Alma

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Primera parte. París » Capítulo 1

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París, 5 de octubre de 1789

 

Tienes que salir de París. No estás segura. La mano de Alma Ledoux, hija de André Ledoux, duque de Nevers, tembló ante esas palabras de advertencia. Siguió leyendo la nota escrita por su padre.

 

Las cosas se están poniendo feas para nosotros y prometí a tu madre en su lecho de muerte que te protegería. A media tarde, un hombre llamado Armand Bandon pasará a recogerte. Él te llevará a España, a casa de tu tío Jean. Recoge solo lo imprescindible. Cuando llegues a tu destino, podrás comprar todo lo que necesites. Sophie puede viajar contigo si lo desea. No preguntes, no pongas trabas ni discutas. Necesito saber que obedecerás y no intentarás imponer tu criterio. En cuanto pueda, me reuniré contigo. Ten cuidado. No olvides que te quiero.

 

En un gesto poco femenino, se dejó caer en el sillón tapizado de color oro. La amplia falda osciló debido a la brusquedad del movimiento. Estaba sola en el palacio que tenían en el número 35 de la calle Faubourg. Bueno, sola con unos cuantos criados que se ocupaban de que su vida fuera más cómoda. Volvió a leer la nota para convencerse de que había entendido bien lo que ponía en el papel. Si su padre le había mandado aquella misiva con tanta urgencia, la situación, ya revuelta desde el 14 de julio, debía de haber empeorado.

Miró su maravilloso vestido de fiesta con pesar. Tenía previsto acudir a una velada en casa de los marqueses de Marsan. Aunque desde que habían comenzado las revueltas, el número de recepciones ofrecidas por la nobleza había disminuido, todavía se celebraban algunas. A aquella no podría acudir. Si iban a ir a recogerla, tendría que ponerse a recopilar lo necesario para emprender aquel largo e inesperado viaje.

Miró a su alrededor sin tener ni idea de qué preparar. ¿Qué se metía en un equipaje para una huida? Si se detenía a pensar con frialdad, en los meses siguientes, aquel sería el menor de sus problemas. Para comenzar, estaba a punto de emprender un viaje en compañía de un perfecto desconocido. Tembló al pensar en ese hecho. Quería pensar que si su padre la había dejado en sus manos, debía de confiar en él lo suficiente. A esa preocupación tenía que añadir la del viaje. Nunca había hecho uno tan largo y quería estar a la altura de las circunstancias. Para finalizar, había otro asunto que le provocaba una gran zozobra: durante un tiempo indefinido, viviría en casa de unos familiares a los que no conocía. De la figura de su tío solo permanecía en su recuerdo una imagen amable y cariñosa. Sabía que le había ido bien en sus negocios, por lo tanto su bienestar material estaba asegurado.

Suspiró con resignación, se irguió sobre sus altos tacones y llamó a la doncella, dispuesta a no dejarse vencer por el desánimo.

 

 

Armand Bandon se preguntó por enésima vez por qué demonios había aceptado llevar a la hija del duque hasta Ferrol. Lo último que necesitaba era una niña malcriada como compañera de viaje. Sin embargo, le debía mucho a André Ledoux. El duque le había ayudado en uno de los peores momentos de su vida y no podía negarse a hacerle el favor que le había pedido con tanta premura.

La situación en París se había vuelto muy peligrosa, tanto que se hablaba de ir hasta Versalles para pedir cuentas al rey. Cuando le había comunicado a André su intención de marcharse para labrarse un porvenir lejos de su patria, este le había pedido que llevara a su hija hasta la casa de su hermano en Ferrol, España. Desde el puerto de esa ciudad, podría salir hacia cualquier lugar del mundo. Aquello trastocaba sus planes, pero tampoco los arruinaba, solo los retrasaba un poco más y… nunca se sabía. A lo mejor en España encontraba algo interesante en lo que poder hacer dinero. El comercio con ultramar estaba en un buen momento y podría tener una gran oportunidad para lograr sus propósitos.

Esa perspectiva le animó lo suficiente para acallar todas las reservas que tenía con respecto a la joven a la que debía escoltar. André hablaba mucho de ella, de su carácter independiente y de su alegría de vivir. Sabía que le gustaba ir a fiestas, leer y opinar sobre cuestiones en las que las de su género no se inmiscuían por norma general. Su amigo lo veía como algo normal, puesto que sus ideas liberales y las de su esposa habían permitido que la educación de su hija fuera un tanto atípica para la época en que vivían. Las ideas de la ilustración habían calado en buena parte de la sociedad y se avecinaban cambios importantes, así que a lo mejor no habían estado tan desencaminados después de todo.

La difunta duquesa de Nevers era una persona muy especial, defendía que las mujeres eran algo más que un objeto para uso y disfrute de sus maridos. Dado que el duque parecía estar de acuerdo con su discurso, nadie se le enfrentaba ni discutía con ella y así fue como su pequeña creció en un ambiente en el que se podía opinar y discutir sobre cualquier tema que les afectara.

Y allí estaba él, esperando que se hiciera la hora para recoger a la muchacha y llevarla hasta la casa de sus tíos.

 

 

Alma no lograba priorizar los escuetos enseres que debía meter en el baúl. En compañía de Sophie, su doncella, había examinado una y otra vez qué era y qué no imprescindible. La cama de postes de caoba estaba cubierta por vestidos de viaje, zapatos, artículos de aseo… Un suspiro, más bien un soplido, se escapó de sus labios.

—Esto es imposible, Sophie —se quejó—. En la vida conseguiré hacer el equipaje.

—Déjeme a mí, señorita.

La sirvienta, una chica pizpireta y decidida, la empujó hacia la puerta y ella no se hizo de rogar. La preocupación por su futuro y el de su padre no le permitía pensar con claridad. Por lo menos, no viajaría sola en compañía del desconocido. Sophie había aceptado acompañarla.

Paseó despacio por la que había sido su casa hasta entonces. También tenían un pequeño castillo donde iban los veranos, pero la delicada salud de su madre había espaciado los viajes. Hacía un año que había muerto. Desde ese momento, ella había asumido la dirección de aquel hogar vacío. Atrás quedaron las despreocupaciones y las ocurrencias de jóvenes. Tuvo que madurar de golpe. Siempre agradecería la educación recibida porque, gracias a ella, había conseguido adaptarse y estar a la altura de las circunstancias.

Miró todo cuanto la rodeaba y se despidió en silencio de aquellos objetos tan queridos que tendría que abandonar. Los pesados cortinajes de terciopelo, los muebles fabricados a la última moda, las lujosas tapicerías, todo permanecería a la espera de su regreso. Al menos, eso esperaba.

Sacudió la cabeza y decidió que no podía compadecerse. Era muy afortunada al tener a alguien que podía alejarla de los malos tiempos que se avecinaban, así que se armaría de orgullo y fuerza y lucharía contra las adversidades que encontrara por el camino. La futura duquesa de Nevers no se rendía.

 

 

Armand rodeó La Bastilla y subió la calle por detrás de San Martín. Evitó las cercanías del ayuntamiento, donde una multitud se estaba reuniendo para encaminarse a Versalles. Al menos, eso había alcanzado a oír. Debían salir de París cuanto antes. Esperaba que los cuatro caballos que tiraban de aquella silla de postas, lo más parecido a una diligencia que había podido encontrar, los sacaran rápido de aquella ciudad que estaba a punto de convertirse en un infierno.

Siguió las instrucciones de André y se detuvo ante la chocolatería À la mère de la famille. Junto a ella estaba la casa en la que tenía que recoger a su hija. Eran cerca de las cuatro de la tarde, llovía, comenzaba a oscurecer y las campanas de las iglesias cercanas repicaban sin parar. Aparecieron algunos ciudadanos que portaban antorchas, incluso le pareció distinguir un grupo de soldados de los que estaban a las órdenes del general La Fayette.

Dejó al mozo que le acompañaba a cargo del carruaje y llamó a la puerta del palacio. Abrió un criado con expresión ceñuda que le miró con desconfianza.

—Buenas tardes —saludó con tono seco—. Busco a mademoiselle Ledoux.

El hombre de gesto adusto asintió y le facilitó la entrada. Le guió a una sala pequeña situada a la derecha y le dijo que esperara.

Armand se removió inquieto. La estancia estaba helada y solo la iluminaba la escasa luz que entraba por la ventana. Entre las sombras pudo distinguir algunos muebles y adornos que indicaban que Ledoux no se privaba de nada; más bien, que no privaba de nada a su hija. Se sintió molesto de nuevo. Él no tenía paciencia para tratar con niñas caprichosas. Hacía tiempo que había abandonado su hogar y que no se relacionaba con gente como la que vivía allí.

El mayordomo entró de nuevo para indicarle que mademoiselle le esperaba en la entrada.

Salió, agradeciendo la información con un breve gesto. En el vestíbulo, descubrió a dos mujeres que hablaban sobre la necesidad de transportar unos baúles fuera. Si pensaba que iba a llevarse todo aquello en su largo viaje, iba a llevarse el primer disgusto.

—Buenas tardes —saludó, advirtiendo de su presencia.

Las dos féminas se giraron hacia él. La lámpara de la entrada, repleta de velas encendidas, le permitió verlas con claridad. Una era rubia y menuda, de rostro alegre; la otra, morena, con una piel delicada y sonrosada. Su gesto altivo y su mirada serena le indicaron que se trataba de su pasajera. No encajaba para nada en la idea que se había forjado de ella. Sus ojos oscuros lo miraban con interés y curiosidad, incluso habría dicho que con algo de miedo.

—¿Monsieur Bandon? —Fue la morena quien hizo la pregunta. Su voz tampoco resultó ser como esperaba. Salió ronca y bien modulada de aquella garganta delgada y blanca como el alabastro.

Él inclinó la cabeza en un gesto afirmativo y preguntó a su vez.

—¿Mademoiselle Ledoux?

—Soy yo. —Se volvió hacia la rubia y añadió—. Ella es Sophie, mi doncella. Vendrá con nosotros.

Estupendo. Tendría que viajar con una mujer más. Por otro lado, tal vez no fuera tan malo, haría compañía a su señora y él no tendría que estar siempre pendiente de ella.

—Está bien. Debemos marcharnos. ¿Dónde está su equipaje?

Ella señaló los baúles.

Durante unos segundos, el silencio planeó sobre todos. Sophie no había abierto la boca y el mayordomo esperaba, con rostro inexpresivo, alguna indicación. Los ojos azules de Armand se volvieron casi negros y se congelaron. Tuvo que respirar hondo varias veces antes de hablar.

—¿No le dijo el duque que viajaríamos con lo imprescindible?

Ella se tensó. No le gustó el tono en que le habló aquel individuo, que no era en absoluto lo que esperaba encontrar. Se había figurado que sería algún mozo que gozaba de la confianza de su padre y no aquella mezcla de caballero y maleducado que le dirigía una mirada reprobatoria.

—Esto —señaló los cofres— es imprescindible.

Él dio un paso hacia adelante con una expresión tormentosa.

—Creo que no ha entendido la situación, mademoiselle. Tenemos que salir de inmediato, sin peso, para poder avanzar más rápido.

Ella también se adelantó y, ante la mirada pasmada de quienes observaban aquella batalla, le plantó cara.

—He entendido la situación a la perfección, monsieur —recalcó la palabra señor como si dudara de que lo fuera—. Tengo que abandonar mi casa y mi país, y no pienso salir como una pordiosera. Hay cosas que necesito y no pienso dejarlas.

Armand no estaba acostumbrado a que le desobedecieran. Su imponente estatura ya le facilitaba bastante la labor de imponerse. Cuando se inclinaba hacia alguien, su mera presencia resultaba amenazadora; sin embargo, aquella mujer le miraba con la cabeza alzada en un gesto obstinado y sin despegar los ojos de los suyos. Durante un instante, sopesó la idea de cargarla sobre el hombro y sacarla sin contemplaciones. Allí mandaba él y ella tenía que saberlo. Por supuesto, no lo hizo. Apretó los dientes y masculló, más que pronunció, las palabras.

—Mademoiselle, no va a subir a mi carruaje con esos tres baúles.

Los ojos de ella lanzaron destellos de indignación. ¿Quién se habría creído aquel patán que era?

—¡Usted no me va a dar órdenes! —Su cuerpo tembló de rabia.

Una sonrisa socarrona se dibujó en el atractivo rostro masculino.

—En eso se equivoca. Aquí soy yo quien da las órdenes. O elige el baúl que va a llevar o se queda aquí. No estoy dispuesto a perder más tiempo.

Ella lo fulminó con la mirada. A pesar de su enfado, tenía ojos en la cara. El tipo tenía los modales de un carretero pero era condenadamente atractivo. Llevaba el pelo corto, no como la mayoría de los caballeros que conocía; las facciones marcadas y unos ojos azules penetrantes completaban unos rasgos perturbadores. Sacudió la cabeza y recordó que estaba enfadada. Iba a volver a increparle cuando Sophie se adelantó.

—Señorita, es mejor que hagamos caso al señor. Es posible que los caballos no soporten tanto peso. Si nos retrasamos, el señor duque se inquietará.

Armand agradeció aquella interrupción. La joven parecía tener más sensatez que la cabeza de chorlito de su señora. Una cabeza muy bella, por cierto. Tenía que reconocer que poseía una figura esbelta, realzada por el vestido de viaje que había elegido. Su cuerpo reaccionó de manera imprevista hacia el encanto que desprendía. El deseo de abarcar con sus manos esa breve cintura fue casi incontrolable. ¿Qué demonios le pasaba? Tuvo que recordarse que él no se liaba con damas.

La vio dudar ante las palabras de la doncella al mencionar a su padre. Así que la chica quería a André y no deseaba preocuparle. Bien. Esa información sería muy beneficiosa si durante el viaje se ponía testaruda.

—¿Puede aguardar un poco? —preguntó ella con expresión altanera.

Él hizo un gesto burlón de aceptación y se cruzó de brazos, dispuesto a esperar hasta que lograra poner en un solo cofre lo necesario.

Se hicieron los cambios bajo la atenta mirada del mayordomo, que no parecía que fuera a intervenir. Al fin todo estuvo dispuesto. Ella se volvió hacia él desafiante.

—Bien. Ya está. ¿Ahora qué?

—No esperará que cargue yo con él. Es su equipaje. Tiene que poder transportar sus cosas.

Si el odio pudiera matar, la mirada que le dirigió lo habría fulminado.

—Sophie, por favor, ¿puedes decir a alguno de los criados que saque mi equipaje hasta el coche de monsieur?

La muchacha obedeció con rapidez, dispuesta a terminar cuanto antes y poder salir.

Minutos después, todo estaba preparado para iniciar el viaje. Para alivio de Alma, el señor Bandon, subió al pescante con el mozo, de modo que tuvo tiempo para recobrar la tranquilidad. Habían comenzado de la peor manera posible. Solo esperaba no tener que compartir con él aquel espacio cerrado.

Sus esperanzas se vieron truncadas al cabo de unos minutos. El coche se detuvo y monsieur Bandon entró en él. Se sentó junto a Sophie, frente a ella, sin dejar de observarla. Aquel escrutinio logró ponerla nerviosa.

—¿Va todo bien? —preguntó al fin.

—Todo lo bien que puede ir en estas circunstancias.

Su voz sonaba grave y preocupada, lo que provocó en ella cierta inquietud.

—¿Y qué circunstancias son esas?

Alma estaba acostumbrada a enfrentar los problemas. No le gustaba que le mintieran o disfrazaran la verdad. Si conocía los hechos, podría enfrentarse a ellos; si desconocía que estaba en peligro, la pillaría desprevenida y no tendría oportunidad de defenderse.

Él consideró mentirle o suavizar la situación que les rodeaba. Al final decidió que sería más sensato y práctico contarle qué ocurría a su alrededor.

—Esta mañana ha habido problemas en el mercado de Saint Antoine. Como sucede desde hace unos meses, hay escasez de comida y las mujeres se han cansado de no encontrar alimento para sus familias.

—¿Ha habido revueltas otra vez? —preguntó con interés.

—Sí, señorita. Se ha congregado una multitud ante el ayuntamiento y hace poco más de una hora, cuando iba a recogerla, han salido andando en dirección a Versalles. Querían hablar con el rey.

Ella meditó durante unos segundos.

—¿Por eso quiere mi padre que me vaya de Francia?

—Considera que estará usted mucho más segura con su familia en España.

—¿Y quién cuidará de él?

La inquietud por su padre había dejado en segundo plano esa arrogancia que había manifestado desde que la había visto. Su rostro mostraba una dulzura que la hacía más bella si eso era posible.

—El duque es un gran hombre, sabe defenderse bien —manifestó él para sorpresa de Alma.

—¿Lo conoce mucho?

Ese era un tema que no estaba dispuesto a discutir con ella. Se trataba de algo muy privado y doloroso para él.

—Sí —respondió con brusquedad.

—¿Hace mucho que son amigos? —insistió.

Estaba claro que no pensaba dejarlo hasta que le dijera algo, así que añadió algo más para acallar su curiosidad.

—Hace bastante tiempo. Su padre me ayudó en un momento complicado y ahora le devuelvo el favor.

¡Qué amable!, se dijo ella con ironía. No hacía falta que le dijera tan claro que preferiría no tener que viajar en su compañía.

—Siento que tenga que cargar conmigo —volvió a adoptar su posición arrogante—, tal vez podría haberse negado.

Él le dirigió una mirada serena y penetrante.

—Yo nunca negaría nada a André Ledoux.

Lo dijo con tal firmeza que Alma no pudo replicar. En cambio, consiguió que en su mente surgieran un montón de preguntas sobre la relación que existía entre ese sujeto y su padre.

La noche había caído sobre la ciudad antes de que salieran de ella. Las ruedas del carruaje chirriaban y saltaban sobre las calles embarradas. El ruido de la lluvia en el techo les recordaba de manera constante que fuera de aquel espacio reducido el mundo resultaba frío y amenazador. Alma se colocó la manta de viaje sobre las rodillas y miró por la ventana. Las casas se desdibujaban por causa del agua y de las sombras. Salvo unas cuantas antorchas, les rodeaba una oscuridad amenazadora. Su cuerpo tembló y su estado de ánimo decayó un poco más.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó a su forzado compañero de viaje, que la observaba sin ningún disimulo.

—A Rouen.

La lacónica respuesta solo sirvió para impacientarla.

—¿Puede darme algo más de información? —inquirió—. Me gustaría saber cuál es mi futuro más próximo.

—Si avanzamos rápido, y tenemos que hacerlo, llegaremos al puerto a tiempo de alcanzar un bergantín que parte para Ferrol.

Ella se estremeció. Iba a salir de Francia en barco. Nunca había subido en uno y no le hacía ninguna gracia. Lo miró sin ninguna expresión en el rostro. No tenía la menor intención de confesarle que le aterraba. Se tragaría su miedo y viajaría en lo que hiciera falta.

—¿Y cómo sabe usted que ese barco estará allí?

—Porque yo tenía que embarcar en él. De hecho, debería haber salido de París ayer por la noche.

Dejó en el aire que, por su culpa, iba con retraso. Ella no dejó pasar la oportunidad de provocarle un poco.

—¿Quiere decir que soy la culpable de que vaya con retraso?

—Usted no tiene la culpa. En todo caso, la tendría su padre, por pedirme que la recogiera y la llevara conmigo.

Desde luego, su tono indicaba que estaba encantado con el encargo que le habían hecho, se dijo ella con ironía.

—Siento haberle estropeado todos sus planes.

Esa disculpa, que parecía sincera, sorprendió tanto a Armand que volvió a estudiarla con detenimiento. Parecía tan joven y asustada que por unos instantes sintió simpatía por ella. Se enderezó en el asiento de madera y se recordó que no debía experimentar ningún sentimiento que le hiciera apartarse de sus objetivos más inmediatos, en los que, desde luego, no tenía espacio para ninguna mujer, por muy guapa y rica que fuera.

—No se preocupe —le respondió con brusquedad—. Ya no tiene arreglo. Usted tenía que salir del país y yo iba a hacerlo. Solo he tenido que retrasar un día el viaje.

—¿Pero llegaremos a tiempo?

Él no dudó en responder.

—Llegaremos. Esta noche descansaremos en casa de unos amigos y mañana saldremos temprano. Viajaremos durante todo el día y así recuperaremos el retraso. Debemos llegar en el tiempo establecido porque si no lo hacemos, el barco zarpará sin nosotros.

Ella asintió sin decir nada. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo. No podía soportar el escrutinio de esos ojos azules que parecían acusarla de algo desconocido.

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