Algo

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Rojos y blancos

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ROJOS Y BLANCOS

La rebelión triunfa. El rumor sordo

se escucha precursor de tempestades,

y cual río engrosado por las lluvias

en torrentes se escapa de su cauce,

así, sedienta de sembrar el luto,

la turba se desborda por las calles.

Éste la antorcha del incendio ostenta,

aquél el arma despiadada blande,

y el aire puro que el pulmón aspira

cuando en blasfemias convertido sale

seca al paso la gota de aguardiente

al borde de los labios vacilante.

¡Ay de aquél que el furor del ciego pueblo

para hacerlo su víctima señale!

Salta á un golpe la puerta, ya hecha astillas

la casa en confusión la turba invade,

y, á poco, de un balcón, que todos miran,

con estrépito saltan los cristales

al dar paso á las ropas, á los muebles

que, apenas llegan á la calle, arden

entre las lenguas de espantosa hoguera,

y de ella en torno, en un inmundo baile,

se agitan, dando vivas y chillidos,

niños y mujerzuelas repugnantes.

Gritos de feroz júbilo resuenan

y un cuerpo inerte desde lo alto cae,

y aumenta el combustible de la hoguera

un mutilado y fétido cadáver,

con órbitas privadas de los ojos

llenas de negra coagulada sangre.

Ya de la casa y en tropel las turbas,

como espantadas de su crimen, salen…,

pero no, que no lejos de aquel sitio

repetirán la escena, miserables.

Y todo lo contempla y lo oye todo

el femenil conservador cobarde,

que, agitado y miedoso, algún postigo

con sus trémulas manos entreabre,

sin sentir tanto el mal, por ser ajeno,

mientras frío sudor su cuerpo invade

y hace callar, con señas, á sus niños

para que no los oigan en la calle.

¡Cuadro espantoso que también he visto

sintiendo á mis mejillas agolparse

la sangre, al escapar despavorida

del corazón, henchido de coraje!

Ya sé que tales hechos pueden hijos

ser de causas tristísimas y graves.

La multitud que los comete, ciega,

puede no ser perversa, sí ignorante,

y los que á tal exceso la conducen

son más locos tal vez que criminales.

Yo sé también que hay crímenes sin nombre

que siempre á la justicia es fuerza escapen

y que sólo el furor de una revuelta

a castigar se atreve inexorable.

No ignoro que en las fábricas subsisten

a veces, por desgracia, los feudales

usos con que el señor de horca y cuchillo

acreditaba un tiempo su barbarie.

Pero aun así, mi mente se rebela

del pueblo al contemplar las crueldades,

y todos condenamos sus excesos,

y todos le juzgamos implacables.

Mas no siempre fué así; también en esto

valemos mucho más que nuestros padres:

ellos no condenaban, que aplaudían

cien veces más estúpidas maldades.

¡Ved el auto de fe! Llenas de júbilo

corrían en tropel á las ciudades,

teatros de aquel crimen, las familias

honradas de los próximos lugares.

Con vistosos adornos una hoguera

en mitad de la plaza sobresale,

multitud apiñada la rodea,

ávida de indulgencias y de sangre.

En las lujosas gradas se distinguen

caballeros y damas principales

luciendo ricas y costosas joyas,

vistiendo bellos y suntuosos trajes.

Y se admiran en sitios preferentes

del Santo Tribunal los familiares,

que no es la plebe quien comete el crimen,

ellos son: lo escogido entre los grandes.

Sobre la hoguera, encadenada á un poste,

la víctima se agita y se contrae,

de su sentencia la lectura escucha.

¿Queréis saber su falta? No la sangre

del homicidio le manchó. No el oro

le atrajo al crimen. Sólo es judaizante,

y un delator afirma que le ha visto

en sábado hacer fiesta y aun holgarse.

Dispútanse el honor de prender fuego

a la hoguera señores principales,

y pronto envuelve el cuerpo de la víctima

la roja llamarada al elevarse.

Negra humareda se levanta entonces

y un grito horrible de entre el humo sale

y al oscilar la llama un cuerpo vese

ennegrecido, informe y repugnante.

En un supremo angustioso esfuerzo

el infeliz intenta libertarse

y sus venas se hinchan y revientan

y sus ojos inyéctanse de sangre

y en estertor de la agonía agítase.

Llamas azules sus tejidos lamen

y hacen agrietar los tegumentos,

y, al levantar ampollas en la carne,

ya prenden en la grasa, que se enciende

y el aire infecta con hedores acres.

Convulsiva la víctima se agita

y al fin ya dobla su cabeza exánime;

ésta, así más cercana de los leños,

tras la llama se esconde un breve instante,

luego es sólo un carbón que denso humea,

luego vacila sobre el tronco y cae.

Y ni un grito de horror allí se oía

ni de la infamia protestaba nadie,

y al ministro feroz del Santo Oficio,

tan cruel como hipócrita y cobarde,

no el noble altivo le escupía el rostro,

que, al verle en el palacio ó en la calle,

se inclinaba, y besándole la mano,

no siempre sin razón, llamaba padre.

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