Alma

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XIX. El fin de las cosas

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XIX

EL FIN DE LAS COSAS

1

El fenómeno de La puerta no terminaba de ceder. Alma escudriñaba las noticias a diario, sobre todo por internet, utilizando la base de datos Virgilio para recabar y registrar cada caso que se producía. En las noticias, la conexión entre el libro de Balmori, el tablero ouija y los incidentes cada vez más comunes y terribles empezaba a ser inquietantemente frecuente, pero todavía no del todo claro; ella veía en el mapa que había programado Jow la contundencia de esa realidad que a los periodistas y autoridades locales parecía escapársele todavía.

Le preocupaban los «seres». A falta de un nombre para denominarlos, los había llamado «Descarnados», pero ninguno de sus colegas inmediatos sabía muy bien a qué se refería. Todos habían visto cosas similares en algún momento de sus vidas, entidades corpóreas que pulsaban en planos paralelos o en rangos de existencia distintos al nuestro, pero no eran del todo lo que ella había visto. La casuística siempre variaba. No eran ellos, sus Descarnados.

Buscar esa clase de información por internet era también difícil, por la complejidad de las sensaciones que los Descarnados acarreaban, y por la dificultad de describirlos. Estaba segura de que incluso si en alguna parte había alguien que había visto lo mismo que ella, tenía que haber usado otras palabras.

También le preocupaba Elvenbane.

Habían pasado semanas desde que estuvo allí, pero el problema del pueblo no sólo no había menguado, sino que se había agravado considerablemente. Las noticias eran cada vez más extravagantes. En algún momento se instaló equipamiento y suministros para las personas que estaban allí instaladas, pero un día, éstas fueron retiradas. La prensa decía que había sido una argucia gubernamental para «sugerir» a la gente que se marchase, porque de tener el alimento asegurado, la situación podía prolongarse indefinidamente. Cada vez eran más los que intentaban llegar hasta el pueblo o acampaban allí donde la policía tenía acordonada la zona. Empezaba a rumorearse acerca de la aplicación de la ley marcial en la zona, al menos hasta que todo volviese a su cauce. Algunos empezaban a ocupar las poblaciones más cercanas (apartamentos, hoteles, casas rurales y viviendas), y una noticia en el periódico señalaba que las casas en Elvenbane habían visto aumentar su valor en un cuatrocientos por ciento, y que dicho valor se incrementaba casi a diario. La última moda era alquilar todo tipo de embarcaciones, helicópteros y avionetas para llegar hasta allí.

Alma se preguntó si alguien habría reparado ya en el agujero.

Comentó ese descubrimiento con algunos de sus colegas del Club de los Antiguos Senderos Rectos. Se mostraron exultantes, pero a ninguno le gustó la cercanía de las Líneas Ley y el agujero.

—¿Te das cuenta, Alma? —comentó uno de sus colegas—. Es como… como un cáncer. Como una enorme infección cerca de la arteria principal. Esparcirá gérmenes por todo el cuerpo en cuestión de segundos.

—Lo sé —respondió Alma—. A mí tampoco me gusta, pero así están las cosas.

—Quizá por eso andan tan mal en general —añadió su colega, ahora en un tono de voz más bajo—. Ayer agredieron a mi madre. Estaba mirando un escaparate en el centro de Londres y un tipo llegó por detrás, le agarró la cabeza, y se la estrelló contra el vidrio.

Alma se asustó.

—¡Qué dices!

—No te preocupes. Sólo tiene cortes superficiales, pero… lo que importa es el concepto. Era un tipo desconocido, un hombre anónimo, un cualquiera, ¿comprendes? No la conocía. Mi madre tiene casi ochenta años, Alma, y ya la conoces…

—Es un cielo de mujer —se apresuró a decir ella.

Al otro lado del teléfono, su colega asintió.

—Cosas así pasan continuamente. Imagino que la proliferación de la ouija es una parte del problema. Ese cáncer en las Líneas Ley es otra. El mal se propaga, Alma, y la gente predispuesta al mal responde. Espero que esa moda por el espiritismo pase pronto, porque si la gente sigue enredando con esos canales… no sé qué podría pasar.

Alma asintió, pero no dijo lo que pensaba realmente.

Aún recordaba su sueño. «Hay un plan. Deja que fluya. Confía. CONFÍA». Alma todavía no tenía claro que todo aquello fuese para mal. Quería confiar, y de todas maneras, tendrían que hacerlo, porque no podían hacer nada.

Nada.

2

Jow y Pete empezaron a salir juntos con un beso robado. Estaban en la puerta de su casa y él estaba plantado a su lado, sabiendo que debía despedirse pero turbado por mil sensaciones encontradas. Sabía que ella le gustaba mucho, muchísimo, y ella parecía incluso receptiva; pero cuando pensaba en acercarse para dar ese paso, el paso que se sella con un beso en los labios, el fantasma de Carol aparecía cruzando su mente como una centella.

Jow puso los ojos en blanco.

—¿Es que tengo que ser yo el hombre en esta relación? —susurró, y alejó todas sus tribulaciones plantándole un suave beso. El beso. Fue dulce, fue largo, y puso en marcha una vieja maquinaria interna que Pete creía ya destruida.

Luego se abrazaron, y cuando el sol se arrastró para ocupar su posición en el horizonte, despertaban juntos en la cama.

3

La amistad entre Alma y Jow creció paralela a la relación entre ella y Pete. Jow quería escuchar todo lo que Alma tenía que contarle, y eso era mucho; sus conversaciones giraban, principalmente, en torno a esos temas.

Un día tomaban un café un poco antes de salir del trabajo. Se trataba de una agradable terraza cercana, construida en un viejo vivero para plantas. El sol se filtraba perezoso a través de una miríada de cristales provocando una soñolencia casi estival en las dos mujeres.

—¿Sabes? —susurró Jow, removiendo pensativa su café—, una vez pasé un par de años en España. Mi primer trabajo. Bueno…, vivía en una pequeña urbanización a la que llamaban Little England, porque estaba ocupada principalmente por británicos expatriados. Allí conocí al señor y la señora Smith.

—Sí que parecían británicos —bromeó Alma.

—Sí. Lo eran —respondió Jow, riendo—. Tenían un cuadro de la reina sobre la chimenea, y era divertido porque las fotos de sus hijos estaban colocadas alrededor y eran de un tamaño mucho más pequeño. Él contaba… bueno, contaba historias geniales sobre la segunda guerra mundial y sobre cómo eran las cosas antes de que se construyese la urbanización. Me contaba historias de terror sobre pozos en los sótanos y ríos subterráneos que se llevaban a los niños al mar. Ninguno de los dos hablaba español, aunque llevaban allí veinte años, ni tenían interés por aprender… Creo que su mundo era pequeño y suficiente. Él tenía ochenta y dos años, y ella no le andaba muy a la zaga. Tenían una serie de pisos vacíos que alquilaban a los turistas, así que de vez en cuando él se colocaba un sombrero de paja e iba a hacer una ronda de control. Una vez lo vi salir de uno de esos pisos con una cerveza… Iba… bueno, iba totalmente bebido. Se escondía, ¿sabes?, de su mujer, porque no quería que bebiese. Imagino que era uno de esos pequeños placeres mundanos que le hacían querer levantarse de la cama cada mañana.

Alma sonreía: Jow tenía esa mirada nostálgica que evidenciaba que estaba buceando vivamente en una serie de recuerdos bonitos.

—Murieron. Los dos. Uno detrás del otro.

Alma sonrió con indulgencia.

—Recuerda, cielo… que nadie muere, en realidad, sólo estamos de visita en este planeta.

—Me afectó un poco —asintió—, aunque ya eran mayores. A veces veía su casa vacía, triste y fría, y pensaba que allí había acabado un periodo. Tuvieron su momento, su realidad, y ahora sería de otras personas.

—El ciclo. El ciclo natural de las cosas.

—Sí. Bueno, un poco antes de volverme a Inglaterra, vi a un hombre subiendo por la cuesta de la calle. Tenía… Iba vestido con aquellos pantalones grises y aquella camisa blanca, y también el sombrero de paja, e incluso tenía los mismos andares que el señor Smith, ¿sabes? Pensé en él inmediatamente. Yo estaba a sólo unos metros, así que cuando el señor dobló la esquina para dirigirse a las puertas de la urbanización, tardé unos segundos en hacer lo mismo.

Alma asintió otra vez; empezaba a sospechar el final de la historia.

—Cuando doblé la esquina, no había nadie. Era imposible que le hubiera dado tiempo a trastear con las llaves y la puerta, y de todas maneras era una reja, así que lo hubiera visto al otro lado, subiendo la escalera. Pero no había nadie. En ese momento supe que era él: el señor Smith.

Alma sonreía.

—Ahora esperas que yo te diga algo… —apuntó.

Jow soltó una carcajada.

—Bueno, no lo sé…

—Sí lo sabes —dijo Alma, sonriendo—. Bueno, te diré lo que sé. Sé que a veces les gusta regresar a recordar cosas que hicieron en vida, como en un acto de melancolía… No necesariamente cosas bonitas. Algunos se quedan porque no se dan cuenta de que ya no están aquí. Otros vuelven a recordar momentos importantes, periodos de sufrimiento, cosas que, tal vez, salieron mal. Por eso a veces hay gente que percibe sufrimiento. Pero son ecos. Recuerdos que en ocasiones se desparraman un poco y nos impregnan.

—Oh…

—No perduran para siempre, porque todos estamos abocados a continuar nuestro camino. Tarde o temprano, todos volvemos a casa y nos reconvertimos en otra cosa, o regresamos aquí a empezar otro ciclo.

—Entiendo.

—Pero no sé si era tu señor Smith —susurró Alma—. No puedo poner los ojos en blanco y llamarlo para preguntárselo; no funciona así.

—¿En serio? —bromeó Jow—. Pero ¿qué estafa es ésta?

Alma rio con ganas.

—Demasiadas películas —dijo.

—Demasiadas películas —repitió Jow.

Se quedaron otra vez pensativas, con una sonrisa suave en el rostro. Jow entrecerró los ojos, como hacía siempre que su mente se ponía a trabajar. Alma no podía extenderse más en su explicación de que había cosas que no se podían entender con la mente, pero a veces la pelirroja la sorprendía con el hecho inesperado de que sus pensamientos se mezclaban con su intuición, produciendo un resultado cierto y calculado. Como resultado, Alma había aprendido a escucharla.

—Lo que no entiendo… —susurró Jow—. Bueno, todo este mundo tuyo… es en verdad muy curioso. Y potente. Quiero decir… esas cosas que sabes, y que haces, tu capacidad para sentir a las personas, y todo lo demás… Tiene que haber más gente como tú.

Alma asintió.

—Oh, sí, la hay.

—Entonces… ¿este tipo de conocimiento se usa en… agencias gubernamentales para su explotación y esas cosas? Es lo que me pregunto.

Alma sonrió.

—Afortunadamente, no —dijo.

—Pero ¿por qué no?

—Porque… no se puede —replicó Alma lentamente.

—¿No se puede? ¿Por qué?

—Muy bien —contestó la doctora, suspirando—. Empecemos por el principio. No sé si te he dicho que soy deísta…

—Creo que no, pero lo había intuido por las cosas que…

—Vale —la interrumpió Alma—. Creo que, efectivamente, hay un ser, un Dios, una entidad, en alguna parte, de la que procedemos y a la que volvemos. Puedes ponerle el nombre que quieras, eso no es importante.

—Un ser superior —dijo Jow.

—No. No necesariamente. Siempre se ha dicho que Dios, la Fuente, nos hizo a su imagen y semejanza. Por lo que sé, eso es rigurosamente cierto. Dios, la Fuente, como prefieras, es infinitamente capaz. ¿Por qué iba a crear un ser inferior? Eso sería un gesto muy humano.

—Comprendo.

—Pero… sí creo que hay algo y hubo algo, una venida, una comunicación, que con el devenir de los tiempos fue pervertido por la codicia del hombre. De ahí nacieron nuestras confusas interpretaciones recogidas en las varias religiones repartidas por la Tierra.

—Entiendo —exclamó Jow—. Eso me gusta.

—Pues bien, todas estas cosas que la gente como yo tenemos…, estas percepciones, este… conocimiento, estas habilidades, son dones. Si estuviéramos en el ámbito de la religión, diría que son «milagros».

—Milagros… —repitió Jow.

—No te agarres a la palabra —le pidió Alma—. Sé que se te mueven las orejas sólo al oírla. Tu mente protesta: «¡milagro, milagro!» al asociarla a todo esto que estás aprendiendo, pero… pero es sólo una palabra. Un milagro es un evento especial, de difícil comprensión, que escapa a todo lo que se tenía establecido como posible, ¿de acuerdo?

—Sí. Vale —asintió, expectante.

—Los milagros proceden de la Fuente. Por eso funcionan. Tenemos lo que tenemos porque estamos conectados con la Fuente, o mejor dicho, porque sabemos que lo estamos.

—Oh…

—Algo así sólo funciona si sirve al Amor. No es posible alterar eso. No es posible… mancillarlos. No puedes jugar sucio con eso, no puedes darle la vuelta, no puedes emplearlo para nada que no sea Amor. Por eso no funcionan en un laboratorio bajo circunstancias controladas, porque no están ahí para ser estudiadas ni medidas ni para acallar las mentes exaltadas que se aferran a una tabla de leyes físicas y sus medidas. Ni siquiera es que desaparezcan si intentas usarlos con otro fin, porque, para empezar, si esa posibilidad existiera no te habrían sido dados.

—Entiendo —dijo Jow—. Por eso… a ningún vidente le ha tocado nunca la lotería…

Alma se abandonó a una carcajada que brotó de muy dentro, como hacía tiempo que no le pasaba, y se sintió bien, francamente bien; luego asintió y miró a través de los cristales ahumados, hacia la calle, donde la gente se entregaba a sus tribulaciones diarias. Eran como hormigas acarreando sus valiosísimos huevos porque empieza a desatarse una tormenta. Gente que buscaba un sustento para seguir empujando la rueda de su periodo vital, día tras día.

—Puede que realmente sí fuera tu señor Smith —susurró Alma al fin con una expresión misteriosa.

—Puede que sí… ¡A por otra cerveza!

Rieron otra vez, y Jow saboreó un poco más de su taza de café Moglia. Era un café excelente, realmente bueno, y se dijo que tendría que buscarlo por las tiendas de cafés.

—Pete… —dijo de pronto—. A veces me cuenta cosas de Carol.

—Lo sé.

—La quería mucho. Él no puede evitar sentirse un poco culpable por haber continuado su vida conmigo, ¿sabes? A veces se lo noto.

—Me extraña que no haya hablado conmigo.

—Es demasiado prudente. No lo hará.

—Tal vez sería buena idea.

—Supe lo de Carol cuando lo vi por primera vez —dijo Alma.

—Oh, ¿y eso?

—Porque iba pegada a él —dijo Alma sonriendo—. Se preocupa. Lo vuestro… pudo no haber sido, había elementos de incertidumbre, y ella miraba atenta.

—Cielos —exclamó Jow—. No sé cómo me hace sentir eso.

—¿Por qué?

Jow se revolvió en su asiento.

—Bueno, eso de que tiene a su mujer pegada a él. Estamos en el comienzo de la relación, ¿sabes? ¡Hacemos el amor a menudo!

Alma se rio de nuevo, esta vez con ganas.

—¡A veces eres tan tonta! —exclamó.

—¡En serio! —protestó Jow.

—Oh, bueno —dijo Alma—, no puedes pensar en esas cosas en términos terrenales. Ella ve amor entre vosotros, y eso siempre está bien, en todos los libros. El amor es bueno… ¡anótalo en una de tus libretas con anillas!

Jow hizo un gesto con la cabeza. Sus rizos revolotearon de un lado a otro, juguetones.

—De hecho, ahora que estáis juntos, Carol ha podido seguir su camino. No se ha ido del todo… aún no, aún hay algo por aquí que quiere averiguar, pero está mucho más feliz de que Pete haya encontrado… lo que tenía que encontrar.

—Lo que tenía que encontrar —susurró Jow—. Como… ¿el destino y esas cosas?

Alma levantó su taza de café, compuso una mueca enigmática, y por enésima vez aquella tarde, sonrió con ganas.

—Por el destino —exclamó—. Oh, vale, no me contestes —refunfuñó Jow, pero brindó con entusiasmo.

4

Un delicioso bollo de chocolate apareció de repente junto al teclado de Jow.

—Dios mío —exclamó con una sonrisa, fingiendo sorpresa con teatrales aspavientos.

Se volvió para encontrarse con Pete, que la miraba sonriente.

—Vas a hacer que engorde —le dijo—. Quieres engordarme para asegurarte de que ningún otro me mirará nunca, ¿verdad?

Pete soltó una carcajada.

—Me has descubierto —exclamó.

Jow asintió y cogió el bollo con una mano.

—¿Qué haces aquí? Es muy temprano.

—Sí. Esta mañana nos han hecho llegar una nota de prensa. Creo que nadie lo sabe, por el momento, es como una sorpresa o algo así, para orquestar el anuncio simultáneo en todas partes —dijo, sacando un pliego de papel del bolsillo del abrigo—. Así que os interesará, creo, con todo lo que está pasando y lo que habéis trabajado en ello.

Jow dejó el bollo de chocolate, llena de curiosidad. Tomó el papel y echó un último vistazo a Pete para tratar de descubrir alguna pista, a modo de juego, componiendo su mejor expresión de juguetona sensualidad. Pete volvió a enamorarse en el acto, como casi cada día, pero no sucumbió. Se limitó a mirarla con esa sonrisa especial que a Jow le gustaba tanto porque le recordaba cuánto la quería. Con un suspiro, desplegó la nota para leerla.

GRUPO NOSTROMO

Oficina de Prensa

PARA SU DISTRIBUCIÓN INMEDIATA

Anunciado el lanzamiento de la esperada continuación

del bestseller internacional La puerta, de Johnnie Balmori.

Jow pestañeó.

—Oh… —exclamó—. Vaya.

—Tengo una entrevista para un artículo aquí cerca, pero pensé que querríais verlo lo antes posible.

—Uf… —continuó, cogida de improviso, Jow—. Realmente no sé qué pensar. Ese libro ha traído muchos problemas. Alma y sus amigos llevan tiempo rumiando sobre todo lo que el libro ha provocado, así que no sé… no sé qué esperar de esto.

—Bueno. Llévaselo a la doctora a ver qué dice.

—Sí —asintió, pensativa.

Pete se inclinó suavemente para besarla en la frente.

—¿Te veo esta noche? —preguntó.

Ella parpadeó de nuevo y compuso una sonrisa encantadora.

—Claro que sí —susurró entonces, y le devolvió el beso, esta vez en los labios.

5

Alma se quedó quieta como una gacela que ha percibido un olor extraño en mitad del prado donde pasta.

—¿Es… malo? —preguntó Jow.

Alma parpadeó.

—Inesperado… —susurró.

—¿Crees que puede… causar problemas, como la otra?

Alma movió ligeramente la cabeza.

—No lo sé. La publicación es dentro de un mes. Necesito leer esa novela como sea antes de que se ponga a la venta.

—Crees que puede causar problemas —soltó Jow.

No era una pregunta.

6

Johnnie se recuperó con bastante rapidez de la operación, hospedado en un hotel cercano. Comía sano, descansaba y dormía mucho, y contaba con vigilancia las veinticuatro horas, cosa que a Rebecca la satisfacía enormemente. Así, dejaron pasar un par de semanas relajadas en las que Rebecca trató de ocultar su preocupación por cómo se habían ido desarrollando las cosas; al fin y al cabo, Johnnie necesitaba descansar y liberar la mente. A ella no le gustaba; menos aún que eso, lo odiaba, lo sentía como un insoportable, irremediable y detestable daño colateral de la fama. El hecho de que la editorial Nostromo hubiera empezado a emitir notas de prensa sobre el lanzamiento de la nueva novela, desde luego, no ayudaba en absoluto. A Johnnie lo ayudaba a olvidar el incidente, y hasta parecía disfrutar cada vez que un medio se hacía eco de la noticia. Ésta estaba por todas partes, desde pequeños periódicos locales a cadenas de televisión, pasando por las redes sociales, que habían explotado con la noticia; su nombre (¡y su foto!) aparecía más frecuentemente que muchos de los grandes nombres de fama internacional. Rebecca lo detestaba. Cuando el nombre de Johnnie Balmori salía en la televisión en mitad de un telediario, ella no podía evitar dar un respingo, y su inquietud aumentaba exponencialmente.

Cuando la recuperación terminó, ni Johnnie ni Rebecca regresaron a casa más que para organizar un poco sus efectos personales; para el resto de las cosas, contrataron a una agencia. Rebecca no quiso ni oír hablar del hecho de regresar a un lugar cuya dirección pudiera obtener cualquier chalado con acceso a internet o lo que hubiera permitido que aquel padre de familia, ahora privado de ella, pudiera dar con ellos. Johnnie no pudo ni intentó poner objeciones; Rebecca era firme en su determinación, y de todas maneras, el futuro parecía lo suficientemente brillante como para que pudieran permitirse malvender la casa, si hiciera falta, y comprarse otra.

Pero no había tiempo para encontrar un nuevo hogar, no con tanta premura, así que alquilaron una pequeña cabaña en un lugar apartado mientras buscaban. Hicieron las gestiones a través de la editorial, por cierto, para que el nombre de Johnnie Balmori no apareciera en ningún contrato. Rebecca fue tajante respecto a eso.

La cabaña resultó ser un lugar idílico donde vivir. No era demasiado grande pero más que suficiente para una pareja sin hijos. Y todos, o casi todos los días, al atardecer, disfrutaban dando paseos por los alrededores, exuberantes de vegetación y del embriagador olor de las mimosas que empezaban a florecer con la llegada de la primavera.

Rebecca acabó relegando el incidente al fondo de su mente, y Johnnie… Johnnie ya no pensaba en TODOS. Había desaparecido de su vida.

7

Pete llegó a casa un poco antes de lo habitual, a las seis menos cuarto. Cuando entró por la puerta, Jow y Alma, que disfrutaban de un té caliente y pan de pasas, se levantaron al unísono.

Él se quedó mirándolas antes de decir nada.

—¡No seas capullo! —protestó Jow—. ¡Habla ya!

Pete asintió.

—Bueno, parece que… el señor Balmori no está disponible para entrevistas. No ha sido fácil desentrañar el porqué, pero al parecer, el padre de un fan que resultó muerto practicando ouija intentó asesinarlo. Le dispararon y ha estado en rehabilitación estas semanas.

—¡Cielo santo! —exclamó Jow.

—Está fuera de peligro —continuó explicando Pete—. Ha permanecido en un lugar desconocido desde entonces, y así seguirá por el momento. Son increíblemente celosos al respecto, e incluso dentro de Nostromo no creo que mucha gente sepa dónde se encuentra. Es su gallina de los huevos de oro, al fin y al cabo.

—Comprensible —dijo Alma—. Bueno, lo has intentado, Pete. Te lo agradezco.

—Tengo un amigo —siguió diciendo Pete— que es bastante bueno rastreando información por internet. Quería que encontrara alguna pista de su pasado, de cuando aún no era tan famoso. La gente deja pistas por todas partes. Descubrió que Balmori es un apellido que surgió hace sólo unos años; el tipo se cambió de nombre de manera legal, pero desconozco el motivo.

—¿Un nombre artístico? —preguntó Jow.

—No lo sé.

Alma inclinó la cabeza ligeramente.

—¿Y su mujer? ¿Has podido hablar con ella? Vi su foto en alguna parte. Sonreía, pero… había algo en su mirada. Creo que nos escucharía.

—Lo intenté —respondió Pete—. Pero hablar con su mujer puede ser aún más complicado. Ella está con él ahora, y que yo sepa nunca ha concedido entrevistas.

—Está bien —dijo Alma—. Supongo que las cosas son…

—… como tienen que ser —concluyó la frase Jow.

—Oh, vale —protestó Alma.

Jow la cogió del brazo y apoyó la cabeza en su hombro, sonriente.

—De todas maneras, algo he conseguido —dijo Pete, metiendo una mano en el bolsillo del abrigo. Dejó que pasaran unos segundos, y luego extrajo algo. Jow tardó todavía unos instantes en distinguir qué era, porque casi todo era de color negro. En la portada, unas elegantes letras blancas anunciaban:

ALMA

ALMA —exclamó Jow—. ¡El puñetero libro se llama ALMA!

—Sí… —asintió Pete—. Curioso, ¿verdad?

—¡Curioso se queda corto! Pero… ¿cómo lo has conseguido? —preguntó Jow, atónita.

—Un amigo hace reseñas literarias para el New York Times y tenía una copia de prensa en su correo. Edición rústica para la prensa, nada de tapa dura —dijo riendo.

—¡Uau!

—Le he explicado un poco lo que os traéis entre manos —continuó diciendo Pete—, todo lo que está pasando, y ha dicho que es… bueno, le ha parecido más que interesante. Casi podía oír su instinto de periodista zumbando a toda máquina. Dice que hay conexiones significativas entre lo que pasa, el frío, Elvenbane y todo lo demás, así que… me lo ha enviado. A cambio, Alma, quiere que le des tu opinión cuando lo leas.

—Estupendo… —exclamó Alma, hablando despacio—. Lo haré. El New York Times es una buena cosa.

Jow la miraba. Alma no parecía contenta; ni tampoco triste, sino que parecía discurrir por ese túnel que suele estar marcado con el rótulo de «Destino Inevitable». Miraba el libro como si, en algún lugar de su interior, una voz estuviese diciendo «Ya está aquí» más que «Oh, a ver qué dice». Y tenía los brazos cruzados sobre el pecho, señal inequívoca de que la situación no le gustaba demasiado. Jow se preguntaba qué sentiría ella en ese momento, pero no quería hacerle la pregunta delante de Pete; se lo preguntaría al día siguiente, en la oficina, cuando estuvieran a solas.

Mientras tanto, Pete se había adelantado hasta la doctora y extendía el libro hacia ella. Alma titubeó.

—Déjalo en la mesa, querido —dijo al fin, intentando componer una sonrisa.

Pero no le salió demasiado bien. Jow se dio cuenta, pero no dijo nada. «No quiere ni tocar el puñetero libro», se dijo. Entonces se quedó mirando el ejemplar de cortesía, de un tono negro tan intenso que resultaba molesto a la vista, como un trozo de irrealidad. Como un agujero. Negro. Negro absoluto. Negro muerte.

8

La Navidad ya hacía semanas que se había instalado, con el tradicional encendido de luces en la londinense Oxford Street a primeros de noviembre, pero era ahora, cuando corría ya diciembre, que empezaba a sentirse en todo su esplendor.

Jow amaba la Navidad. También en Inglaterra era una tradición muy familiar, y aunque ella no había tenido demasiada suerte y no contaba con muchos familiares con los que compartir esas fechas, la Navidad la fascinaba igualmente.

Le gustaba pasear por las calles y disfrutar de los adornos, distribuidos con más o menos acierto por todas partes. Incluso allí donde los criterios estéticos eran más relajados, para Jow seguían siendo, a pesar de todo, adornos navideños, y le iluminaban el rostro con una sonrisa dulce. Le gustaban las luces, las cintas de espumillón, los calendarios de Adviento, los coloridos ramilletes de acebo, la hiedra y el muérdago (sobre todo cuando podía encontrarlo en algún bar local). Le gustaban las decoraciones caseras, como los juguetes de madera con los que algunos decoraban sus árboles, los crackers y los villancicos.

Sobre todo, le gustaba mucho el pavo asado con su relleno y sus patatas asadas, la salsa de arándanos y el gravy, y por supuesto las coles y las salchichas envueltas en tocino. Los mazapanes y el budín navideño de ciruelas (sobre todo flameado con brandy) la hacían sentirse, otra vez, niña.

Había algo especial en la Navidad que a Jow le ponía brillos de estrellas en los ojos. Podía respirarlo en el aire, sentirlo en la piel, percibirlo como mágico y entrañable todo alrededor, en las calles, en la disposición de la gente, en las relaciones personales e incluso profesionales, y en la eventual aparición de los viejos amigos a los que se creía ya perdidos. Estaba en los regalos inesperados, en las tarjetas especiales que se recibían, a veces primorosamente manuscritas, en las sonrisas porque sí.

Y estaba en el hombre de voz sexi que iba caminando a su lado, sonriéndole mientras la acompañaba en un paseo sin rumbo por las calles del centro.

—¿Sabes qué? —preguntó Pete.

—¿Qué?

—Consigues que se me olvide todo esto del… libro.

—Ah, el libro —dijo Jow con suavidad, sonriendo.

—¿Tú no estás preocupada?

—No. La verdad es que no.

—¿Puedes pasear sin más y seguir como si nada?

—¿Cómo? —exclamó Jow—. ¿Qué crees que estamos haciendo ahora?

—Pero ¿cómo lo haces? Quiero decir… La verdad es que… antes de conocerte, habría cavado un agujero en el suelo, comprado toneladas de provisiones, y me habría amargado un montón esperando el momento…

—Bueno, no lo sé. Todo tiene su momento, supongo. Ahora toca disfrutar de esto, y ya veremos lo que venga cómo será y cómo lo afrontaremos, ¿no?

Pete asintió sonriendo.

—Pero… quiero decir, yo antes…

Ella se volvió hacia él, apoyó un dedo en sus labios mientras sonreía también con la mirada y ladeó la cabeza. Él se dejó embriagar por mil sensaciones diferentes. Realmente, aquella mujer lo conmovía de una manera que le era totalmente desconocida.

Jow movió la cabeza afirmativamente, y él la imitó.

—Antes, antes… —susurró ella—. ¿Dónde estamos ahora?

—Aquí —respondió él.

—¿Dónde?

—Contigo —dijo.

Ella volvió a sonreír.

—No está mal —susurró ella.

Se besaron.

9

El reloj de pared en el apartamento de la doctora Chambers daba las once de la mañana cuando Alma cerró el libro. Había estado leyendo la última mitad de la tarde, toda la noche y lo que llevaba de la mañana, pero había terminado. Lo había leído entero, había llegado al final, y lloraba.

Sabía lo que ese libro representaba. Lo que era, y lloró de pura impotencia y de rabia.

Aún recordaba su sueño y la cifra CIENTO OCHO, pero no tenía ni idea de cómo aquel libro podía lograr algún bien no sólo para el esperado y deseado salto espiritual que ella y muchos otros llevaban percibiendo desde hacía décadas, sino para la humanidad en general. Era una especie de mentira, susurrada a su Yo esencial por alguna interferencia o artificio supino que se había infiltrado en sus percepciones más íntimas. Una artimaña, probablemente auspiciada por los Descarnados que había visto en casa de Darnell y Sara, y también en el salón de Jow.

La habían engañado.

Ese libro, que se llamaba como ella, era el fin de todas las cosas. Cuando llegara a manos de la gente y empezaran a jugar con sus procesos mentales, todo cambiaría para siempre. Y no tenía ni idea de cómo pararlo.

Continuó llorando durante veinte minutos, luego se quedó dormida, y tuvo sueños llenos de seres descarnados que la llamaban puta y guarra asquerosa en la oscuridad de su miedo.

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