Alice

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Primera parte » Capítulo 12

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Capítulo 12

Después de que todos los diarios hablaran del fantástico regreso a los escenarios del gran Levi Johnson, Mrs. Johnson, la señora de arriba, decidió regresar a casa. Toda recauchutada y con esa cara de susto que se les pone a las señoras que se hacen arreglos. Eso sí, guapa es un montón. Sólo me pregunto, ¿qué sentido tiene hacerte tantos retoques si después no quieres a nadie a tu lado?

Nada más llegar, se encontró con lo que se encontró, no sólo con un marido viejo, sino con el hijo, el nieto y un ama de llaves con toda la pinta de sentirse como en su propia casa.

Mrs. Johnson me llamó al timbre. Se presentó muy elegante, con una expresión de infelicidad en la cara. Tenía la mano puesta sobre el corazón y jadeaba.

—Perdóneme, ¿la molesto? Soy la señora de arriba.

—Sí, claro, ya nos hemos visto.

—Por cierto, gracias. Me han dicho que usted se ocupó de mis rosas. Son especies del siglo XVIII, las he traído de Francia, las Bourbon, las Madame Pierre Oger, las Louise Odier.

—Pase, pase. ¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias —dijo con la voz aguda y entrecortada de quien habla de algo que no consigue tragar—. He visto que la señora de abajo trabaja en mi casa. No me acordaba de ella, pero en cuanto entré en mi piso la reconocí enseguida, por la ropa que hace daño a la vista, cuadros, flores, lunares. ¿No le parece a usted también que hace daño a la vista? Ha sido muy eficiente, todo está limpio y ordenado. Lo único es que en la terraza me ha plantado unas margaritas, que son flores muy vulgares y malolientes. En fin, que gracias de nuevo por haber cuidado de mis rosas.

Me estrechó la mano y se fue. Ahora, todos los días con cualquier excusa me llama al timbre.

—¡Pase! —le digo—. Pase, siéntese.

—¡No, no se moleste! —y se queda en la puerta.

Un buen día aceptó la invitación, entró y la hice sentarse en el sofá rojo de lana rizada, en el salón que da a la calle, porque desde la cocina, que da al patio, habría visto Buckingham Palace y no me apetecía.

—Leí en los diarios sobre el concierto de mi marido. Lo que cuentan los periodistas son puras tonterías. Jamás ha estado deprimido. Sencillamente vive en un mundo de fantasía y se siente mal cuando el real no se corresponde. Decidió no tocar más en público y no grabar discos porque el éxito no le importaba nada. Podía haber seguido dando conciertos y lo hubieran recibido con alfombra roja en Nueva York, en Tokio, en París, en el mundo entero. Por entonces iban a recogerlo en limusina, pero fíjese, decía que no le gustaba que lo zarandearan. ¡Que lo zarandearan! ¡En las limusinas, en los vagones de primera de los trenes! No quería separarse del niño, que llegó después de muchos años de casados, no quería dejar nuestro cuarto de baño azulejado, con animalitos de goma en el borde de la bañera. ¿Sabía que mi marido es hijo de gente pobre, pobre y ordinaria? Salvo su madre. En la época de París debió de ser refinada. Estudiaba violín, pero, con la ocupación nazi, la mandaron a Estados Unidos, a casa de sus parientes, unos judíos que habían emigrado mucho tiempo antes. Cuando la conocí, había perdido gran parte de su elegancia, claro, pero todavía se le notaba la educación. De todos modos, yo, en lugar de la mierda de las vacas de Oklahoma, habría preferido las cámaras de gas. Pero ella parecía feliz, no parecía arrepentida.

—¿Arrepentida de lo de las cámaras de gas?

Pero no contestó la pregunta y siguió diciendo:

—El que después sería mi marido ganó una beca para asistir al college al que me mandaron a estudiar también a mí desde Cerdeña. Lo conocí cuando teníamos dieciséis años. Estaba fascinada. Loca por él. Tocaba el violín. Pero ya entonces era raro. Confraternizaba con sus rivales de la orquesta. Nunca hablaba de sí mismo con convicción. Si se trataba de ser elegido para algo importante, siempre apoyaba a los demás. Le disgustaba ganar. Y cuando se le terminó el éxito, se conmovía al leer sobre los éxitos de sus amigos, recortaba los artículos y los guardaba celosamente. Muchas veces yo le arrancaba de las manos los malditos recortes y se los rompía en pedacitos.

—Johnson sénior no conoce los malos sentimientos, para él el mundo es bueno, como para Giovannino, que tiene muchísimas cosas de su abuelo.

—No puede tener nada de su abuelo cuando lo trata desde hace apenas unos meses.

—Lo que cuenta es el ADN. ¿Ha oído cómo toca el violín su nieto? Ciertos talentos son hereditarios.

—Ya, hereditarios… En fin, que yo era feliz viajando por el mundo, de modo que de zarandeos, nada de nada. También vivimos en Nueva York, porque yo quería que mi hijo se sintiera americano y quería que estudiara en Estados Unidos, pero ese país le ha hecho daño.

Ahora la señora de arriba baja a verme incluso con ropa de estar por casa, en pantuflas, pero de esas preciosas, con tacones y plumitas de avestruz. Trae los ojos embadurnados de maquillaje y se nota que ha llorado.

Me gustaría dejarla en la puerta, porque yo estoy de parte de Anna, pero me da pena y le digo que pase y se siente en el sofá rojo de lana rizada y le pregunto si le apetece tomar algo.

—¿Cómo es esta historia de la señora de abajo que vivía en mi casa y en cuanto yo le ofrecí generosamente que se quedara como ama de llaves, recogió sus bártulos y se volvió para su piso? ¿Qué le he hecho yo? ¿No se habrá hecho amante de mi marido? Pero si ella también es una vieja igual que yo. ¿Qué es lo que quieren, vencer a la naturaleza? ¿Actuar en contra de todo sentido común? ¿Quieren hacerse los jovencitos? ¿Ser lo que no son ni nunca más serán? ¿Y mi hijo? Él también contrario a la naturaleza. Sin futuro. Todos sin futuro. Padre, hijo e hijito, el pobre no tiene la culpa. Es difícil, créame, muy difícil querer a alguien que no hace nada, pero absolutamente nada de lo que una quisiera. Llegué incluso a pensar en suicidarme. No quería saber nada más de ninguno de los tres. Me fui aprovisionando de pastillas para dormir que el médico me había recetado para varios meses y todas las noches dejaba de tomármelas y las guardaba para tragármelas todas juntas. Pero las guardé durante demasiado tiempo y, cuando decidí que había llegado el momento de morir, las pastillas más antiguas habían caducado.

—Se lo ruego, Mrs. Johnson —le dije tomando sus manos entre las mías—, deje de pensar en el suicidio.

—¿Cómo hago para no pensar en ello con todas esas cosas contrarias a la naturaleza?

—No entiendo. ¿Qué es contrario a la naturaleza?

—No hay nada que entender. Son americanos. En Estados Unidos no se resignan ante el curso las cosas. Y no es ninguna casualidad que mi marido sea americano y que mi hijo sea hijo de un americano.

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