Alice

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Primera parte » Capítulo 7

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Capítulo 7

El marido de Anna la dejó por otra, pero ella me confesó que se había casado sin amor, y sin atracción física, quizá porque era pelirrojo y ella no quería casarse con unu conc’ ’e bagna, o sea, con un cabeza de salsa de tomate. Se casó para poder tener una casa normal y una vida normal. Él era manorba, peón de albañil, pero ella se sentía feliz de que dejaran de llamarla como a los habitantes de la Marina, culus sfustus, culos mojados, porque por entonces aquélla era una zona de pescadores, feliz de poder huir del barrio donde había nacido y donde vivía con su madre, una mujer de mala fama, en un tugurio que sigue estando y que, cuando pasa por delante, va y mira para otro lado con tal de no verlo, y se niega a señalármelo. Con su marido se fueron a vivir a las afueras, pero enseguida se dio cuenta de que aquellas casas de vecindad distaban mucho de lo que había soñado, como el matrimonio. Al menos antes todo podía ocurrir, en cambio la larga fila de edificios grises con la colada tendida sin alegría, con su calor en verano y su frío en invierno, y el marido que no le gustaba, ésos eran para siempre. Pero él acudió en su ayuda al enamorarse de otra. Terminado el matrimonio, ella se quedó con la niña y trabajó sin parar, soñando con hacer fortuna y un día regresar a la Marina, rica o famosa por algo, puesto que se le daba muy bien cantar, bailar, cocinar y coser.

Igual que yo, que siempre soñé con irme del pueblo, donde me convertí en una marginada después de la desgracia, y con regresar envuelta en la gloria para sorprenderlos, daba igual de dónde llegara esa gloria, la cosa es que, a diferencia de mi amiga que sabe hacer de todo, yo no sé hacer nada.

Anna se llama así porque nació el día de Santa Ana y su madre, al terminar la guerra, no tenía ganas de pensar en un nombre, porque hacía la calle y a ella la tuvo por un descuido. En la Marina, vivían en aquella casa, bueno, llamarla casa es un decir, porque era una especie de antro oscuro, húmedo y maloliente, donde ahora se refugian los extracomunitarios.

Por suerte, desde jovencita se dedicó a servir, y con el primer sueldo le compró una cocina de gas a su madre y unos colchones decentes. Siempre supo quién era su padre, un soldado que no había tomado precauciones cuando tuvo relaciones con su madre y que se había ocupado siempre de ella, aunque desde la distancia. Cuando nació le regaló una cadenita que llevaba escrito «Anna», sin el apellido, naturalmente, y unos pendientes para la primera comunión. Al casársele la hija, ya viejo, viajó expresamente a Cerdeña para hablar con su futuro yerno y decirle: «Si le tomas el pelo, tendrás que vértelas conmigo».

Pero al marido de Anna, cuando se casó con ella, no hacía falta que lo amenazaran, porque estaba enamoradísimo, o eso creía él, porque después, cuando conoció a la otra mujer, comprendió realmente lo que era la pasión, y se marchó, pero se comprometió a pagar el alquiler de aquel piso triste, en aquel barrio triste, en aquellas largas casas de vecindad. Siempre iba los domingos a verla y le llevaba regalos a Natascia, que aunque era pequeña ya era severa y le lanzaba una mirada dura y fría y ni siquiera abría los regalos. Entonces su padre fue espaciando cada vez más las visitas hasta que llegó un punto en que pidió el divorcio para poder contraer nuevamente matrimonio, porque había tenido otra hija con su nuevo amor. Aquí, en la Marina, adonde Anna acabó volviendo, sintieron mucha pena por ella, mischinedda, y le dijeron que siempre llueve sobre mojado y que las desgracias nunca vienen solas, porque después de una infancia y una juventud miserables, también le habían negado un poco de felicidad. Decían que, en el fondo, lo mejor para ella hubiera sido que Dios se la llevara allá arriba. Que de la pequeña Natascia se ocuparían ellas, las mujeres del barrio, y que no sería la primera vez que hacían de elefantas y se encargaban de los elefantitos de otras como si fueran suyos. Pero Anna no tenía ningún deseo de morir y, aunque lloraba mucho por su matrimonio perdido, sentía que a ese marido no lo había querido nunca y que cuando lo vio marcharse había sufrido porque, en estos casos, lo normal es sufrir, pero después lo había perdonado y, en el fondo de su corazón, le estaba agradecida, porque al fin pudo volver a soñar con el amor, la fama y la riqueza sin remordimientos. Por lo demás, para seguir viviendo su vida miserable en otro antro oscuro de la Marina, no era cuestión de que malgastara energías en rencores y arrepentimientos inútiles.

Todos le decían que tenía una voz preciosa, la más hermosa del coro de la parroquia de Santa Eulalia. Entonces ella tomó unas cuantas clases de canto y ya se imaginaba que llegaría a ser una soprano famosa. Pero las clases costaban mucho y acabó resignándose a cantar en la iglesia: «Adeestee fideeles… veniite adoreemus…». O a los Beatles, en casa. La oigo cuando hace limpieza a fondo: «Oliu nidis lav lalalalala, oliu nidis lav lalalalala, oliu nidis lav lav, lavis oliu nid». O cuando imita a Marlene Dietrich, que canta sensual «Where have all the flowers gone».

Como todos le decían que los platos que llevaba a los pobres del barrio, inmigrantes norteafricanos, paquistaníes, senegaleses, eran de alta cocina, comenzó a especializarse para ser chef, pero en ningún restaurante la contrataron, salvo en el de su amante, pero ya sabemos cómo terminó esa historia. Y sus modelitos de alta costura, aunque preciosos e imaginativos, porque los hacía con cortinas y manteles viejos o manchados, te hacían daño a los ojos con sólo ver sus improbables combinaciones de flores, rayas, lunares y cuadros.

Hasta que el destino la trajo aquí, al edificio más bonito de la Marina, si bien al apartamento para el servicio doméstico, y después, derechita al piso de arriba.

Natascia dice que su madre siempre ha conseguido pagar las facturas y que a ella no le faltara nada. Enormes sacrificios. Pero no había necesidad. Bastaba con que hubiera podido conservar al marido, o encontrar a otro honrado, un amor normal. En cambio, parecía que tuviese un imán para los desastres. Sólo había conocido a hombres que se habían aprovechado de ella, y si estaba enferma del corazón ellos tenían la culpa.

Natascia lleva muchos años de novia con un antiguo compañero del colegio; se quieren mucho. Pero ella se pone nerviosa porque es muy celosa, y como me ve guapa y refinada, jura que no me lo presentará nunca, así que cuando él va a verla, ella coloca en la ventana un paño especial para indicarme que no salga de mi casa y que no debo verlo ni siquiera a escondidas. Y eso que Natascia es guapísima, nada que ver conmigo. Tiene una melena pelirroja, más bien un melenón, que le cubre los hombros, los ojos verdes con motitas doradas, las caderas sinuosas, pechos grandes y turgentes, unas cuantas pequitas en la nariz perfecta, lleva vestidos que no valen nada, comprados sin excepción en las tiendas de los chinos, pero que le dan color y brillo, en la misma medida en que yo soy gris y opaca.

Y eso que su novio es muy fiel, puntual y serio. Aunque muy melancólico, porque, igual que le pasa a ella, a pesar de haber obtenido la licenciatura con las mejores notas, no encuentra trabajo fijo y a él y a Natascia les gustaría casarse, pero sin un trabajo seguro es imposible. Además de la rabia por las injusticias, la preocupación por su futuro, los celos por su novio, su madre es lo que más angustia a Natascia, su madre, que ahora va a trabajar al piso de arriba con la actitud de haber sido contratada en el cielo, con la actitud de Cenicienta cuando se sube a la calabaza transformada en carruaje.

—¡Ah, el alma vuela con la música! —se entusiasma Anna.

—¡Sala cabula, menchica bula, bibidibobidibú, son las palabras que siempre uso yo, bibidibobidibú! ¡Cenicientaaa! ¡Cenicientaaa! —se burla su hija.

—Tómame el pelo, pero los cuentos de hadas nos enseñan a resolver muchas situaciones difíciles —le dice su madre—. Fíjate en Hansel y Gretel y en la idea de hacer que la bruja ciega, que quería engordarlos para comérselos, tocara un huesecito. O la Bella Durmiente, que se mete donde no debe y se pincha con un huso de hilar. O Blancanieves, que comete la tontería de comerse la manzana. O Pulgarcito, que encuentra el camino con migas de pan.

—O sea, que deberíamos llevar siempre en el bolsillo un huesecito o una manzana y comérnosla en caso de que nos ofrezcan una envenenada, o tener a mano unas migas de pan para encontrar el camino, o evitar acercarnos a los husos de hilar.

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