado tanto tiempo, apenas siete u ocho años, pero me han dicho mis amigos de Madrid que ese autobús ya no se para en aquel restaurante. Han construido una moderna área de servicio, y ahora los autobuses que unen Madrid y Bilbao hacen su descanso allí. He buscado en internet el antiguo restaurante, pero no lo encuentro. Abro Google Maps, pero no lo localizo. Quizá deba coger el coche y comenzar a buscarlo, pero creo que acabaría por desistir, porque por aquel entonces siempre viajaba por las noches, y no reconocería el paisaje.

Si cogías el autobús VIP, la última parada estaba en la Margen Derecha, el lugar en el que mi madre estuvo trabajando interna, y no en Bilbao. Siempre me pareció que era una bonita metáfora de las clases sociales. Recuerdo que cuando, de madrugada, el autobús llegaba a Bilbao, siempre me estaba esperando mi padre. Los padres de aquellos chicos que venían en el Alsa nos esperaban con el coche aparcado en doble fila. A veces, charlaban entre ellos y se acababan conociendo. Aquellos padres que esperaban a sus hijos para llevarles a los pueblos obreros de la Margen Izquierda se contaban lo bien que les iba a los chicos en Madrid. Recién licenciados en prestigiosas universidades, habíamos salido al mercado laboral en plena crisis, y cobrábamos salarios de miseria, pero todo eso daba igual. Nuestros padres estaban orgullosos de sus hijos porque iban vestidos con traje y corbata. Nuestros padres habían visto a sus hijos, por fin, abandonar esas carreteras nacionales, y transitar por modernas autopistas de peaje. Recuerdo aquel autobús que cogía en Avenida de América. Y recuerdo el rostro de mi madre al llegar a casa diciéndome que todo ese sacrificio merecía la pena. Nunca hice el mínimo esfuerzo para sacarla de lo que yo consideraba un error. Tengo que confesar que no me fui a Madrid para progresar en la vida. Me fui porque estaba seguro de que allí me iba a divertir más. El resto de cosas vinieron sin tan siquiera haberlas deseado, pero mi madre siempre pensó que yo me fui a Madrid a buscarlas. Por eso, aunque me vaya bien la vida, siempre pienso que la estoy defraudando.

Antes de irme a Madrid, siendo niño, cuando el astillero terminaba la construcción de un nuevo barco, el profesor nos sacaba de clase para poder verlo pasar por debajo del Puente Colgante. Con la crisis, el astillero cerró, pero el Puente Colgante siguió en el mismo lugar de siempre. Yo ya no sigo en el mismo lugar de siempre. Dejé Portugalete años después de que los Altos Hornos cerraran. Una tarde de 1996, las chimeneas dejaron de escupir esas llamas azafranadas que iluminaban el cielo. Yo tenía entonces diez años, pero aún hoy, con treinta, recuerdo el silencio en el que se quedó el pueblo cuando las máquinas se detuvieron. Mis padres vendieron la casa de Galicia y me mandaron a una universidad privada. Allí estaban esas chicas que conducen Minis rojos. Una mañana, como el Pijoaparte, me desperté en la cama de una de ellas. La asistenta se acercó a preguntar qué queríamos para comer. Me sentí fuera de lugar. Como Adolfo Suárez, pedí una tortilla francesa y un café con leche. Una comida sobria para que esa chica no pensase que los pobres lo somos por derrochadores. Fue un error porque con una tortilla francesa y un café con leche en el cuerpo no se lleva bien una transición a la democracia, pero tampoco una resaca.

Visité más casas de chicas con apellidos compuestos, me emborraché, follé, y me deprimí en la medida de mis posibilidades. Una voladura controlada. Nada en exceso. Si me hubiese pasado de la raya, nadie me hubiese recogido. Soy un buen chico. Por eso, me contrató un bufete de abogados. Me marché a Madrid y más tarde a Barcelona; a un último piso con una gran terraza en Muntaner con Travessera de Gràcia; un piso desde el que no veo los barcos saliendo del astillero. Veo el Tibidabo, el edificio de una editorial y el mar a lo lejos. Es una casa burguesa con parqué, terraza, y un portero nada simpático. Es mi migaja del pastel capitalista. A pesar de eso, en las conversaciones con mis amigos defiendo ideas de izquierdas. A veces, defiendo ideas que me creo a medias. Ha de ser así. No puedo hacer otra cosa. Mi madre siguió votando a Felipe González cuando dejó de creer en él. Hace dos décadas que este dejó la política, pero mi madre todavía hoy sigue votando a Felipe. La mayor parte de mis amigos son de derechas, y eso me da un toque distintivo. Me han adoptado como a una mascota. Soy dócil y limpio. No doy problemas. Ahora que todo me va bien, no voy a ser yo quien comience la revolución. En el fondo, siempre quise ser como esos esnobs de Bocaccio. Voy a la Filmoteca, bebo Dry Martini, y leo a Pessoa. Soy tan farsante como esta ciudad. Al menos no tengo moto, ni esquío, ni voy al gimnasio. Al menos no me he comprado un tocadiscos. Al menos sigo escribiendo sobre aquellos barcos que salían del astillero. De adolescente leía El País, y ahora estoy en Tinder.

Sin embargo, no siempre he sido tan sofisticado como parece. Sirva como ejemplo que el restaurante donde celebraron mi bautizo es hoy un kebab. Me gustaba pensar que hubo un tiempo en el que fue un local con cierta nobleza, pero, en realidad, nunca lo fue. Mesón Romero se llamaba. Ese nombre castizo me hizo imaginar un restaurante con grandes salones de madera, pero contemplando las fotos de la celebración me doy cuenta de que siempre ha sido un antro más o menos parecido al de ahora. En las fotos yo soy un bebé rollizo, y mis padres están sonrientes. Iba a escribir jóvenes y sonrientes, pero lo cierto es que cuando yo nací mis padres ya no eran jóvenes. Llevaban mucho tiempo buscando un hijo, pero no lo lograban. Mi madre abortó en tres ocasiones. Abortos naturales, siempre apostillaba ella. Al cuarto intento, nací yo. Hijo único. La gente cree que los hijos únicos, que nacen después de muchos años de matrimonio, entran en la vida de sus padres y la descolocan, pero lo cierto es que no. Los padres están tan acostumbrados a su vida que apenas la tocan. El hijo, por así decirlo, nunca es el primero de los tres. Más bien es el último. Eso se lo he leído a varios hijos únicos que escriben. Además, el hijo es, o se cree que es, mayor de lo que en realidad es. Piensa que le correspondía haber nacido diez, quince, o veinte años antes, y pasa entonces a comportarse como un adulto a pesar de que aún es un niño. En eso se nota que el hijo trata de acoplarse a la vida de sus padres, y no al revés. Es el hijo el que se hace adulto y no los padres los que se hacen niños.

Mi madre tenía ya cuarenta años cuando nací yo. El ginecólogo se llamaba Ignacio. Su sobrino era el defensa central titular del Athletic de Bilbao. Un fino central que llegó a jugar con la selección española: Genar Andrinua. Me pusieron Ignacio por él. Fue una promesa de mi madre. Durante el embarazo, mi madre iba al ginecólogo cada mes, y este le decía que le daba apuro cobrarle por no hacer nada, pero mi madre le contestaba que así se quedaba más tranquila. Mi madre me ha contado que en las silenciosas noches de verano, se tocaba la tripa, y me decía: «Muévete, muévete», y yo me movía, y entonces ella se relajaba, y se quedaba dormida. Después de nacer yo, seguimos visitando al ginecólogo, pero mi madre ya no le pagaba la consulta. Creo que mi madre, a pesar de haber salido todo bien, no las tenía todas consigo. Esperaba un castigo de Dios y desconfiaba de tanta felicidad. Los gallegos son un poco así: desconfiados, pesimistas, prudentes. Los gallegos todavía no se creen a salvo del diluvio universal.

Mi padre es incluso mayor que mi madre. A mi padre le preguntaban si yo era su nieto. Nunca se lo tomó a mal. Al contrario, se hinchaba de virilidad. Mis padres, para ser sinceros, no sabían cómo educarme. No podían seguir el modelo de los hijos de sus amigos, porque pertenecían a otra generación, pero tampoco comprendían demasiado bien qué era lo que hacían los padres de mis compañeros de colegio. Mis padres me decían que no me pinchase caballo, cuando la heroína hacía veinte años que había desaparecido. Mis padres intuían algunas cosas, se fiaban de los profesores, y se fiaban de mí también. Me educaron con más libertad que a ninguno de mis amigos. Me educaron con libertad y amor. Por eso, quizá, lo hicieron tan bien. Yo no estudiaba porque me gustase estudiar. Estudiaba porque no sabía hacer nada con las manos, y me daba miedo acabar de reponedor en el supermercado del barrio. Nunca supe arreglar un enchufe, ni montar una barbacoa. No sé cómo salieron las cosas bien conmigo. Todo fue una auténtica casualidad.

En las fotos del bautizo, mi padre me sostiene sonriente, y mis primos llevan un puro en la boca. Visten una sudadera gris con la publicidad de Cola Cao. Una prenda que, al parecer, mis tíos reservaban para ceremonias especiales. No quiero pensar qué vestirían a diario. Hay muchas botellas de vino y aguardiente. Les oigo hablar en gallego. Les oigo gritar y cantar. Los gallegos, en mi barrio, son como los italianos en las películas de Scorsese.

Cuando yo nací, mi madre dejó de trabajar en esas casas de la Margen Derecha. Mi madre pasó entonces a ser madre, aunque mucho antes ya lo había sido. Era la hermana mayor, y fue madre de sus hermanos, después lo fue de aquellos niños que cuidaba y, más tarde, de sus sobrinos. Fue madre también de sus padres. Mis abuelos vivían en casa. Mi abuelo hizo entera la Guerra Civil, y volvió siendo otro. Eso dicen. Para mí siempre fue el mismo. Le recuerdo taciturno, con sus codos apoyados en las rodillas, fumando Celtas sin parar. Recuerdo que veía Bonanza y El equipo A con él, y que nunca habló ni una palabra de la guerra. Mi abuelo no pudo volver a trabajar. En su expediente militar puedo leer una nota de 1939 que dice «No apto para el empleo». El campo era miseria y hambre y, por esa razón, mi madre se trajo a mis abuelos a vivir al piso que acababa de comprar con mi padre. Un tercero sin ascensor en un bloque de pisos de un barrio obrero. Lo compraron en 1968. En mayo de 1968, las calles de París ardían, pero mis padres estaban más pendientes de pagar la primera letra de la hipoteca. Desde entonces, viven allí. Nunca se han mudado. Compraron el piso y, de inmediato, supieron que ese era su lugar en el mundo. El vendedor, no sé muy bien cómo, quiso engañarles con las arras y, entonces, en lugar de acudir al juzgado, mi padre juntó a unos amigos y fueron a hablar con aquel señor. Mi padre es buena persona, pero bruto. Mi padre lleva una navaja en la guantera del coche. Mi padre, un verano que me fui a recorrer Nicaragua, me recomendó que me comprase una navaja como la suya.

El caso es que, finalmente, compraron el piso. Mis abuelos no eran ancianos entonces, pero tampoco eran jóvenes como para entrar a trabajar en una fábrica. Mis abuelos no podían hacer nada en la ciudad. Ni siquiera sabían escribir. Mi abuelo firmaba los papeles con su huella dactilar, o con una cruz. No conocía tampoco los números, y usaba alubias, o lo que pillase, para poder contar. Por eso digo que mi madre fue también madre de ellos. Mi madre fue muchas veces madre antes de ser mi madre.

En las fotos de la caja se puede ver a mi madre siempre rodeada de niños. Son niños cursis, niños franquistas, niños repelentes. Sé que es injusto considerarlos así, pero es la ventaja que otorga ver todo en perspectiva. La distancia que dan los años que han pasado desde esas fotos me permite saber que esos niños después fueron hippies, o comunistas, pero acabaron votando al Partido Popular. Mi madre me ha dicho los nombres. Me ha dicho los apellidos de alguno de esos niños, y sé que al menos uno de ellos acabó siendo eurodiputado de un partido conservador. Está en su derecho, naturalmente. Lo que me ofende es que se creían mejores, mejores que esas chicas del servicio analfabetas por el mero hecho de pasearse por la calle con un tomo de El capital. No eran mejores que ellas. No lo eran. Tampoco ellas eran mejores que esos hijos de la burguesía. También hay que decirlo. Habría de todo. Para que la injusticia desaparezca no hace falta que los desamparados sean buenas personas, como tampoco hace falta que los ricos sean despiadados. Unos y otros serían mezquinos y piadosos, pero, sencillamente, lo que estaba pasando con esas chicas no tenía que suceder. La injusticia es injusta por sí misma. No solo los santos sufren el abuso. Conviene decirlo antes de que nos pongamos melodramáticos, porque si no esta novela se podría empezar a parecer a una película de León de Aranoa. No voy a escribir un libro en el que todos los pobres son virtuosos. No. Voy a contarlo tal y como me lo cuenta mi madre. Escucho sus palabras y las escribo. Solo hago eso. He preferido hacerlo así y no de la forma en la que mi madre lo intentó. Hace unos meses me enseñó un cuaderno en el que, según me dijo, iba a contar su vida. Podría ser benévolo, pero lo cierto es que el cuaderno de mi madre era un desastre literario. Una serie de datos y fechas sin el más mínimo interés: el año en que nació, el lugar donde hizo la primera comunión, el nombre de sus primas, etcétera. Abro el cuaderno y trato de ordenar lo que mi madre cuenta en él, pero acabo por cerrarlo y prefiero tan solo escucharla.

Cuenta mi madre que en aquellas casas de gente rica de la Margen Derecha de la Ría ni las miraban a la cara; que a algunas, pocas obviamente, los señores las dejaron preñadas y las obligaron a abortar, o a vivir lejos de sus casas; que les levantaban la voz y algunas veces, pocas obviamente, incluso la mano; que a pesar de cuidar a los niños de la casa, ellas no entraban por la puerta principal sino por la de servicio; que les espiaban las conversaciones que mantenían por teléfono; que les avergonzaba no saber hablar bien el castellano; que le gustaba su trabajo y era feliz porque le encantaba cocinar; que alguna vez le dijeron que la comida estaba exquisita, y eso la hacía sentirse orgullosa; que también le gustaba ganar un salario y tener una vida mejor que la de frío y hambre de la aldea; que, por eso, cuando alguien de Galicia le hablaba mal del País Vasco ella contestaba siempre lo mismo: «Pues a mí lo de cagar sentada no veas lo que me gustó»; que cuando los señores se iban, ellas se columpiaban en el balancín del jardín; que una vez se cayó, se fracturó el hombro y, aunque le dolía, siguió trabajando; que otra vez se le quemó la comida en el horno, y para tener todo a tiempo, cogió un taxi, se acercó al centro, compró los platos hechos, y los señores no se dieron cuenta de nada porque lo pagó de su bolsillo; que cuando estaba cansada se acostaba en el suelo; que tenían una tarde libre a la semana y quedaban con sus novios; que sus novios normalmente eran obreros de las fábricas de Barakaldo y de Sestao, que son exactamente iguales que Hospitalet y Santa Coloma; que, a su vez, son exactamente iguales que Manchester, o Guangzhou; que algunas chicas compraban la comida de los señores en la tienda de una amiga que les hinchaba la cuenta y les daba la diferencia; que así lograban comprar los regalos de cumpleaños de sus hijos y sobrinos; que ahorraron para comprarse un piso, un coche, y después una casa en el pueblo; que la casa del pueblo la arreglaron ellos mismos con la ayuda de toda la familia; que pasaban los veranos allí; que los amigos y la familia se prestaban dinero entre sí para pagar la entrada del piso; que lo hicieron porque era lo que había que hacer; que también votaron a Felipe porque era lo que había que hacer; que acabaron hasta aquí del GAL y de la corrupción, que sí, que ambas cosas existieron: «una mala gripe que había que pasar»; que, a pesar de eso, le siguieron votando; que lo hicieron porque, por ejemplo, Felipe les puso una paga a los abuelos, y de esa forma pudieron dejar el campo y venirse a vivir a sus casas; que los cuidaron hasta que se murieron de viejos; que los abuelos siempre fueron viejos; que todavía les echan de menos; que también cuidaron de nosotros, sus hijos; que nos dieron afecto, y nos pagaron la mejor educación posible; que quisieron que estudiáramos con los hijos de los ricos, porque no éramos ni más tontos (ni más listos) que ellos; que compraban libros y enciclopedias para que sus casas fuesen como la de los señores, pero allí nunca había el silencio de las casas de los señores; que nunca abrían esos libros, pero intentaban que sus hijos lo hicieran; que creían en Dios, aunque él les hubiera abandonado; que iban a misa; que después iban a tomar el vermut y las rabas con los amigos del barrio; que muchos amigos se murieron; que todavía les echan de menos; que les llevan flores al cementerio; que dan propina; que se saludan en la escalera con los vecinos; que dejan en el suelo las bolsas de la compra y se paran a hablar con ellos en la calle; que dan las gracias; que piden las cosas por favor; que, en la frutería les dicen: «cariño», «preciosa», «bonita», y ellas sonríen; que les gustaba el fútbol; que eran del Real Madrid, como todos, pero después se hicieron del Deportivo de la Coruña (cuando el Superdépor) o del Athletic de Bilbao (cuando Clemente); que sus hijos somos del Athletic (cuando Bielsa); que recorrían España en un 127 rojo por una carretera nacional; que ya nadie conduce por esas carreteras; que esas carreteras abandonadas se parecen a ellos; que hoy nos detenemos en internet como ellos lo hacían en las áreas de servicio de aquella carretera; que nos detenemos ambos allí, quiero decir, a soñar, a imaginar el futuro, a pensar quiénes queremos ser; que fumaban a todas horas; que fumaban Ducados; que el domingo se ponían corbata; que iban al bar y discutían; que algunos hombres, cuando volvían del bar, seguían discutiendo en casa, y levantaban la mano a sus mujeres; que las mujeres no sabían lo que era el feminismo, pero eran feministas; que cuando se oía bronca en una casa siempre había algún vecino que daba un grito, o incluso les tocaba el timbre; que si tenían que partirse la cara se la partían; que a la mañana siguiente se saludaban como si no hubiese pasado nada; que las manos de los hombres olían a metal; que su aliento olía a vino; que para andar por casa se ponían, todavía se ponen, el mono azul de la fábrica; que el mono está ya roto y descosido; que la fábrica pagaba bien; que el jefe de la fábrica era un buen jefe, pero su hijo un capullo; que, en una ocasión, se fumaron un pitillo con el jefe; que la fábrica hacía mucho ruido; que en la fábrica había gente de todos los sitios; que todos los sitios quiere decir toda España, porque entonces todos los sitios estaban dentro España; que nunca salieron al extranjero porque allí eran todos más altos que ellos; que, es verdad, sí salieron al extranjero; que lo hicieron dos veces: a Hendaya, y a Viana do Castelo; que tan solo fue una excursión de un día: fueron por la mañana, y volvieron por la tarde; que comieron bocadillos de pechuga de pollo; que todos los obreros se llevaban bien; que se llevaban bien porque todos sudaban y se manchaban de la misma grasa; que ahora casi nadie suda ni se mancha de grasa; que hoy todos vivimos muy bien, aunque estemos muy mal; que por eso nadie echa una mano a nadie; que, a pesar de la grasa y del ruido, los niños solíamos ir de visita a la fábrica con nuestras madres; que las máquinas parecían monstruos y los niños les teníamos miedo; que, por eso, nos agarrábamos fuerte a la falda de nuestras madres; que se nos decía que íbamos a trabajar también allí, pero al decirlo señalaban con el dedo a las oficinas de la fábrica; que el éxito era eso: trabajar en las oficinas; que, si era fin de semana, los hombres se duchaban y después iban con sus hijos y con sus mujeres a comer el menú del día o, si habían cobrado la extra, una paella; que algunos sábados comían sardinas en Santurtzi; que Santurtzi aún era Santurce; que A Coruña aún era La Coruña; que Nueva York nunca fue New York; que los domingos hacían barbacoas en una campa; que era una campa, porque no se le podía llamar campo; que allí echaban un partido de fútbol, y la ropa se ensuciaba de verdín; que hacían las porterías con jerséis que acababan llenos de barro; que había que tender la ropa dentro del piso porque había días que afuera se ensuciaba aún más por el humo de las chimeneas; que el piso no medía más de sesenta metros cuadrados pero dentro cabía todo; que siempre estaba limpio y ordenado; que la ropa olía bien; que las madres planchaban hasta los calzoncillos; que nos ponían los mejores calzoncillos cuando visitábamos al pediatra; que el pediatra tenía la consulta en el centro de Bilbao, y aquello nos parecía Manhattan; que no eran de derechas ni de izquierdas; que eran de los suyos; que ahora no saben quiénes son los suyos; que no votan a Podemos porque no; que siguen votando a Felipe porque sí; que no quisieron meter a sus padres en una residencia; que les limpiaron el culo, les daban la comida a la boca, y les cerraron los ojos por última vez, pero siempre les trataban de usted, y no les decían lo mucho que les querían; que con nosotros fueron diferentes; que eran cercanos y cariñosos; que nos decían que nos querían; que jugaban en el suelo al Scalextric, y nos daban besos; que siguieron ahorrando para dejarnos algo para el día de mañana, a pesar de que les decimos que no lo hagan; que el día de mañana nunca llega; que creían que nuestras vidas valían más que las de ellos; que eso era mentira; que según llegaron a la ciudad, cercaron un solar, se lo repartieron como en el Far West, y se hicieron una huerta por si venían mal dadas; que no vinieron mal dadas; que repartían la cosecha de la huerta con los amigos; que los tomates sabían a tomate; que ya no hay huerta porque en el solar hicieron unos pisos de protección oficial; que los domingos se asomaban a la ventana para ver a un gitano que hacía subir a una cabra por una escalera; que cuando el gitano se iba, las vecinas hablaban a gritos de ventana a ventana; que cuando la conversación se ponía íntima decían: «Ya te contaré»; que al despedirse decían: «Pues ya hemos pasado otro ratito»; que la vida era eso: ratitos; que las vecinas se han muerto, y ya no hay ratitos; que algunos de sus hijos se murieron antes; que antes de morir ya no eran sus hijos; que sus hijos robaban para pincharse; que por miedo a que entrasen en casas de los demás a robar, las vecinas dejaron de tener las llaves de las otras casas; que, ahora que nadie se pincha, siguen diciendo pincharse para referirse a consumir droga; que no pincharse y trabajar en las oficinas de la fábrica significaba tener más éxito que el Lobo de Wall Street; que recibían visitas en casa; que se tiraban la tarde hablando; que eran socios del Círculo de Lectores, pero nunca leyeron nada; que compraban los libros a granel, como las lentejas; que así, a lo mejor, se nos pegaba algo; que se nos pegó; que tenían una amiga del pueblo que vendía productos de Avon y la llamaban «la de las cremas»; que tenían un amigo del pueblo que se pasaba por las casas a cobrar el seguro de decesos y le llamaban «el de los muertos»; que nunca domiciliaron en la cuenta corriente el seguro de decesos porque le habrían quitado el trabajo a «el de los muertos»; que «el de los muertos» se ha muerto; que «la de las cremas» sigue viva, aunque ya no vende cremas; que eran buenas madres, buenos padres, buenas esposas, buenos maridos, buenos hijos, buenos hermanos, buenos amigos; que nosotros no lo somos tanto; y que, al fin, un día como el de ayer, llegan los resultados del oncólogo de mi madre, y te enteras de que el cáncer que parecía controlado se ha extendido por otros órganos y que quizás este sea el fin de la historia que mi madre pretendía contar en su cuaderno, y que ahora yo transcribo como ella lo haría si pudiese.

A pesar de las malas noticias, le van a dar el alta a mi madre. Yo estoy en el hospital con ella. Mi madre le pide a la doctora que le explique con claridad el estado de su enfermedad. La doctora intenta no herir con sus palabras. Trata de darle esperanza. Es una chica joven y se nota que no está acostumbrada a dar este tipo de noticias. Mi madre le insiste, y la doctora al final nos mira a los ojos y acaba por decir con sinceridad: alrededor de un año; algo más quizá si decide someterse a la quimioterapia; podemos tratar de ir deteniendo la enfermedad, pero no podemos curarla. Ese es todo el futuro que es capaz de ofrecernos. Una porción de tiempo con la que resulta imposible hacer ningún plan. Estamos programados para organizarnos de forma más ambiciosa. Estamos programados para casarnos, tener hijos, o comprarnos una casa, pero todos esos proyectos requieren un tiempo que ya no tenemos.

La doctora también me pregunta dónde vivo, si el piso de mis padres tiene ascensor, si mi madre es capaz de salir a la calle sola, etcétera. Preguntas personales, según parece, para evaluar el sufrimiento, y el coste emocional, de someterse a la quimioterapia. Yo me siento mal. Siento que de todo eso que me pregunta, hay algunas cosas que están en mis manos. Podría mudarme a Bilbao, podría acompañarla a las sesiones de quimioterapia, podría pasar más tiempo con ella. Pero mi madre me interrumpe y le dice a la doctora que no se someterá a ningún tratamiento. Lo dice sonriendo. Soportaría el tratamiento sin problema, pero no quiere sufrir más, y no quiere, sobre todo, que los demás suframos. Sé que piensa en mi padre y en mí. Sé que eso es lo que piensa. Estoy seguro. No tiene miedo. Nunca lo ha tenido. Le dice a la doctora que así es como tiene que ser. Le dice que, de algún modo, ella ya lo sentía, como también sentía, hace treinta años, que yo iba a nacer, y no iba a sufrir otro aborto. «Muévete, muévete», decía entonces, y yo me movía dentro de ella. Eso le dice a la oncóloga. Después se despide de ella, y de la enfermera que nos contempla apoyada en la pared. Los dos nos levantamos, y caminamos hacia la salida del hospital. Está lloviendo mucho. Le digo a mi madre que me espere y que enseguida vendré con el coche a buscarla. Cuando vuelvo, está esperándome resguardada de la lluvia bajo el soportal de la entrada. Hay varias personas junto a ella. En su mayoría son ancianos que salen del hospital, y esperan a que escampe para coger un taxi, o cruzar hasta la boca del metro. Yo me bajo a abrirle la puerta del coche. Cuando apenas ha comenzado a andar, mi madre se detiene, se gira hacia las personas que quedan bajo el cobertizo, y pregunta en voz alta si alguien quiere que le llevemos a su casa.

Llovía mucho aquella mañana en la que a mi madre le dijeron que se iba a morir, pero yo tenía un juicio en Barcelona al día siguiente y tuve que volver. Dicen que la vida sigue. Mi vuelo sale por la noche. Durante todo el día, mi madre se comporta con absoluta normalidad. No dice nada acerca de la conversación con la doctora. Hablamos de recetas de cocina, del precio de los pisos en Barcelona, de la boda de un amigo. Yo, como siempre, le sigo la corriente y no soy capaz de advertir lo que está pasando. Mi madre ha tenido la generosidad de no pedirme nada a pesar de que tiene todo el derecho de hacerlo. No es hasta que me monto en el avión cuando entiendo lo que sucede. No es hasta ese momento cuando me doy cuenta de que mi madre se va a morir. Entonces lloro. Lloro con esa absurda música que ponen en los aviones cuando despegan. Lloro mirando la ciudad desapareciendo entre las nubes.

He procurado dormir. Mi madre está en casa y se encuentra bien. He impreso una copia de la foto de mi madre. Aquella en la que está de espaldas empujando el carrito de un niño. La he impreso y se la he enviado por email a un amigo pintor. Hemos pactado un precio y en unas semanas me enviará un cuadro con la imagen de la foto. Él pintará a mi madre mientras ella desaparece. Yo me ocuparé de escribir sobre ella. Ambos nos tenemos que dar prisa. Ambos tenemos que hacerlo antes de que el tiempo la borre definitivamente. Me tengo que dar prisa y, a la vez, cuanta más prisa me dé, antes dejaré de estar con ella. Cuando deje de escribir, cuando llegue al final de la novela, y ella ya no esté aquí, entonces ya no quedará nada. No quiero que eso suceda. Quiero que esté más tiempo conmigo, pero no sé cómo hacerlo.

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