Alma

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Primera parte. París » Capítulo 6

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Capítulo 6

 

 

Cuando llegaron al puerto, Armand, que había enviado a Pascal a recogerlas, las esperaba en el muelle. La actividad que se desarrollaba la sorprendió. Un montón de hombres subían sacos, animales y todo tipo de objetos. No sabía muy bien qué esperaba; desde luego, no aquello. Jamás había subido a un barco y hacerlo en aquel… Imaginaba que si el mar se volvía bravo, ese trozo de madera desaparecería entre las olas.

Durante unos segundos consideró la idea de dar media vuelta y volver a París. Ya vería la manera de sobrevivir, porque suponía que allí, en medio de la revolución, tenía más posibilidades de hacerlo que en aquel cascarón.

—Yo no subo ahí —dijo Sophie, que debía de estar pensando lo mismo que ella.

—No se preocupen. Es bastante seguro.

Armand había llegado hasta ellas, que seguían inmóviles en medio del muelle.

—¿Solo bastante? No me parece una gran garantía. Estoy de acuerdo con Sophie.

—Ese barco lleva muchas millas en su casco y les aseguro que nunca nos ha dado un problema.

—¿«Nos»? —preguntó con curiosidad, puesto que él se había incluido.

—He viajado en él en alguna ocasión y sé de lo que hablo. Es uno de los barcos más rápidos y ligeros que se fabrican. No es tan cómodo como una casa, pero no está mal y solo serán unos días.

Ella observó la nave con ojo crítico. Era más grande de lo que había imaginado, lo que constituía un punto a su favor. Dos palos se alzaban, rodeados de cuerdas, donde supuso que irían las velas cuando navegara. En la parte de atrás, en algún sitio había leído que en los barcos se llamaba popa, en un enorme letrero profusamente decorado según la última moda, aparecía escrito un nombre en español: El portal de Belén. Supuso que era el nombre con el que su tío lo había bautizado.

—Bueno —suspiró resignada—, no tenemos otra alternativa, así que vamos.

Recorrió la estrecha pasarela de madera con ayuda de Armand, quien la sujetaba por el brazo con firmeza. La entrada no sirvió de mucha ayuda para levantarle el ánimo. Un olor pestilente la golpeó sin piedad. Se detuvo de golpe y alzó la cabeza. La altura de los mástiles imponía, así como el trasiego de trabajadores que se movían por cubierta afanados cada uno con su tarea. Unos subían víveres y cosas necesarias para la travesía, otros frotaban los tablones del suelo. La actividad era frenética. Aquel lugar sería su hogar durante los siguientes días y le atemorizaba y fascinaba a partes iguales.

La mano de Armand seguía sobre su espalda en un gesto protector que le agradeció. Todos aquellos marineros, que las miraban con una mezcla de curiosidad y deseo, la intimidaban. La protección que le proporcionaba la presencia de su escolta le hacía sentirse algo más segura en aquel mundo masculino en el que acababa de entrar.

Caminó con pasos inseguros sobre el piso de madera. Sophie les seguía algo atemorizada por todo lo que les rodeaba. Le habría gustado tranquilizarla, pero no estaba en condiciones de hacerlo. El olor a sal, a humedad y no sabía a qué más, le había revuelto el estómago. No ayudaba mucho a su estabilidad el ligero balanceo de la nave. No se movía demasiado, aunque sí lo suficiente para recordarle que no estaban en tierra firme. Se detuvo durante unos segundos para recuperar el aplomo que necesitaría si tenía que enfrentarse a alguien.

—¿Está usted bien?

Armand no había perdido detalle de las reacciones que ella experimentaba según avanzaba. Estaba seguro de que no aguantaría ni la mitad de lo que se avecinaba. La vida en el mar no estaba hecha para las mujeres.

—No se preocupe por mí. Solo tengo que acostumbrarme al movimiento. —Levantó la cabeza con determinación. Tenía los ojos oscuros algo velados, pero mostraban una determinación que lo conmovió. Esperaba que fuera cierto y que los siguientes quince o veinte días no supusieran un suplicio para ella.

—Buenos días y bienvenida, mademoiselle Ledoux.

No se había dado cuenta de que había llegado hasta ellos un hombre bastante distinto en cuanto a vestimenta y porte de los que les rodeaban. Debía de tener la misma edad que Armand; su aspecto distinguido y la modulación de su voz le indicaron que no se trataba de un marinero cualquiera.

—Permítame que les presente al capitán del Portal de Belén —intervino Armand—. Mademoiselle, el capitán Francisco Suárez. Él se encarga de que este navío llegue a puerto.

El aludido se inclinó ante Alma en un saludo cortés.

—Encantado de tenerla a bordo, señorita —saludó en un francés perfecto—. Su tío nos dijo que nos acompañaría hasta Ferrol. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para que su viaje sea cómodo.

—Muchas gracias, señor Suárez. Procuraremos no interferir en su trabajo y molestar lo menos posible.

Se notaba que, a pesar de la educación y la cortesía, el capitán tenía todas las reservas del mundo sobre el hecho de llevar dos damas a bordo. Únicamente las había dejado subir porque era la sobrina del dueño.

—Uno de mis oficiales les ha cedido su camarote. Tendrán que utilizarlo las dos —se refirió a Sophie—. No disponemos de mucho de espacio.

—Podemos compartirlo sin ningún problema —lo tranquilizó.

—Armand —se dirigió al francés—, ¿puedes acompañarlas tú? Yo tengo que ocuparme de la salida.

—No te preocupes, yo me encargo de todo.

El oficial volvió a saludar y se alejó en dirección a un grupo de marineros que esperaban las órdenes oportunas para iniciar la maniobra.

—¿Podemos quedarnos para ver cómo salimos? —preguntó ella con interés.

Él se encogió de hombros. No había ninguna prisa. Tenían todo el tiempo del mundo para acomodarse. Hizo una indicación a dos tripulantes para que llevaran el equipaje al alojamiento que les habían asignado y las acompañó hasta un lugar donde no importunaran los trabajos necesarios para zarpar.

Un movimiento en uno de los lados atrajo la atención de Alma que, con los ojos como platos, vio a Pascal, el mozo del carruaje, caminar por la cubierta con total tranquilidad.

—¿No es ese el mozo que nos ha traído? ¿Qué hace en el barco?

Armand guardó silencio. Creía que si no respondía ella olvidaría la pregunta. Desde luego, no tuvo suerte.

—Tiene usted que contarme algunas cosas, monsieur Bandon —anunció en un tono que le indicó que debería contarle la verdad.

—Todo a su tiempo —respondió él.

Ella se volvió hacia el mar y se cruzó de brazos.

—No tengo prisa.

—Deberíamos bajar primero a su camarote —La proposición parecía más bien una orden, de la que, por supuesto, ella hizo caso omiso.

—¿Vamos a tardar mucho en zarpar?

Él estudió su perfil resuelto. La dama tenía claro lo que quería y no se iba a dejar guiar. La piel de sus pómulos, fina y delicada, algo sonrosada por el aire le atraía de una forma irresistible. Solo tenía que inclinarse y apoyar sus labios entreabiertos en aquel lugar para saborearla.

—¿Monsieur?

Ella le miraba extrañada por la ausencia de respuesta. Armand sacudió la cabeza para ahuyentar pensamientos locos y se concentró en aquellos ojos profundos que lo miraban con interés y que no le ayudaban en su propósito.

A su alrededor, los marineros tomaban sus puestos y el capitán daba órdenes a sus oficiales.

—No creo que tardemos —respondió.

—Pues esperaremos. El camarote seguirá en su sitio cuando termine la maniobra.

—Todavía navegaremos por el río unas horas hasta salir a mar abierto —insistió.

—No importa. Me gusta ver que lo me rodea y esta va a ser una ocasión única de ver la ciudad desde aquí.

Uno de los marineros se había acercado y se dirigió a Armand con respeto.

—Duque, el primer oficial le está buscando.

Él no hizo ningún comentario sobre la manera en que le había llamado. Vio que la cabeza de Alma comenzaba a cavilar al respecto.

—Dile que voy enseguida —respondió. Se giró hacia ella y le preguntó—: ¿Estará usted bien aquí? ¿Puede quedarse sola?

—¡Por supuesto que puedo quedarme sola! —No admitiría que sin él a su lado no se sentía tan segura como pretendía mostrar. Era la primera vez que navegaba y le gustaría que permaneciera a su lado, incluso agradecería que le agarrara la mano. ¡Qué absurdo! Aquel hombre no le apretaría la mano, prefería subirse a alguno de aquellos palos o agarrar el timón en vez de consolar a una damisela como ella—. Le esperaré aquí. Creo que no tengo muchos sitios donde ir.

Él la estudió durante unos segundos y pareció aprobar lo que veía.

—Volveré para acompañarlas a su camarote.

Se quedaron solas. Sophie mostraba en su rostro todo el miedo que sentía. Ella sí le agarró la mano y le dio un fuerte apretón.

—Saldremos de esta, Sophie. Nosotras podemos.

—Seguro, señorita. —Le dirigió una trémula sonrisa—. No me gusta nada no tener tierra firme bajo los pies, pero esto es mejor que lo que hemos dejado atrás.

Ella estuvo de acuerdo. La alternativa que tenía a aquella aventura era que la hicieran prisionera y le cortaran la cabeza. No. La apreciaba demasiado. Haría todo lo posible por no ser una preocupación para su padre y ya llegarían tiempos mejores.

El barco comenzó a desplazarse con suavidad. Los hombres se movían con precisión. Cada uno de ellos tenía una misión y la cumplía con exactitud. Muchos estaban encaramados en los palos, desde donde se desplegaron algunas velas. No conocía nada sobre barcos o cómo estos navegaban, sin embargo, le parecía fascinante ver cómo el aire lo impulsaba. Poco a poco se alejaron de la orilla y se encaminaron hacia la desembocadura del Sena con una lentitud majestuosa. Se deslizaban sobre las aguas sin apenas balancearse. Solo esperaba que todo siguiera igual cuando salieran a alta mar.

 

 

Alma dio otra vuelta en el camastro al que Armand había llamado, de manera muy optimista, cama. Permaneció con los ojos abiertos, fijos en el ventanuco que rozaba el techo del camarote. Por él se filtraba la luz de la luna. Los crujidos de la madera, en la noche, se percibían con mayor nitidez, aunque el silencio no fuera absoluto. Los marineros trabajaban y dormían por turnos, así que la actividad continuaba. Había más ruido que en su casa a media mañana. Un chasquido al otro lado atrajo su atención. Sophie tampoco dormía.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —respondió la muchacha—. Espero acostumbrarme a este lío.

Ella suspiró.

—Yo también lo espero.

—Y que el barco se mueva tanto tampoco ayuda mucho —añadió.

—No. No ayuda en absoluto. ¿Te mareas?

—Tengo un poco revuelto el estómago, pero creo que aguantaré.

—Supongo que los primeros días serán los peores —la animó al tiempo que se animaba a sí misma.

—¿Y el olor? —siguió Sophie, que se había sentado— ¿Qué me dice del olor?

Alma sonrió. Por lo visto, iba a exponerle todas sus quejas y tenía que darle la razón.

—Que es nauseabundo —admitió.

—Eso es porque son todo varones —sentenció la joven.

—Mañana investigaré a qué se debe. Ya que vamos a estar unos días aquí, a lo mejor podemos hacer algo al respecto.

—Y puede que nos dejen dar una vuelta por la bodega. La comida tampoco es muy buena que digamos.

—Mujer, ten en cuenta que es un barco. No creo que la despensa tenga mucha variedad.

La chica la miró sorprendida. No había pensado en eso.

—Puede que me dejen cocinar algo decente para usted.

—No te preocupes —la tranquilizó—, nos arreglaremos. De momento, vamos a intentar descansar. Creo que mañana nos van a levantar temprano.

Sophie bufó a modo de protesta antes de volver a tumbarse.

—Que descanse, señorita.

—Y tú también.

No sabía si lo conseguiría. Tenía demasiadas cosas en las que pensar, aunque había una sobre todas las demás; más bien era alguien que ocupaba su pensamiento. Armand. Ese hombre extraño y contradictorio, que la había ayudado a bajar por la estrecha escotilla para llegar al camarote y que para ello la había agarrado por las caderas con total descaro. Todavía sentía sus manos apoyadas sobre ellas. Estaba segura de que el calor que despedían le había dejado una marca. Volvió a moverse, buscando una posición más cómoda que la hiciera conciliar el sueño y le permitiera olvidar a su enigmático y atractivo acompañante.

 

 

—Buenos días, capitán.

Alma llegó hasta el alcázar y saludó a Francisco Suárez, que se volvió sorprendido de encontrarla allí.

—¡Señorita Ledoux! Buenos días. ¿Ha pasado una buena noche?

Ella le dedicó una sonrisa radiante.

—Me gusta su sentido del humor, capitán.

Esa respuesta puso de manifiesto que no la había pasado. Él observó que, a pesar de su incomodidad, no se había quejado. Soltó una carcajada que atrajo la atención de varios de los marineros que andaban cerca.

—A mí también me gusta el suyo. Espero que, por lo menos, haya desayunado bien.

—No se preocupe por mí. Más bien debería preocuparse por mi doncella, que anda presionando a su cocinero para que la deje cocinar —respondió con humor.

—Entonces ¿debería inquietarme por él?

—Oh —hizo un gesto con la mano—, yo no lo haría. Seguro que esos dos llegan a un acuerdo. Sophie puede ser muy persuasiva.

—Y muy guapa. Seguro que el pobre la deja hacer lo que quiera.

Llegó el turno de que ella riera.

—Mientras que a usted le parezca bien…

—No me importa siempre que no causen problemas o que mis hombres protesten por la comida.

Una risa fresca y cantarina llegó hasta los oídos de Armand, que se acercaba en ese momento al puesto de mando. Alma y Francisco conversaban relajadamente, ambos sonreían. Parecía que la prevención del marino contra su pasajera había desaparecido. Sin entender muy bien el motivo, sintió que se enfadaba. La muchacha hablaba y gesticulaba sin afectación. Llegó hasta ellos con un humor algo volátil.

—Buenos días, Alma —la llamó por su nombre, como si así quisiera hacer ver a su amigo que ella no estaba disponible—. Veo que se ha adaptado muy bien a este lugar. Espero que haya descansado.

Ella observó que no parecía muy contento. Antes de darse cuenta, estaba respondiendo lo primero que le vino a la mente.

—Parece que usted no lo ha hecho. —Debería haberse callado, pero ya era tarde.

Él entrecerró los ojos y la miró con aire peligroso.

—¿Por qué dice eso?

Ella resolvió decir la verdad. Total, no iba a caerle peor de lo que ya lo hacía.

—Porque trae el ceño fruncido y está enfadado. He pensado que ha dormido mal a pesar de que usted sí que está acostumbrado a este lugar.

Francisco Suárez disimuló una sonrisa y miró hacia otro lado. Entre aquellos dos pasaba algo que ni ellos mismos sabían. Por fin alguien le plantaba cara al duque.

Armand encajó el golpe y se enderezó.

—He dormido perfectamente, señorita.

Lo que no era cierto. La presencia de aquella mujer había alterado su planificada y sencilla existencia. Había pasado la noche fantaseando con su perfume y su cuerpo. Cuando la sostuvo para ayudarle a bajar por aquella endiablada escotilla, sintió que las manos le hormigueaban con su tacto y eso que la había tocado sobre un montón de capas de tela. ¿Qué se sentiría al hacerlo sin nada que estorbara? Él nunca tenía esos dilemas. Cuando quería una cosa, la tenía. Sin embargo, con ella era diferente.

—Estupendo —respondió Alma, que seguía pendiente de su gesto huraño—, así podrá enseñarme el barco.

Las miradas masculinas se cruzaron por encima de su cabeza. El capitán se encogió de hombros y él apretó los dientes.

—Por mí no hay inconveniente —respondió Francisco, a la muda pregunta de Alma—. Armand lo conoce bien. Puede enseñarle lo que usted desee.

Los ojos azules de Bandon fulminaron a su amigo antes de disponerse a cumplir su sugerencia.

Alma sabía que no tenía ningún interés en servirle de guía, pero quería que fuera él quien le desvelara los secretos de la vida en el mar. A pesar de sus encontronazos, era la persona en quien más confiaba.

—¿Cómo lleva la herida? —preguntó, sorprendiéndolo.

—Me molesta un poco. No la he vuelto a mirar.

—Es lo primero que haremos en cuanto me enseñe todo esto.

—¿Está segura de que quiere hacerlo?

—¿Curarle? —Lo miró con esos inmensos ojos oscuros y por un momento olvidó qué le había preguntado.

—No. Ver el barco. ¿Para qué quiere hacerlo?

—Soy curiosa. Me gusta aprender y quiero saber cómo se organiza un viaje en el que va a convivir un montón de gente, cuáles son sus problemas y como los solucionan.

Él se detuvo y la miró de frente. El pelo se había soltado de las horquillas a causa del viento y su rostro tenía un ligero rubor que lo hacía más atractivo.

—Señorita, usted es una pasajera. No necesita conocer todas esas cosas.

—Monsieur, necesito familiarizarme con todo lo que me rodea. No me gusta estar aislada y tampoco me gusta que me traten como si fuera una muñeca inútil. Incluso las muñecas desempeñan su función.

Le molestaba que la trataran como si se fuera a desintegrar o como si fuera diferente al resto de la gente. Era algo que tenía que agradecer a su madre. Cada uno había venido al mundo para hacer algo, tenía un papel y pensaba que cuanto más información tuviera sobre cualquier cosa, más podría ayudar y desempeñar ese papel que le había tocado vivir.

Pasearon por la cubierta. La actividad diaria se desarrollaba a su alrededor. Descubrió que había ocho cañones, que apuntaban por sus troneras a cualquier amenaza que se les acercara.

—Este no es un barco de guerra —comentó.

—No —respondió Armand—, pero si no llevara nada con que defenderse, sería un blanco muy fácil para los piratas. Cada uno de estos cañones tiene a un montón de hombres pendientes de él. Su misión es tenerlos a punto para usarlos en cualquier momento.

Ella miró alrededor.

—Hay muchos marineros, ¿verdad?

—Sí. Su tío tiene mucho dinero y ellos tienen suerte de trabajar para él. Es un buen patrón.

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque en ocasiones, yo mismo lo he hecho. —La sorpresa que ella mostró le hizo gracia—. ¿Por qué me mira así? ¿No me cree capaz de trabajar?

Ella le dirigió un gesto airado.

—¡Claro que le creo capaz! Es que no imaginaba que era un empleado de mi tío.

—No soy un empleado de su tío —apuntó—. He dicho que alguna vez he trabajado para él. Llevo muchos años dando tumbos por el mundo.

—¿Y su familia?

Él se detuvo. Alma podía percibir la rigidez de sus facciones, así que dedujo que había tocado un tema escabroso.

—No tengo familia —fue la escueta respuesta que recibió.

En ese momento, un niño pasó corriendo a su lado. Tras él apareció Pascal, el cochero, que lo agarró por la cintura y lo levantó en el aire.

—Vamos, pequeño, no puedes escaparte así. Tienes que comer y atender a tus lecciones.

Alma los observó atónita. ¿Qué diablos pasaba allí? Miró a Armand. Sin necesidad de pronunciar una palabra, pidió una explicación. ¿Qué hacía un niño en el barco?

Él no dijo nada. Hizo ademán de continuar. Ella lo detuvo por el brazo.

—¿Qué hace nuestro cochero con un niño? ¿Y que hace nuestro cochero en el barco?

—Es su hijo. Lo recogió en Rouen. Viene con nosotros.

¡Y ella era monja de clausura! No se creía ni una palabra.

—Debe pensar que soy tonta. ¿De verdad piensa que me lo voy a creer?

Él se encogió de hombros en un gesto exasperante.

—Mire, señorita, es un tema delicado. No puedo decirle más.

Alma sabía cuándo había que dejar pasar un tema y no insistir. Lo dejó estar hasta encontrar un momento más propicio. Que lo habría. ¡Vaya si lo habría!

—Bien —aceptó—. ¿Vamos a la primera cubierta? Creo que queda mucho por ver.

Un marino que salía de una especie de caseta situada en la popa, llamó su atención.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Son las letrinas de los oficiales.

—¿Y los demás? —se interesó.

Armand señaló la parte de la proa. Ella miró, pero no dijo nada, su cara de disgusto lo hizo por ella. Por lo visto, solo los oficiales tenían derecho a un poco de intimidad.

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