Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 15

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Durante esa noche pudo aprender algunas cosas más que le mostraron el maravilloso mundo de los sentidos. Amanecía cuando Armand abandonó la habitación.

—Voy a decir a Rosa que te ayude. Ella tendrá que saber lo que ha ocurrido aquí esta noche. —Señaló la muestra evidente de que había dejado de ser virgen—. Es discreta. No te preocupes porque tu tío se entere.

—No me preocupo —dijo ella, más preocupada porque se fuera que porque alguien se enterara de lo que habían compartido—. ¿Tendremos que mantenerlo en secreto?

Él depositó un beso en su frente, que le supo a despedida.

—Será lo mejor. ¿No crees?

Ella se dejó caer sobre la almohada con la desilusión dibujada en su rostro. Asintió sin pronunciar una palabra.

—Luego hablaremos. Ahora tengo que irme antes de que alguien me sorprenda aquí.

La besó de nuevo, esta vez en los labios y con más pasión de la que en un principio habría querido. Algo tiraba hacia ella, un hilo invisible que le hacía resistirse a dejarla sola en aquella habitación. Su expresión indefensa y desilusionada le hizo considerar algunos de sus principios. Tal vez si se quedara… No, imposible. No podía.

—Nos vemos luego —musitó antes de cambiar de opinión.

Salió sin mirar atrás.

Alma no se arrepentía, lo que no impedía que sintiera que había perdido algo muy valioso y no se refería precisamente a su virginidad. Le había entregado a aquel hombre, un completo desconocido, al fin y al cabo, su mente, su cuerpo, todo su ser. No sabía qué esperaba, no era tan tonta como para pensar que él caería rendido y le pediría que se casaran, pero ahora que conocía lo que se sentía entre sus brazos, se resistía a que todo terminara de manera tan brusca como había empezado.

 

 

El viaje de vuelta lo hicieron solo las primas. Jean pidió a los dos hombres que se quedaran para resolver algunos asuntos de trabajo, de manera que ninguna de las dos pudo despedirse como habría deseado. Bajo la atenta mirada de Ledoux y de la cómplice del ama de llaves, que les aseguró que nadie sabría nada hasta que ellas lo dijeran, partieron para Ferrol. Ninguna de las dos era la misma que había llegado al molino un par de días antes.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Elisa una vez que iniciaron el camino.

—¿Por qué preguntas eso? Eres tú la que debería contarme algunas cosas —contraatacó.

La mirada soñadora de la muchacha le indicó que había pasado una noche parecida a la suya.

—Ha sido maravilloso. Francisco es maravilloso. La vida es maravillosa —añadió con expresión de total felicidad.

Alma no tuvo otro remedio que echarse a reír.

—Y entre tanta maravilla, ¿habéis pensado qué vais a hacer a partir de ahora? —se aventuró a preguntar.

—Esta Navidad lo haremos público. Un poco antes de que se vaya a Cuba. No queremos esperar. Él va a preparar su casa para que pueda trasladarme allí. ¡Soy una mujer casada! —exclamó—. ¡No puedo creerlo!

—Pues será mejor que lo hagas y que te prepares para hablar con tus padres. Faltan dos semanas para Navidad.

—Lo haré. Me siento… —No terminó la frase.

—¿Maravillosa? —preguntó Alma con la ceja levantada en gesto irónico.

Soltaron una carcajada.

—Sí. Con fuerzas para enfrentarme a todo.

Ella querría sentirse igual, pero no podía. Elisa tenía el amor de Francisco. Él quería estar con ella, iba a preparar su hogar. En cambio, Armand le había advertido de que no se casaría y ella había aceptado las condiciones. Ahora tendría que acarrear con las consecuencias de su decisión. No tenía la menor intención de presionarlo. Suspiró sin darse cuenta, lo que atrajo la atención de su prima, que retomó el tema.

—Ahora dime qué pasa contigo.

—¿Por qué tiene que pasar algo?

—Porque estás muy rara. Te he visto cuchichear con Rosa y cuando aparece Armand, te pones nerviosa, sin mencionar la despedida. Vuestras miradas podrían haber incendiado el bosque.

—Veo que eres muy observadora.

—Sí que lo soy. Y puedo asegurar que cuando estáis juntos, el ambiente se carga como si fuera a estallar una tormenta. Así que habla porque no voy a dejar de preguntar hasta que me cuentes qué pasa.

Alma tomó aire y consideró la posibilidad de mentir. Por otro lado, necesitaba hablar con alguien y quién mejor que Elisa para hacerlo. No tenía a nadie.

—Estoy enamorada de Armand —reconoció en voz alta.

—¡Vaya! ¿Y ahora qué?

—Ahora nada. Él no me quiere.

—Vamos, eso no es cierto. He visto lo que sucede en cuanto estáis juntos.

—Eso es atracción sexual. Los sentimientos no tienen nada que ver.

—¿Y qué sabes tú de atracción sexual? —preguntó con curiosidad.

Alma se puso tan colorada que ella sola se delató.

La cara de asombro de Elisa casi la hizo reír. Si no fuera porque no tenía ninguna gana de hacerlo.

—¡Lo habéis hecho! —exclamó su prima— ¡Tienes esa expresión! Espero que no se me note tanto como a ti.

—¡Ja! Eres una ilusa. Se te nota —afirmó.

—Bien, pues ya somos dos. Y mi padre durmiendo en la habitación de al lado. ¡Madre mía!

—Sí, ¡madre mía! Estamos locas y yo más que tú. Tú, al fin y al cabo, te has casado con tu capitán.

—Armand, ¿no ha mencionado el matrimonio?

Alma negó con la cabeza.

—Me advirtió de que no tiene intención de casarse nunca. Ya viste cómo se puso cuando vio que vosotros os casabais.

—¿Y qué vas a hacer?

Alma se reclinó sobre el respaldo de madera del coche y cerró los ojos.

—No tengo ni idea. Probablemente, nada.

Elisa agarró su mano con fuerza.

—Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites. Te ayudaré en todo lo que quieras.

Alma le dirigió una triste sonrisa.

—Gracias.

 

 

Armand y Francisco llegaron dos días después. Elisa estaba tan nerviosa que si no conseguía controlarse, tendría que dar explicaciones mucho antes de lo que tenía previsto. Su ilusión y la luminosidad de su rostro mandaban señales inequívocas de su felicidad.

—Elisa, hija, estate quieta —protestó su madre cuando propuso ir a dar un paseo por la Alameda—. Hace mucho frío para salir y va a llover.

—Mamá, no puedo estar encerrada por más tiempo. —Se volvió a Alma— ¿Me acompañas?

El ánimo de Alma mostraba todo lo contrario a la efusividad de su prima. Solo le apetecía sentarse junto al fuego y leer alguno de los libros de su tío. Cuando se trasladó a España, Ledoux se llevó una buena parte de su biblioteca y leer en francés la relajaba.

María había observado el cambio en la conducta de su sobrina desde la vuelta del viaje. Ni siquiera había ido al dichoso hospital. Ella estaba en contra, habían discutido varias veces y de repente no salía de casa. Tal vez la idea de Elisa no fuera tan mala.

—Alma, Elisa tiene razón. Deberíais aprovechar las horas de luz que quedan para dar un paseo. Abrigaos bien.

El ruego mudo de Elisa y la ligera orden de su tía la hicieron reaccionar lo suficiente para arrastrarse hasta la calle.

—Está bien. Vamos —aceptó sin ningún entusiasmo.

María las vio salir con un mal presentimiento. Algo había sucedido durante ese corto viaje.

 

 

Como ya había ocurrido en otra ocasión, los vieron venir en dirección contraria.

—¡Están aquí! ¡Han vuelto! —gritó Elisa, que echó a correr hacia ellos.

Alma la detuvo por el brazo.

—Quieta, o darás un espectáculo y tu madre se enterará en menos de media hora.

Elisa no se echó en los brazos de Francisco, se limitó a caminar con rapidez hacia su encuentro. Por el contrario, Alma se detuvo. Su primera intención fue dar la vuelta y correr en sentido opuesto.

Armand adivinó la intención de Alma. Si no actuaba con rapidez, desaparecería delante de sus narices. Tenía que hacer algo. ¿Hablar con ella o no volverla a ver? Estaba en el fiel de la balanza. No sabía para qué lado inclinarse, pero por el momento seguiría su instinto. Conversar con ella, disfrutar de su compañía y dejar que el destino siguiera su curso.

—Hola —la saludó al llegar a su lado.

La chispa de pánico que distinguió en sus ojos le golpeó con crudeza. Le tenía miedo. ¡Dios! ¿Qué había hecho?

—Buenas tardes, Armand —respondió con una desesperante educación— ¿Qué tal la vuelta?

—Bien. Tu tío quería ultimar los detalles del viaje a Cuba.

—¿Ya está todo preparado?

—Casi. Falta la autorización del Rey. Parece ser que está a punto de concederle la nacionalidad española. En cuanto la tenga, el comercio con las colonias será legal.

—Ya. Me alegro por él. —Y de verdad que se alegraba. Su tío estaba totalmente integrado en su nuevo país. Su eposa y sus hijos eran españoles, al igual que sus empresas. Merecía toda la suerte del mundo. Se lo había trabajado.

—Y tú ¿cómo estás?

—Bien. ¿No debería estarlo?

Estaba desconcertado con su actitud. Esperaba algo de reticencia, no aquella frialdad distante.

Carraspeó antes de hablar.

—Con respecto a lo que pasó la otra noche…

—Está bien —le detuvo—. Quería que pasara. No me arrepiento de nada.

—Entonces ¿por qué creo que no te alegras nada de verme?

—Es difícil de explicar —respondió en tono seco.

Él deslizó la mano y agarró la suya con discreción. Notó un pequeño sobresalto, pero ella no se desasió.

—Explícamelo —pidió.

Su tono insinuante y ronco la removió tanto por dentro como por fuera.

—Nos acostamos. Punto. Ahora cada uno seguirá con sus proyectos y sus obligaciones.

Sonó tan contundente que le llegó a él el turno de removerse. Le estaba dejando ir; sin embargo, él no quería hacerlo. No todavía.

—Alma, entre nosotros hay algo…

—Eso ya te lo dije yo la otra noche y desde luego quedó claro que así era. Lo único que no hay es futuro.

—Lo hay. Un futuro próximo.

—Próximo y corto —resumió.

Él tuvo que aceptar que tenía razón.

—Sí —admitió—. Corto.

Alma no comprendía muy bien adónde quería ir Armand. Le daba a entender que quería una aventura mientras estuviera en Ferrol. Ella consideró la posibilidad y sospesó lo que le interesaría. Resultaba todo muy frío, como un negocio de su tío. Por lo que podía apreciar, era el modo de actuar de los hombres. Pues bien, ella podía ser uno, al menos, comportarse como uno en las lides del amor y el sexo.

—¿Qué me ofreces?

Notó cómo él se estremecía y casi se echó a reír. Armand no debía de creer en su buena suerte. Una mujer que le dejaba carta blanca, pensó con un cinismo que no sabía que poseyera.

—Alma… —comenzó a decir.

Francisco y Elisa comenzaron a andar de vuelta a casa. Estaban tan ensimismados que no tenían ni idea de lo que ocurría a sus espaldas.

Ella siguió a la pareja.

—Armand, no adornes lo que de verdad quieres, no me tomes por tonta. Me lo dijiste claramente: No quieres casarte, no quieres compromisos. Solo me quieres a mí.

Él estaba pálido. Aferraba su mano con tanta fuerza que podría rompérsela. Ella lo había enfrentado a una realidad cruel. ¿Era así como lo veía y a pesar de todo estaba dispuesta a entrar en su juego?

—Vamos. —Tiró de Armand que permanecía clavado en el suelo. De manera automática él se puso en movimiento.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, confuso—. No te entiendo.

No la entendería ni en un millón de años, tal vez por eso la admiraba y apreciaba.

—Nunca me entenderías. ¿Cuándo os vais?

—Después de Navidad.

—Pues ese es el tiempo que nos queda.

Lo dijo con tal tranquilidad y aplomo que él no fue capaz de pronunciar ni una palabra.

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