Alma

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III. Elvenbane

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—Hace como más frío… —dijo ésta.

Y era cierto. Lol estaba moviendo los dedos porque los tenía entumecidos, y era raro, porque la excitación siempre le provocaba pequeños ataques de calor. Jenny tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con los hombros encogidos. Hacía frío, sí.

—Voy a… tener que irme —dijo Jenny.

—¿Qué? —se sorprendió Lol—. ¿Por qué?

—Porque… porque sí.

—¡Tía! —protestó Chelsea.

—En serio —dijo Jenny poniéndose de pie—. Esto ha sido una tontería. No deberíamos haberlo hecho.

—¡Es un juego! —insistió Lol.

—No lo es —susurró Jenny. Estaba mirando los cuatro símbolos laterales, los que el libro de Johnnie Balmori describía con tanta exactitud. Los trazos temblorosos de Lol parecían ahora un poco más gruesos, como si los hubiera recalcado con el rotulador no una sino varias veces.

«Pero no lo hizo —pensó—. Los dibujó una sola vez, así que, ¿por qué parecen TAN negros?».

Nada de lo que Laureen o Chelsea dijeron a partir de entonces pudo convencer a Jenny de quedarse. Lol se había puesto realmente pesada, y les puso su mejor cara de estar dolida, pero Jenny conocía demasiado bien todo su infantil chantaje emocional y no hizo ningún caso: por una vez, sabía lo que quería hacer y lo hizo, porque se sentía extraña, con una sensación apremiante de urgencia, de intranquilidad. Se sentía culpable no sólo por haberse dejado arrastrar a practicar aquel lo-que-fuese, sino, precisamente, por haber sido ella quien había sacado el tema.

Algunas cosas, había aprendido, no eran para compartirlas con Chelsea y Laureen.

Salió a la calle empedrada y las viejas enredaderas de los muros permanecieron inmóviles mientras sus pasos despertaban ecos en la calle vacía. Tan vacía. Tan oscura. Tan… fría. ¿Las farolas siempre habían alumbrado tan poco? Era, desde luego, la primera vez que Elvenbane se le antojaba lúgubre.

Lúgubre y frío.

Jenny hacía tiempo que se había marchado y la noche se hacía vieja. A decir verdad, la fiesta había decaído desde que la estúpida de Jenny había decidido marcharse a casa con papá y mamá. Era tan cobarde…, y a veces se ponía tan estúpida con según qué cosas que empezaba a preguntarse si no sería mejor dejarla ir con la metomentodo de Emy. Oh, esa tonta se las iba a pagar todas juntas. Cuando llegara el lunes… Bueno, cuando llegara el lunes, Jenny se iba a enterar de quién era Laureen Banyard.

Chelsea se había dormido. Lol había querido que repitieran la experiencia, pero Chelsea también había resultado una cobarde y había alegado tener sueño. ¿Sueño? ¡Y una mierda! No entendía cómo podía tener sueño; ¡era todo tan excitante! ¡Habían contactado con un espíritu o alguna otra maldita cosa, por todos los santos, como en el puñetero libro! Era como una central eléctrica en miniatura, impaciente y tan nerviosa que no podía dejar las manos quietas. Se había quedado sentada en la cama mientras Chelsea, abrazada a la almohada, se había hecho un ovillo y vuelto de costado para conciliar el sueño. Lol estaba enfurruñada, segura de que su amiga mentía; la había espiado, observándola durante un buen rato sólo para poner en evidencia esa mentira; sin embargo, a los pocos minutos, su amiga ronroneaba como un pequeño gatito.

Se había dormido de veras.

¡Dormido!

A la mierda.

Perdió la paciencia. En realidad estaba segura de que no necesitaba a ninguna de ellas para obtener resultados similares. Lo haría ella misma. Como en el libro. Exactamente como decía el libro.

Excitada y temblorosa de pura emoción, Lol colocó el tablero en el suelo y se sentó frente a él, con las piernas recogidas bajo su cuerpo. En sólo unos instantes, tenía el dedo sobre el vaso y pronunciaba las primeras palabras.

La respuesta no tardó en llegar.

L-O-L-C-A-R-I-Ñ-O-Q-U-I-E-R-E-S-S-E-R-P-O-P-U-L-A-R-D-E-C-O-J-O-N-E-S.

El sol hacía poco que había asomado por el horizonte, y los tímidos rayos empezaban a pintarrajear las calles de tonos dorados, naranjas y ocres, devolviendo la vida a las fuentes de piedra, a las plantas y jardines, húmedos de rocío. Las esquinas en sombra protestaban aún y trataban de resistirse como bastiones nocturnos; serían inevitablemente conquistados en pocas horas por la claridad. Las calles que Jenny había encontrado oscuras y aciagas empezaban a dejar de parecerlo.

Douglas Winters salió de su casa a las ocho y media, como cada día. Estaba jubilado desde hacía diez años, así que el hecho de que fuese sábado por la mañana significaba muy poco para su rutina. Caminaría por las calles entre Silhoutte y Green Leaf y se desviaría a la derecha al llegar a la plaza para dirigirse al café (el único que podía encontrarse abierto a esas horas) donde tomaría su desayuno acompañado de prensa gratuita. Le gustaba ese primer café en esas horas tempranas: el pueblo aún dormía los pequeños excesos del viernes noche.

Un coche circulaba despacio entre los edificios, avanzando por la callejuela hacia él. No hacía más ruido que el del roce de los neumáticos sobre las piedras.

—Perdone —dijo el conductor con un marcado acento del sur al pasar a su lado—. ¿Qué tienen para ver en este pueblo?

Douglas se rascó la cabeza.

—Vaya —exclamó—, en todos los años que llevo viviendo aquí nunca me habían hecho esa pregunta. Pues no lo sé. ¿Qué busca usted?

El conductor se quedó mirándolo como si le hubiera hablado en otro idioma. Douglas se fijó en su nariz aguileña y sus rasgos afilados. Casi parecía un buitre.

—No lo sé —dijo despacio—. Nada en concreto.

—Turismo sin rumbo, ¿eh? —apuntó Douglas.

—Eso creo. Esta mañana me he levantado con el nombre de este pueblo en la cabeza y me he dicho: ¿por qué no?

Douglas soltó una pequeña carcajada.

—¡Eso me gusta! —exclamó, risueño—. Hay que seguir el instinto. Bueno, supongo que podría conducir calle abajo hacia el puerto. Es una zona bonita. Hay un pequeño mercadillo, pero no abre hasta más tarde. Es un pueblo tranquilo, ¿sabe? No tenemos muchos turistas por aquí, y que me aspen si sé por qué. Diría que es uno de los pueblos más bonitos de la zona.

—Eso parece —dijo el conductor, forzando una pequeña sonrisa. Douglas se quedó mirándolo unos segundos, como si esperase que el turista fuese a añadir algo más, pero no parecía que eso fuera a pasar. De hecho, parecía confuso y perplejo, como si no tuviera ni puñetera idea de qué hacía allí. Su traje y su corbata, descuidadamente ajustada al cuello, parecían más propios de un lunes por la mañana que de un precioso sábado de ocio.

—Haga eso —dijo Douglas al fin—. Le gustará. Si decide quedarse a comer, hay un par de buenos restaurantes. Busque Te Shrimp en la zona del mercadillo si todavía anda por allí, tienen buen pescado local.

—De acuerdo, ¡gracias!

Se despidió con un gesto vago.

Douglas miró cómo el coche se alejaba calle abajo, rodando despacio, como con prudencia. De repente se sintió aliviado. Joder, si hasta le había dado como una especie de escalofrío, una especie de frío cuando aquel hombre se marchó en su coche, con su traje y su aspecto de buitre. Curioso, pensó, pero continuó andando sin dedicarle ni un pensamiento más.

Al cabo de unos instantes, sin embargo, se encontró con una pareja joven que bajaba por la calle. Ella llevaba una cámara al cuello, pero pendía bamboleante como si se hubiera olvidado de ella. Él miraba las fachadas de las casas como si nunca hubiera visto una. Parecían hoscos y huraños, como si alguien los hubiera despertado demasiado pronto con alguna clase de emergencia y estuvieran enfurruñados.

Douglas frunció el entrecejo.

El hombre, que seguramente no había llegado a los treinta, lo saludó con un sencillo gesto de la mano.

—Perdone… —dijo—. Esto es Elvenbane, ¿verdad?

Douglas arrugó la nariz.

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