Alma

Alma


Segunda parte. Ferrol » Capítulo 19

Página 23 de 33

Capítulo 19

 

 

—Bien. Colócalo ahí.

El guarda dejó el baúl bajo la ventana. Se encontraba en la misma habitación donde todo había comenzado.

El embarazo ya se le notaba y comenzaba a molestarle el peso del bebé. La primavera estaba en todo su esplendor, así que pidió a su tío que le permitiera vivir en la casa del molino.

Al enterarse del embarazo, su tía empezó a hablar de dar al niño en adopción. Conocía un convento donde podía recluirse hasta que diera a luz; después, buscarían una familia. Alma no quiso ni oír hablar de ello.

—Alma, sé razonable —intentó convencerla—. Eres una mujer soltera. No puedes ser madre.

—Pues diré que me casé con Armand igual que hizo Elisa —replicó—. Puedo fingir que estoy casada.

María consideró esa posibilidad.

—Hija mía, —suspiró—, me vas a dar más disgustos que mis propios hijos.

—Lo siento, tía. Lo siento mucho. De verdad. —Era la primera vez que le decía «tía» y consiguió emocionarla.

—Si pudiera irme al molino, me vería muy poca gente.

—Allí no hay nadie. Los guardeses están en la casa de San Martiño.

—No me importa. Sophie puede venir conmigo. Trabajaré, haré lo que sea necesario para no ser una carga para ustedes.

—No eres una carga y no vamos a dejarte sola —replicó.

Alma se dejó caer en la silla. Estaba asustada y echaba de menos a su madre. María se acercó y en uno de sus escasas muestras de cariño posó la mano sobre su hombro.

—¿Estás bien?

—Sí. Me gustaría que las cosas fueran de otra manera. Siento haberlos avergonzado.

—No te preocupes por eso. Ahora tienes que ocuparte de tu hijo. Cuando Armand vuelva, hablaremos. Llegarán antes de que des a luz.

—Me iré al molino y me llevare a Guy, así os quitare trabajo.

—Déjanos a Guy.

—No. Prometí que cuidaría de él. —No explicó a quien había hecho la promesa, que todos daban por supuesto que era a su madre—. Nos apañaremos bien.

—De acuerdo —aceptó su tía—. Dispondré todo para que puedas viajar la semana que viene. Si necesitas algo, dínoslo.

Y allí estaba. Junto a la cama en la que se había acostado con Armand. Sola. Más sola que nunca. Posó su mano sobre el abultado vientre y pensó que ya no lo estaba, que a partir del mes de septiembre tendría alguien de quien ocuparse. Tenía que ser fuerte.

La vuelta de Armand estaba prevista para finales de junio. Si todo salía bien, estarían juntos y aquellos meses solo serían una pesadilla con final feliz.

Los días se deslizaron con suavidad. Sophie y ella se encargaban de limpiar y cocinar. Había aprendido a hacer pan, empezó a ayudar a su tío en las tareas menos pesadas. Supervisión, cuentas. Los obreros se acostumbraron a verla entrar y salir. Les hacía gracia su marcado acento, y como veían que el jefe la respetaba y contaba con ella, ellos también lo hacían, aunque después comentaran entre ellos que aquella señora donde debería estar era en su casa, esperando la vuelta de su marido y cuidando del chaval que la acompañaba cuando llegó a España.

—¿Vas a tener un niño? —preguntó Guy con curiosidad.

—Sí. Pon la mano aquí —tomó la mano del pequeño y la sujetó sobre su vientre—. Está aquí dentro, creciendo para poder vivir fuera.

—Y cuando salga, ¿yo me tendré que ir?

Ella comprendió que el niño tenía miedo. Su situación era delicada. Tenía recuerdos de su familia y sabía que en algún momento tendría que marcharse. Lo abrazó con fuerza y le dio un beso en la rubia cabeza.

—No, cariño. Te quedarás conmigo y me ayudarás a cuidarlo. ¿Quieres?

El muchacho asintió con alivio y una gran sonrisa.

El corazón de Alma se ensanchó de alegría. Había llegado a querer a aquel pequeño, incluso había olvidado que no se trataba de un niño normal. Lo había integrado en su vida y lo trataba como si fuera su hermano pequeño. No quería ni pensar en el día que alguien viniera a buscarlo. Desde que estaban en el molino, no había vuelto a sentir que la siguieran, pero siempre estaba ese extraño presentimiento de que los observaban.

—Ven —se puso en pie y lo agarró de la mano—. Vamos a ver a Sophie. Seguro que ha hecho algún dulce rico y después, ¿me acompañas a dar un paseo por la orilla del río?

Aceptó. El muchacho echaba de menos al resto de los niños de la familia. Estaba deseando que llegara finales de mes. Entonces, todos se reunirían en el pazo de San Martiño. Poco después, volverían los hombres de Cuba. Por un lado lo deseaba y por otro lo temía porque aquel sería un momento decisivo para su futuro.

 

 

Esa mañana de verano amaneció brillante. Aunque a menudo el cielo aparecía cubierto por las nubes, de vez en cuando, la lluvia se marchaba para dar paso al sol, que iluminaba con alegría aquel paisaje verde y agua.

Alma se asomó a la ventana como cada día y miró al horizonte. El lateral de la casa daba al río, pero la parte norte permitía ver todo el contorno de la ría. Su corazón dio un vuelco y aceleró el ritmo cuando distinguió el barco al fondo. Había visto algunos entrar y salir para descargar mercancías y ninguno le había producido ese desasosiego. Conocía a la perfección esa silueta. Había viajado en esa embarcación durante casi un mes. Era el Portal de Belén, el bergantín que había partido a Cuba. Comenzó a temblar. ¡Había vuelto! Armand había vuelto. Pronto estaría con él. No podría esconderle su estado, sonrió con ironía, su barriga resultaba difícil de ocultar, así que no tardaría en saber si se alegraba de la noticia o por el contario le horrorizaría.

—¿Estás bien? —La voz de Guy la hizo reaccionar.

—Estoy bien. No te preocupes. —Lo tranquilizó.

—Entonces ¿qué te pasa? —Era un niño muy intuitivo que captaba las cosas antes que muchos adultos.

—Es Armand. ¡Ha vuelto!

El niño comenzó a dar saltos.

—¡Ha vuelto!¡Ha vuelto!

—Sí, pequeño. Ha vuelto.

 

 

Habían pasado más de dos horas. Dos largas horas en las que nadie había ido a buscarla. La familia estaba en el pazo, por lo que Elisa ya debería de haber visto a su marido y Armand debía de estar a punto de llegar. Paseó nerviosa. El pánico empezaba a correr por sus venas. ¿Y si no iba a buscarla? ¿Y si no quería verla? No. No podía ser, se dijo mientras iba y venía. Le dijo que lo esperara, que volvería. Se retorció las manos con nerviosismo. Se iba a volver loca. ¿Por qué tardaba tanto?

Dos golpes secos y fuertes procedentes de la aldaba de la puerta principal la hicieron correr hacia ella con toda la velocidad que su volumen le permitía. Abrió de un tirón.

—¡Armand! —Su voz se apagó cuando reconoció a sus visitantes: Elisa y Francisco. Los ojos de este se abrieron por la sorpresa. Probablemente su esposa le habría dicho que estaba embarazada, pero verla, lo había impresionado.

—¡Francisco! ¿Y Armand? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? —Su voz se rasgó en un sollozo histérico. Ya no podía más. No podía soportarlo.

—Hola, Alma —saludó él—, tenemos que hablar. ¿Podemos entrar?

Ella se apartó para dejarle paso. Las piernas no la sostendrían. Guy, que había corrido con ella al encuentro de los recién llegados permanecía serio, con la mano agarrada a la suya.

—Alma está enferma —dijo a los mayores.

—No pasa nada. Ve a buscar a Sophie y dile que nos lleve agua al salón —dijo Elisa.

El niño se soltó de la mano y salió corriendo.

—Decidme dónde está Armand. ¿Cuándo va a venir?

—Alma, Armand no va a venir.

Fue como si con esas palabras le quitaran la única cosa que la ataba a la realidad. Sus rodillas se doblaron y el cerebro se apagó. La oscuridad se cernió sobre ella, proporcionándole la paz que necesitaba.

—¡Alma! ¡Alma! ¡Despierta! —Oía la voz de su prima. No quería escucharla, no quería despertar. Se estaba bien en aquella oscuridad misericordiosa.

Una bofetada no tan placentera le provocó un molesto picor en la mejilla. Movió la cabeza para evitarla.

—Ya reacciona —dijo la voz masculina—, dale un poco de agua.

—Sé lo que tengo que hacer —volvió a decir la femenina—. Vamos, Alma, abre los ojos. Tu hijo te necesita.

Eso sí que la convenció. Los abrió de golpe e intentó sentarse.

—Quieta —una mano sobre el pecho la detuvo—. Sigue tumbada un rato.

—¿Qué ha pasado? —Estaba desorientada.

—Te has desmayado.

—Yo no me desmayo —protestó intentando incorporarse de nuevo.

—Sí. Ya. Por eso me has asustado tanto. ¿Cómo estás?

—Mejor.

—Siéntate despacio. —Francisco observaba cómo su esposa ayudaba a la mujer que había propiciado su actual felicidad. Elisa la quería y él también. Y ahora tenía que darle una mala noticia.

Alma bebió un poco de agua y lo miró.

—Estoy preparada. ¿Le ha pasado algo a Armand?

—No. Supongo que está bien.

—Entonces ¿se ha quedado en Cuba?

—Está en Francia —explicó—. No llegó a ir a Cuba.

—¿Por qué? ¿Por qué me engañó? —No podía creer que hubiera sido tan cruel. Ella no le había pedido nada. Solo tenía que ser sincero. Pedirle que lo esperara había sido una burla.

—No te engañó —manifestó Francisco—. Él pensaba ir conmigo y hacer allí algunos negocios, pero no pudo. Cuando íbamos a salir, le llegó un mensaje. Su padre, el duque, ha muerto y su hermano también. Tuvo que ir lo más rápido que pudo para hacerse cargo de su herencia.

La cabeza de Alma volvió a girar. Ahora entendía ese mote de «el duque», solo que no era un mote. Era duque de verdad; al menos ahora lo era.

—También me engañó con eso. Me hizo creer que era alguien del pueblo, un comerciante… —comentó desconcertada—. Desde luego, no un aristócrata.

Francisco sintió la necesidad de defender a su amigo.

—Tampoco te engañó en eso. Era una parte de su existencia que quería olvidar. Nunca hablaba de ello.

—No importa —exclamó vencida—. Ya no importa nada.

La pareja se miró consternada.

—Alma, lo encontraremos.

—¡No! No vais a buscarlo y yo tampoco. Él dijo que volvería. Sabe dónde estoy.

—Pero no sabe que estás embarazada —adujo Francisco, que pensaba que su amigo querría saberlo.

—Él se lo pierde —dijo con una tranquilidad alarmante.

Elisa la envolvió en un abrazo.

—Te ayudaremos. No estás sola.

En eso tenía razón. Por lo menos, había encontrado una familia que, a pesar de los disgustos que les estaba causando, la protegía y ayudaba en todo lo que podía.

Ir a la siguiente página

Report Page