Alma

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XXI. La casa Taggar

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Un millón de pequeñas gotas de sangre salieron esparcidas en todas direcciones, manchando las paredes, el jarrón con las enormes margaritas de plástico que tanto le gustaba a papá y la fotografía familiar de las últimas vacaciones en Eurodisney. Jacob había hecho un notable esfuerzo por poner cara de Pluto en esa foto, pero su talento quedó oculto por un goterón de sangre del tamaño de una naranja.

Morgana no tuvo tiempo de chillar. Afortunadamente, sufrió un desmayo y se desvaneció cayendo hacia un lado. No volvió a abrir los ojos. Nunca más.

7

—¡¿Es que se ha vuelto loco todo el mundo?! —chilló el jefe de sala, de pie en mitad de las mesas de los operadores. A su alrededor, los teléfonos sonaban sin descanso. Había noventa puestos y aun así no eran suficientes; aunque ninguno de los empleados debía trabajar más de dos horas sin descanso, los veteranos acarreaban ya más de seis horas de trabajo ininterrumpido.

Era el edificio del Centro de Emergencias del 112 en Madrid; una mole de hormigón con forma circular. En la gran sala central se podían atender alrededor de trescientas llamadas en un día, pero esa cifra había ido creciendo paulatinamente en las últimas semanas, doblándose y triplicándose. El ritmo era agotador, e incluso los puestos de operación que servían de enlace con el Samur, los bomberos, la Guardia Civil y los cuerpos municipales y nacionales de policía no daban abasto. Las incidencias rara vez cambiaban de estado, se quedaban trabadas en el «acuse de recibo», sin solucionar. Simplemente, no había recursos suficientes para atender tanta emergencia.

El teléfono del Área de Crisis, situado un piso por encima de la sala central, empezó a sonar. Otra vez.

—Mierda —masculló el jefe de sala, pasándose una mano por la mejilla. Su suerte de moreno permanente que le había hecho merecedor del sobrenombre «Julio Iglesias» había desaparecido en la última semana; ahora estaba lívido como una pared encalada, y cuando se pasó la mano por la mejilla, temblaba visiblemente.

El hecho de que ese teléfono sonara era un claro indicativo de que algo estaba yendo mal, horriblemente mal. Era la sala donde se gestionaban todas las emergencias, donde se había gestionado el 11-M en 2004 o el accidente de Spanair en 2008; también se activaba en situaciones complicadas como nevadas graves o la coronación de Felipe VI. Y donde se estaba gestionando la inexplicable oleada de violencia que estaba afectando a todo el mundo. El hecho de que lo requiriesen podía anunciar un cambio en la operativa, los protocolos, o algo aún más descabellado.

«Por Dios —pensó—. No quiero no quiero saber nada». Y era cierto, no quería. No quería más responsabilidades, ni cambios complicados de adaptar en su programa, ni medidas especiales u horas extras. Había tenido bastante de todo eso para varias vidas enteras. Se quedó quieto, tenso en su expectación, mientras los teléfonos sonaban alrededor conformando una sinfonía tan estridente como desquiciante. Por fin, cogió el auricular y cerró los ojos.

—Suba aquí inmediatamente —dijo la voz.

El jefe de sala colgó, suspiró, y se dirigió al piso de arriba. Al pasar por la cafetería lamentó no haber cogido un café antes de hacerlo; sabía por experiencia que arriba las cosas podían alargarse mucho.

Cuando llegó al Área de Crisis, pasando a través de los controles de seguridad, descubrió que allí habían estado trabajando duro. Habían emplazado pizarras con grandes hojas blancas en las que había garabateados números y diagramas, y las mesas estaban llenas de listados, platos con bocadillos a medio comer y toneladas de impresos en papel pautado. Había gente hablando por teléfono y gente que hablaba atropelladamente entre sí.

Uno de los responsables se acercó a él y lo hizo acercarse a una mesa, sin tiempo ni para un apretón de manos. El jefe de sala no lo había visto más que en un par de ocasiones, pero la placa de identificación en su camisa revelaba su nombre: Fran Morales.

—Tenemos instrucciones para su equipo, Conde —dijo rápidamente.

—Me lo imaginaba —contestó—. ¿De qué se trata?

—Hemos encontrado un patrón en esta crisis —dijo otro de los hombres; se había aflojado la corbata y llevaba la camisa remangada hasta los codos—. Algo sorprendente.

—Es un libro, Conde —dijo Fran—. Un puñetero libro.

—¿Un libro?

—Tienes que meter esa pregunta en la lista que manejan los operadores telefónicos.

—¿Qué pregunta? —quiso saber Conde, confuso.

—Si han leído el libro, si alguien de su familia lo ha hecho, si les suena siquiera. Si lo tienen en casa. Si alguien les ha hablado de él.

—¿Cómo?

—Si han leído cualquiera de los libros de ese autor inglés, Johnnie Balmori —siguió diciendo Fran—. Si han practicado espiritismo. Si han hecho ritos satánicos.

Conde sacudió la cabeza, perplejo.

—¿Ritos satánicos? ¿Espiri…? ¿De qué… de qué estamos hablando? ¿Quiere meter esas preguntas en la secuencia operativa?

—¡Sí, Conde, es importante! —exclamó alguien, ceñudo.

—¿En serio? —insistió el jefe de sala mirando a los hombres que tenía alrededor—. Pero… son preguntas muy genéricas… ¡Alargarán el tiempo de respuesta sensiblemente!

—No importa. Olvídese de sus nueve segundos. Que se tomen el tiempo que haga falta. Esas preguntas son esenciales.

Conde parpadeó y pensó en el asunto durante un par de segundos.

—¿En qué orden va?

—En primer lugar —respondió Fran.

—No puede estar hablando en serio —respondió Conde—. ¿Quiere que le pregunte a la gente que llama, histérica, si han leído un libro?, ¿si han hecho espiritismo o practicado ritos satánicos antes de saber siquiera qué problema tienen?

—En primer lugar —repitió Fran.

—Pero… ¿qué es lo que ocurre? ¿De qué libros estamos hablando?

Fran cogió un par de libros que estaban encima de la mesa, entre los papeles, y los colocó delante de él.

—Estos libros —dijo.

Conde miró las portadas. En una de ellas, escrita con caracteres cimbreantes como si fuera el humo de un cigarro, se leía:

La puerta; debajo, en letras versalitas, el nombre del autor: JOHNNIE BALMORI. Una banda roja anunciaba una desorbitada cantidad de lectores expresada en millones. El otro se titulaba

ALMA y era negro como la brea.

¿La puerta? —graznó, perplejo. Conocía el libro, por supuesto, aunque personalmente no lo había leído porque no le interesaban demasiado las historias de terror, pero tenía amigos que sí lo habían hecho. Y sabía de qué iba—. ¿Fantasmas?

—Hemos preparado ya la base de datos —dijo otro de los hombres—. Reiniciaremos el sistema y los operadores podrán empezar a cumplimentar esos campos adicionales. Los resultados nos darán la perspectiva que necesitamos.

Conde recibió la noticia como una bofetada.

—¿Van a reiniciar el sistema? —exclamó, en un tono de voz agudo y estridente, cargado de perplejidad—. No pueden hacer eso. Pararán todo el servicio durante… Dios mío, por lo menos les llevará quince minutos.

—Conde… —exclamó Fran, empleando ahora un tono conciliador—. Todo eso que usted está pensando ahora ya lo hemos decidido aquí mucho más cuidadosamente de lo que usted cree. Necesitamos saber si las emergencias tienen relación con esos libros. ¡Y eso es todo! Ahora se trata de actuar con rapidez, no de que usted necesite comprenderlo. Necesitamos

esos datos. Ya está.

—Pero… —empezó a decir Conde. Entonces percibió las miradas severas clavadas en él y se calló.

—Está bien —dijo—. Aprovecharé ese tiempo para instruir a los operadores. Por cierto, están agotados. Necesito más gente.

—No hay más gente —le aseguró Fran—. Pídales que aguanten. El asunto es mucho más serio de lo que parece.

—¿Cómo de serio? —quiso saber Conde.

—Está afectando a todo el mundo.

—¿A todo el mundo? —preguntó Conde.

Fran levantó un dedo en el aire, se aseguró de que Conde ponía sus ojos en él, y luego señaló una de las pantallas de la sala. Conde dirigió la mirada al punto que le indicaba. Era un televisor convencional, y en él retransmitían el telediario con un cartel en una esquina que decía: DIRECTO. Conde miró durante un rato sin comprender, pero cuando vio a la gente corriendo por la calle en estado de pánico sin que se entendiera gran cosa de lo que ocurría a causa del movimiento frenético de la cámara, se llevó una mano a la boca y no dijo nada.

—Pero ¿qué…?

—Es grave —dijo Fran.

Conde miró las imágenes unos instantes más. A veces, la imagen se iba a negro, como si hubiese un fallo en la calidad de la señal. La calle y algunos edificios se veían a medias, deformados por la mala calidad de la imagen. De pronto, algo cayó sobre el suelo delante de la cámara, una suerte de mancha negra que se movía a gran velocidad. Al instante, la imagen se movió de una manera alocada unos segundos, pero luego terminó enfocando brevemente el bulto en el suelo e hizo un brusco

zoom. Se produjo un acusado desenfoque, pero tampoco importaba, la imagen era inequívoca y todos pudieron ver claramente de qué se trataba: era un hombre, o más bien los restos aplastados de un hombre en el suelo. Un hombre que había caído desde algún piso hacia la calle.

—Jesús —exclamó Conde, vivamente impresionado.

—Instruya a su equipo, Conde —dijo Fran—. Hágalo ahora. ¡Y hágalo deprisa!

8

La Línea Ley que cruzaba Elvenbane estaba, naturalmente, conectada a todas las demás, formando un entramado mundial que fue mapeado a principios del siglo XX por entusiastas de todo el mundo. Las técnicas usadas incluían métodos pseudocientíficos como la radiestesia o el psiquismo, pero para la gente que vivía entre éste y otros mundos, como la doctora Alma Chambers, eran una realidad tan indiscutible como el aire que respiraban. Sencillamente, que la ciencia moderna alcanzase un estado mediante el cual pudiesen dar conformidad oficial a las líneas era algo que no les incumbía.

Estas líneas formaban una rejilla tan tupida y compleja como los rieles de ferrocarril que salen de los múltiples andenes de una estación de pasajeros en cualquiera de las principales ciudades del mundo. La conclusión a la que habían llegado los estudiosos era que se trataba de alineaciones de energía, construidas con algún propósito por pueblos desconocidos. Las capitales del mundo occidental, sobre todo las de América, fueron construidas en los vórtices o centros de poder de esas líneas, incluyendo muchas construcciones estratégicas gubernamentales. Estudiar los planos de esas líneas, incluso para un escéptico, constituía un ejercicio curioso.

La infección originada en Elvenbane, por lo tanto, no tardó en propagarse, saltando de vórtice a vórtice como lo haría un paquete de datos de internet de un nodo a otro. Generalmente, la tecnología del siglo XXI requiere microsegundos; el poder de las Líneas Ley requería incluso menos tiempo.

Colin aún estaba vivo y pensando cuánto lo hubiera fastidiado una muerte sucia cuando la energía oscura saltó de Leeds a Edimburgo, y después, en el acto, se movió a San Sebastián, en el norte de España. Luego continuó el viaje hacia la isla de Malta, en el centro del Mediterráneo. De Edimburgo rebotó rápidamente al este de Nottingham, se estremeció y cruzó Londres como una centella, la francesa Normandía, varias poblaciones limítrofes con Burdeos, y acabó otra vez en el vórtice de San Sebastián, sacudiendo la población por segunda vez. Este repetido impacto llegó con una fuerza tal que cerca de cuatro mil personas, sentados por entonces en los coches que conducían hacia sus trabajos y quehaceres diarios, clavaron los frenos brusca e inesperadamente, provocando una cadena de accidentes de tráfico, muchos de ellos con consecuencias mortales.

Un segundo más tarde, la infección cruzaba el océano Atlántico y llegaba al continente americano. Lo hizo por Miami, en uno de los nodos más importantes del mundo, y de allí cruzó a varias docenas de lugares más, entre ellos la Costa Oeste, cerca de San Diego, el segundo vórtice más importante del continente. Las líneas salían de esos sitios como un ramillete apelmazado. Colin aún estaba vivo cuando la oscuridad terrible y cruel del agujero infectaba ya todo el planeta.

Mientras todo eso sucedía, un grupo de estudiantes de la escuela Luz Profunda, asistidos por voluntarios venidos de todo el mundo, estaba trabajando en la Línea Ley que involucraba el lugar sagrado de Teohuacán. La línea estaba ligada a la escuela Sandy Hook, en Estados Unidos, donde habían ocurrido ciertos eventos hacía ya un tiempo. El grupo estaba convencido de que los místicos de los altos mandos conocían y usaban esas líneas energéticas para fines egoístas, y que esa línea en concreto había sido manipulada para favorecer tales eventos, así que desarrollaban una serie de ejercicios espirituales para purificar de nuevo el lugar.

La infección llegó allí en plena sesión, cuando todos juntos extendían sus manos hacia el suelo, abrían sus corazones y se entregaban a procedimientos místicos que, pensaban, eran efectivos. El golpe los alcanzó como un rayo, penetró en sus almas al descubierto, y los derribó como empujados por un vendaval. Cuando se levantaron, algo confusos al principio, estaban tan cargados de un sentimiento de náusea, asco, odio y rencor, que en pocos minutos terminaron enzarzados en una especie de batalla campal. Alguien introdujo sus pulgares en los ojos de una chica rubia llamada Even hasta que la masa gelatinosa y mórbida estalló con un chapoteo. La eligió la primera porque era preciosa, y porque nada más verla la había deseado sexualmente sabiendo que nunca sería suya. Al mismo tiempo, el hombre que estaba a su lado descargaba tantos golpes sobre el cráneo de su compañero que terminó por romper el duro hueso y encontrarse machacando la pulpa grisácea y ensangrentada de su masa cerebral. Ambos agresores se quitarían la vida segundos más tarde luchando el uno contra el otro, esta vez porque estaban cerca.

En Sioux Falls, un vórtice de nueve puntas, la redundancia repetitiva de los impactos de maldad concentrada, alcanzó al doctor David Calalonso, que estaba asistiendo un parto en el día no más propicio de su vida. La noche anterior, su mejor amiga, la mujer con la que se había casado, se había despedido de él en plena noche con una expresión desconocida en el rostro y pronunciando la frase «Ya no». Se había dejado los ojos llorando, hasta que el amanecer lo llevó, por muy poco, a la ducha; bien podía haberlo llevado hasta el armario de las medicinas, donde la idea de ingerir una caja entera de Ibuprofeno lo había estado seduciendo poderosamente.

El bebé apareció cuando Colin susurraba «Soy la Muerte». Incluso cubierto de sangre y fluidos, el neonato era tan pequeño, suave y precioso, que el doctor sintió un asco repentino. Miró a la madre, cubierta de lágrimas y sudor por el esfuerzo, pero con una sonrisa radiante y un brillo rutilante en sus ojos enrojecidos por el sufrimiento. Luego miró su mano, fuertemente aferrada a la de su marido, y las manos del doctor temblaron. «Mi niño», decía ella, «Mi niño…», las mismas palabras que su mujer le había susurrado a él no hacía ni un mes, cuando le prometía que nunca lo abandonaría, que siempre siempre lo querría, siempre, pasara lo que pasara. Y el beso. Fue el beso que él le dio en la frente, lleno de amor, felicidad y dicha, lo que arrancó el fogonazo, lo que hizo que…

Alguien gritó. Él parpadeó, confuso, como si despertara de una ensoñación momentánea. Miró alrededor para encontrarse con la imagen aterrorizada de su ayudante, retrocediendo varios pasos para alejarse de él. Lo miraba como si, de pronto, se hubiera convertido en una especie de monstruo. Levantó las cejas, sorprendido.

El padre gritó también. Esta vez dio un brinco. Era un grito grave y prolongado que sonaba como el eco en un túnel. Instintivamente, giró otra vez la cabeza, siguiendo la fuente del sonido, intentando comprender lo que ocurría. La expresión del padre estaba marcada por el espanto más absoluto, coronada por una boca abierta congelada en una suerte de grito de incredulidad. Sus ojos… sus ojos estaban dirigidos hacia el bebé.

El doctor Calalonso miró sus manos. El cuerpecillo diminuto del bebé, con la piel todavía arrugada formando pliegues, como si fuera un par de tallas demasiado grande para su pequeño cuerpecito, descansaba en ellas. Pero sus manos… sus manos, las de él… se aferraban a su cuello con fuerza, con demasiada fuerza. La cabeza del bebé colgaba inerte a un lado. El doctor miró, incrédulo. El cuerpo era una descripción gráfica de laxitud.

Primero pensó que había algún problema. Pensó en reanimación, pensó en los protocolos cuando un bebé deja de respirar… pero luego, cuando volvió su cuerpo con un movimiento, al ángulo de la cabeza le dio la pista de lo que había ocurrido.

Había sido él. Le había partido el cuello.

9

Ocurrieron muchas cosas ese día, y muchas solamente en los primeros segundos desde que el agujero de Leeds hizo explotar el suelo de la casa Taggar. Otras tardaron un poco más, alimentadas por el eco incesante de las reverberaciones invisibles. En el primer minuto, más de doscientas cincuenta mil personas en todo el mundo decidieron suicidarse, repentinamente cansadas de la monótona e incomprensible marea de la vida; el ochenta por ciento de ellas lo llevaron a cabo con tanta prontitud y eficacia como pudieron, algunas con métodos tan expeditivos como el del tipo que intentó robarle el arma a un agente de policía en un barrio con un altísimo índice de criminalidad. En cuestión de segundos fue juzgado, sentenciado y abatido a tiros.

Dos minutos más tarde, decenas de miles de empleados explotados en sus puestos de trabajo arremetían contra las terminales de sus pantallas, contra el compañero más cercano, o contra su jefe. Hombres y mujeres bien vestidos, o con placas de supervisores, o gorras tiznadas de grasa de veinte y treinta años de experiencia, eran asesinados de maneras tan variopintas como crueles. En Indianápolis, un camionero llamado Carl que transportaba veinte mil litros de veneno agrícola, se detuvo a unos sesenta kilómetros de la ciudad. Había visto un enorme depósito de agua potable que abastecía a la pequeña población adyacente y, ¡caramba!, acababa de tener una fantástica idea para darle un mejor uso a todo aquel veneno.

Las calles estallaron, enloquecieron. Un hombre al volante detenido delante de un semáforo en rojo fue asesinado por el conductor que venía detrás. Se alejó con la cara llena de salpicaduras de sangre susurrando «tocapelotas» mientras, unos metros más allá, un ingeniero de veintiséis años con toda la vida por delante decidió empezar a conducir por la acera abarrotada de gente.

Tres minutos más tarde, las cosas eran aún peor.

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