Alice

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Segunda parte Fin de la novela » Capítulo 2

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Capítulo 2

De manera que ahora, en el piso de abajo, también vivía el señor de arriba.

Se acercaba el verano y esperábamos la operación de Anna, en otoño, con el fresco. Mientras tanto hacíamos planes para ver cómo reorganizar la casa para el nuevo huésped.

Un día Johnson júnior me dijo:

—La pediatra me ha preguntado si mi hijo sólo me tiene a mí, es decir, si, en el caso de que yo llegara a faltar, porque lo cierto es que no soy un padre jovencito, habría alguien joven dispuesto a hacerse cargo de él. No se me ocurría nadie. Pero después pensé en ti. Si llegara el caso, ¿aceptarías ser su tutora?

—Pero prométeme que no te morirás.

—Te lo prometo. Soy duro de pelar. Con la de palizas que he recibido no debería tener un solo hueso entero. Y aquí me tienes.

—¿Quién te pegó?

—Mis compañeros en las escuelas públicas, privadas, en el colegio, en Italia, en Estados Unidos, en Francia.

—¿Y por qué?

—¿Dónde vives, Calamidad? Porque soy gay.

—¿Cómo lo sabían?

—Se daban cuenta. Todos se dan cuenta, menos tú, Alicia en el país de las maravillas.

—Y tú, ¿por qué no me dijiste que eras gay?

—Porque yo soy siempre yo, sea gay o no. Nadie más que yo. Si no me llamara Johnson pero, fíjate bien lo que te digo, siguiera siendo yo, ¿no sería el mismo? Y si, siempre siendo yo, hubiese nacido en cualquier parte y no en Estados Unidos, ¿acaso no seguiría siendo yo? La cuestión es que cuando saben que eres gay es como si no les hiciera falta saber nada más de ti, como pasa en el registro civil cuando das tu nombre, apellido, fecha y lugar de nacimiento, que te expiden el documento sin mirarte siquiera.

—Quizá tengas razón. Pero cuando te pegaban, ¿ganabas?

—Ganaba siempre. No con las manos, con la cabeza.

—¡Eres un mito, Johnson júnior, gay o no, americano o no, Johnson o no!

Mrs. Johnson volvió a llamar al timbre de casa. Preguntaba si molestaba y si podía sentarse a charlar y por qué no nos tuteábamos, pero a mí no me salía tutearla.

—Estoy preocupada por Giovannino —me decía—, no se defiende.

—Si no le hacen nada malo, ¿de qué debe defenderse?

—Dice que a él no le hacen nada, pero que a los demás niños sí. Y entonces yo le pregunto: «¿Cómo es que a los demás sí y a ti no?». Y me contesta: «No sé». Me tiene preocupada, no puede ser verdad, el problema es que él no se da cuenta. Tengo miedo de que sepan cómo es su padre, a lo mejor los niños no lo saben, pero sus padres sí. Tengo miedo de que le den de lado. Sospecho que nunca le hacen nada malo por el simple hecho de que no lo consideran uno de ellos. Sé que mi hijo ha ido muchas veces a recogerlo al colegio con ese novio que tiene. Algo monstruoso.

Pero de las últimas reuniones con la maestra Mrs. Johnson regresó confundida. La maestra le dijo que Giovannino era un paladín de los débiles, que ella sentaba en el pupitre de su nieto a los niños más desarrapados, porque en Giovannino encontraban protección, porque Giovannino, al tener un alto concepto del mundo, apreciaba a todos y, cuando para defender debía atacar, después siempre estaba dispuesto a hacer las paces, a olvidar el feo incidente. Era un niño buenísimo, pero se notaba que lo había criado un hombre solo, y que tal vez había que tener cuidado de que con los años esas hermosas cualidades no se transformaran en machismo.

—¿Machismo? —repitió Mrs. Johnson casi riendo—. Cosa de locos.

Mrs. Johnson estaba confundida, confundida y con las ideas patas arriba.

De todas maneras, en otra ocasión en que el novio de su hijo estaba en Cagliari, insistió en invitarlo a cenar. Mrs. Johnson quiso preparar con la ayuda de su criada las mejores especialidades sardas, alguna receta típica como la sopa de pescado de Oristano, almejas alla schiscionera, sebadas[12].

Al día siguiente bajó al piso de abajo, por primera vez desde que Levi Johnson vivía allí. Se disculpó varias veces, se sentó al lado de Anna y se puso a hablar de la cena. Había hecho la compra en las tiendas de los indígenas. Mrs. Johnson clasificaba a los tenderos de aquí, de la Marina, en dos grupos: los indígenas, o sea los blancos, y los no indígenas, todos los demás, chinos, senegaleses, paquistaníes, indios, marroquíes, etcétera. Omar, el amigo de su hijo, porque no le salió decir «novio», parecía un buen muchacho, de París había traído macarons fondants y no habían hecho otra cosa que hablar de lo hermosa que es París. Pero había una cosa que no funcionaba, una cosa seria.

Después de abrirle la puerta, su marido se había ido a tocar el violín a otra habitación.

—¡Stéphane Grappelli! I like New York in June. ¿Le gusta? —le preguntó Mrs. Johnson a Anna.

—Bueno, no es que el jazz me guste mucho.

—Tiene que acostumbrarse. Después lo preferirá a cualquier otra música.

Y dirigiéndose a Levi, que había vuelto a entrar en el cuarto, Mrs. Johnson dijo:

—El amigo de nuestro hijo no es un diferente normal.

—¿En qué sentido? —preguntó Johnson sénior.

—En el sentido de que es palestino.

—¿Y entonces?

—Entonces ¿no será que simula querer a nuestro hijo y en cambio, como tu madre era judía y tú también eres de religión judía, quiere hacerlo saltar por los aires?

Johnson sénior estalló en carcajadas y no podía parar. Anna nunca lo había visto reír tan a gusto.

—No hay ningún motivo para reírse —le soltó su mujer—, fíjate que nuestro pobre Giovannino, un niño cristiano, cuando saluda a Omar, también le dice «insha’Allah!» y no «¡si Dios quiere!», y su padre le ha explicado que es lo mismo. El mismo Dios. Pero no es verdad. Es un Dios completamente diferente.

—Claro que es siempre el mismo Dios. El vuestro, el mío, el de Omar.

—A ti y a tu hijo todo os sirve para hacer caldo. Hasta Dios os sirve para hacer caldo.

—Esta preocupación tuya por la religión es una novedad. Nunca te había preocupado el hecho de que yo fuera judío.

—Los judíos son un caso aparte. Nadie tiene nada que objetar al hecho de que alguien sea judío.

—Claro, ahora nadie tiene nada que objetar.

—¿Qué insinúas, que en tiempos de tu madre te habría denunciado?

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