Alma

Alma


IX. Alma en la oscuridad

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IX

ALMA EN LA OSCURIDAD

1

—Espero no haberle causado contratiempos —dijo Alma cuando el coche hubo arrancado. Se había sentado en el asiento de atrás, junto a Pete, para tener la oportunidad de charlar.

Éste se había ido formando una imagen mental sobre la doctora a medida que Andrew le hablaba de ella, pero esa imagen parecía no corresponderse con la realidad. A decir verdad, la doctora no parecía gran cosa, menuda y con su abrigo mojado sobre las piernas y sus guantes. Esa opinión cambió cuando volvió la cabeza para mirarlo; definitivamente había algo en aquellos ojos que lo hacían sentirse raro.

—No, claro que no —exclamó él.

—Bien. Al fin y al cabo, quería hablar conmigo. Tenemos unos buenos veinte minutos, y aquí se está seco y caliente, lo que para mí es especialmente importante.

—De acuerdo. Buena idea.

Pete sacó el móvil de su bolsillo.

—¿Le importa que grabe la conversación? —preguntó.

—Adelante.

—Bien. Entrevista a Alma Chambers —dijo al teléfono—. Antes de empezar, por favor, sería interesante que me explicara brevemente a qué se dedica su gabinete.

—¿Sabe? A veces decimos que nuestra labor principal es la investigación, pero no es cierto. No tenemos medios para «investigar» desde aquí, sólo recibimos lo que se nos quiere dar. Así que diría que nuestra labor es la de la difusión. Para lograr esto, estamos conformando una base de datos de testimonios de fenómenos sobrenaturales de cualquier época. Recogemos todos los hechos, todos los testimonios, todas las evidencias. Esa información se desmonta, se despieza y se despliega en una base de datos tan completa como nos es posible. Todo se etiqueta, formando árboles de información con «objetos» que pueden enlazarse unos con otros. El resultado es una cosa muy valiosa: la ubicación geográfica y el tiempo en el que suceden esos sucesos, por ejemplo, conforma gráficos de tendencias muy reveladoras.

—Caramba —exclamó Pete—. ¿Y cómo seleccionan la información? ¿Se filtra de algún modo antes de alimentar la base de datos?

—En realidad no —dijo Alma, despacio—. La casuística y los patrones comunes se ocupan de condenar la información que no es verdadera. Por ejemplo, si registramos una noticia aparecida en prensa de que alguien ha visto un unicornio de color rosa, el número de iteraciones de unicornios será tan bajo que no prosperará entre los casos registrados y se morirá entre los datos como «improbable». Si registramos el movimiento espontáneo de una jarra sobre una mesa, el número de iteraciones será mucho mayor, y en una consulta será relevante como «hecho probable».

—¿Pueden hacer eso?

—Claro. Es simple informática. Para eso se hicieron los ordenadores, para analizar la información.

—Informáticos espiritistas —dijo Pete—. Nunca habría casado esos dos mundos.

—En realidad, contratamos programadores para que hagan lo que queremos, y eso es todo —precisó Alma—. No tiene mayor importancia. Un ordenador es sólo una herramienta.

—De acuerdo —asintió Pete—. Antes de seguir, tengo una curiosidad para usted.

—Usted dirá.

—No sé si sabe que un grupo de Nueva Zelanda que se hace llamar La inmortalidad ofrecía un premio de dos millones de dólares neozelandeses a cualquiera que pueda mostrar una habilidad paranormal real bajo condiciones controladas. Paralelamente, en 1922, la revista Scientific American ofreció dos premios de dos mil quinientos dólares, uno para la primera persona que pudiera comunicarse con un espíritu bajo condiciones controladas y el otro a quien pudiese producir una auténtica «manifestación psíquica visible».

—No tenía ni idea —dijo Alma.

—Entonces, ¿va a aspirar a alguno de estos premios?

—No —respondió la doctora con una sonrisa.

—¿Por qué? —preguntó Pete, sonriéndole a su vez.

—En primer lugar, porque tenemos suficiente dinero. En segundo lugar, porque sería un ejercicio fútil.

—Pero usted…

—Lo que nosotros hacemos —lo interrumpió Alma— no se puede observar bajo el escrutinio de «condiciones controladas». Hay muchísimas variables que no controlamos. Las cosas llegan cuando tienen que llegar, y nos movemos bajo esa premisa. No se pueden forzar…, eso lo sabe cualquiera que haya dedicado su vida al estudio de lo paranormal. Un amigo mío dijo algo en una de sus charlas que provocó muchas risas, dijo que sería como si un nonagenario intentase demostrar la erección.

Pete levantó una ceja y soltó una tímida carcajada.

—A veces, bajo un mismo estímulo, ocurre. Otras veces no.

—Entiendo —asintió Pete, risueño.

—Se desmonta. Fracasa. Imagine un grupo de hormigas bajo una mesa de pícnic. A veces hay suerte y llega maná del cielo, porque es domingo y una familia ha traído unos emparedados. Las hormigas lo celebran y se dan un pequeño festín con las migas. Al día siguiente no ocurre, ni tampoco el domingo siguiente, aunque naturalmente ellas no tienen medios para medir el tiempo de una manera tan exhaustiva, ni pueden intervenir en la aparición de los excursionistas o los emparedados por mucho que se esfuercen. Eso no demuestra que los emparedados no existan.

Pete asintió.

—Está bien. ¿Qué va a hacer cuando tenga su base de datos funcionando? —preguntó a continuación.

Alma suspiró largamente y volvió la cabeza para mirar por la ventana. La lluvia había cubierto el cristal del coche de pequeñas gotas que resbalaban rápidamente hacia abajo. Luego, miró a Pete por unos segundos antes de responder.

—Está bien… —dijo—, voy a ser sincera con usted.

—Se lo agradezco.

—La parte sencilla es que estamos intentando casar el mundo espiritual con la ciencia. Bases de datos y todo lo demás. Es lo que dirá en su artículo y lo que la gente encontrará razonable. Extraño, pero todavía razonable. La otra parte, la parte importante, es un poco más difícil de comprender.

—La escucho…

—Como sabe, soy una mujer conectada con el mundo espiritual. Desde que era pequeña veo, oigo y siento cosas. No es nada extraordinario, no hay nada en mí que sea excepcional… Todo el mundo podría ver, oír y sentir cosas, pero no lo hacen por diversos motivos.

—Eso es interesante —dijo Pete—. ¿Qué motivos impiden que todos tengamos sus capacidades?

—Nosotros mismos. Son nuestros pactos. Todo el mundo elige antes de nacer qué tipo de discurso vital va a seguir.

—¿Antes de nacer? —preguntó Pete, perplejo.

—Sí. Todos provenimos de una misma Fuente y venimos a este mundo a aprender, muchas veces desde la ignorancia. Tanto es así, que olvidamos incluso que estamos todos conectados.

Pete asintió con gravedad, escuchando ahora con interés.

—Tiene que saber —continuó diciendo Alma— que convivir con el mundo espiritual puede ser muy confuso. Cuando nacemos, por lo general, olvidamos cualquier vida pasada, y lo que no hemos olvidado al nacer lo olvidamos un tiempo después, a medida que nos sumergimos en el mundo terrenal. Este proceso es duro. Hay demasiada información, así que nuestra mente, a medida que se desarrolla, corta esas conexiones de una manera casi instintiva.

Pete asintió lentamente, intentando comprender.

—¿Instintiva, pero consciente?

—Es un acto reflejo natural, producto de la confusión o del miedo. Es el ego. Un bebé, tiene que darse cuenta, es amor amor incondicional, puro. Un bebé está conectado, siempre. A medida que crecemos, desarrollamos el ego, conciencia de nosotros mismos. Entonces nos desconectamos, dejamos atrás todo eso.

»Pero nos estamos desviando —dijo entonces Alma—. Quería explicarle lo que hacemos aquí.

—Así es —dijo Pete—. Sin embargo, todo eso que ha dicho es muy interesante, y tengo preguntas.

—Ahora no debe pensar en términos de preguntas y respuestas —respondió Alma suavemente—, porque nos perderemos demasiado pronto en excesiva información. Los detalles arruinarían la parte esencial de todo esto. Ahora voy a darle una información que es hermosa en sí, y su belleza consiste en que carece de preguntas.

Pete levantó una ceja.

—¿Cómo voy a hacerle una entrevista sin preguntas?

—Porque usted no ha venido por las preguntas. Ha venido por las respuestas. Las preguntas son un juego, un artificio para llegar a algo que lo satisfaga intelectualmente, pero no lo necesita.

Pete no dijo nada durante un rato.

—Está bien —asintió despacio—. ¿Qué es lo que tiene que decirme?

Alma suspiró.

—Yo ya sabía que usted vendría a mí, señor Waters —dijo—. Pero no pensaba que fuese tan pronto. Sabía que vendría porque, por algún motivo, usted es importante para lo que hago. Para lo que hacemos. Hay cosas que tienen que ocurrir, lo percibo yo y muchos de mis compañeros.

Pete asintió de nuevo.

—El mundo está cambiando muy rápidamente. La gente como yo éramos la excepción, como pequeños cortes invisibles en una espalda, como los que produce la hierba cuando te tumbas sobre ella en verano; pican un poco cuando llega la noche, pero al poco tiempo son menos que un recuerdo. Nada. Actualmente, cada vez somos más. Nos reconocemos por la calle, señor Waters, y nos saludamos con pequeñas inclinaciones de cabeza.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó Pete—. ¿Cómo se ven?

—Es por una sensación inequívoca. A veces, se diría que es por un brillo especial en los ojos, una manera de mirar…, pero la mayor parte del tiempo es algo que se sabe, sin más. Es una sensación. Como le he dicho antes, la información llega siempre cuando se necesita.

—De acuerdo —aceptó Pete.

—Y somos muchos, y cada día somos más. La gente está despertando por diversos motivos. Uno de ellos es precisamente el alejamiento de la religión convencional.

Pete asintió de nuevo.

—La religión es el manoseo humano de un mensaje que era puro en su esencia, pero que se ha agostado con el devenir de los milenios, manipulado para satisfacer la codicia de poder de unos pocos. Como el mensaje original subyace, resuena en nuestro interior y nos aferramos a él.

—¿Se refiere al cristianismo?

—Me refiero a todas las religiones, señor Waters.

—¿Cuál era el mensaje original? —quiso saber Pete.

—El mensaje original era extraordinariamente simple: amor. Amor incondicional, señor Waters. Amor puro. No queda mucho de eso, no tiene más que observar a su alrededor. El mundo que se nos muestra, que no es más que una representación de un sentir colectivo, se ha convertido en un lugar donde hay más ausencia de amor que otra cosa. Se nos presenta un Dios iracundo que castiga, juzga, y te envía al infierno si no sigues sus dictados. No es así, se lo aseguro.

—Me gusta eso —dijo Pete—. Siempre me he preguntado qué había de misericordioso en el Dios que nos pinta la Iglesia.

—No lo llame Dios, si quiere, para no confundirnos. Llámelo Fuente, llámelo Om.

—De acuerdo, ¿y qué ocurre con todo eso?

—La gente tiene una necesidad vital de sentirse conectada con la Fuente. Al desaparecer el elemento malsano que pervertía el mensaje, al liberarse del miedo que los ataba, ha vuelto sus ojos hacia otro lado: hacia dentro, y ése es el auténtico camino. Y por eso hay más gente con capacidad para vislumbrar el auténtico mundo que nos rodea, la auténtica realidad de las cosas.

—¿Se refiere a los fantasmas?

Alma negó con la cabeza.

—Los fantasmas son el lado morboso de todo este asunto. Es la parte menos importante, sólo un eco, un recuerdo de cosas que fueron. Sé que asustan a la gente… La eterna pregunta de si hay un Más Allá después de la muerte. Sí, la muerte no es el final de nada, es… como dar un paso en una dirección. Y sí, podemos verlos, podemos interactuar con esas energías que nos rodean ahora mismo, pero no son importantes. Cuando hablo de mostrar la existencia de un mundo espiritual, no me refiero a poner a los vivos en contacto con los muertos, porque, para empezar, nadie muere realmente. La muerte no es más que el fin del tiempo, y el tiempo es el medio que se nos entrega para llevar a cabo tareas mucho más importantes.

—Creo que la sigo —dijo Pete.

—Lo realmente importante de todo esto es que el hombre, por fin, está abriéndose de nuevo hacia cosas que había olvidado.

—El mundo espiritual —aventuró Pete.

—Puede llamarlo así —susurró Alma sonriendo. Cuando sonreía de este modo, su expresión era dulce.

—¿Y todo eso es por la pérdida de poder de la religión?

—Sólo en parte.

—Pero no es su caso —aventuró Pete—. Antes ha dicho que usted nació con esa capacidad.

—Así es. Pero en el fondo eso es una consecuencia de lo primero. Yo realmente trabajé duro en otras experiencias vitales para llegar donde estoy. Lo hice poco a poco; un poco cada vez. La gente que está despertando ahora, cuando regrese aquí, lo hará con mayor capacidad. Por eso se percibe un progreso, y por eso le decía que el mundo está cambiando por fin.

Pete parpadeó.

—¿Está diciendo que…? Espere, ¿eso es… reencarnación?

—Así es —asintió Alma.

Pete dejó escapar una exclamación.

—No sé cómo va a tomarse eso la gente que lea el artículo. Hay un cierto número de cosas que un escéptico puede conciliar, y los fantasmas y la reencarnación a la vez son dos temas que nuestro lector medio no podrá asimilar.

—No importa —declaró Alma—. El artículo llegará a las personas adecuadas. Hablarán de ello en las redes sociales y se verán, se unirán como gotas de lluvia en un charco, y de eso va todo esto. Para unos pocos, será una invitación a explorar. Están conectados, pero no lo saben aún. Para el resto, simplemente no será el momento; pasarán la página y se olvidarán de ello tan pronto encuentren la siguiente noticia que les llame la atención. Algo de economía, probablemente. Y está bien. No se trata de convencer a nadie. Escuche: no podemos obligar a nadie a ver aquello para lo que aún no está preparado. Sólo queremos mandar un saludo, o si lo prefiere, plantar una pequeña semilla, como decir: «¡Eh! No te equivocas. Lo que sientes por las mañanas cuando te miras al espejo, lo que percibes cuando regresas a casa y te sientas en el sofá a ver la tele, existe. Es real. Y no estás solo».

—Entiendo —dijo Pete, pensativo—. Entonces, si lo he entendido, este artículo tiene cierta importancia para usted.

—La tiene. Lo sé.

Pete asintió. Soltó un sonoro bufido y pensó durante unos segundos.

—Vale. Entonces… ¿el artículo es necesario porque el mundo está cambiando?

Alma sonrió con dulzura de nuevo.

—Está cambiando, sí, aunque la gente que despierta sigue luchando contra la sociedad. Las nuevas tecnologías, las redes sociales, internet, se están convirtiendo en herramientas muy útiles para poder encontrarnos entre nosotros, para vernos. A través de sus estados, de sus comentarios, reflexiones. Son ventanas maravillosas, proporcionan una imagen diáfana del sentir de la gente. De la conectada y de la perdida. Su artículo será un antes y un después, aunque aún no sepa para qué.

—Comprendo —dijo Pete lentamente—. Lo que no entiendo es qué tiene que ver esto con su trabajo, su… base de datos de fenómenos. Virgilio y todo lo demás.

—Hay un patrón para las cosas —respondió Alma—. Nada ocurre porque sí, ni siquiera los fenómenos que a veces se producen. Casi siempre precisan de una fuente que los genere, o permita contemplarlos. Puede que estén ahí, ocurriendo, pero sin un catalizador no podrá verlos. Y esa fuente, a menudo, es alguien como yo. Si fuese a su casa una noche a ver una película podría hablarle de las otras entidades que viven con usted y que no ha percibido ni visto nunca, y usted acabaría sintiéndolos de alguna manera inexplicable, incluso unas horas después de haberme marchado. Podría, si yo quisiese, abrirle las puertas de ese otro mundo. Si me quedara durante una semana, usted acabaría percibiéndolos como ciertos, e incluso su realidad podría mezclarse con la de ellos. Oiría ruidos, hasta es posible que viese cosas. Porque la conexión funciona en los dos sentidos. Yo puedo ver esas cosas, y esas cosas pueden verme a mí.

—Todavía no la comprendo del todo —dijo Pete—. Sigo sin ver la relación.

—Lo que necesita entender —respondió ella con suavidad—, es que la base de datos no es de casos, sino de personas. Los casos son sólo la consecuencia. Para eso es Virgilio. Queremos marcar las anomalías como fuentes más o menos fiables de personas dotadas.

—¿Quiere… identificarlas?, ¿saber dónde están?

—No. Intento comprender el salto espiritual al que nos abocamos como especie. Quiero comprender los orígenes, los movimientos, las mareas. Quiero saber si, por ejemplo, hay más personas dotadas en países civilizados, y entre éstas, quiero saber si son de un nivel educativo alto. Quiero saber, en suma, las causas. Lo que quiero, señor Waters, es contribuir a su aceleración.

Pete se tomó unos segundos para pensar en las palabras de la doctora Chambers. Luego, asintió con la cabeza.

—Está intentando estudiar el salto espiritual del que se lleva hablando en libros de esoterismo desde hace… no sé… siglos —dijo, más para sí mismo que como respuesta.

—Eso es.

—Es cierto que hay muchos más casos de tipo paranormal ahora. Pero pensaba que se trataba de un daño colateral de ese libro, que tenía más que ver con la sugestión que otra cosa…

—Oh —exclamó Alma—. El libro.

—Sí —asintió Pete—. La puerta, de Johnnie Balmori. ¿Lo ha leído?

—Lo he leído —admitió la doctora Chambers—, al menos por encima. Lectura diagonal, se llama.

—Ésa era una de mis preguntas —dijo—. En realidad, es el motivo…

—Es el motivo por el que el artículo existe, en primer lugar —lo interrumpió Alma—. Lo sé. Pero hay algo extraño al respecto de ese libro. Como usted dice, está generando cosas y está «manchando» de alguna manera mi trabajo, creando una capa de elementos extraños que no logro ensamblar con nada. No lo vi venir, para empezar. Algo así… algo así no debía habérseme escapado. Es demasiado grande.

—¿Qué quiere decir? Ha puesto de moda a su gabinete y a todos los otros. Estoy seguro de que reciben más casos y llamadas que nunca, ¿me equivoco?

—No, naturalmente que no se equivoca. Y ése es el problema: es un indicio tan claro como cualquier otro. Esas llamadas son «ruido». Hay mucha energía en movimiento, demasiada, y no toda es… todo lo buena que debería. Hay cosas moviéndose por todas partes.

Pete la miró sin comprender.

—Cosas, sí, señor Waters. Hay muchas más cosas además de nosotros, vivos o muertos, aquí o allí. Hay energías que ni siquiera yo alcanzo a comprender. Con todo lo que he visto, experimentado y sé, hay cosas que se me escapan, que no puedo ver. Cosas que me están vetadas. He intentado hablar con la editorial para entrevistarme con el señor Balmori, pero no me han hecho caso. Naturalmente, están muy contentos con la ingente cantidad de dinero que les produce.

—Es lógico —admitió Pete—. Entonces, ¿cuál es su opinión sobre ese libro?

—No lo sé. La ouija no es ningún juego, señor Waters —explicó la doctora—. No lo era en la Antigüedad, cuando se practicaba con poco o ningún conocimiento de su funcionamiento, y no lo era en la Francia de mil ochocientos, cuando Allan Kardec lo popularizó. Ahora lo es mucho menos. Esos símbolos que el señor Balmori sacó de alguna parte… no me gustan.

—¿Los símbolos del tablero? Están por todas partes. Incluso he visto gente que se los ha tatuado. ¿Ha podido investigarlos?

—No los había visto nunca, no había ninguna información sobre ellos hasta el momento en el que se publicó el libro. No sé de dónde los sacó, pero son algo. Los símbolos representan cosas, señor Waters. Son la base de muchos conceptos. Por ejemplo, los símbolos sagrados del reiki funcionan, y tienen su origen en el sánscrito y se desarrollaron en Japón, la India y el Tíbet. Son símbolos de poder y control que permanecieron ocultos y secretos durante mucho tiempo y no se han dado a conocer hasta hace poco, precisamente porque vivimos en una era de expansión y crecimiento espiritual.

—Es curioso… —exclamó Pete. La cabeza empezaba a darle vueltas. Era demasiada información de una sola vez, y cada ocasión en que la doctora explicaba algo, esa información generaba un baile de preguntas en su mente; móviles, danzantes, difíciles de aprehender.

—Lo es —asintió la doctora—. Pero ahora veremos. Sí, ahora veremos. Este caso tiene mucho que ver con el libro del señor Balmori. Señor Waters, creo que… Oh, mire. Estamos llegando a nuestro destino.

2

El coche progresó despacio por la calle hasta encontrar aparcamiento frente a la casa. Era una vivienda de una sola planta, independiente, con un pequeño jardín delantero. Hacía tiempo que nadie cuidaba la parcela, así que la lluvia había hecho crecer las malas hierbas, que se afanaban por reconquistar las pequeñas calvas que el paso hacia la entrada había dejado desperdigadas.

Y aún llovía, aunque menos. Ahora se trataba más bien de un pequeño chirimiri que resultaba, en comparación con la tromba que había caído un rato antes, casi indistinguible en las penumbras de las horas postreras del día.

Andrew ayudó a Alma a bajar del coche. Con su artritis reumatoide, pensó Pete, tanta humedad debía de estar haciéndole pasar un calvario de rigidez y dolores musculares. Leeds no era, a decir verdad, el mejor sitio para la doctora. Inglaterra no lo era.

Una mujer salió de la casa a recibirlos.

—Gracias a Dios —dijo balbuceante. Miró al grupo y se concentró en la doctora Chambers—. ¿Es usted?

—Sí, querida. Hemos hablado por teléfono.

—¿Quiere pasar ahora? —preguntó la mujer—. Está… está encerrado en su habitación.

—Sí, quiero.

La mujer asintió y empezó a andar hacia la casa. Alma y los dos hombres que la acompañaban la siguieron. Ella caminaba cogida del brazo de Andrew. Ligeramente encogida y avanzando tan torpemente que parecía mayor de lo que era. En algún momento, sin embargo, la mujer decidió que estaba descuidando sus modales y se presentó a los dos hombres con un pequeño apretón de manos.

—Soy Sara. Encantada.

«Encantada», pensó Andrew, divertido.

—Andrew.

—Pete —se presentó el periodista, incómodo. Se preguntó brevemente si explicarle que él no pertenecía al grupo, pero pensó que el dato no era relevante: aquella mujer parecía atribulada de veras. Había llorado, eso seguro; el rímel ligeramente corrido que oscurecía visiblemente la parte inferior de sus ojos así lo atestiguaba.

—Está en nuestra habitación… —dijo de pronto mientras progresaban por el jardín—. Y habla solo. Al menos creo que habla solo…

—¿Ha hablado con él sobre el tablero?

Sara se ajustó la rebeca que llevaba puesta sobre el jersey.

—Se lo quité —afirmó, y rápidamente se puso a la defensiva—. ¡Usted me dijo que era peligroso!

—¿Se lo quitó? —preguntó Alma, perpleja.

—¡Lo tiré al fuego!

—No debió hacerlo así —comentó Alma despacio—. Tiene que pensar en él como en un adicto. Le ha quitado su juguete, y ahora será más difícil recuperarlo. ¿Qué hizo cuando lo tiró al fuego?

La mujer se tomó unos instantes antes de responder. Parecía estar buscando las palabras adecuadas, o quizá el valor para hablar de ello.

—Pasaron cosas —dijo despacio—. Pasaron cosas y él se encerró en el dormitorio.

—¿Qué cosas, querida?

Para entonces habían llegado a la entrada. Sara no dijo nada, la miró con gravedad y abrió la puerta para que pudieran pasar.

Alma miró el interior de la casa desde fuera. Pareció perpleja y contrariada a un tiempo.

—¡Oh! —exclamó. Luego resopló, tendió una mano hacia adelante, con los dedos extendidos, y accedió a la casa.

Sara entró después, respirando ahora con dificultad. Miraba alrededor con ojos atemorizados, pero la habitación, una pequeña y destartalada sala de estar con apenas un sofá y un televisor emplazado en una mesa diminuta, estaba por lo demás vacía. Había revistas y tazas de café sobre la mesa, y la alfombra estaba mal colocada y llena de ondulaciones que denunciaban que Sara no había hecho lo más mínimo por hacer presentable la vivienda.

—Normalmente no está tan fría —susurró Sara.

—Ya lo sé —asintió Alma.

Pete se dio cuenta en ese momento. Él llevaba abrigo y conocía muy bien el frío característico de aquellas latitudes, y además estaba acostumbrado a trabajar en la calle, yendo de un lado a otro, y se dio cuenta de que allí dentro hacía tanto o más frío que fuera; no ese frío común con el que había tratado tanto, sino FRÍO. Frío con mayúsculas. Un frío imposible que se sentía a nivel de la piel, por debajo incluso, como colándose a través del abrigo.

Se estremeció.

—Aquí es donde… las cosas se movían —explicó Sara—. Había un cuadro en esa pared. Lo había pintado mi cuñada Linda, con un bosque precioso y…

—¿Qué pasó con él?

—Salió despedido contra la pared de enfrente. ¿Ve? Ahí está la… la marca que dejó.

Pete miró con curiosidad a Andrew. Esperaba que sacara algún aparato para medir… lo que fuera que midiesen en esos casos. Energía, electromagnetismo… Lo cierto era que no tenía ni idea, y debía acordarse de preguntárselo después para su artículo. Pero Andrew no sacó ningún aparato. No había venido nadie más del equipo, no había intención de instalar cámaras ni se sacaban fotografías ni se ponían grabadoras para registrar voces.

Y no era así, sencillamente, porque tenían a Alma.

La doctora, por su parte, se había plantado en mitad del salón y miraba alrededor, con las manos cruzadas sobre el pecho. Ahora inclinaba la cabeza suavemente, como si se esforzara por oír.

Y oía, sí. Oía y veía, con prístina claridad, ecos antiguos, solapados como capas de chocolate en un bizcocho. Escuchaba, escarbando en sus sensaciones, moviéndose con diligencia como lo haría un geólogo entre sedimentos de tierra en un corte transversal. Y vio episodios felices abigarrados de decoraciones navideñas, comidas familiares, Sara y su marido repantigados en el sofá viendo una película y riendo desaforadamente porque ella había dejado caer su crema de calabacín en la bata nueva que le había regalado su suegra y él la acusó seriamente de hacerlo adrede. Vio besos, besos antiguos, ofrecidos por unos labios diez años más jóvenes; vio a Sara abriendo una carta y echándose a llorar; vio a Sara saliendo para ir a trabajar, un día y otro, con distinto maquillaje, ropas, peinados; vio una discusión y perezosos domingos en los que ella hacía un puzle y él…

«Darnell. Se llama Darnell y le gustan los Jaffa Cakes».

Leía una revista de automóviles. Y luego, rebozado en todo eso, vio gente que nunca nadie había visto en aquella casa. Vio a la abuela de Sara observando en una esquina, gris y translúcida, el rostro serio, apagado e inexpresivo de los que deberían haberse marchado tiempo atrás; vio a un hombre tocado con un ridículo sombrero llorar en el suelo, acuclillado como implorando clemencia, y vio unas sombras deslizarse hacia la pared y continuar su camino subiendo por ella hasta desaparecer al tocar el techo. Vio también una docena de rastros de energía centellear brevemente, anunciando su presencia, sólo para desaparecer unos instantes más tarde. Vio todo eso y lo desechó rápidamente: eran ecos borrosos, inútiles, estériles, carentes de significado y contenido, como la estática en un televisor antiguo. No eran nada, ni le decían nada.

Para Alma, el proceso era siempre así. Con los años, había aprendido a regular su capacidad de percepción, a filtrarla, de alguna manera, y no como capricho, sino porque había sido algo absolutamente esencial y necesario, imprescindible para sobrevivir a sus capacidades siempre crecientes. Convivir con tanta información simultánea era como ser un televisor y tener sintonizados todos los canales del mundo: audio e imagen, y vivirlos y experimentarlos como única ventana a la realidad. El resultado era imposible de manejar; una algarabía mental cacofónica que la hubiera conducido a un estado de catatonia grave. En ocasiones como aquélla, sin embargo, podía pulsar el botón de cambio automático y hacer un barrido rápido por todas las emisoras: el entrañable canal Abuelitos Fallecidos, el enigmático canal Sombras, el canal Hace cien años, y muchos otros.

Y miraba, sí, retirando los filtros y los bloqueos y abriéndose como una flor que está lista para la polinización, pero sin buscar nada, sólo abriéndose y dejando que las cosas llegasen a su mente. Así era como funcionaban los engranajes íntimos de las cosas; así era su eslogan vital: «La información llega cuando tiene que llegar». Demasiado bien sabía que eso era así, una suerte de ley, algo teñido de una inevitabilidad demasiado palpable como para ignorarla.

Lo que fuese que tenía que llegar, sin embargo, no estaba allí. No había ningún elemento fuera de sitio, ni nada que pudiera explicar los fenómenos sobrenaturales de los que había hablado Sara.

«No, hay… hay algo —pensó—. Algo que aún no puedo ver».

Arrugó el ceño.

A veces, los fenómenos no se debían a elementos extraños. A veces, la mente humana simplemente sufría un pequeño escape, apenas un agujerito minúsculo en su encofrado de hormigón por donde la realidad se salpicaba de cosas generalmente poco aceptables. Ese agujerito podía producirse por cosas como el estrés, una situación emocional demasiado intensa, el dolor y también el Amor.

«No. Pero es algo. Hay algo que aún no veo».

Miró de reojo a Pete y a Andrew. Muchas veces obtenía pistas esenciales sobre lo que estaba pasando en los rostros del personal de su propio equipo. Ellos no podían ver como ella, pero, sin duda, podían sentir más allá de su propia comprensión. A veces podía ver cosas en sus reflejos faciales que le daban pistas.

Pero allí había mucha inquietud. Había miedo, y malestar.

De pronto, una voz grave y estridente inundó el salón desde el dormitorio:

—¡DILE A ESA ZORRA QUE SE MARCHE!

Pete dio un respingo. Lo hizo casi al mismo tiempo que Sara comenzó a sollozar. Andrew se tapaba la boca con la mano.

«Algo. Algo, sin duda».

Alma se volvió hacia ella.

—Tranquila, querida —dijo, colocándole una mano en el brazo—. ¿Le ha dicho a él que veníamos?

—No… —balbuceó Sara—. No le he dicho nada.

—Entiendo.

—Él… él nunca… Lo siento, él no usa ese lenguaje…

—Lo sé —contestó Alma, asintiendo.

Siguió mirando, buceando entre las imágenes que veía.

—Han sido muy felices aquí —susurró entonces.

Sara no respondió. Sus lágrimas y su asentimiento de cabeza eran más que elocuentes.

El pasado de aquella habitación seguía en movimiento, evolucionando en la mente de Alma. Era como fotografías desfilando a alta velocidad. Fotografías, sensaciones, imágenes… pero todavía nada que le pareciera relevante.

De pronto, reparó en algo. Una figura. La figura de la abuela de Sara, observándola desde la esquina, apagada y cenicienta. La miraba a ella, a ella… no a ellos, sentados en el sofá, deslizándose por la línea del tiempo entregados a mil quehaceres diferentes. A ella. Era el único elemento que se mantenía en las muchas imágenes que le venían.

—Cariño —dijo Alma—, estoy viendo a una señora… Viste de negro, camisa y falda negra, y un pañuelo negro que oculta su pelo. Su cara es grande y redonda, muy redonda, y tiene un lunar cerca del labio. Me mira con ojos profundos y negros…

—¡Oh! —exclamó Sara.

—Es tu abuela, ¿verdad?

—¡SARA DILE A LA ZORRA QUE SE LARGUE O LA MATO TE MATO OS MATO A TODOS!

Sara dio un respingo.

—No te preocupes —se apresuró a decir Alma—. ¿Te recuerda a tu abuela? ¿La conociste?

—La… la conocí, sí. La recuerdo tal cual la has descrito.

—Claro que sí. Es como se ha dejado ver, así que seguramente es una imagen que he sacado de tus recuerdos.

Alma…

—Perdona un segundo, cielo —dijo Alma.

—¡LA MATO TE JURO POR DIOS QUE LA MATO!

Se esconden —dijo la abuela sin mover los labios. Las palabras, simplemente, llegaban, como la información que buscaba—. Están escondidos porque aún no son del todo.

Alma cerró los ojos.

¿Quienes se esconden, abuela?

Ellos. Él. Todos.

Pete miraba a Alma, de pie en mitad del salón, silenciosa y ausente, mientras mantenía un ojo atento a la puerta del dormitorio. Estaba nervioso, excitado, y no para bien. No era sólo por el frío extraño que lo tenía en estado de alerta, era por las circunstancias de la situación: estaba en casa de alguien cuyo marido parecía haber cruzado alguna línea en su cordura mental. Era como si esperase que fuese a salir del dormitorio en cualquier momento, portando quizá algún objeto contundente en la mano, el torso desnudo y la boca llena de babas, los ojos encendidos y perdidos de alguien que cabalga a lomos de la locura.

Pete no veía qué había de paranormal en todo aquello. En su opinión, alguien debería, simplemente, llamar a la policía.

¿Por qué no los veo? —preguntaba Alma mientras tanto.

Se esssconden —respondió la abuela, arrastrando mucho las palabras—. Porque no está listo. Aún no.

Alma pensó durante unos segundos.

Ayúdame a verlo, abuela. A él. A ellos. Lo que sea.

Sabes que… sólo tienes que querer —fue la respuesta—. Así ha sido siempre.

—¿Está bien? —preguntaba Sara.

—Estoy —respondió Alma con suavidad.

Querer ver. Era, desde luego, como funcionaban las cosas. Así funcionaba, al menos cuando ella conectaba sus filtros y activaba sus escudos. Era la razón por la que la gente de a pie no podía ver nada de aquello que ella percibía y exploraba con tanta facilidad, porque en realidad no querían.

De acuerdo —respondió.

La abuela permaneció inmóvil. Ahora era apenas una bruma invisible, casi desaparecida, un rastro que estaba perdiendo junto a una Sara, cinco años más joven, que hablaba por teléfono con su madre y le decía que la quería mucho.

Alma se dirigió entonces hacia la puerta del dormitorio.

—Querida, necesito que vengas aquí un momento.

Sara se acercó.

—¿Va a entrar ahí, doctora Chambers? —preguntó Andrew.

—Por supuesto.

—Puede ser peligroso…

—No lo es.

Andrew, que estaba más acostumbrado a tratar con el mundo de lo invisible que con los vivos, negó con la cabeza, pero la dejó hacer.

—Está bien, cariño. Ahora quiero que abras la puerta y entres ahí dentro.

—Oh, pero…

—El que está ahí dentro es tu marido. Darnell. Tu Darnell. Es él en verdad. El hombre que has amado y que amas. El hombre que te ama a ti.

—Sí…

—No olvides eso. No lo olvides en ningún momento.

—No…

—Entra ahí dentro, sin miedos, porque es tu marido. Entra ahí con todo el amor que le profesas y muéstrate a él. No te hará daño. Es tu miedo el que te dice que corres peligro, es tu ego, poniéndote por delante del amor. Pero sabes… sabes que no es así. Veas lo que veas, no vaciles. Sólo… quiérelo. Quiérelo como siempre has sabido hacerlo.

Sara asintió, pero no se movió del sitio.

Alma esperó a que estuviera lista. Cuando lo estuvo, puso una mano sobre el picaporte y lo hizo girar lentamente.

La puerta se abrió, dejando ver el dormitorio.

La luz era extraña, y fue lo primero que les llamó la atención. La mitad de la sala mostraba una iluminación cálida, amarillenta, y la otra estaba en penumbra. Era por la lámpara de la mesilla de noche: estaba caída en el suelo y arrojaba un círculo de luz casi perfecto contra la pared y parte del techo. Casi perfecto porque la sombra del propio Darnell se proyectaba contra la pared creando una figura estridente y esperpéntica.

Darnell, desnudo y acuclillado en el suelo como una rana monstruosa, miraba a la pared con los ojos abiertos como platos.

Sara sintió miedo. Había entrado allí empujada por las palabras de Alma, dispuesta a sonreír y abrirle los brazos a su marido, pero no pudo evitar abandonarse al miedo. No de él, por cierto, sino de cómo estaban las cosas. Ni siquiera reconocía su propio dormitorio: la luz creaba contrastes espantosos, y la cama estaba tan deshecha que parecía que una piara de cerdos se hubiera revolcado en ella.

Y Darnell… Darnell estaba desnudo. ¡Completamente desnudo! Ella misma no lo había visto desnudo de cuerpo entero hasta dos meses después de casarse.

Darnell volvió la cabeza y se quedó mirando la puerta con aire de perplejidad.

—Cariño… —susurró Sara.

Darnell parpadeó un par de veces. Parecía confundido, como si acabaran de sacarlo de un profundo sueño.

—Sara… —susurró a su vez.

—¡Oh, cariño!

Pete se sintió aliviado. Había estado tenso todo el tiempo, con los puños cerrados y una tensión muscular que más tarde se manifestaría como una especie de hormigueo en brazos y piernas, y también en la zona del vientre. Como agujetas. Pero ahora que realmente parecía que Darnell no iba a lanzarse contra ellos con la intención de golpearlos, empezaba a sentir un alivio infinito que actuaba sobre sus músculos como un deshielo. Lo que fuera que lo había sacado de sus casillas no estaba allí.

No lo parecía, al menos.

Alma, sin embargo, estaba teniendo una acuciante sensación de alerta. Al principio no supo por qué, pero de repente, se encontró rodeada de voces anhelantes, susurrantes, que parecían dirigirse a Darnell.

Es la puta.

Es esa puta, Darnell.

¡Cariño!

Tío, quiere joderte LA VIDA.

Te está jodiendo muy mucho, TÍO.

No te dejará hablar más. Con TODOS.

Va a apartarte, Darnell.

¡Mírala, Darnell!

¡ERES EL HOMBRE, Darnell, haz algo!

—S-sí… —susurró Darnell.

Alma quería decir algo. Quería decirle a Sara que se fuera, pero esas voces. Esas voces…

No las había oído nunca. Y nunca era nunca.

Y Sara, con la cabeza llena de las palabras de Alma, avanzó un par de pasos hacia él con los ojos llenos de lágrimas y los brazos extendidos, dispuesta a abrazarlo, a susurrarle al oído que ya había pasado todo, y a prepararle una cena caliente y un baño de espuma, y olvidar todo el incidente que había empezado con aquellos juegos con el tablero.

Pero Darnell se incorporó, ¡desnudo!, y se lanzó hacia ella con tal rapidez que Alma no tuvo tiempo de articular palabra. Un instante después proyectaba sus manos hacia la garganta de su mujer y la atenazaba con tanta fuerza que soltó una especie de gruñido animal, semejante al graznido de un pato. La inercia los hizo caer a los dos al suelo, uno encima del otro. La cabeza de Sara golpeó el suelo con un ruido sordo.

—¡Jesús! —soltó Andrew, saliendo al paso.

Alma estaba demasiado conmocionada. Las voces aún susurraban en su cabeza, graves, arrastradas, terribles en su claridad espectral. Y el frío… estaba retorciéndole los dedos por debajo incluso de los gruesos guantes, produciéndole picos de dolor como no recordaba haber sufrido nunca.

Pete corrió a ayudar a Andrew. Darnell era un hombre fuerte con bastante sobrepeso, y su cuerpo era enorme y redondeado, cubierto de vello negro. Gruñía mientras apretaba los dientes, concentrado en su presa, mientras Andrew trataba inútilmente de liberar a la mujer. Cuando Pete se unió a él, se dio cuenta de que no resultaría tan fácil: aquel mastodonte de casi cien kilos tenía los brazos como vigas de acero.

¡Aprieta, Darnell!

¡Acaba con ella!

¡Un verdadero HOMBRE!

¡Acaba con todo, TÍO!

¡BASTA! —chilló Alma mentalmente.

Las voces se callaron por unos instantes.

Darnell, de repente, se encontró a sí mismo mirando a los ojos enrojecidos y blancuzcos de su mujer, revestidos de una película de lágrimas, sin comprender. ¿Qué había pasado? Mucho antes de que la comprensión terrible del instante se abriera paso en su mente, se sintió proyectado hacia atrás por unos brazos que lo cogían de las axilas.

Alma dejó de ver la habitación, como si, de repente, no estuviera allí.

Y ya no pudo ver más a Darnell. Ni a Andrew. Ni a nadie.

Ahora se encontraba sumida en una oscuridad pegajosa, helada, rodeada de un océano de susurros animales, primigenios, que le traían sensaciones conocidas, como si hubiera estado allí antes. Aún quedaban volúmenes que le recordaban vagamente al dormitorio, pero le costaba mucho distinguirlos; aquello parecía una cama, por ejemplo, pero se diría que las patas eran demasiado largas, si es que aquellos trazos curvos y difuminados podían ser las patas. Las paredes se curvaban como si fueran de papel, concebidas quizá por los mundos oníricos de Dalí. Y allí, por todas partes, vio figuras altas y delgadas cuyos brazos se doblaban por lugares imposibles, seres de grandes y profundos ojos negros, bocas inmundas como pozos oscuros, terribles por su sola presencia, que la miraban de repente con aviesa curiosidad.

Antes de que pudiera decir nada, las voces empezaron a hablar todas en tropel. El ruido era como el de un millar de cuchillos arañando una superficie metálica, muy agudo y en extremo estridente.

¿Quién?

¿Quién?, dinos.

¿Qué hace aquí?

Alma estaba conmocionada. Mucho. Había tenido un millar de experiencias a lo largo de su vida, pero ninguna como ésa. No sabía qué había allí, cómo había llegado y, lo más importante, qué era todo aquello. Alma sabía mucho, muchísimo, y había visto y vivido cosas que harían perder la razón a cualquiera. Pero aunque hacía tiempo que dejó de tener miedo ante esas inesperadas experiencias, ahora se sentía como si todo aquel pánico regresara fortalecido, sacudiéndola como un mazazo y paralizándola en el sitio.

¿Quién? ¿Quiéeeen? —aullaban las voces.

«Es Miedo —se dijo Alma de pronto, haciendo acopio de fuerzas—. Solamente Miedo. El Miedo de siempre. Lo conoces. Lo has derrotado antes».

Las voces eran ahora un confuso tropel de gruñidos desaforados, preñados de una hostilidad tan fuerte y evidente que Alma se encogió sobre sí misma. Estaban más cerca y sonaban más profundas, desconocidas, graves.

HIJA DE PUUUTAAA.

«El Miedo embota —seguía diciéndose Alma mientras intentaba, sin éxito, cerrar los ojos—. El Miedo destruye. El Miedo mata».

¿Qué hace aquí? —aulló una voz ansiosa y excitada. Alma las sentía como un torbellino atronador, girando a su alrededor. De vez en cuando sonaba un fuerte ¡CLAP! que le recordaba al de las trampas para animales cuando se cierran bruscamente.

QUIÉN QUIÉEEEEEN.

«Miedo —se decía Alma con insistencia—. El Miedo confunde, distorsiona, proyecta una realidad que no es. El Miedo se combate con…».

«Certeza», dijo un rincón de su mente.

«Amor», dijo otra voz en su interior.

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