Alma

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XXIX. Introspección

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Carol se estremeció, como si acabara de despertar de una pesadilla. Pete empezó a llorar con más fuerza, sollozando como un niño pequeño en mitad de un berrinche. Una película densa y transparente colgaba de su nariz hasta su boca.

—Pete… —susurró Carol. Compuso una expresión de severo dolor y se quedó otra vez quieta—. Pete…

—Carol… ¡Carol!

Empezó a buscar en sus bolsillos. El móvil, necesitaba el móvil; tenía que llamar, avisar a una ambulancia, a alguien. En su cabeza se sucedían pequeños recordatorios sobre cómo actuar en caso de accidente, parpadeando como luces de emergencia de un color rojo intenso: «Evite que los heridos anden. La velocidad de respuesta es esencial. No haga nada que no conozca como remedio útil y correcto. No mueva o toque a los heridos que puedan sufrir contusiones graves». Pero el móvil no aparecía por ninguna parte.

—Carol… ¡aguanta, Carol!

Ella abrió los ojos, blanquísimos en contraste con el rojo encendido de la sangre que cubría su cara, y clavó la mirada en él.

—Pete… —susurró—. Por… qué… me has… matado.

Pete sintió una punzada de dolor tan grande que creyó desmayarse.

6

—Has vuelto… —dijo la criatura.

Penny negó con la cabeza. Su voz se asemejaba más al desapacible correteo de un millón de patas de insecto sobre el suelo del bosque que a otra cosa.

—¿Has comprendido? —dijo otra voz.

Penny se volvió hacia el origen del sonido. Allí al otro lado de la mesa, había una segunda criatura, fabricada también por la unión de un centenar de raíces. Ésta, por el diseño de sus facciones, parecía tener rasgos masculinos.

Penny no dijo nada, estaba demasiado confusa y asustada como para reaccionar. Miraba a una y a otra alternativamente.

—La casa —susurró la criatura femenina moviéndose con tanta lentitud como dificultad. Las raíces crujían de manera casi imperceptible, amenazando con desmenuzarse a cada quiebro. La cabeza se inclinaba con espasmos, como con esfuerzo.

—Lo entregarás todo a la casa —dijo él.

Y él…

Él no. Su rostro.

Penny se quedó mirando su rostro. Su rostro vegetal construido con pequeñas puntas de raíz; su rostro, que empezaba a sugerirle rasgos específicos: la nariz con remarcados tintes aristocráticos, los pómulos alzados, los labios gruesos y generosos, la forma de la barbilla… empezaban a cobrar nitidez y volumen, como si de entre los huecos de las raíces nudosas y retorcidas surgieran membranas transparentes que le dieran una apariencia mucho más sólida.

—Todo a la casa. A las raíces de la tradición.

—Las raíces —dijo ella.

Penny se sintió empujada hacia abajo, hasta el punto de casi perder el equilibrio. Pero no la empujaban desde arriba, tiraban de ella hacia abajo. Cuando quiso darse cuenta, un grupo de raíces se había arrastrado por el suelo y la había apresado por los pies. En ese momento, dos cepas gruesas que parecían hechas de cuero se enredaban en sus manos surgiendo por debajo de sus antebrazos, aprisionándola. Penny lanzó un grito desgarrador, moviéndose con todo el cuerpo para intentar zafarse, pero sin conseguirlo.

—Y dejarás de ser una puta lesbiana —dijo él.

—Abandonarás esa mierda de arte de lesbianas —dijo ella.

—Te concentrarás, Penny, en la casa. En la tradición.

—La tradición familiar —soltó ella.

Las palabras resonaron en su cabeza como un mazazo. Sacudió la cabeza, perpleja. Las palabras. Esas palabras. Las recordaba con una nitidez sobrenatural, como si le hubieran sido dichas días antes y no en los albores de su juventud. «Puta lesbiana». «Arte de lesbianas». Las recordaba porque las había repasado, revivido y revisitado durante varios cientos de ocasiones durante toda su vida, a veces con una lágrima en los ojos. Fueron las palabras que se pronunciaron aquella Navidad cuando, en mitad de la fastuosa y magnificente cena tradicional de Nochebuena, vestida con las mejores galas de su enorme vestidor, ella anunció a la familia que quería estudiar Bellas Artes. La vieja tía Mary se levantó de la silla tirando el vaso con ponche diciendo que aquello era sólo una consecuencia funesta del hecho de que ella fuera una «lesbiana perversa». Penny se puso roja, encendida, con un severo temblor en la mandíbula. La familia al completo la miraba, ceñuda y afectada, repleta de miradas acusadoras. El tío Jorge, abogado; su padre, John McGregor y su hermano John McGregor junior, ambos abogados; tía Emma, que había parido la insólita cantidad de cinco hijos y era el orgullo de todos; su hermana Ross y toda la colección de cuñados y cuñadas, todos ellos abogados. Era la tradición: dedicarse a la abogacía. Penny no tenía ni idea de cómo la vieja y antipática tía Mary podía haberse enterado de lo que era su mayor secreto, pero acababa de poner las cartas sobre la mesa y, a juzgar por las miradas evasivas o acusadoras del resto de la familia, era algo que se conocía.

Puta lesbiana. Arte de lesbianas.

Sí, era lesbiana. Y odiaba las carpetas, los sellos, las plumas, los documentos interminables y enrevesados, los libros de leyes, los procesos, los engranajes y mecanismos de aquella profesión que parecía servir a un bien elevado pero sólo estaba al servicio del talento personal, el dinero y el juego sucio.

Pero Penny no pudo soportar la presión y renunció a sus pretensiones de ser artista. Sobrellevó los psicólogos, las charlas de los sacerdotes y del médico de la familia, y empezó a estudiar Derecho, citándose con algunos chicos que su padre encontraba aceptables: muchachos dóciles hijos de padres adinerados con buenas mansiones en la ciudad. Penny lo intentó, pero las relaciones afectivas no la llenaban, y el sexo era peor que horrible, repugnante y vejatorio. Y se apagó, se apagó tanto que terminó con problemas graves de depresión. Duraron cuatro largos años, hasta que un doctor de Berlín le aconsejó que trabajara un tiempo con sus manos. Penny empezó a recuperarse. Fue el arte, y alejarse de su entorno familiar, los que la hicieron florecer de nuevo. En el arte encontró también a su amor, Virginia Hirsch, con quien se fue a Amsterdam a vivir.

Y ahora estaba otra vez atada, mirando con lágrimas en los ojos a aquellas criaturas hechas de raíces profundas y de aspecto vetusto que le hablaban con aire recriminatorio.

—No… —exclamó.

—Te quedarás aquí —respondió él.

—Entre estas paredes —dijo ella.

—Y las honrarás.

—Y volverás al camino recto de la familia.

—A tus raíces…

—No… —gimió Penny.

Pero las raíces seguían creciendo a sus pies, trepando por sus piernas y produciéndole dolorosas laceraciones a medida que se apretaban contra su cuerpo, por los brazos, ramificándose hasta su pecho. Penny miró hacia abajo y se encontró sepultada, enterrada en raíces oscuras y muertas. Raíces.

7

Era la mirada lo que le dolía, no las palabras. Las palabras son medios, instrumentos que pueden doblegarse, interpretarse y sentirse de una manera o de otra. La mirada era inequívoca. Allí había reproche. Un reproche claro, preñado de una intensidad tan arrebatadora que Pete la percibió como una puñalada en el corazón.

«¿Por qué me has matado?».

Quiso decir algo, hipnotizado y horrorizado como estaba, sobre todo por la cantidad de sangre que cubría su rostro. Las gotas se le quedaban suspendidas en la punta de la nariz, engordaban y caían sobre el cuello de la camisa. Pero no pronunció palabra. No pudo. Ni siquiera sabía dónde estaba, si atrapado en el ayer o en el ahora, en el pasado o en algún recoveco mental de la casa Taggar. Sólo existía ese momento, el ahora en el que Carol, su mujer, estaba perdiendo la vida por segundos, desangrándose, sufriendo probablemente heridas internas graves. Porque Carol se había salido de una curva derrapando en la carretera, pero nunca se supo el motivo.

¿Y si había sido él el motivo?

En su cabeza, en ese momento de confusión terrible y dolorosa, lo era.

Quiso decir algo, sí, pero no pudo.

—Yo te amaba, Pete —susurró ella.

Pete redobló la intensidad de su llanto, entregándose a un lamento tan puro que parecía salir de sus pulmones.

—Pero tú… nunca estabas. Y ahora me has olvidado…

Pete negó con la cabeza y balbuceó algo incoherente. Quería decir mil cosas, quería explicarle… decirle que había vivido tres años sin ser capaz de pensar en otra cosa que en ella, que la había echado tanto de menos que a veces se olvidaba de respirar.

Carol dejó caer la cabeza con un gesto tan brusco que Pete pensó, por un instante, que eso había sido todo. Que había

«muerto»

vuelto a pasar, otra vez, sin que hubiera podido hacer nada por impedirlo. Otra vez. Su rostro desapareció entre la maraña de pelo. Sin embargo, un instante después, volvió a levantar la cabeza. Su pelo había cambiado: ahora era más corto y rizado, encendido por brillos áureos, y al volverse hacia él, sus ojos eran azules y claros. Pete se quedó congelado, incapaz de reaccionar. No era Carol, era Jow quien estaba al volante. Jow, con la cara cubierta de sangre y una brecha oscura y violácea cruzándole la frente.

—Y lo primero que has hecho —susurró ésta con la voz dulce que él conocía tan bien— ha sido llevarme al peligro.

—No…

—¡Y no te importó! —gimió Jow—. Me seguiste porque no te importaba perderlo todo…

Pete se encogió sobre sí mismo. Su mano flotaba en el aire, temblorosa, moviéndose alrededor del rostro de ella como si quisiera acariciarla, pero sin atreverse. Pero de pronto, antes de que pudiera darse cuenta, era Carol otra vez.

—Me salí de la curva porque pensaba en nosotros —exclamó Carol—. Porque esa noche discutimos…

—No… —dijo él, ronco.

Ahora era Jow.

—Porque cuando hacíamos el amor —dijo— veía los ojos de Carol en los tuyos…

—No…

Era Carol de nuevo.

—Porque estábamos tan apagados, Pete…

—No… ¡No!

—Estaba tan triste…

Pete se apartó de la ventana, trastabillando hacia atrás hasta caer sentado entre la hojarasca, alborotada por las innumerables vueltas de campana del coche.

Carol, o quizá Jow, se asomó a la ventana del conductor, estirando un cuello desproporcionadamente largo a través de ella. Sus manos se aferraban a la maltrecha puerta dejando huellas sanguinolentas.

—¿Tú amas, Pete? —preguntó. Su voz era una mezcla confusa de los tonos de las dos mujeres—. ¿Ése es tu… gran amor? ¿Por eso lo pones en peligro cada vez, todas las veces?

Pete no pudo responder. Estaba mirando con ojos despavoridos cómo la cabeza seguía proyectándose fuera del coche, los ojos inyectados en sangre con un feroz brillo carmesí.

El metal de la puerta crujió bajo sus dedos.

8

Alma llevaba flotando en aquella deslumbrante blancura tanto tiempo, tanto… que empezaba a sentirse perdida y desorientada. Nunca había estado ni se había sentido tan aislada, tan desconectada, tan… sola.

No comprendía qué era aquello.

El temor absoluto y profundo a que esa realidad fuese todo lo que iba a ver y a sentir por el resto de sus días, quizá por toda la eternidad, empezaba a agobiarla, a hacerla sentir agobiada.

Sus pensamientos, urgentes, apelmazados, difíciles, se habían adueñado de ella, y era en verdad una sensación nueva. Alma estaba acostumbrada a manejar los pensamientos conscientes, considerándolos con exquisito cuidado porque eran voces del ego; hacía mucho que había desviado su manera de entender las cosas hacia su yo interior, hacia la información que venía por cauces naturales, hacia lo que percibía por la mera observación de la gente, de las cosas, de su entorno, sin dejar que los prejuicios y los pensamientos la enturbiasen. Sentir, más que pensar. Sentir, para Alma, era algo natural. Pensar, por el contrario, requería esfuerzo y energía. Sentir era pasividad, inacción, silencio. Pensar, como la ira, la angustia, la tristeza o la violencia, necesitan energía porque son cosas que van contra la naturaleza, como intentar nadar contracorriente. Sentir era tan natural en Alma que ahora que no podía conectar con nada más que ella misma se encontraba agotada, exhausta en su cadena de sensaciones infectadas de incertidumbre. Estaba luchando porque no había aprendido a no luchar. Nunca se había enfrentado a ardides religiosos, por ejemplo, y el periodo educativo, que se basa por completo en el conflicto, lo había soslayado por entero.

Estaba cada vez más y más agotada. Deseaba regresar, escapar, salir, y desear lo que no estaba a su alcance le estaba produciendo infelicidad, porque no aceptaba su presente. Estaba en un tiempo eterno de búsqueda, tan vacío y estéril como la nada que la rodeaba.

Después de un rato, entró en un estado de miseria tan acuciante que dejó de sentirse identificada consigo misma, como si habitara un cuerpo que no era el suyo, como si la persona que flotaba en aquella deslumbrante claridad no fuera Alma Chambers, sino otra persona. De hecho, ahora casi podía verse a sí misma desde fuera, y se detuvo en detalles como el recogido del cabello, la forma de la cara y los ojos tocados con un círculo brillante que les daba la apariencia del hielo. Era ella misma, pero a la vez una parte, su parte terrenal. Y estaba delgada, maltrecha, sucia y oscurecida. Olvidada. Sola. Anulada. Cuando comprendió eso… cuando se observó desde fuera y se miró con la curiosidad de un niño ante algo desconocido, se detuvo, perpleja. ¿Qué estaba haciendo? O mejor dicho, ¿qué había hecho? ¿Qué la había conducido hasta allí, hasta ese… estadio de tristeza y abandono personal? ¿Por qué había incurrido en esa falta de respeto hacia sí misma, anulándose de esa manera? La respuesta la sabía porque conocía de sobra las voces iluminadas de los grandes maestros espirituales, y ese conocimiento la golpeó con la contundencia de un mazazo: la respuesta era… falta de amor propio, por supuesto. El ego, henchido de miedo.

Ese ego-miedo, había aprendido Alma, se alimentaba de tristeza interior profunda tanto como la generaba. También había aprendido que la tristeza era, en esencia, sufrimiento en estado puro. Era miedo (siempre el miedo) a sentir dolor, y eso conduce de manera inevitable a un bucle infinito y agotador. Fricción, otra vez.

¿Qué era lo contrario a la tristeza?, se preguntó Alma.

«La aceptación», pensó.

La aceptación era un estado de ausencia de miedo.

Alma empezaba a darse cuenta de que había empezado a dudar (sobre todo de sí misma) después de la explosión. Debido a eso, su ego había tomado el control, protegiéndola y atacándola con terrible ferocidad. Y lo había hecho porque surgía de un punto muy localizado: de la tensión producida entre lo que era y lo que quería ser.

Se quedó quieta durante un rato, interiorizando esas conclusiones, que cada vez parecían tener más fuerza y sonaban mejor.

¿En qué punto se había distanciado tanto de sí misma? ¿Dónde y cuándo? Alma sabía, desde luego, que trabajaba para un bien común. Lo que ella hacía con su trabajo era el resultado de aplicar, y sentir, amor incondicional. Amor puro, sencillo, donde no cabían grises ni resquicios. Entonces, ¿qué fallaba en ese esquema? Si su amor era legítimo y bueno, ¿dónde estaba el fallo?

El fallo, descubrió de repente, era ella misma. Podía generar amor y regalarlo a manos llenas, pero no se consideraba merecedora de él. Esa pieza clave del puzle de su desarrollo vital la sacudió con violencia, y el nombre de John afloró, rápida e inevitablemente, a su mente. John… «John». Se había apartado de todo cuando John se marchó; se podía decir que había dejado que un muro gris y terrible se levantara entre ella y el amor. Si bien era cierto que ese muro la había mantenido estable durante décadas, la llegada de Jow lo había resquebrajado. Jow había ido venciéndolo y sacudiéndolo, pasando a través de él y llegando muy dentro en su otrora inexpugnable fortaleza. Y al llegar allí dentro, por supuesto, liberó a su ego con todos los viejos miedos que solía manejar, sobre todo…

Sobre todo el miedo a ser abandonada otra vez.

Estaba comprendiendo, sí.

Era el miedo. Otra vez el miedo, su gran asignatura pendiente. La gran lección de la humanidad. Siempre el miedo.

Tan pronto asimiló eso, empezó a relajarse. Con la calma llegó la paz interior y la intuición necesaria para descubrir que toda esa luz blanca, inmaculada, diáfana e infinita era…

«Soy yo…».

Sí. Era ella misma. Descubrirse así la sacudió con una suerte de felicidad instantánea que la recorrió como una descarga eléctrica. No estaba en medio de nada, no había llegado a ninguna parte: estaba mirando hacia dentro. Sola. Eterna. Inabarcable. Intocable. Indestructible. Ella y ninguna otra cosa. Era el Ciento Ocho: un círculo infinito.

Ahora sabía que esa otra parte que había dejado de lado durante décadas era inseparable, indivisible, inevitable, porque todas las experiencias que había vivido, todas sus afirmaciones y contradicciones, lo que había hecho y lo que no, TODO formaba parte implícita e inherente de lo que era ella. Y sabía también que todo había sido necesario para llegar donde estaba. Ahora. Aquí. El único momento existente. La única realidad. Ella, otra vez.

Y entonces, con cierta delicadeza, tomó la mano de su yo olvidado y la sujetó fuerte, muy fuerte, cerró los ojos y se dejó inundar por su calidez cercana e íntima. Después de unos instantes, el amor que sentía por esa figura maltratada brotó de una manera natural y las envolvió, devolviéndole todo lo que se había impedido sentir: cantidades de amor infinito sincero. Y lo hizo sin esfuerzo, sin gastar energía. Y se entregó a la blancura cegadora que, momentos antes, le era desconocida y amenazante. Vio al miedo de su ego y lo entendió, le susurró: «Aquí estás, aquí estoy. Vamos a estar bien», liberándose al fin de sus artimañas llorosas. Y el miedo desapareció, la inquietud se esfumó, aceptó el dolor de todos esos años ignorados y lo vació. Se dejó mecer por el arrullo suave de su propia existencia, otra vez completa, y por tanto, formando parte de cada pequeña cosa en el universo.

Y cuando estaba disfrutando de eso, latiendo en el silencio como el corazón de un pequeño pajarillo, una luz azulada empezó a penetrar a través de sus párpados, forzándola a abrirlos.

9

—Niña —dijo el padre—. Ven aquí un momento.

Jow, que tenía otra vez trece años, se quedó congelada. Ésa era siempre la manera en la que empezaba todo. «Ven aquí un momento». Siempre. Luego seguiría el «Hazme mimitos» y las caricias con las que él la regalaba, siempre en silencio, roto tan sólo por la respiración entrecortada de él, cada vez más cerca. El proceso era largo, larguísimo, por lo general mientras veían la televisión. Un dedo sobre el hombro… dedo arriba, dedo abajo, luego la palma de la mano, cálida hasta resultar aborrecible… luego una incursión hacia el cuello, una caricia en apariencia inocente por la mejilla, y luego él…

Él siempre acababa acercándose tanto que podía sentir su sexo frotándose contra su pierna a través de los calzoncillos.

A Jow no le gustaba. Sabía que estaba mal. Sabía que no podía contar nada de aquello a nadie, pero…

Pero su padre necesitaba «mimitos» porque mamá no…

Porque él lloraba todavía por las noches.

Porque cuando le daba lo que quería, él pasaba un tiempo portándose muy muy bien.

Porque era una buena hija.

Porque lo quería.

Porque él hacía tanto por ella…

Porque, aunque estaba mal, era una forma de amor.

La manera de amar de los hombres.

Y sólo estaba ella. Ella y él.

Y porque…

El padre le cogió la mano y la puso sobre sus calzoncillos. Ella notó la forma gruesa de su pene en erección bajo la ropa, y cerró la mano alrededor.

Él le susurró:

—Suave…

Y ella, con la mirada perdida en la televisión, empezó a masajearle el miembro.

Entonces empezaban los gemidos, y Jow intentaba concentrarse en la película, aunque la hubiera visto mil veces. Allí iba Clint Eastwood a caballo otra vez por la llanura. Era bueno, Clint Eastwood. Arriba y abajo. La mano de él que se cerraba alrededor de la suya para marcarle el ritmo. Un caballo superveloz, ¡y qué bien le queda el sombrero! Arriba y abajo.

Aquel día, sin embargo, él hizo algo inesperado. Su mano se acercó a su entrepierna y deslizó dos dedos por la parte inferior de sus pantalones. Ella dio un respingo, pero siguió mirando la tele, intentando poner atención en la música de la película. Era buena, la música, incluso hasta algo alegre si uno quería que lo fuese.

Sus dedos apretaron con suavidad.

Eso la hizo sentirse mal, terriblemente mal. Ni siquiera ella misma se había atrevido a tocarse de esa manera, todavía… Era suyo, y él no podía tocarlo si ella no quería. Y no quería, porque era…

Era ella.

Jow retiró la mano con rapidez. Él fue muy rápido en apresarla de nuevo cogiéndola por la muñeca. La presión de sus dedos en sus pantaloncitos cortos se volvió urgente.

—Vamos, cielo… —dijo, soltando una vaharada de aliento a tabaco, sucio y repugnante, en su cara.

Ella empezó a respirar con rapidez, sobresaltada.

—No… —dijo.

—Cielo…

—¡No!

Pero papá parecía ahora una especie de animal, resoplando con visible esfuerzo. Sus labios se estiraron hacia ella para besarle el cuello, ¡otra cosa nueva!, y Clint Eastwood se perdió en la llanura sin que nadie le prestara atención.

Jow quería irse, quería que aquello parara, pero papá estaba subiéndose a horcajadas, obligándola con sus piernas a mantenerse tumbada. Las muñecas le dolían mucho, cautivas de sus fuertes manos. La respiración le llegaba a intervalos irregulares, fétida y nauseabunda.

—¡No, papá, NO!

Él se las arregló para apresarle ambos brazos con una sola mano; al fin y al cabo, ella tenía sólo trece años y era, para su edad, muy pequeña. Tan pequeña. Los calzoncillos se deslizaron hacia abajo. Él agarró su pene erecto con una mano y lo liberó para colocarlo sobre ella.

Jow gritó.

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0

Las raíces crecían, ahogándola.

Una de ellas estaba presionando en su entrepierna, con urgencia, describiendo suaves movimientos de fricción, abyecta como un falo lascivo que no ha sido invitado y que, aun así, intentase acceder a su sexo. Penny miró hacia abajo, horrorizada, pero en lugar de ver la raíz de forma redondeada, vislumbró el pequeño tatuaje sobre su piel, la única parte visible que quedaba en su antebrazo: una mariposa. Su mariposa. La mariposa que se había hecho cuando en su banda sonora preferida sonaba

Tiempos Felices con Virginia al lado, en la lejana Amsterdam.

Era la mariposa que se había hecho cuando decidió aceptarse como era, priorizarse sobre los intereses que exigía la asfixiante tradición familiar, oscura y opresiva como el cuarto en el que estaba. Cuando decidió ser artista y, sobre todo, cuando decidió ser lesbiana: porque era lo que sentía, su manera de entender y manifestar su amor y su sexualidad. Eso era ella. Eso era Penny. La mariposa era el símbolo que le recordaba cómo había volado, cómo había renacido, cómo había dejado atrás la crisálida opresiva de su transformación en un gusano que reptaba por los canales subterráneos de la depresión, en algo que tenía alas y le permitía volar y ser hermoso y luminoso bajo el sol de la vida. La mariposa le recordaba el día que había decidido ser YO.

La raíz con forma de falo masculino se apretó contra ella una vez más, dando pequeños golpecitos. Penny meneó la cabeza. La mariposa seguía ahí, inalcanzable; por alguna razón, ninguna de aquellas raíces había podido pasar por encima y cubrirla, ocultarla o mancillarla. Era luminosa incluso a pesar de los años, perfectamente visible, aún hermosa y pura. Era…

«Soy yo», pensó.

Levantó la mirada, con los ojos anegados en lágrimas, y se enfrentó a las criaturas.

—Yo no puedo ser ésa —dijo, más para sí misma que para nadie en particular.

Las raíces producían sonidos como el de los troncos en fricción.

—Yo… —se dijo—… yo escapé. Me amé a mí misma, para empezar, me… prioricé. No puedo ser ésa.

Un destello de comprensión se abrió de pronto a través de su corazón, como un destello luminoso. Una certeza.

—Yo…

Miró a través de la sala y encontró lo que buscaba.

—Yo soy ésa —dijo sonriendo.

En el otro extremo de la estancia Penny se vio a sí misma, libre, luminosa, con el cabello rubio cayendo a ambos lados de la cara. Y se sonreía, libre de toda atadura, sin burdas imitaciones artificiales de penes humanos presionándole la entrepierna. Sólo ella. Ella. Ella mujer. Ella artista. Ella enamorada de lo que hacía y de lo que era. Y en un instante, lo que veía no era la Penny liberada y consciente, ardiendo en el fuego invisible de su decisión de vivir, sino que vio a la Penny que dejó atrás, al otro lado de la habitación, consumiéndose finalmente en la maraña de raíces atroces y opresivas que terminaron por destrozar su cuerpo, reduciéndolo a un confuso amasijo de sangre y carne.

Penny, la Penny real, la que aprendió a amarse a sí misma en primer lugar, sonrió. Las criaturas ni siquiera se fijaron en ella, se estremecían y chillaban como cerdos en un matadero, sacudiendo sus brazos oscuros con una notable dificultad de movimiento.

Penny supo que no tenía nada más que hacer allí.

Se dirigió a la puerta, y cuando la abrió, el destello azulado del agujero iluminó su rostro precioso.

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