Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 10

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Reconoció a su tío en cuanto lo vio. Se parecía tanto a su padre que no tuvo dudas de su identidad. Contuvo la emoción lo que pudo, aunque no lo suficiente como para no lanzarse a sus brazos y cobijarse en su abrazo protector.

Por su vestimenta supo que venía del trabajo. Su calzón de pana negro y el capote verde botella así lo indicaban.

Jean Ledoux abrazó a su sobrina y la retiró hasta donde alcanzaban sus brazos para observarla.

—¿Cómo está mi pequeña? ¡Cuánto has crecido! Mírate. Eres una belleza. Te pareces mucho a tu madre.

—Gracias —respondió emocionada ante aquel bombardeo de afirmaciones.

—También me han dicho que te pareces a ella en su forma de ser.

Para ella esa comparación era un halago. Su madre se había preocupado de educarla y formarla para que fuera una persona consecuente y culta y que las compararan, significaba mucho para ella.

—Eso dicen —respondió con orgullo.

—Espero que estés cómoda con nosotros. Eres de la familia y te trataremos como a nuestros hijos. Aquí estarás protegida y a salvo.

—Muchas gracias —volvió a decir. Aquel hombre delgado y no demasiado alto derrochaba energía a raudales.

—Bandon —se dirigió a su compatriota—, gracias por traerla sana y salva hasta aquí.

—De nada, señor. Ha sido un placer. —Y una tortura. Eso no lo dijo en voz alta. Desde luego, habían sido las dos cosas. Había disfrutado de la compañía femenina y había luchado una y otra vez por mantenerse alejado de ella. Misión casi imposible porque se sentía atraído por Alma como las polillas a la luz.

—Voy a tener que pedirle un último favor. Mi familia está en Ferrol. Yo no puedo desplazarme porque tengo que hacerme cargo de este cargamento de trigo. —Señaló el barco recién llegado— ¿Podría usted acompañarla hasta allí?

El corazón de Armand dio un pequeño brinco. Creía que su compromiso llegaba hasta aquel muelle; sin embargo, la fortuna le concedía una prórroga.

Por su parte, Alma respiró más tranquila. Él iba a estar un poco más con ella y no se sentiría sola y entre extraños hasta algo más tarde.

 

 

El viaje duró más de lo que creía, claro que tampoco sabía muy bien dónde estaba ni hacia donde se dirigía.

—¿Vamos muy lejos?

—No demasiado. Su tío vive casi siempre en Jubia, pero parece ser que ahora toda la familia está en Ferrol. Es una ciudad más grande y tendrá más cosas con las que entretenerse.

—No me preocupan el entretenimiento y las fiestas. Es un hecho que sigue sin conocerme.

—Un pequeño pueblo no puede compararse con París, mademoiselle —apuntó.

—He vivido en el campo. Siempre hay cosas que hacer —protestó, molesta porque siguiera teniendo la opinión de que era superficial y malcriada.

—Bueno, por el momento, le tocará vivir en una ciudad. Eso le permitirá adaptarse poco a poco.

No respondió. Tal vez y solo tal vez, aquel francés orgulloso tenía razón.

Sabía que su tío era rico, pero no tenía ni idea de lo que iba a encontrar cuando llegara a su casa. Estaba cada vez más nerviosa. Tenía el estómago encogido y le costaba trabajo respirar. El día estaba tan gris como su estado de ánimo y sus deseos de llorar aumentaban con cada vuelta que daban las ruedas del coche de caballos. Lo único que la mantenía unida a su vida anterior, aparte de su doncella, era Armand, que tras su conversación había permanecido pensativo y silencioso.

Armand había aprendido a identificar los gestos del cuerpo de Alma. En ese momento, y aunque ella lo negaría con toda rotundidad, estaba asustada. No le gustaba verla así. Prefería a la mujer luchadora y altanera que le había acompañado durante los últimos días. Solo esperaba que se adaptara y fuera feliz en aquel sitio. Se propuso ayudarla en todo lo que pudiera, por lo menos mientras estuviera en la ciudad. Él nunca permanecía demasiado tiempo en un mismo lugar. No quería atarse a nada ni a nadie. El destino le había llevado hasta allí y el mismo destino le conduciría a otro lugar. Tenía previsto ir a Cuba. Tal vez Jean Ledoux le permitiría viajar allí en uno de sus barcos; incluso podría hacerlo con algún trabajo especial, dado que Ledoux comerciaba con las islas caribeñas. Si todo iba como tenía planeado, podría hacer dinero con el comercio y recuperar la posición económica que había perdido al abandonar a su familia.

 

 

El carruaje se detuvo. Como en otras ocasiones, Armand bajó primero y después le ofreció el brazo para que ella pudiera hacerlo con facilidad.

Ante sus ojos apareció una construcción que la dejó sorprendida. En París no había casas así. La fachada estaba adornada con balcones de hierro forjado y poseía un montón de galerías acristaladas. Más tarde se enteraría de que esas galerías eran típicas de aquella ciudad y que se construyeron inspiradas en los castillos de popa de los barcos, para aprovechar cualquier rayo de sol.

La puerta principal se abrió en ese instante, interrumpiendo sus pensamientos. Una señora menuda, morena y de menos edad de la que imaginaba, se recortó en el umbral. Respiró hondo, levantó la cabeza como hacía siempre que se enfrentaba a algo y se dijo «allá vamos».

Tras ella, Guy caminaba de la mano de Armand. Sophie debía de estar junto al coche. Ella solo veía a la dama que había abierto y a la otra que había aparecido a su lado. Supuso que se trataba de Elisa.

—Bienvenida a tu casa —dijo la mujer de más edad en un francés bastante inteligible al tiempo que se acercaba—. Soy María, la esposa de tu tío.

Cuando llegó a su altura, la envolvió en un caluroso abrazo.

—Muchas gracias —consiguió decir—. Muchas gracias por acogerme.

—Estamos encantados de que pases con nosotros un tiempo. —Se volvió hacia la joven que había a su lado—. Esta es tu prima Elisa. A los demás los conocerás más tarde.

La muchacha la besó en ambas mejillas y también le dio la bienvenida. Ella hablaba francés mucho mejor que su madre. Suspiró aliviada. Al menos, la entenderían.

—¡Monsieur Bandon! Encantada de verle de nuevo. Usted siempre es bienvenido a nuestro hogar. —Oyó Alma decir a su tía.

El aludido se inclinó en una reverencia perfecta, envidia de cualquier aristócrata, y la saludó. Después hizo lo mismo con su hija.

—¿Y este pequeño? —La pregunta extrañada de María les recordó que tenían que solucionar el problema de Guy.

Alma se volvió hacia el niño, al que agarró por los hombros.

—Os presento a Guy. Es el hijo de mi mejor amiga. Ella murió cuando nos atacaron al salir de París. Me pidió que lo cuidara —explicó—. No pude negarme. Espero que no les importe que lo haya traído.

Armand estaba preparado para echarle una mano, pero por lo que pudo observar, se defendía muy bien sola. La actuación al hablar de su amiga muerta había sido impecable, hasta tal punto que vio cómo la dueña de la casa se limpiaba una lágrima furtiva.

—No te preocupes. Hay más niños en la casa. Seguro que estará bien. Nosotros le cuidaremos.

En unos segundos se vio dentro de lo que, a partir de ese día, iba a ser su hogar. Se encontró en un vestíbulo bastante austero, decorado con una mesa circular de cerezo, alguna silla y pocos adornos más. En algún lugar cercano se oían risas infantiles.

—Son tus primos más pequeños —informó María—. Cuando estéis instalados te los presentaré. Como no sabíamos que traerías compañía, no hemos preparado ninguna habitación para Guy. No tardaremos mucho, lo instalaremos con los demás.

Les hizo pasar a un salón en el que el estilo resultaba bastante diferente al recibidor. La parte baja de la pared estaba cubierta con un friso esterado de junco, muy parecido al de la entrada, y el techo estaba adornado con una preciosa cenefa de madera pintada y una lámpara de cristal de seis mechas. Los muebles eran cómodos y sencillos. Una mesa de caoba con las sillas tapizadas en terciopelo granate, un espejo grande de marco dorado y varias sillas con brazos, dispuestas de manera que facilitarían una buena tertulia mientras se tomaba una rica merienda.

Las cortinas a juego, atadas con cordones de seda sujetos por cabos de bronce, la transportaron durante unos segundos a su salón, lo mismo que aquella figura que, colocada sobre una peana y sujeta a la pared, llamó su atención. Era exactamente igual a la que había en su casa de París. ¡Se trataba de la imagen de San Roque! A pesar de que le parecía una tontería, aquello la hacía sentirse unida a su padre. Se volvió hacia su tía con cara de sorpresa y le preguntó por ella.

—La trajo tu tío de Francia —le explicó—. Dice que siempre ha estado en casa de sus abuelos.

—En mi casa hay uno igual.

María sonrió con calidez. Entendía que buscase un lazo de unión con su país.

—Es un recuerdo de familia. Cada vez que lo veas, sabrás de dónde vienes.

Alma agradeció ese gesto que pretendía hacerla sentir mejor.

—Yo tengo que marcharme.

El pánico la invadió cuando oyó a Armand decir que se iba. No quería quedarse entre desconocidos, por mucho que fueran su familia. Lo miró con la súplica dibujada en sus ojos. Él no supo qué decir. Esa mirada se le clavó en el pecho. Se había acostumbrado a su presencia, a sus conversaciones, a sus discusiones y tendría que dejarla allí y alejarse. Estaba convencido de que sería lo más aconsejable para ambos.

—Estaremos en contacto —dijo él con la intención de tranquilizarla—. Vendré a visitarla y a ver cómo está el chico.

—Sabe usted que es bien recibido en esta casa —dijo María al tiempo que llamaba a una criada para que lo acompañara a la salida.

Ella quería a acompañarlo, hablar con él unas últimas palabras, pero se dio cuenta de que no estaba bien visto que una señorita acompañara a un caballero. En ese momento, se sintió más sola y más fuera de lugar que nunca.

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