Alma

Alma


XXII. La muerte de las muertes

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XXII

LA MUERTE DE LAS MUERTES

1

Rebecca y Johnnie miraban el televisor desde el sofá de su pequeña cabaña alquilada, arrebujados bajo una manta y apretados el uno contra el otro, sin decir nada. Rebecca mantenía las piernas debajo de su cuerpo, como si le diera miedo extender los pies y dejarlos colgar hasta el suelo. El salón tampoco la hacía sentirse muy en casa; estaba lleno de cajas de embalaje, algunas cerradas y otras parcialmente llenas de sus cosas, y la mayoría de los efectos personales, objetos decorativos, cuadros y libros, esperando el traslado. Éste debía haberse producido ya, por cierto, pero las cosas… se habían complicado bastante recientemente.

Las cosas empezaron a preocuparla en serio cuando Johnnie fue interrogado por la policía, hacía sólo unos días. Dos inspectores habían estado haciéndole preguntas sobre la novela, en particular sobre los símbolos que había utilizado en el primer volumen, La puerta. El tercer hombre, que se presentó como un representante americano de la Agencia de Seguridad Nacional, era un señor con gafas oscuras, traje y corbata que estuvo callado y serio durante todo el encuentro. Miraba a Johnnie como si estuviera escrutándolo, como si pudiera atravesarlo con rayos X, así que Rebecca tenía sus propias teorías sobre lo que ese hombre era en realidad. Johnnie dijo que se había inventado los dibujos, como todo lo demás. Le pidieron echar un vistazo a su biblioteca y que le permitieran acceso a todo el material relacionado con el libro, incluyendo cualquier tipo de base de datos, anotaciones o libros que pudiera haber usado para documentarse. Johnnie mencionó que conocía sus derechos, pero que quería colaborar, y les entregó todo lo que tenía.

Más tarde, creyó recordar que aquellos dibujos habían venido, quizá, por la vía de los sueños. Quizá.

Ahora… ahora todo eso parecía extraordinariamente remoto. Veían la tele, sobrecogidos, enfrentados al desarrollo paulatino de una situación descabellada, tan incomprensible como inexplicable. Johnnie, que se dedicaba a escribir escenas de terror, habría usado el término «onírico», porque era, en efecto, como una pesadilla hecha realidad. A veces las noticias y las imágenes se entremezclaban con el aviso, pronunciado con una gravedad absoluta, de que todo el mundo debía permanecer en sus casas. PERMANEZCAN EN SUS CASAS DURANTE ESTE PERIODO DE EMERGENCIA era el mensaje que circulaba por la banda inferior de noticias breves, en un tono amarillo chillón. Las imágenes… Las noticias e imágenes que acababan de ver en el televisor los habían dejado helados, tan petrificados como horrorizados. En primer lugar había un desorden social inexplicable, acompañado por lo que se identificaba como actos terroristas, con la inmediata movilización del ejército y todas las fuerzas de seguridad. Había asesinatos brutales, accidentes y sucesos incomprensibles, como explosiones repentinas en viviendas y lugares de trabajo como oficinas y fábricas. Los aviones caían del cielo, los trenes descarrilaban.

Y había otra cosa. Había… algo, algo imposible, oscuro, una especie de nube negra, una marea de muerte que recorría las calles convirtiendo a cualquiera que se cruzara con ella en un despojo humano sin vida, un desecho varicoso y destartalado, tan aberrante que dolía mirarlo. No sólo ocurría en Inglaterra, también en Francia, Alemania, España, Italia, Estados Unidos y cualquier país donde… «Bueno —se dijo Rebecca—, cualquier país donde el libro de Johnnie se hubiera publicado».

Aquélla fue la primera vez que en la BBC (que se ocupaba de la emergencia ininterrumpidamente) se mencionó el libro de Johnnie como común denominador de, al menos, algunos de los acontecimientos que estaban ocurriendo. Según dijo el presentador, se habían puesto al descubierto indicios reveladores que respaldaban esa teoría, pero ni la editorial ni el propio autor habían podido ser localizados para dar su opinión sobre esa información.

Naturalmente, el carácter sobrenatural de esa amenaza inexplicable solía obviarse en casi todos los comunicados. La mayor parte de las veces se decía que se trataba de una especie de polución tóxica, gases de una naturaleza desconocida que no había sido posible comprender.

Rebecca se quedó helada. Aunque en su fuero interno siempre había albergado la pregunta ominosa, absoluta, terrible y preñada de un terror tan acuciante que a veces, por la noche, la impedía dormir como si una garra invisible le cortara la respiración, el hecho de que se mencionara la posibilidad remota de que estuvieran considerando el libro de su marido como detonante de tanto horror la petrificó. ¿Cómo podían sugerir que la lectura de un libro podía generar poluciones esporádicas letales, por el amor de Dios? Johnnie se puso de pie casi en el acto y empezó a chillarle a la tele. No era la primera vez que el libro era relacionado con casos de violencia y crueldad humanas, pero asociarlo con esa conjura estridente era demasiado, sobre todo en un medio tan divulgado como la BBC. Todo el país debía de estar viéndolo, pegados a sus televisores, intentando averiguar qué era lo mejor para preservar la vida.

Johnnie sacó su móvil y empezó a buscar el teléfono de Cormick mientras hablaba de demandas por difamación, daños y perjuicios… y que se iban a enterar de quiénes eran él y el Grupo Nostromo. Pero su mano temblaba, así como su voz. En el fondo, también Johnnie sabía que si La puerta había sido un manual de instrucciones, ALMA había sido la ejecución, la lista de la compra para rituales oscuros llenos de elementos de satanismo, invocación de demonios y… la rendición de la humanidad a algo tan primigenio, abyecto y oscuro, que considerar la idea de que pudiera estar pasando realmente era del todo aterrador.

Johnnie se quedó mirando el móvil sin decir nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Rebecca, sobrecogida.

—No hay línea —exclamó Johnnie—. Dice que está sin servicio.

En ese momento se fue la luz.

—Oh, Johnnie…

Éste no dijo nada.

—Johnnie… qué has hecho…

Rebecca rompió a llorar.

2

Alma miraba el televisor, aterida de frío. Sin embargo, no vestía más que un jersey de cuello vuelto: hacía días que había comprendido que guarecerse entre mantas y ropa de abrigo no suponía ninguna diferencia.

PERMANEZCAN EN SUS CASAS DURANTE ESTE PERIODO DE EMERGENCIA.

¿Cómo podían sugerir semejante cosa? Alma apretaba los dientes, impotente. Estaban tratando de condenar a la población a una especie de tumba silenciosa.

Lo cierto era que estaban ahí. Realmente había pasado. No había calculado que fuera tan rápido ni tan contundente, pero había pasado de todas maneras. Y ahora los cuerpos succionados de toda vida manchaban las calles, y la gente corría por las ciudades perseguida por otra gente o por aquella amenaza imposible a la que esta realidad siempre le había estado vetada, libre para servirse de aquello que era su alimento: el dolor, el sufrimiento, el caos, la muerte…

No sabía qué hacer. Aunque sabía cosas, aprehendidas del pozo difuso de sus sensaciones y su conexión con el mundo de lo invisible, se sentía confusa, impotente y perdida. Sabía, por ejemplo, que Elvenbane había jugado una baza importante en todo aquel horror, aunque no podía todavía imaginar cómo. Se decía que algo debía de haber ocurrido allí. Algo había hecho que el agujero se abriese y liberase aquel monstruo.

Ella sabía que el agujero podía abrirse y vomitar todo lo que tenía dentro. Lo supo antes de que todo estallase, o al menos debía haberlo sabido. Imaginaba que uno nunca está preparado para que las cosas cambien, hasta que cambian y luego ya es demasiado tarde. Entonces es más fácil mirar atrás y descubrir qué quedó por hacer, o qué se hizo que estaba fuera de lugar. Pero Alma miraba las imágenes espantosas del televisor y escuchaba las opiniones de un montón de expertos, autoridades y miembros de los sistemas de emergencia del país, y se torturaba pensando que ella podía haber hecho algo. Ninguno de aquellos hombres y mujeres tenían ni idea de qué estaban tratando, hablando de trajes y filtros especiales para respirar dentro de las poluciones tóxicas. Si no hubiera sido tan atroz sería casi hilarante.

Alma, aunque había captado el mal espantoso e intolerable que manaba de aquel lugar, no había hecho nada al respecto. Había hablado con algunos colegas, sí, pero esos colegas eran sólo ratas de laboratorio, gurús de la meditación y del mundo abstracto de los sentidos y los sentimientos, teóricos de un estilo de vida demasiado introspectivo y particular como para que hubieran hecho algo.

«Algo como volar por los aires la maldita casa».

Ese súbito pensamiento le hizo pestañear.

Había otra cosa que alguien había intentado que volara por los aires.

«Yo».

Ella. La doctora Alma Chambers.

Parpadeó, sin atreverse siquiera a respirar.

Siempre había sabido que la explosión iba dirigida a ella, siempre. Lo había sabido como sabía que mañana el sol saldría por el este. Y habían intentado eliminarla porque…

«Porque puedo suponer una diferencia».

Se levantó del sofá, inquieta y atribulada por un confuso tropel de pensamientos inesperados.

«Puedo… ¿O podía?».

«No —se dijo, reafirmándose—. ¡Puedo! Yo sé qué es… Sé de dónde viene, sé lo que la alimenta y lo que busca. Puedo hacer algo todavía. ¡Puedo!».

Ese pensamiento la hizo sentirse colmada de un renovado optimismo. La idea venía acompañada de una sensación inequívoca de estar en el camino correcto. Resonaba en ella como chocan las olas de un océano tumultuoso contra un acantilado, furiosas y llenas de una energía tan innegable como imparable.

La pregunta era, por supuesto, ¿qué iba a hacer ahora?

«Jow».

Jow, sí. Jow era enérgica y decidida cuando se lo proponía y una mujer con más recursos de los que ella misma sabía, y, sin embargo, ¿qué podía hacer? No creía que pudiera ayudarla a decidir un curso de acción, ni a intentar algo, cualquier cosa, para detener aquella locura, porque las cosas estaban ya demasiado desmadradas a un nivel casi mundial. Y, sin embargo…

Sin embargo, Jow…

No sabía si sólo quería verla, pues estaba preocupada por ella, o había algo más. Buscó el móvil de todas maneras y la llamó. La única respuesta que recibió fue un tono intermitente. A la segunda tentativa obtuvo el mismo resultado, y lo mismo ocurrió la tercera vez. Entonces miró la pantalla de su móvil. SIN SERVICIO, ponía.

Chasqueó la lengua.

… DURANTE ESTE PERIODO DE EMERGENCIA. PERMANEZCAN EN SUS CASAS DURANTE…

Sabía, por supuesto, dónde vivía Jow; había estado en su casa numerosas veces, entregadas a una de sus muchas conversaciones sobre todo aquello que conformaba su realidad y su mundo, y en ocasiones sólo a pasar el rato juntas, porque las dos disfrutaban de la compañía de la otra. Cuando había charlas más o menos sesudas, Jow había demostrado ser una excelente interlocutora: su sed de conocimiento no tenía fin, y su don natural para recordar cuánta de aquella información era esencial, indescriptible. A veces aventuraba cosas que ella no le había contado. O bien las deducía o las recuperaba de su yo profundo para ponerlas otra vez sobre la mesa, como si fueran nuevas, Jow podía tener una idea o dos sobre cómo manejar esa situación, así que se dijo que podía intentar llegar hasta ella; al fin y al cabo, las cosas no estaban aún tan mal en aquella zona como en otras, no tanto como para que no pudiera desplazarse hasta allí. Seguramente no en metro, pero sí en taxi. Aún circulaban vehículos por la calle, y todavía había transeúntes que caminaban con paso presuroso y la cabeza llena de miedo por las noticias que les llegaban por uno u otro medio, pensando en hacer las maletas y marcharse tan pronto anunciaran qué lugares eran todavía seguros. Todavía sonaban, también, las sirenas de los vehículos policiales, atribulados con los daños colaterales que la situación provocaba, como asaltos a las tiendas donde vendían trajes herméticos y máscaras antigás.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta.

Alma dio un respingo, pero un instante después, sonrió. Sabía perfectamente de quién se trataba, así que se acercó a la entrada y abrió la puerta sin tomar la precaución de utilizar la mirilla.

Era, naturalmente, Jow.

—Estaba pensando en ti —dijo—. Hola, Pete.

Jow asintió con la cabeza.

—Hola, Alma —la saludó Pete.

—¿A qué vienen esas caras de preocupación? —preguntó ella.

Jow soltó un bufido y entró en el apartamento.

—La ironía te sienta muy mal —exclamó.

Alma se encogió de hombros.

—Las cosas están muy mal —dijo Pete, señalando el televisor encendido. Tenía un gesto de preocupación que Alma no recordaba haberle visto antes.

—Sí que lo están —asintió la doctora.

—Yo… No imaginábamos cuánto —añadió Pete—. Quiero decir… Había imaginado cosas por las conversaciones que hemos tenido, pero… pero esto… todo este caos… ¿En serio es por el libro? Y esas… poluciones letales…

—Poluciones letales, ¡bah! —soltó Alma con displicencia—. Podrían haber dicho que son los cuatro jinetes del Apocalipsis liderados por un Pato Donald zombi.

Pete recibió el comentario con perplejidad. No esperaba un humor tan irónico por parte de la doctora en un momento como ése, pero le hizo comprender lo que estaba soportando.

Jow había cogido el mando a distancia.

—¿Qué estás viendo? ¿No has visto la CNN? —preguntó.

—No lo sé, querida. Son… sólo las noticias.

—En la CNN hay algo más interesante —explicó Pete—. Lo estábamos viendo en casa cuando decidimos venir a buscarte.

—¿Buscarme?

—Mira… —dijo Jow.

El televisor mostraba una imagen que, al principio, costaba trabajo entender. Era un movimiento rápido de cámara, demasiado rápido como para que la imagen, víctima del retraso que sufrían las comunicaciones en toda el área, pudiera definirse y concretarse. Parecía un vídeo de baja calidad sacado del histórico de YouTube. Pete, inconscientemente, giró la cabeza, buscando quizá algún patrón que lo ayudara a comprender la imagen.

Cuando ésta se concretó, vislumbraron lo que parecía ser una portezuela metálica que daba a un cielo cuajado de nubes. Era una cámara operada por alguien que estaba moviendo el aparato para emplazarlo en el suelo de lo que, finalmente, se reveló como algún tipo de helicóptero. El suelo pasaba zumbando, vertiginoso, en la parte inferior de la pantalla. Verde, verde, verde… solamente interrumpido por la presencia de algún grupo de árboles o una colina mellada por un grupo de rocas.

La parte inferior de la pantalla decía: EN DIRECTO. ELVENBANE.

Alma sintió un escalofrío.

—¡Mira! —exclamó Pete—. Son las mismas imágenes que cuando salíamos de casa.

—¿Por qué dice «en directo»? —preguntó Jow.

Pete se encogió de hombros.

—Seguramente no han tenido tiempo de ajustar la información. Repiten, y ya está.

La cámara se reajustó de nuevo para enfocar la distancia. Un breve pero molesto efecto de zoom hizo que la imagen perdiese de nuevo la nitidez, hasta que unos edificios se hicieron visibles en la pantalla. Alma los reconoció al instante. Era, efectivamente, el paisaje que Elvenbane ofrecía a cualquiera que se acercase desde el oeste, con sus reconocibles tejados a dos aguas y la torre del campanario.

—¿No has visto esto? —preguntó Jow.

—No… —dijo Alma.

Entonces la cámara giró bruscamente a la derecha, y la imagen se distorsionó brevemente con grandes bloques de píxeles de tonos anaranjados y azules. Luego volvió a recobrar nitidez. Alma se llevó la mano a la boca.

Y allí, evolucionando por encima de los edificios como una suerte de tormenta concentrada, estaban las poluciones tóxicas, con una masa intolerable que producía daño a la vista, incluso a través de la pantalla del televisor. No se trataba, en efecto, de un solo cuerpo, sino de una amalgama inconexa de pequeños grupos de oscuridad que conformaban un bloque consolidado de un tamaño espeluznante. En la distancia, semejaban una masa enorme, descomunal, de la que partían pequeños jirones delgados y rizados que acariciaban los tejados de los edificios como si se apoyara sobre ellos, como si caminase sustentada por patas espectrales.

Eran los Descarnados. La misma negrura imposible que Jow había visto en su apartamento, la misma a la que ella se había enfrentado en el piso de Sara y Darnell, la que había visto en sus sueños. Sabía que toda la emergencia se refería a ellos, pero verla allí, desnuda, tangible, integrada en el paisaje extrañamente bucólico y otoñal de aquel pueblo que había sido placentero y agradable unas semanas atrás, era otra cosa. Verlos con sus ojos físicos era algo que la empujaba a unos estadios de intranquilidad inenarrables.

—Impresiona, ¿verdad? —susurró Pete.

—La gente… —dijo Alma de pronto en voz baja—. Allí estaba toda esa gente cuando fuimos…

Jow asintió.

—También lo pensé. Quiera Dios que… bueno, que se hayan… trasladado, o algo.

Alma no dijo nada, pero dudaba que algo en el mundo hubiera hecho salir a aquella gente de aquel lugar. Hasta el último momento. Y mucho se equivocaba o estaba viendo ese último momento en pantalla en aquel mismo instante.

—Alma… Es aquel lugar, ¿no? —preguntó Jow—. Donde estuvimos. Aquella casa negra.

Alma no dijo nada.

—Tenemos que irnos —añadió Jow de inmediato.

La doctora no dijo nada.

Jow se acercó a ella y la agarró de los brazos.

—Alma… Es Elvenbane. ¡Está aquí al lado!

—Lo sé —contestó al fin.

—Esas imágenes tienen por lo menos una hora. Es lo que hemos tardado en venir hasta aquí, porque… porque todo es un caos, y va a peor cada minuto que pasa… Hasta podrían ser más antiguas… podrían ser ya viejas cuando nosotros las vimos.

Alma seguía mirando la pantalla. Habían congelado la imagen para mostrar un detalle de la nube. Transformada a la señal digital de una pantalla plana, lo que se obtenía era una especie de plano en negro sin mucho sentido: una miríada de pequeños pedazos tenebrosos, como piezas de un puzle mucho mayor. La imagen se redujo a un pequeño cuadro que se mantuvo a la derecha del locutor del programa. El cambio de señal lo sorprendió con alguien pasándole un pliego de papeles. Nadie pidió disculpas ni se preocupó por ello. El locutor parecía superado y hablaba con rapidez.

—Alma… tenemos que irnos —insistió Pete.

—¿Irnos?

—A otro lado. A cualquier otra parte.

Alma negó con la cabeza.

—¿Para qué? No pasa sólo en Elvenbane —repuso—, y las calles son de todas maneras muy peligrosas. Imagino que viajar de un lado a otro también lo es.

—Ya lo sabemos —asintió Pete—. Pero Elvenbane… En ninguna otra parte se ha visto una mancha tan enorme como allí. ¡Y está tan cerca!

Jow estaba ceñuda.

—Es porque… viene de allí, ¿no? —insistió.

Pero Alma no respondió. Parecía ensimismada.

—Elvenbane… Es de donde viene, ¿no es cierto, Alma?

Alma pestañeó, como si de repente volviera a conectar con la realidad, y asintió.

—Son muchas —continuó diciendo Jow—. Por Dios, son muchísimas.

—Alma… —intervino Pete—. Deberías hablar con las autoridades sobre todo lo que sabes, ¿no crees?

—Oh —exclamó Alma, sacudiendo la cabeza como si le hubieran dado una bofetada—. Que digas eso a estas alturas, querido…

—Pero… ¡no lo hemos intentado, realmente! —protestó él—. ¡Creen que es una nube tóxica, por el amor de Dios!, gases nocivos que dejan el cuerpo vacío como un pellejo. ¿Adónde crees que irán con todo eso? ¿No te parece que estamos condenando a todo el mundo con nuestra inactividad? No intentarlo realmente, tratar de explicarles que…

Alma se acercó a Pete mientras éste se entregaba a una serie de aspavientos con los brazos y el rostro encendido por la emoción, y lo interrumpió con un beso en la mejilla.

—Pete, querido… —susurró—. Yo sólo sé lo que son, sé de dónde viene tanta violencia, pero no sé cómo pararlo. Aunque me creyesen, ¿de qué serviría?

—Si lo que me ha explicado Jow es cierto, si todo sale de ese… agujero, ¿no podrían hacer algo? Podrían tirar cohetes en la zona, o…

Alma sonrió.

—O llenar el agujero con cemento, ¿no, querido? No funciona así. Son lugares de poder, pero no entendemos de dónde viene. Podrías construir una torre allí, y la energía no cambiaría. Podrías retirar toda la tierra a cien kilómetros alrededor, y la energía no cambiaría. Sólo está allí, Pete. Ni una bomba atómica cambiaría eso.

Pete iba a añadir algo pero se interrumpió. Jow, que ahora estaba a su lado, le pasó una mano por la espalda y la acarició suavemente.

—Yo… —empezó.

Pero no terminó lo que iba a decir. En lugar de eso se abrazaron, los tres, y por un momento… por un breve instante, el frío de la habitación pareció remitir. Un poco.

3

De repente, gritos.

Llegaban desde la calle, al principio lejanos; tanto que ni siquiera pudieron oírlos concentrados como estaban en sentir ese abrazo curativo. Luego se volvieron audibles, acompañados del ulular estridente de una sirena de policía.

Alma fue la primera en dar un respingo.

De repente sentía una enorme inquietud, como si todos sus sensores de alerta se hubieran disparado inesperadamente, pero se quedó inmóvil, como petrificada. Pete fue el primero en acercarse a la ventana. Alma vivía en el tercer piso de un bloque de apartamentos en una gran avenida, y la visión de la calle desde allí era bastante buena, pero todavía no lo suficiente. Pete tuvo que subir la hoja de la ventana para sacar la cabeza y poder echar un vistazo, y tardó sólo un segundo en regresar con ellas. La expresión de su cara era otra muy diferente: el miedo bailaba en sus ojos de color miel.

Alma no necesitó ninguna explicación. Sabía.

—¿Qué…? —preguntó Jow, con el corazón encogido.

Pete negó con la cabeza, incapaz de responder. Se había llevado la mano a la frente, como aquejado por un repentino dolor de cabeza o estuviera a punto de desfallecer.

—Pete… ¿qué pasa? —preguntó Jow. No esperó la respuesta, caminó decidida hasta la ventana y miró.

—Están aquí… —dijo Alma.

Jow, que aún no había visto a los Descarnados con sus propios ojos, no comprendía lo que veía. Ni siquiera oyó a Alma: la escena que tenía ante la vista era demasiado horripilante como para que pudiera prestar atención a ninguna otra cosa.

Era la calle, por supuesto: estaba desapareciendo, devorada por una «ausencia de cosas», como le chilló su mente cuando se enfrentó a la oscuridad al final de la avenida, cuatro o cinco calles más allá. Se percibía como agujeros en los edificios, como pozos de nada, abiertos directamente en el asfalto. Jow se encontró bizqueando para enfocar mejor. La nada evolucionaba, arrastrándose como una marea y dejando un rastro tan curioso como desquiciante. Era como si los edificios por donde pasaba hubieran perdido parte del color, como si el tiempo se hubiera ensañado con ellos en cuestión de segundos, dejándolos deslucidos y extraños. Mirar todo eso era… era, desde luego, absolutamente hipnótico.

De pronto se sintió transportada hacia atrás. Era Pete, que tiraba de ella. Jow se sintió aliviada. Podía haberse quedado mirando durante todo el tiempo que esa cosa hubiera tardado en llegar hasta ellos.

Pete acercó su rostro a ella, esperó unos segundos, y gritó:

—¡HAY QUE IRSE!

4

La calle era un caos, como sacada de una escena de una película catastrofista. La gente corría, intentando alejarse de aquella cosa oscura que muchos habían visto ya en la televisión. Algunos miraban, sin comprender, o demasiado asustados como para alejarse. Otros, quizá resignados, se quedaban plantados con lágrimas en los ojos.

Un turista japonés tropezó con sus propios pies y cayó en el asfalto produciendo un sonido hueco. La cámara golpeó el suelo y luego se arrastró durante unos buenos tres metros hasta detenerse, inservible.

Muy pronto comprendieron que desplazarse en coche era del todo imposible. El tráfico estaba colapsado por completo en ambos sentidos. Muchos coches habían cruzado la mediana para invadir el sentido contrario con la intención de alejarse en la dirección correcta y provocando un caos absoluto.

Un viento gélido parecía llegar, además, desde el final de la avenida, donde la oscuridad, precedida por un maremágnum de gritos y lamentos, avanzaba como una tormenta de brea. Alma se quedó quieta apenas salieron del edificio, sintiendo el frío en las mejillas y parpadeando con rapidez. Podía sentir lo que ese frío traía, más allá de la pura sensación térmica, y era tan espantoso como pudiera concebirse. Para sus capacidades sobrenaturales, se percibía como un desánimo fulminante, doloroso como el puño cerrado en torno al corazón que denuncia el más extenuante desamor, como el odio más exacerbado, como ese tipo de rencor superlativo que hace que a uno le tiemble la mandíbula de rabia e impotencia. Por un momento se quedó quieta, sin poder hacer frente a tamaño cúmulo de sensaciones, muchas de ellas desconocidas. Las articulaciones le explotaron de dolor debido al frío intenso, y las rodillas le flaquearon arrojándola al suelo, donde chocaron contra el pavimento con un crujido terrible. Jow y Pete, situados cada uno a un lado, fueron muy rápidos en atenderla.

—¡Alma!

—Es… estoy bien —musitó, pero estaba a diez mil kilómetros de estar bien; estaba en el otro extremo del continente Estoy bien. Se sentía tan turbada, confusa y dolorida como si le hubieran propinado una paliza.

—¿Puedes caminar? —preguntó Pete.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber Jow a su vez.

—Es… No es nada —mintió—. Sólo necesito un segundo.

Jow giró la cabeza. La oscuridad no parecía estar más cerca que cuando había mirado por la ventana, y eso era una buena señal, significaba que progresaba lentamente; significaba, en definitiva, que si se alejaban corriendo, o andando, para el caso, aún podían tener una oportunidad.

—Vamos… —dijo Pete, nervioso.

Jow miró a Alma, menuda, con su pequeña rebeca sobre los hombros y su expresión fatigada, e hizo un gesto para indicarle a Pete si podía cargarla en brazos.

Pete la miró brevemente y asintió.

—¡Pete! —exclamó Alma cuando se sintió alzada en el aire. Su cabeza se movía a uno y otro lado, como si estuviera empleando sus últimas fuerzas antes de desfallecer.

—Vamos, Alma —dijo Pete, haciendo pequeños movimientos para equilibrarla en sus brazos.

—Oh, Pete…

Pero no tenía fuerzas para protestar más allá de eso, y de todas formas habían emprendido el camino calle abajo, entre la gente que se desplazaba presurosa. No iban hacia el coche, por cierto; lo habían aparcado a un par de calles en la dirección opuesta, y de todas maneras estaba bastante seguro de que le sería imposible sacarlo de donde lo habían dejado con todo el caos circulatorio que se había generado. Chasqueó la lengua mientras la gente los adelantaba. Nadie parecía prestarle atención a pesar de que cargaba con una señora en brazos. Nadie le preguntó si necesitaba ayuda.

En la distancia, oyeron disparos.

—¿Adónde vamos? —gritó Pete para hacerse oír.

Jow no lo sabía. Mientras avanzaba entre la gente con cuidado de no ser arrollada por los que la pasaban corriendo, lo miró con un gesto de desconcierto que parecía decir: «Lejos, supongo», y continuaron andando.

En un momento dado doblaron la esquina, porque en las calles perpendiculares había mucha menos gente. Pete ni siquiera preguntó; tenía miedo de que alguien le diera un codazo y lo hiciera caer sobre Alma, que seguía cabeceando tras el desmayo. Allí las viviendas tenían ese tono borgoña característico de las ciudades británicas, con amplios jardines entre ellas; los coches llenaban la calzada, pero ésta tenía un diseño mucho más complicado, con innumerables entradas y salidas hacia zonas de aparcamiento y almacenes, así que había mucho espacio para poder avanzar.

Jow y Pete se miraron.

—Pete…

—Lo sé, pero…

—Pete, ¡necesitamos un coche!

—¿De dónde vamos a sacar un coche aquí?

Alma empezaba a pesar.

Fue Jow quien se acercó a uno de los vehículos aparcados y comprobó si tenía puesto el seguro. Estaba cerrado. También el siguiente, y el de más allá.

Todos cerrados.

Jow no se imaginaba rompiendo ninguna ventana para forzar la puerta, ni siquiera en esas circunstancias, por el sencillo motivo de que no sabría qué hacer después, sin la llave de contacto. Se sintió frustrada, y giró la cabeza para mirar alrededor.

—Pete… —dijo Alma—. Déjame en el suelo.

—¿Estás mejor?

—Sí. Estoy mejor, gracias.

Mientras tanto, unos metros más allá, Jow oyó un sonido que conocía bien: el bip-bip de la apertura de puertas de un coche que respondía a un mando a distancia. Se volvió para mirar, esperanzada, y vio a un hombre calvo algo entrado en años que se disponía a introducirse en su coche, un monovolumen familiar.

No perdió el tiempo y se plantó junto a la ventana del conductor.

—¡Espere! —exclamó—. ¿Puede ayudarnos?

El hombre, que tenía ya las manos al volante, dio un respingo y se quedó mirándola, desconcertado. Su expresión era de auténtico miedo. Su cabeza parecía moverse muy sutilmente de izquierda a derecha, como si preparase una negativa automática.

—Sólo queremos salir de aquí —explicó Jow rápidamente—. Alejarnos. ¿Puede llevarnos? Por favor… a donde sea que vaya; nos da lo mismo.

El hombre se quedó mirándola, luego descubrió a Pete y Alma, que se acercaban por la calle, y pareció estar a punto de arrancar el motor y salir zumbando, sobre todo cuando vio a Pete, un hombretón alto con aspecto sudoroso y una expresión acelerada. Jow lo percibió… Tenía un segundo, un solo instante para reajustar esa decisión que estaba ya formándose en su mente: la negativa, la cómoda negativa, y puso ambas manos juntas, como si implorase. Luego compuso rápidamente su mejor expresión de súplica femenina, frunciendo los labios de una manera que sabía sexi.

—Por favor… —susurró—. Sólo queremos salir de aquí…

El hombre se mordió el labio; un instante eterno de incertidumbre. Jow sintió que los segundos se arrastraban entre ambos, TICTAC, TICTAC, como el reloj del Fin del Mundo.

—Está bien —accedió al fin—. ¡Está bien, suban!

Jow tardó muy poco en abrir la puerta de atrás y ayudó a subir a Alma. Las articulaciones la estaban matando. Le costó un tiempo que Pete aprovechó para llegar al asiento del copiloto. Un banderín en tonos azules y dorados con las palabras LEEDS UNITED FC colgaba del espejo retrovisor.

—Gracias. Se lo agradecemos…

—Me largo de aquí —respondió el hombre cuando empezó a maniobrar el vehículo—. ¡No voy a parar hasta que esté bien lejos, les venga bien o no!

—Nos parece bien —se apresuró a decir Jow.

Se movía con habilidad entre los vehículos, cruzando por zonas restringidas, plazas de aparcamiento y aceras cuando era posible, circulando siempre a una buena velocidad. Pete parecía alarmado, pero Jow aplaudió en silencio su determinación: sólo saldrían del centro con alguien así al volante.

—¿Han visto esa cosa? —preguntó el hombre.

—Sí.

—Me refiero a esa cosa. ¿La han visto? No sé qué demonios es. ¿Qué demonios es?

—No lo sabemos —mintió Jow.

—Es una mierda, eso seguro —soltó el hombre, zumbando a ochenta kilómetros por hora por una pequeña calle de servicio para proveedores entre centros comerciales. Luego masculló algo ininteligible antes de seguir hablando—: Por mi vida que no he visto nada así en todos los años que…

De pronto, un coche circulando en dirección contraria estuvo a punto de chocar con ellos. El conductor realizó una rápida maniobra, condujo varios metros por encima del jardín de una hilera de viviendas, y volvió a la calzada.

—¿De qué se trata ahora? —preguntó, como si no hubiera pasado nada—. ¿Terroristas? ¿Alguna mierda de gas extranjero? Nos vamos a tomar por culo, eso seguro.

Nadie dijo nada. Ahora se acercaba peligrosamente a un contenedor de mercancías y Jow se agarró al asa de su asiento mientras lanzaba una mano hacia Alma, que parecía aún desorientada. Sin embargo, no sintió inquietud. El hombre calvo conducía bien y el coche se zarandeó bruscamente hacia la derecha, imponiendo una dura prueba a la suspensión y sorteándolo sin problemas.

—Esa cosa es de un color que no sé ni qué mierda es —continuó diciendo el hombre—. ¡Me cago en la puta!

—¿Lo ha visto en la calle? —preguntó Alma de pronto.

—¿En la calle? Joder, no. En la televisión. ¿Qué coño de calle? ¿Qué calle?

De pronto, Jow abrió mucho los ojos.

Había ido recto, luego había girado a la derecha, otra vez a la izquierda y circulado por una calle que describía un giro hacia…

Tragó saliva.

¿Hacia dónde estaba conduciendo?

Iba a decir algo cuando el coche viró bruscamente y se encontró de frente con la avenida que acababan de dejar. Pete se sacudió, inquieto, en su asiento. Jow apenas tuvo tiempo para decir nada. El hombre calvo fue el último en comprender lo que ocurría.

Allí, entre los edificios, estaba prendida la oscuridad, tejida como una gigantesca telaraña. Cerca. Demasiado cerca. Ahora podían ver que no se trataba de una única mancha, sino de un grupo de formas oscuras que se desplazaban por el aire apoyándose unas en otras, trepando por las fachadas, o quizá solapándose por las fachadas, como si la existencia física de éstas fuese algo que no les incumbiese. Se movían, además, de una manera que desafiaba la comprensión, como si fuesen piezas de un rompecabezas que saltaban de su sitio para acabar, instantáneamente, colocadas de otra forma. Ver el movimiento intermedio era imposible porque no existía.

Alma gimió.

El hombre calvo se quedó mirando durante un par de segundos, superado por lo que veía tras el parabrisas. Resultaba difícil de asimilar. Por fin, en los últimos metros, exclamó algo en irlandés y giró completamente el volante mientras usaba el freno de mano. El coche viró con brusquedad y derrapó sobre dos ruedas, deteniéndose con un fuerte golpe al chocar contra un vehículo que estaba detenido. Las planchas de la carrocería, al rozarse, produjeron un sonido metálico, breve pero potente.

Alma miró, aunque se sentía mareada y presa de sentimientos encontrados. Estaba tan cerca de la fuente que sentía una miríada de cosas, rastros de sentimientos poderosos que la zarandeaban como un bebé de dos meses en la celebración de su bautizo, pasando de brazo en brazo.

Un hombre trató de acercarse a ellos a la carrera, pero una de las sombras se lanzó hacia él y lo apresó por la cabeza. El resto de su cuerpo reaccionó inmediatamente: el color de sus brazos extendidos pasó a un gris ceniza y luego cambió a un desagradable y sucio tono de azul. Su cuerpo perdió volumen y la carne pareció replegarse sobre los huesos. Las venas se apresuraron a decorar sus miembros, rosadas y nauseabundas, como el mapa del sistema circulatorio en un libro escolar. Luego, estallaron a través de la piel, soltando una nube de finísimas gotas que llenó el aire de un tono rojizo.

El hombre cayó al suelo abruptamente, desmadejado.

Eso fue lo que vieron todos, todos menos Alma.

Ésta vio algo más, una realidad que solamente algunas personas podían registrar porque estaban acostumbradas a ver el mundo desplegado en un espectro de visión más amplio. Vio cómo su Yo esencial, su alma luminosa y confusa, era absorbida por la boca. Salió expulsada de su cuerpo con una furia sobrecogedora y quedó expuesta un par de segundos, rutilante y hermosa, mientras las venas empezaban a vestir los brazos desnudos. Luego se deshizo en jirones de luz, desgarrada en su composición esencial, hasta desaparecer suavemente en el aire con pequeños destellos de color.

Alma se sintió sobrecogida, superada y atónita. No era la muerte, sino algo infinita e indeciblemente peor. No habría otra oportunidad para todos aquellos hombres y mujeres, no habría un regreso a la Fuente, no habría, nunca, ninguna otra realidad, ningún Tiempo. Nunca jamás. Para alguien que comprendía y aceptaba la eternidad como un hábitat precioso que se nos brindaba para manejarnos a través de una miríada de instantes y experiencias, concebir de nuevo la no existencia, la ausencia del ser y del estar, era un impacto fortísimo. Era la muerte de las muertes.

Las repercusiones de aquello eran fulminantes; demasiado poderosas como para que su mente humana pudiera abarcarlas y manejarlas.

Gritó.

En ese momento, otro hombre abrió inesperadamente la puerta del conductor y lanzó un brazo hacia el hombre calvo. Éste apenas tuvo tiempo de protestar: un instante después, le habían sacado violentamente del coche. Pete intentó ayudarlo, pero no pudo reaccionar a tiempo, había estado mirando cómo la nube de sangre parecía caer a cámara lenta hacia el suelo, dispersándose antes de tocar el asfalto.

—¡Necesito tu puto coche! —gritaba el agresor mientras asestaba puñetazos al hombre calvo—. ¡TU PUTO COCHE!

Los golpes le dieron repetidamente en la cara, y la sangre no tardó en aparecer.

—¡Pete! —chilló Jow.

Antes de que nadie pudiera hacer nada, el hombre calvo resbaló hacia el suelo con la cara ensangrentada. El puño levantado de su atacante estaba cubierto de su esencia vital, intensa y brillante a la luz del día. Sus ojos parecían encendidos y centelleantes.

Fue Jow quien reaccionó primero. Pete estaba aún perplejo en su asiento, sorprendido por el inesperado asalto, cuando ella saltó desde el asiento de atrás y se colocó en el lado del conductor. El agresor se volvió rápidamente, pero Jow ni se molestó en cerrar la puerta: metió la primera, giró el volante y apretó el acelerador, y el coche se encabritó con un sonido ronco. Las ruedas chirriaron de una manera enervante, pero un par de segundos más tarde circulaban a velocidad creciente, otra vez, en dirección opuesta. La hoja de la puerta se bamboleaba alocadamente sin que nadie le hiciera caso.

—¡Joder! —soltó Pete.

—Cuida ese lenguaje, niño de Oxford —exclamó Jow.

Se volvió para mirar a Alma, que se había dejado caer de lado sobre el asiento e intentaba sujetarse extendiendo los brazos.

—¡Alma!, ¿estás bien?

—Estaré bien… —respondió—… cuando nos alejemos de aquí.

—Ya me estoy ocupando de eso —farfulló Jow, concentrada en la conducción.

El hombre calvo era un buen conductor, pero Jow parecía manejar el vehículo con incluso más destreza. Ni siquiera era consciente de ello: nunca había hecho nada de lo que estaba haciendo en ese momento, utilizando el freno de mano para tomar mejor las curvas y describiendo giros tan precisos que la parte de atrás del vehículo derrapaba lateralmente por la inercia rozando con los otros coches aparcados. Condujo por las calles y avenidas menos concurridas alejándose, decididamente, de la oscuridad.

Fue Alma la que habló primero.

—Vaya viaje —soltó.

Y se desmayó.

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