Alex

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Primera parte » Capítulo 2

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Al teléfono, el comisario Le Guen no le da opción alguna:

—¡Me importa un carajo tu estado de ánimo, Camille, no me jodas! No tengo a nadie, ¿lo entiendes? ¡A nadie! ¡Así que te envío un coche y te plantas allí!

Deja transcurrir unos instantes y añade:

—¡Y no me toques los cojones!

Después cuelga. Es su estilo. Impulsivo. Por lo general, Camille no le presta atención. Habitualmente sabe cómo negociar con el comisario.

Pero esta vez se trata de un rapto.

Y no quiere verse implicado en el caso. Camille siempre lo ha dicho, hay dos o tres cosas que no volverá a hacer, sobre todo ocuparse de raptos. Desde la muerte de Irène, su esposa. Se cayó en la calle cuando estaba embarazada de más de ocho meses. La llevaron a una clínica y luego la raptaron. No volvieron a verla con vida. Eso hundió a Camille. Es imposible explicar su desasosiego. Quedó fulminado. Pasó días enteros paralizado, alucinado. Cuando comenzó a delirar, tuvo que ser hospitalizado. Pasó de clínicas a centros de reposo. Era un milagro que siguiera con vida. Nadie confiaba en ello. Durante los meses que estuvo ausente de la brigada, todo el mundo se preguntaba si algún día llegaría a recuperarse. Y cuando finalmente regresó, daba la extraña impresión de ser el mismo que antes de la muerte de Irène, solo que había envejecido. Desde entonces, únicamente acepta casos menores. Se ocupa de crímenes pasionales, riñas entre profesionales y asesinatos entre vecinos. Casos en los que los muertos están detrás de uno y no delante. Nada de raptos. Camille quiere muertos bien muertos, muertes incontestables.

—De todas formas —ha dicho Le Guen, que hace cuanto está en su mano por Camille—, evitar a los vivos no es la solución. Para eso es mejor hacerse enterrador.

—Pero… —le responde Camille— ¡si eso es lo que somos!

Se conocen desde hace veinte años, se tienen en gran estima y no se temen el uno al otro. Le Guen es un Camille que habría renunciado a trabajar sobre el terreno, y Camille un Le Guen que habría renunciado al poder. Lo que separa a esos hombres son dos grados y ochenta kilos. Y treinta centímetros. Dicho así tal vez parezca una diferencia insalvable, y es verdad que al verlos juntos pueden parecer una caricatura. No es que Le Guen sea muy alto, sino que Camille es muy bajito: mide un metro y cuarenta y cinco centímetros. Tiene que mirar el mundo desde abajo, como un niño de trece años. Se lo debe a su madre, la pintora Maud Verhoeven. Sus lienzos figuran en el catálogo de una decena de museos internacionales. Una gran artista y una gran fumadora que vivía ahogada en el humo de sus cigarrillos, envuelta en un halo permanente, y sería imposible imaginarla sin esa nube azulada. A eso debe Camille sus dos cualidades más notables. De la artista heredó un don inusitado para el dibujo y de la fumadora empedernida, una hipotrofia fetal que hizo de él un hombre de un metro y cuarenta y cinco centímetros.

Ha conocido a poca gente a la que pudiera mirar desde arriba. A la inversa, sin embargo… Semejante altura no es solo una minusvalía. A los veinte años es una terrible humillación y a los treinta, una maldición, pero desde el principio uno comprende que se trata del destino. El tipo de situación que obliga a utilizar grandes palabras.

Gracias a Irène, la talla de Camille se convirtió en un baluarte. Irène había hecho que su interior se fortaleciera. Camille nunca había sido tan… Sin Irène, le faltan incluso las palabras.

Al contrario que Camille, Le Guen es casi monumental. Pesa no se sabe cuánto porque nunca lo confiesa, unos dicen ciento veinte, otros ciento treinta y algunos incluso van más lejos, no tiene importancia. Le Guen es enorme, paquidérmico, con unos grandes mofletes de hámster. Sin embargo, su mirada clara rebosa inteligencia, y aunque nadie alcanza a explicarlo, los hombres no quieren admitirlo y las mujeres se manifiestan casi unánimes en ello, el comisario es un hombre extremadamente seductor… A saber por qué.

Camille ya ha oído gritar antes a Le Guen. No le impresionan los arranques furibundos del comisario. Después de tanto tiempo… Descuelga con parsimonia y marca el número:

—Te lo advierto, Jean, me ocuparé de esa historia de rapto pero se la endosas a Morel en cuanto regrese porque… —coge impulso y martillea cada sílaba con una paciencia con visos de amenaza— ¡no acepto el caso!

Camille Verhoeven nunca grita. Muy raras veces. Es un hombre de autoridad. Es bajito, calvo y ligero pero, como todo el mundo sabe, también astuto e ingenioso. Le Guen ni siquiera responde. Aunque a ellos no les hace ni pizca de gracia, las malas lenguas dicen que, de los dos, quien lleva los pantalones es Camille. Después cuelga.

—¡Mierda!

Es el colmo. Es más, puesto que esto no es ni mucho menos México y no hay un rapto a diario, podría haber sucedido en cualquier otro momento, cuando él estuviera en una misión, o de baja, en cualquier otro sitio. Camille descarga un puñetazo sobre la mesa. Al ralentí, porque es un hombre comedido. Le disgustan los aspavientos, incluso en los demás.

El tiempo apremia. Se pone en pie, coge su abrigo, el sombrero y desciende rápidamente las escaleras. Camille es bajo pero sus pasos son pesados. Hasta la muerte de Irène eran más bien ligeros, y a menudo ella le decía: «Andas como un pajarillo. Siempre tengo la sensación de que vas a levantar el vuelo». Irène murió hace cuatro años.

El coche se detiene ante él. Camille entra en el vehículo.

—¿Cómo te llamas?

—Alexandre, jef…

Se muerde la lengua. Todos saben que Camille detesta ese trato, «jefe». Dice que suena a hospital, a serie de televisión. Esos juicios mordaces son muy de su estilo. Camille es un individuo no violento capaz de cometer brutalidades. A veces se enfurece. Ya era todo un carácter, pero con la edad y la viudedad se ha vuelto algo sombrío, irritable. En el fondo es un impaciente. Irène le preguntaba: «Cariño, ¿por qué estás siempre tan enfadado?». Desde lo alto de su metro cuarenta y cinco, si así puede decirse, Camille respondía, exagerando su sorpresa: «Sí, es cierto… No tengo razón para enfadarme…». Colérico y comedido, brutal y manipulador, es raro que la gente lo entienda a la primera. Es un hombre apreciado, quizá también porque no es muy alegre. Camille no se tiene en mucha estima a sí mismo.

Desde que se reincorporó a su puesto, hace ya casi tres años, Camille acepta a todos los agentes en prácticas, una verdadera ganga para los jefes de servicio a los que no les gusta tener que cargar con ellos. Desde que el suyo se hizo pedazos, Camille no desea volver a formar un equipo estable.

Le echa un vistazo a Alexandre. Tiene cara de llamarse de cualquier otra manera, pero seguro que no Alexandre. A pesar de ello, es lo bastante alto como para sacarle cuatro cabezas, lo cual no es una proeza, y ha puesto el coche en marcha antes de que Camille dé la orden, lo que al menos denota dinamismo.

Alexandre arranca como una flecha, se nota que le gusta conducir. Diríase que el GPS trata de recuperar el retraso acumulado al partir. Alexandre quiere demostrarle al comandante sus dotes de buen conductor, la sirena aúlla y el coche cruza con autoridad calles, esquinas y bulevares, mientras los pies de Camille se balancean a un palmo del suelo y se agarra con la mano derecha al cinturón de seguridad. En menos de quince minutos llegan a su destino. Son las nueve y cincuenta minutos. Aunque no sea muy tarde, París ya tiene un aspecto adormecido, sereno, no parece el tipo de ciudad donde se raptan mujeres. «Una mujer», ha dicho el testigo que ha llamado a la policía. Estaba visiblemente conmocionado: «¡La han raptado ante mis propios ojos!». No se lo podía creer. Hay que reconocer que no se trata de una experiencia frecuente.

—Déjame ahí —dice Camille.

El comandante baja del coche, se pone el sombrero y el muchacho se marcha. Están en un extremo de la calle, a cincuenta metros de las primeras vallas. Camille recorre andando el último trecho. Cuando dispone de tiempo trata siempre de aplicar su método y abordar los problemas desde la distancia. La primera mirada es fundamental y debe ser panorámica, puesto que luego uno entra en los detalles, en los innumerables hechos, y se pierde la perspectiva. Es la razón oficial que se da a sí mismo por haber bajado del coche a un centenar de metros del lugar donde lo aguardan. La otra razón, la verdadera, es que no le apetece estar allí.

Al avanzar hacia los vehículos de policía cuyas luces salpican las fachadas, trata de comprender lo que siente.

Su corazón late con fuerza.

No se encuentra bien. Daría diez años de su vida por hallarse en otro lugar.

Pero aunque avance con lentitud, finalmente llega.

Cuatro años antes sucedió algo similar. En la calle en la que vivía, con cierto parecido a aquella. Irène ya no estaba allí. Tenía que dar a luz al cabo de unos días. Tendría que haber estado en la maternidad, Camille se precipitó, corrió, la buscó, hizo cuanto pudo aquella noche por encontrarla… Estaba como loco pero lo hizo… Luego ella estaba muerta. La pesadilla en la vida de Camille comenzó en un segundo parecido a este. Por eso su corazón late ahora con fuerza, resuena, le zumban los oídos. La culpabilidad que creía adormilada se ha despertado. Siente náuseas. Una voz le grita que huya y otra que lo afronte, y siente un peso enorme que le oprime el pecho. Camille piensa que va a desplomarse, pero en lugar de eso aparta una valla para acceder al perímetro de seguridad. El agente de guardia lo saluda con la mano desde lejos. Aunque no todo el mundo conozca al comandante Verhoeven, todo el mundo lo reconoce. Con razón, aunque no fuera una especie de leyenda, con esa talla… Y aquella historia…

—Ah, eres tú…

—Estás decepcionado…

De inmediato, Louis se agita desconcertado.

—¡No, no, no, nada de eso!

Camille sonríe. Siempre le ha sido muy fácil ponerlo nervioso. Louis Mariani fue su adjunto durante mucho tiempo y lo conoce mejor que nadie.

Al principio, tras el asesinato de Irène, Louis fue a menudo a visitarlo a la clínica. Camille no estaba muy hablador. Dibujar, que nunca había sido más que un pasatiempo, se había convertido en su actividad principal y exclusiva. Se pasaba todo el día dibujando. Los dibujos, esbozos y croquis se apilaban en la habitación de Camille, que conservaba sin embargo el aspecto impersonal. Louis conseguía despejar un hueco donde sentarse; uno de ellos miraba los árboles del jardín y el otro sus pies. Se dijeron miles de cosas en aquel silencio, sin palabras. No lograban dar con ellas. Y un día, sin previo aviso, Camille le explicó que prefería estar solo, que no quería arrastrar a Louis en su tristeza. «Un policía triste no es una compañía interesante», dijo. A los dos los apenó separarse de aquel modo. Pasó el tiempo, y cuando las cosas empezaron a ir mejor, ya era demasiado tarde. Una vez acaba el duelo, solo queda un páramo.

No se han tratado desde hace tiempo, solo se han cruzado en reuniones y sesiones informativas, con motivo de ese tipo de sucesos. Louis apenas ha cambiado. Hay personas como él que, cuando envejezcan, morirán con un aspecto juvenil. Y siempre tan elegante. Un día Camille le dijo: «Incluso vestido para una boda, a tu lado siempre parezco un vagabundo». Louis es rico, muy rico. Su fortuna es como los kilos del comisario Le Guen: nadie conoce la cifra, pero todos saben que es considerable y, a buen seguro, en permanente expansión. Louis podría vivir de sus rentas y garantizar el bienestar de cuatro o cinco generaciones venideras. En lugar de eso, es policía en la Criminal. Cursó un montón de estudios que no necesitaba, y eso le dio una cultura que Camille nunca ha echado en falta. Verdaderamente, Louis es un fenómeno.

Sonríe, le parece gracioso volver a encontrarse con Camille así, presentándose sin previo aviso.

—Es allá abajo —dice señalando unas vallas.

Camille acelera el paso tras el joven. O quizá ya no tan joven.

—¿Cuántos años tienes, Louis?

Louis se vuelve hacia él.

—Treinta y cuatro, ¿por qué?

—No, por nada.

Camille se da cuenta de que se hallan a dos pasos del museo Bourdelle. Recuerda con bastante nitidez el rostro del Heracles arquero. La victoria del héroe sobre los monstruos. Camille jamás ha esculpido, nunca ha tenido el físico necesario para ello y hace ya tiempo que no pinta, pero sigue dibujando incluso tras su larga depresión. No puede evitarlo, forma parte de su ser y tiene siempre un lápiz en la mano, es su manera de mirar el mundo.

—¿Conoces el Heracles arquero del museo Bourdelle?

—Sí —dice Louis.

Parece molesto.

—Pero me pregunto si no está en el museo de Orsay.

—Siempre tan cabrón…

Louis sonríe. Ese tipo de frase, en el caso de Camille, es una señal de aprecio. Significa: «Qué rápido pasa el tiempo, ¿cuánto hace que nos conocemos tú y yo?». Significa: «Apenas nos hemos visto desde que maté a Irène, ¿no es cierto? Es curioso que volvamos a encontrarnos en el escenario de un crimen». De repente, Camille se ve en la obligación de precisar:

—Sustituyo a Morel. Le Guen no tenía a nadie a mano y me ha pedido que viniera.

Louis hace un gesto de comprensión, pero mantiene su escepticismo. La presencia del comandante Verhoeven en un caso como ese, aunque sea transitoria, resulta sorprendente.

—Llama a Le Guen —prosigue Camille—. Necesito equipos. De inmediato. Siendo la hora que es no podremos hacer gran cosa, pero al menos lo intentaremos…

Louis asiente y coge su móvil. Ve las cosas de igual manera. Ese tipo de casos se pueden abordar desde dos extremos: el del secuestrador o el de la víctima. El primero, a buen seguro, se halla lejos. La víctima tal vez resida en el barrio, quizá haya sido raptada cerca de su casa, y no es solo la historia de Irène lo que hace que ambos hombres piensen lo mismo, sino la pura estadística.

Rue Falguière. Una calle en honor al artista Alexandre Falguière. Está claro que esa es la noche de los escultores. Avanzan hacia el centro de la calle, cuyos accesos han sido cortados. Camille alza la vista hacia los pisos superiores, en los que todas las ventanas están iluminadas; se trata del espectáculo de la velada.

—Contamos con un único testigo —dice Louis cuando cuelga su móvil—. Y sabemos dónde se hallaba estacionado el vehículo utilizado en el rapto. La unidad de identificación está al llegar.

Y, justamente, hace acto de presencia en ese mismo instante. Apartan con presteza las vallas y Louis les señala el estacionamiento vacío junto a la acera, entre dos vehículos. Cuatro técnicos se apean de inmediato con su material.

—¿Dónde está? —pregunta Camille.

El comandante se impacienta. No hay duda de que no desea estar allí. Su móvil vibra.

—No, señor fiscal —responde—, dado el tiempo transcurrido, cuando recibimos la información por mediación de la comisaría del distrito quince ya era demasiado tarde para instalar controles.

El tono en que se dirige al fiscal es seco, al límite de la cortesía. Louis se aleja con prudencia. Comprende la impaciencia de Camille. Si se tratara de un menor ya habrían activado la alerta de secuestro, pero se trata de una mujer adulta. Tendrán que apañárselas solos.

—Lo que pide será muy difícil, señor fiscal —dice Camille.

Su voz ha bajado un tono más y habla lentamente. Quienes lo conocen saben que, en su caso, esa actitud es con frecuencia un signo precursor.

—Mientras le hablo, hay… —alza la vista—, diría que… un centenar de personas en las ventanas. Los equipos encargados de la investigación de proximidad informarán a doscientas o trescientas personas más. Ante tales circunstancias, si usted sabe cómo evitar que se difunda la noticia, no dude en decírmelo.

Louis sonríe en silencio. El auténtico Verhoeven. Está encantado de que vuelva a ser como siempre fue. Tras cuatro años ha envejecido, pero sigue siendo absolutamente franco. Y a veces, un peligro público para la jerarquía.

—Naturalmente, señor fiscal.

Por su tono se adivina a todas luces que, sea cual sea, Camille no tiene ninguna intención de cumplir la promesa que acaba de hacer. Cuelga. La conversación lo ha puesto aún de peor humor que las circunstancias.

—¡Mierda! ¿Se puede saber dónde está tu Morel?

No se lo esperaba. «Tu Morel». Camille es injusto, pero Louis lo entiende. Imponer ese caso a alguien como Verhoeven, con cierta propensión al desasosiego…

—En Lyon —responde Louis con calma—, en un seminario europeo. Regresa pasado mañana.

Se encaminan de nuevo hacia el testigo, custodiado por un agente uniformado.

—¡Seréis jodidos! —espeta Camille.

Louis calla. Camille se frena.

—Discúlpame, Louis.

Pero al decirlo no lo mira, mira sus pies y luego dirige de nuevo su mirada hacia las ventanas de los edificios por las que asoman todas esas cabezas que curiosean en la misma dirección, como en un tren que partiera hacia la guerra. Louis querría decir algo, pero le parece que no merece la pena. Camille toma una decisión. Mira por fin a Louis:

—Vamos, ¿hacemos como si…?

Louis se aparta el flequillo con la mano derecha. En su caso, ese gesto constituye un lenguaje en sí. En ese instante, la mano derecha significa «por supuesto, de acuerdo, haremos como si…». Louis señala una silueta detrás de Camille.

Se trata de un individuo de unos cuarenta años. Paseaba a su perro, una cosa sentada a sus pies que Dios debió de crear un día de intensa fatiga. Camille y el perro se miran y se detestan mutuamente de inmediato. El perro gruñe y luego recula gimiendo hasta chocar con los pies de su dueño. De los dos, sin embargo, el propietario del perro aún se sorprende más al ver a Camille plantado ante él. Mira a Louis, extrañado de que alguien pueda llegar a jefe en la policía con semejante talla.

—Comandante Verhoeven —se presenta Camille—. ¿Desea ver mi identificación o cree en mi palabra?

Louis disfruta el momento. Sabe cómo va a proseguir la conversación. El testigo dirá:

—No, no, está bien… Es que…

Camille lo interrumpirá y le preguntará:

—¿Es que qué?

El otro farfullará:

—No me esperaba, ¿sabe…? Es más bien que…

A partir de ese punto, dos soluciones. Camille, que a veces puede resultar implacable, se dejará llevar por sus impulsos y presionará al tipo hasta que pida clemencia. O bien renunciará a hacerlo. Esta vez, Camille renuncia. Se trata de un rapto. Una urgencia.

Así que el testigo paseaba al perro y vio que raptaban a una mujer. Ante sus ojos.

—A las nueve —dice Camille—. ¿Está seguro de la hora?

El testigo es como cualquier otra persona y, en el fondo, hable de lo que hable lo hace de sí mismo.

—Estoy seguro, porque a las nueve y media siempre veo las colisiones de coches de No-Limit. Saco al perro justo antes.

Empiezan por el físico del agresor.

—Estaba casi de espaldas, ¿sabe? Pero era un tipo alto y fuerte.

Tiene la impresión de estar prestando una valiosa ayuda. Camille, ya harto, lo observa. Louis lo interroga: «¿Cabello? ¿Edad? ¿Ropa?». «No lo vi bien, es difícil decirlo, normal». Con eso…

—Bien. ¿Y el vehículo? —pregunta Louis para animarlo.

—Una furgoneta blanca. De las de los operarios, ¿sabe?

—¿Qué tipo de operario? —lo interrumpe Camille.

—No sé… Qué le diría, tipo… no sé, ¡de operario, vaya!

—¿Y qué le hace decir eso?

Verhoeven lo tiene acorralado. El tipo se queda con la boca entreabierta.

—Los operarios —dice al fin—, todos tienen furgonetas así, ¿no?

—Sí —dice Camille—, y a veces hasta aprovechan para llevar escrito en ellas su nombre, teléfono y dirección. Es una publicidad gratuita e itinerante, ¿no le parece? Así que en esta, ¿qué había escrito su operario?

—Precisamente, en esa no había nada escrito. En cualquier caso, no he visto nada.

Camille ha sacado su cuaderno de notas.

—Lo anoto. Decíamos… una mujer desconocida… raptada por un operario anónimo, en un vehículo indeterminado… ¿Olvido alguna cosa?

El dueño del perro es presa del pánico. Le tiemblan los labios. Se vuelve hacia Louis, como si le implorase que le echara una mano.

Camille, abatido, cierra su cuaderno y le da la espalda. Louis toma el relevo. Ese único testigo ofrece pocas pistas y habrá que contentarse con ello. Camille oye la continuación del interrogatorio. La marca del vehículo («Un Ford, tal vez… No distingo bien las marcas, ¿sabe? No tengo coche desde hace mucho…»), el sexo de la víctima («Es una mujer, segurísimo»). La descripción del agresor, a su vez, es imprecisa («El tipo estaba solo, o al menos yo no he visto a nadie más…»). Queda la forma. La violencia.

—Ella ha gritado, forcejeaba…, y entonces le dio un puñetazo en el vientre. ¡No se andaba con chiquitas! Fue en ese momento cuando grité para tratar de asustarlo, ¿saben?

Camille recibe esas precisiones en pleno corazón, como si cada golpe alcanzara su cuerpo. Un comerciante vio a Irène el día en que fue raptada y ocurrió lo mismo, nada que decir, no había visto nada o apenas nada relevante. Lo mismo. Ya se verá. Camille vuelve sobre sus pasos.

—¿Dónde estaba usted exactamente? —pregunta.

—Allí…

Louis mira hacia el suelo. El tipo extiende el brazo, señalando con el dedo índice.

—Muéstremelo.

Louis cierra los ojos. Ha pensado lo mismo que Camille, pero él no haría lo que Verhoeven va a hacer. El testigo tira de su perro, avanza por la acera escoltado por los dos policías y se detiene.

—Más o menos aquí…

Mira a un lado y a otro para asegurarse, hace una mueca. «Pues sí, más o menos». Camille quiere una confirmación.

—¿Aquí? ¿No sería más lejos?

—No, no —responde el testigo, victorioso.

Louis llega a la misma conclusión que Camille.

—También la pateó, ¿saben? —añade el hombre.

—Sí —concluye Camille—. Así que usted estaba aquí. ¿A qué distancia estamos? —Interroga al testigo con la mirada—. ¿A unos cuarenta metros?

Sí, el tipo está satisfecho con su estimación.

—Así que ve usted cómo, a cuarenta metros, le dan una paliza a una mujer y la raptan, y lo que hace, con valentía, es gritar…

Alza la vista hacia el testigo, quien parpadea rápidamente, como si sintiera una gran emoción.

Sin decir palabra Camille suspira y se aleja, y solo se vuelve para mirar al chucho, que parece tan valiente como su dueño.

Se nota que tiene ganas de pegarle un tiro.

Siente, cómo decirlo, busca la palabra, una especie de angustia, una sensación… eléctrica. Debido a Irène. Se vuelve y observa la calle desierta. Y finalmente lo sacude una descarga. Comprende. Hasta aquí ha hecho su trabajo, técnico, metódico y organizado, ha tomado las decisiones que se esperan de él. Pero solo ahora, y por primera vez desde su llegada, toma conciencia de que en ese lugar, hace menos de una hora, una mujer de carne y hueso ha sido raptada, que una mujer ha chillado, ha sido golpeada y arrojada al interior de una camioneta, está cautiva, asustada, martirizada tal vez, que cada minuto cuenta y que no se ha lanzado a la carrera porque quiere mantenerse a distancia, protegerse, no quiere hacer su trabajo, el trabajo que ha elegido y que ha conservado tras la muerte de Irène. «Podrías haber hecho otra cosa —se dice—, pero no lo hiciste. Estás aquí, en este preciso instante, y tu presencia tiene una única justificación: hallar a la mujer que acaba de ser raptada».

Camille siente vértigo. Apoya una mano en la carrocería de un coche y con la otra se afloja el nudo de la corbata. Sin duda, para alguien a quien el dolor abate con tanta facilidad, no es bueno hallarse en esa circunstancia. Louis se detiene a su lado. Cualquier otro preguntaría: «¿Se encuentra bien?». Louis no. Se queda de pie junto a Camille y desvía la mirada como si aguardara un veredicto, con paciencia, emoción e inquietud.

Camille se recupera, respira hondo. Se dirige hacia los técnicos de identificación, a tres metros de él:

—¿Qué habéis encontrado?

Avanza hacia ellos, se aclara la voz. El problema de la escena de un crimen en plena calle es que se recoge un poco de todo y entre el amasijo apenas puede distinguirse qué pertenece al caso.

Un técnico, el más alto de los dos, alza la vista hacia él:

—Colillas, una moneda… —se inclina hacia una bolsa de plástico que está sobre su maletín— extranjera, un billete de metro y, un poco más lejos, puedo ofrecerte un pañuelo de papel usado y un capuchón de bolígrafo de plástico.

Camille observa la bolsa transparente que contiene el billete de metro y la alza hacia la luz.

—Y visiblemente —añade el mismo técnico— la han zurrado a conciencia.

En el arroyo hay restos de vómito que su colega recoge cuidadosamente con una cucharilla estéril.

Hay agitación junto a las vallas. Unos agentes uniformados llegan a paso ligero. Camille los cuenta. Le Guen le envía cinco policías.

Louis sabe lo que debe hacer sin apenas pensarlo. Tres equipos. Les transmitirá los primeros datos, les ordenará que rastreen por la vecindad sin alejarse demasiado, dada la hora, y les dará algunas consignas. Y un policía se quedará con Louis para interrogar a los vecinos y hacer bajar a la calle a los que miraban por la ventana y se hallaban más cerca del escenario del rapto.

Hacia las once de la noche, Louis el Sobornador ha dado con el único edificio de la calle que aún cuenta con una portera en la planta baja, una rareza en París. Seducida por la elegancia de Louis, su portería se convierte en cuartel general de la policía. Al ver la talla del comandante, la mujer se enternece. La minusvalía de ese hombre le llega a lo más hondo, como sucede con los animales abandonados. Se lleva de inmediato el puño a la boca. «Dios mío. Dios mío. Dios mío». Ante semejante espectáculo, se apiada, flaquea y desfallece al pensar en su desgracia. Mira de reojo al comandante entornando dolorosamente los ojos, como si tuviera una herida abierta y compartiera su sufrimiento.

En un aparte, pregunta a Louis:

—¿Quiere que vaya a por una sillita para su jefe?

Parece que Camille hubiera encogido en ese mismo instante y que hubiera que hacer algo por ayudarlo.

—No, gracias —responde Louis el Piadoso, cerrando los ojos—. Así está bien, muchas gracias, señora.

Louis le dirige una amplia sonrisa. La portera les prepara una cafetera.

En la taza de Camille, añade una cucharada de moca.

Todos los equipos están trabajando y Camille sorbe su café bajo la mirada misericordiosa de la portera. Louis piensa, algo propio de él. Louis es un intelectual, siempre piensa. Para comprender.

—Un rescate… —propone con prudencia.

—Sexo… —dice Camille—. Locura…

Podrían hacer desfilar todas las pasiones humanas: el deseo de destruir, la posesión, la rebelión, la conquista. Uno y otro han visto muchas pasiones mortíferas y ahora se hallan en esa portería, inmóviles. Casi desocupados.

Han llevado a cabo la investigación de los alrededores, han hecho bajar a algunas personas a la calle, han reunido testimonios, rumores, opiniones de unos y otros, han llamado a puertas con la esperanza de hallar certidumbres que acto seguido se han desvanecido, y eso les ha ocupado buena parte de la noche.

Y, de momento, nada. No cabe duda de que la mujer raptada no reside en el barrio o, en todo caso, no en las cercanías del lugar del rapto. Nadie parece conocerla. Cuentan con tres descripciones que podrían ajustarse, mujeres que están de viaje, de visita o ausentes…

A Camille, nada de eso le sirve.

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