Alma

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XVII. El Club de los Antiguos Senderos Rectos

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EL CLUB DE LOS ANTIGUOS SENDEROS RECTOS

—¿Señor Waters? —preguntó Alma a través del teléfono.

—Al habla.

—Soy la doctora Chambers. No sé si me recuerda. Me hizo usted una entrevista…

—Oh, claro que la recuerdo —respondió Pete de inmediato. Había cierto interés en su respuesta, y Alma lo captó con satisfacción. Era, desde luego, una buena señal.

—Me alegra oír eso —respondió la doctora—. Porque si no me recordara haría más difícil el motivo de mi llamada.

—Dígame… ¿puedo ayudarla en algo?

—De hecho, sí. Lo llamo para pedirle algo. Están ocurriendo cosas, cosas importantes, y creo que tienen relación con… Elvenbane.

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—¿Sabe? Es curioso que me llame en este preciso momento.

—¿Ah, sí? —preguntó Alma con una pequeña sonrisa.

—Desde luego. Acaban de pedirme que vaya allí y haga un artículo sobre cómo se sienten los vecinos. Tengo un pase de prensa para…

Se detuvo.

—Vaya —añadió con un susurro.

Alma sonrió, pero no dijo nada.

—Ya entiendo. Usted me llama para que la deje pasar conmigo. No se permite la entrada a nadie que no sea residente, o un periodista con la debida acreditación.

—En efecto, señor Waters.

—Llámeme Pete, por favor. Es usted… sorprendente.

—Yo no, Pete. Las coincidencias, admito, a veces lo son. No debe alarmarse. Acéptelo; hay cosas que ocurren porque deben ocurrir.

Y Pete, que de manera oportuna tenía su acreditación para sortear el bloqueo policial entre las manos, sintió un escalofrío.

Alma se detuvo justo cuando estaba a punto de salir de la oficina. Iba un poco retrasada. Si Pete era puntual, ya debía de estar esperándola fuera, pero sentía… Sentía que faltaba algo. Algo aún no estaba bien.

Se quedó quieta, sintiendo, intentando averiguar qué era.

Sin resultado.

Se dio la vuelta y miró alrededor. Observó a Andrew que pasaba consultando un pliego de papeles, observó la puerta de su despacho, el tablón de comunicaciones internas que pendía de la pared…

No, no era nada de eso.

Consultó su pequeño reloj de pulsera y negó con la cabeza. Ya iba diez minutos tarde y empezaba a ser demasiado. La puntualidad, para ella, era importante, porque significaba consideración y respeto, y no iba a hacer esperar más a quien le estaba haciendo un favor.

Caminó resuelta hacia la puerta y salió al exterior, pero tan pronto lo hizo se detuvo de nuevo. La llevó un par de segundos comprender por fin lo que estaba faltando.

Era Jow, por supuesto. Estaba hablando con Pete, que esperaba junto a su coche. Charlaban con despreocupación, bastante animados. El coche era un todoterreno de pequeño tamaño, lo que le hizo levantar una ceja. A veces, las cosas iban tan rodadas que se sentía un poco títere de un destino demasiado grande para ser comprendido.

Entonces se acercó, caminando despacio, como dándoles tiempo.

—Ah, buenos días, doctora Chambers —la saludó Pete cuando reparó en ella.

—Buenos días, Pete. Llámeme Alma, por favor. Es lo justo.

—Claro que sí.

—Veo que ha conocido a Jow.

—De hecho, sí —respondió el periodista, sonriendo—. O tal vez no, porque ya nos conocíamos antes.

—Sí —asintió Jow—. Coincidimos una vez en el Queen’s Teatre de Londres, es lo que estábamos comentando ahora.

—Los Miserables.

Los Miserables —confirmó Jow riendo.

—Entiendo —comentó Alma con una sonrisa.

—Yo había olvidado mi entrada —dijo Pete.

—Y yo llevaba dos, porque iba a ir con una amiga que me dejó colgada en el último momento —se apresuró a decir Jow—. Lo vi allí, como un… Bueno, como un miserable, de hecho, mirando el cartel de la entrada.

Pete soltó una carcajada.

—Tenía envidia —soltó éste, recordando aquella noche—. Llevaba esperando mucho tiempo al momento adecuado para poder asistir. Pero… luego me alegré de ser tan descuidado. Fue divertido…

—¡Sí! Después tomamos un café en aquel sitio…

—¡Oh, sí! —añadió Pete—. El café era bastante nefasto…

—Café para turistas a dos libras y media —rio Jow.

—Sí… Cielos, se me pasó la tarde volando…

Estaban mirándose y riéndose como dos colegiales mientras se abandonaban a los recuerdos.

—¿Y ya está? —preguntó Alma—. ¿No volvieron a verse?

—Eh… No… —dijo Pete, confundido.

—Yo iba a pedirte un teléfono, pero…

—Sí, yo también.

Jow se encogió de hombros.

—No lo hicimos —respondió al fin, sin abandonar nunca la sonrisa.

—No, no lo hicimos.

—Bueno —exclamó Alma, hablando despacio—, ahora se han encontrado de nuevo. Por si les dice algo. Sugiero que esta vez intercambien sus números, pero eso es cosa suya.

Pete bajó la cabeza, ruborizado, pero Jow era una persona fuerte y mostraba una sonrisa enigmática. Alma miraba, divertida, las delicadas filigranas de la atracción sexual y emocional, pero no hacía falta tener ni un ápice de su capacidad para ver que allí había una conexión magnética de primer orden. Estaba allí, instantánea y espontánea, tan cierta como fascinante.

—Sí, claro que sí… —añadió Jow, sonriendo.

Alma reparó ahora en una pequeña herida que estaba ya terminando de curar sobre la ceja derecha de Pete. Una herida de algún tipo. Se tocó la suya propia cuando lo miraba.

—¿Qué se ha hecho ahí, Pete? —preguntó, intentando desviar la oleada de rubor que se había creado entre ellos.

—Oh, esto… No es nada —respondió sin darle importancia—. Tengo otra rozadura más fea en el codo. Fue en el supermercado.

—Deportes de riesgo —comentó Jow, divertida.

—Bueno, en estos tiempos nunca se sabe cuándo… Quiero decir, la gente anda como crispada.

—Cierto —respondió ella.

—Maniobraba hacia atrás con el coche cuando un tipo salió de la nada y se colocó detrás de mí. O quizá era yo el despistado, que podría ser; el caso es que lo vi en el último momento. Frené a tiempo y ni siquiera lo rocé, pero a pesar de eso, el tipo se lanzó a por mí.

—¡No! —exclamó Jow.

—Sí. Me sacó del coche y me arrojó al suelo de un empellón, como en uno de esos videojuegos.

Se señaló las heridas con un gesto vago.

—Cielos —comentó Jow, tapándose la boca con una mano.

—Su expresión era… una máscara de crispación e ira…

Alma no dijo nada. Ella también había visto cosas así.

—¡Una máscara de crispación e ira! —exclamó Jow entonces, poniendo los ojos en blanco—. Cómo se nota que eres periodista y te gusta escribir.

Pete volvió a reír.

—En fin —exclamó—. Creí que iba a darme unas patadas. Ni siquiera dije nada, levanté los brazos y creo que cerré los ojos. Eso o el miedo me «desconectó» durante unos instantes… Esas cosas pasan. Cuando volví a mirar, el tipo se alejaba ya moviendo los hombros y el cuello, resoplando como un toro.

—Qué curioso —dijo Jow—. Realmente las cosas están…

—Están mal, sí —la interrumpió Alma—. Lo que me recuerda algo: Pete y yo vamos a Elvenbane a ver qué se cuece por allí, querida. Me interesa. ¿Quieres acompañarnos?

—Oh —susurró Jow, confundida por el giro de la conversación—. ¡Elvenbane! Supuse que querría ir a echar un vistazo después de lo que vimos en el mapa, pero… Vaya, no lo sé… Soy programadora, ¿seguro que quiere que vaya yo? ¿Para qué me necesita? ¿Qué quiere que haga allí?

Alma se encogió de hombros.

—Intercambiar vuestros teléfonos, querida —dijo despacio—. ¿Qué si no?

El viaje hasta Elvenbane fue largo y corto a la vez. Eran dos horas de camino, pero Alma estuvo dormitando en el asiento de atrás mientras Jow y Pete charlaban sobre trivialidades: Pete al volante y Jow a su lado, sonriendo como un niño con un juguete nuevo. Todo les interesaba, desde las anécdotas más triviales a las opiniones sobre cualquier tema que tuviera a bien salir. Coincidían en todas las cuestiones importantes, de todas formas, y cuando aparecía una discrepancia trivial, como si preferían el vino tinto o el blanco, hacían grandes aspavientos mientras reían bulliciosos. Cuando ella hablaba, él asentía con una sonrisa dibujada en su rostro sereno; cuando él contaba algo, era ella la que miraba como si se le estuviera revelando el Gran Esquema del Universo. Alma escuchaba, sintiéndose a gusto, dejándose mecer a ratos por los flujos y reflujos de la atracción en su estado más puro e inocente, mirando por la ventana hacia la campiña británica con una expresión de complacencia en el rostro.

Cuando se encontraron con el atasco de tráfico, aún faltaba una buena media hora para llegar al pueblo.

—Dios mío —soltó Pete—. Sabía que había problemas para llegar, pero no esperaba esto… ¡Aún falta mucho!

—Yo tenía que haberlo sabido —reconoció Jow—. Había visto imágenes en las noticias. Es algo… alucinante.

—Tus hormonas han estado distraídas, cielo. No pasa nada —exclamó Alma, suspirando desde el asiento trasero y esbozando una sonrisa—. Yo sí lo sabía. ¿Olvidé mencionarlo? Parece que tenemos una buena caminata por delante.

—¿Olvidó mencionarlo? —exclamó Jow, imitándola—. ¡Pero qué mentirosa es usted!

—¿Cómo dices? —preguntó Alma, incapaz de ocultar una expresión de perplejidad entremezclada con una expresión tan infantil como traviesa—. ¿Qué insinúas, querida?

Pete soltó una carcajada.

—Menos mal que suelo llevar zapatillas deportivas —apuntó Jow.

—No te preocupes. No tendremos que andar tanto. Pete, querido, ¿puede sacar el coche de la carretera?

—¿Sacarlo? —preguntó éste, confundido—. ¿Cómo?

—Sacarlo, sí. Por la derecha estará bien. Ahí mismo, entre esos arbustos.

Pete miró hacia la dirección que la doctora le indicaba, pero allí no había ningún camino ni nada que se pareciera, sólo la interminable campiña inglesa con unos fardos de heno cuidadosamente apilados cerca de un rudimentario pajar, al fondo.

—Comprendo —dijo Pete—. ¿Está segura?

—Hágame caso en esto, querido. Llegaremos en un santiamén.

Pete asintió y sacó el coche de la carretera con un decidido movimiento. El todoterreno se zarandeó ligeramente cuando atravesó la cuneta en dirección a una pequeña zanja destinada a permitir el paso del agua, pero la suspensión compensaba el desnivel, de manera que apenas sintieron la maniobra. En unos instantes, cruzaban campo a través con un suave traqueteo.

—¿Ve ese grupo de árboles al fondo, Pete? —preguntó Alma.

—Sí.

—Vaya hacia allí.

—De acuerdo.

Jow miró hacia atrás. Un coche había intentado seguirlos, pero era un utilitario convencional construido para circular por carretera y la zanja había sido demasiado. Se quedó trabado con las ruedas girando a gran velocidad y soltando chorros de barro.

—Menos mal que tienes un buen coche —comentó Jow.

—Es… Es nuevo. De hecho, me lo dieron hace una semana.

—Sí, lo veo —dijo Jow—. Vas a darle un buen estreno.

—Nunca había tenido un todoterreno —comentó él, pensativo—. Pero de repente pensé que sería buena idea.

Alma no dijo nada, pero lo pensó todo.

—¿Ha estado alguna vez en Elvenbane, Alma? —preguntó Pete.

—No… Creo que no. No.

—Entonces, ¿cómo sabe que por aquí…?

Se interrumpió. No necesitó continuar con la pregunta. De alguna manera supo que Alma estaba usando su incomprensible capacidad para dirigirse hacia el pueblo. Alguien menos dado a creer en esas cosas diría que estaba usando la intuición, y alguien mucho más escéptico argumentaría que Alma podría haber mirado los mapas de la zona. Jow también debía de saberlo porque no dijo nada; y Alma, desde luego, sabía, de alguna manera, que él conocía ya la respuesta, porque tampoco hizo ningún comentario.

—Eso es lo que he oído de la gente… —comentó Jow—. La gente que va a Elvenbane, quiero decir.

—¿Qué cosa? —preguntó Pete.

—Que les pareció buena idea ir.

—Oh. Sí, ¿no es curioso? A mí me lo parece.

—De hecho, sí —contestó Jow—. No había oído nada similar en mi vida. Tanta gente queriendo reunirse en un mismo lugar sin ningún motivo para ello.

—Quizá en Encuentros en la Tercera Fase —respondió Pete.

—¿Cómo?

—¿No la has visto? Hay un momento en el que todos los que han tenido contacto con los… avistamientos deciden ir al mismo punto en el mismo momento. Y como en Elvenbane, las autoridades deciden cerrar el lugar. En la película aducen que la zona está llena de gases letales, ¡pero es porque ellos saben que los extraterrestres están a punto de contactar!

—¡Extraterrestres! —exclamó Jow, resoplando—. Creo que ya tenemos bastantes fenómenos paranormales en esta historia, gracias.

Pete soltó una carcajada.

El coche evolucionaba hacia la arboleda lejana, zarandeándose con suavidad de izquierda a derecha. Alma, que miraba ahora por la ventanilla, se fijó en los prados verdes que se extendían casi hasta el horizonte. Era una visión agradable, y suspiró con un deje de dulzura. Unas espigas altas y delgadas, mecidas por una brisa suave, parecían flotar a pocos centímetros del suelo, como pequeños fantasmas dorados, y Alma estuvo un rato mirándolas y dejándose llevar por el sonido apagado del motor.

Un buen rato más tarde, el pueblo de Elvenbane apareció desde detrás de una colina cimentada sobre una pared de piedra. El sol del mediodía encendía las blancas paredes de sus edificios, dándole un aspecto tan bucólico como estival. Era un lugar idílico, de hecho; podían decirlo por la belleza serena del campanario, que era, a pesar de toda la frívola decadencia constructora que había arruinado el paisaje rural de Inglaterra, el edificio más alto que quedaba a la vista, todavía. Y por la exuberante vegetación que se arracimaba por todas partes, conformando pintorescos núcleos verdes. Jow estaba sonriendo ante esa inesperada estampa cuando vio a la gente.

Entre ellos y el pueblo se levantaba una especie de alocado campamento de lonas, cuerdas, enormes tiendas de campaña y algunas caravanas aparcadas de cualquier manera. La gente conformaba grupos enormes, y entre ellos, unas pocas columnas de humo blanco ascendían lánguidas hacia el cielo a medida que la gente cocinaba cosas como salchichas, rollitos de carne y verduras de todo tipo. Jow pensó en los multitudinarios conciertos estivales, como el alemán Rock-am-Ring, sólo que allí no había ningún evento de ningún tipo. Sólo… Elvenbane, un pueblo tranquilo con apenas seis mil habitantes y casi ninguna historia relevante que contar en ningún libro.

—Qué locura —comentó Pete.

—Desde luego —exclamó Jow.

—Acércate todo lo que puedas, Pete, cielo.

—De acuerdo. Ha sido un buen truco. Muchas gracias. Creo que de no haber sido por usted aún seguiría en la carretera. Habría tenido que volver a la redacción con las manos vacías.

—No tienes por qué darlas.

El coche recorrió imparable los últimos doscientos metros. El terreno allí era más rocoso que en los tramos anteriores, así que les costó todavía menos llegar hasta el borde exterior del campamento. Había otros coches aparcados, algunos de los cuales se usaban como improvisadas residencias. Alguien había clavado unos palos de escoba en el suelo y colgado sábanas entre éstos y el vehículo, conformando una especie de porche donde refugiarse del sol. El olor a humo y a comida frita los recibió cuando bajaron del coche.

—Bien, hemos llegado —dijo Alma despacio.

—Madre mía —exclamó Jow—. Qué «ambientazo».

—Es casi como Woodstock en el sesenta y nueve.

—Oh, vamos —protestó Jow—. No eres tan viejo.

Pete levantó una ceja.

Jow pensó durante unos segundos.

—Ni de coña —dijo riendo.

—¿Cual es tu plan, Pete? —preguntó Alma.

—Bien, tengo que llegar hasta el pueblo y buscar a alguien del Ayuntamiento que quiera prestarse a una entrevista, si puedo conseguirla. La versión oficial, ya sabe. Mientras hago eso intentaré hablar con algún residente, ver cómo se siente la población local. Algún dueño de alguna tienda, que a pesar de todo creo que están encantados con todo esto. Y luego hablaré con algunas de estas personas, aunque ya sepa lo que me van a decir.

—Tienes para un buen rato, entonces —apuntó Alma—. ¿Un par de horas, tal vez?

—Tal vez. Sí.

—De acuerdo. Son casi las doce del mediodía. Contando el tiempo para comer, si conseguimos que nos sirvan algo en alguna parte, ¿nos vemos aquí a las tres de la tarde, por ejemplo?

—Vale, de acuerdo, sí —asintió Pete.

—¿Qué va a hacer usted?

—Daré una vuelta por aquí —respondió Alma.

—¿Voy contigo? —preguntó Jow.

—Me temo que sí, querida. Voy a necesitarte.

—Oh, será un placer.

Pete asintió. Lo cierto era que, a pesar de todo lo que tenía que hacer por allí, le hubiera gustado dar una vuelta con Jow por aquel improvisado festival de tiendas y gente. No muy lejos de allí, alguien había formado un pequeño corro y cantaba viejas canciones de los Beatles mientras torturaba, sin mucha destreza, una vieja guitarra; y a unos metros a la derecha, un grupo de amigos compartían una botella de bourbon entre risas y carcajadas, armando cierto jolgorio. Dos días atrás, todo eso ni siquiera le habría llamado la atención; estaba demasiado taciturno y apagado como para que esos delirantes acontecimientos hubieran podido afectarlo. Ahora, sin embargo, aquel cotarro de mercadillo de feria le parecía hasta sugerente. Excitante, quizá. Nuevo, diferente, y hasta luminoso y divertido. Estaba animado e incluso contento, y empezaba a intuir que ese estado de ánimo se debía, con seguridad, a la presencia de Jow. Le gustaba. Vaya si le gustaba.

Se despidieron, no obstante, y Jow anduvo al lado de Alma mirando al suelo, sumida en sus propios pensamientos.

—Querida —susurró Alma—, ¿podrás esperar hasta las tres sin sufrir demasiado?

—¿Qué? —protestó Jow—. ¡Oh, cielos! ¿Tanto se me nota?

—Si tuvieras sus ojos tatuados en la frente y el corazón latiendo a mil por hora cogido entre las manos, no sería tan evidente.

Jow volvió a reír. Alma tenía razón, desde luego, pero por otra parte ella no había hecho ningún esfuerzo por ocultar sus sentimientos. Esas cosas no eran para ella. Le gustaba desnudar sus pensamientos y emociones más que taparlos, porque era la única manera de asegurar que se acercaban a su vida las personas adecuadas. Ahora reía, sin embargo, más de puro entusiasmo que de otra cosa. Encontrar gente nueva que la interesara de una u otra manera era siempre excitante, la hacía sentirse vital y contenta, porque para Jow la vida iba sobre eso. Por ejemplo, era consciente de que esa mañana había soltado más carcajadas que de costumbre. Muchas, en realidad, más que en las últimas semanas; probablemente las mejores carcajadas desde que Arran y ella dejaran de ir a las oficinas y dieran el proyecto por cancelado.

Pero hoy hacía sol, lo que para el Reino Unido era un pequeño triunfo en sí mismo, y el aire traía olores a salchichas con col y cebollas, a cerveza y a protector solar, y estaba contenta de trabajar con el equipo de la doctora Chambers. Ella misma le gustaba mucho más que mucho, se sentía a gusto a su lado, y hasta le gustaban los dos pequeños frikis que tenía trabajando a su lado, por mucho que, en ocasiones, la miraran con ojos demasiado cargados de testosterona.

Caminaron durante un rato entre la gente, sin un rumbo aparente, sin decir nada. Alma sonreía, pero una pequeña arruga de preocupación enturbiaba su expresión complacida.

Jow no dijo nada.

—¿Qué sientes, querida? —preguntó Alma al cabo de un rato.

—¿Sentir? No lo sé. Estoy a gusto, me parece.

Alma asintió.

—Ajá. Hay como un buen rollo aquí, ¿verdad? Parece un… pícnic veraniego.

—Sí —dijo Jow sonriendo.

—No es lo que esperaba.

—¿Ah, no? —preguntó la joven—. ¿Qué esperabas?

—No lo sé —respondió Alma con un suspiro—. Ven, vayamos hacia el pueblo.

Salieron del prado en dirección a la carretera que se adentraba en Elvenbane, atestada de vehículos detenidos a ambos lados del arcén. Parecía que alguien los hubiera abandonado; algunos estaban puestos de tal manera que parecía imposible sacarlos, pero Alma supo que a nadie le importaba demasiado: nadie tenía intención de moverse de allí. Una línea amarilla impedía además el estacionamiento, pero parecía obvio que las autoridades tenían demasiado trabajo para prestar atención a esos pormenores.

—Algo pasa con Elvenbane, eso está claro —susurró Alma.

—¿Qué piensas? —preguntó Jow, curiosa.

—No lo sé. Esperaba encontrar alguna pista viniendo aquí, sentir… el pulso general de toda esta gente. Ver cosas, quizá. Pero no esperaba encontrar esta feria.

Miraba ahora a una familia que venía del pueblo con toallas colgando de los hombros, como si volviesen de darse un baño. Si los suministros de los restaurantes que atendían a tantísima gente no se habían visto afectados por el bloqueo de las carreteras, podía poner la mano en el fuego a que habían comido delicioso pescado fresco con limón o alguna otra cosa parecida.

—Pero eso es bueno, ¿no?

—No lo sé —dijo Alma—. Están pasando cosas que no me gustan. Esas entidades que vimos cuando hablamos por teléfono llevan entre nosotros demasiado tiempo, alimentándose y engordando.

Jow sintió un escalofrío. Se había olvidado de ellas, su mente las había apartado como se aparta un mal recuerdo o una experiencia negativa, y Jow era especialmente buena haciendo esas cosas. Se había adiestrado durante toda su vida en concentrarse en el aspecto más benigno de las cosas, de manera que funcionaba a base de actitud; era feliz porque elegía serlo en cada momento, ni más ni menos. Sin embargo, había bastado evocar a aquellas cosas para que incluso con el corazón henchido de sensaciones vitales, el sol estival y rodeada de un entorno tan festivo, una sombra de inquietud hubiera cruzado su ánimo, cortándolo como un estilete frío y preciso.

Negó con la cabeza.

—El libro del señor Balmori —siguió diciendo Alma— parece haberles dado un resquicio para interactuar con nosotros a algún nivel, y como consecuencia, hay una verdadera oleada de pirados haciendo toda clase de barbaridades por todas partes. Si tienes los ojos atentos verás esas cosas detrás de cada noticia.

»Algo que aún no sé es si obran siguiendo sus dictados o si actúan porque se han ensuciado de una manera indirecta, inconsciente…, como cuando estás con alguien lleno de ese entusiasmo vital y te contagia, o al contrario, pasas una tarde con alguien que es básicamente un pozo ciego y te pierdes un poco en su negrura. Ya sabes de qué hablo…

—Sí, claro —admitió Jow.

—Si han estado jugando a la ouija con esos símbolos, han estado en comunicación con ellos. Y aunque esa comunicación haya sido pobre, está el otro nivel: la comunión. Se establece un vínculo que se retroalimenta, y esas cosas comen de la oscuridad de sus corazones y al revés.

—Entiendo —asintió Jow, pensativa—. Aquel día, cuando hablamos por teléfono la primera vez, la moneda se movió prácticamente sola. No tuve que hacer gran cosa.

—Claro —dijo Alma—. Pero ¿qué pasó? Nunca he querido preguntarte directamente. Pensé que, si era importante, la conversación saldría en algún momento.

—Bueno, me ofrecieron ayuda con mi proyecto.

—¿El de las voces?

—El de las voces.

—¿Qué contestaste?

—No lo recuerdo con claridad —exclamó Jow—. Pero no me fié en absoluto. No es sólo que fuera una moneda moviéndose sobre un tablero…, no es que no me fiara de algo tan… onírico, extraño. De alguna manera daba por hecho que hablaba con alguien.

—Entiendo —respondió Alma.

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