Alex

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Primera parte » Capítulo 5

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No es una caja maciza. Las tablas que la forman están separadas unos diez centímetros unas de otras y dejan ver perfectamente el interior. De momento, nada, está vacía.

El hombre agarra a Alex por el hombro con una fuerza inusitada y la arrastra hasta la caja. Luego se vuelve y actúa como si ella no estuviera presente. El taladro es, de hecho, un destornillador eléctrico. Desatornilla una tabla de la parte superior de la caja y luego otra. Está de espaldas, inclinado. Su descomunal nuca está enrojecida y cubierta de sudor. La imagen que le viene a Alex a la mente es la de un neandertal.

Está de pie detrás de él, algo apartada, desnuda, con un brazo cubriendo sus senos y la otra mano como una concha sobre su sexo, avergonzada incluso en esa situación; si lo piensa, es un disparate. El frío la hace temblar de pies a cabeza, aguarda con pasividad absoluta. Podría intentar algo. Abalanzarse sobre él, golpearlo, correr. El inmenso almacén está desierto. Al fondo, frente a ellos, a unos quince metros, hay una abertura, como un gran boquete. Unas grandes puertas correderas debían de cerrar antaño aquella sala, pero han desaparecido. Mientras el hombre desatornilla las tablas, Alex trata de poner de nuevo en funcionamiento los mecanismos de su cerebro. ¿Huir? ¿Golpearlo? ¿Tratar de arrancarle el taladro? ¿Qué hará una vez haya desatornillado las tablas? «Voy a ver cómo revientas», le ha dicho. ¿Qué significa? ¿Cómo pretende matarla? Toma conciencia del alarmante camino que su mente ha recorrido en solo unas horas. De «no quiero morir» ha llegado a «que lo haga deprisa». En el instante en que lo comprende, se producen dos hechos. Primero, en su cabeza, un pensamiento simple, firme, terco: «No te dejes dominar, no lo aceptes, resiste, lucha». Luego el hombre se vuelve, deja el destornillador cerca de él y tiende el brazo hacia el hombro de ella para agarrarla. Una misteriosa decisión estalla entonces en el cerebro de Alex, como una burbuja repentina, y echa a correr hacia la abertura, al otro extremo de la sala. Alex supera la posición del hombre, que no tiene tiempo de reaccionar. En unos microsegundos, salta por encima de la caja y corre, descalza, tan rápido como puede. Se acabó el frío, se acabó el miedo, su verdadero motor es la voluntad de huir, de salir de allí. El suelo de hormigón está helado, duro, resbaladizo debido a la humedad, sucio y tapizado de asperezas, pero ella, impelida por su propia carrera, no siente nada. La lluvia ha mojado el suelo, y los pies de Alex pisan y salpican en los grandes charcos de agua estancada. No vuelve la vista atrás, se repite «corre, corre, corre», no sabe si el hombre ha echado a correr tras ella. «Eres más rápida». Es una certeza. «Él es un hombre viejo, pesado. Tú eres joven, delgada. Estás viva». Alex llega a la abertura y aminora un instante su carrera para ver, a su izquierda, al fondo de la sala, otra abertura parecida a la que acaba de dejar atrás. Todas las salas son idénticas. ¿Dónde está la salida? La idea de abandonar ese edificio completamente desnuda, de salir así a la calle, no ha pasado por su cabeza. Su corazón late con una cadencia vertiginosa. Alex se muere de ganas de volverse, de medir la ventaja que le lleva al hombre, pero sobre todo se muere de ganas de salir de allí. Una tercera sala. Esta vez Alex se detiene, sin aliento y está a punto de desplomarse, no, no puede creerlo. Retoma la carrera, pero las lágrimas se agolpan en sus ojos, ha llegado al final de la nave, frente a la abertura que debería dar al exterior.

Un muro.

El cemento, seguramente colocado a toda prisa para alzar el muro, se escapa entre los grandes ladrillos rojos que lo conforman. Alex palpa los ladrillos, también húmedos. Está encerrada. El frío vuelve a apoderarse brutalmente de ella, da puñetazos en los ladrillos, comienza a gritar, tal vez la oigan desde el otro lado.

Chilla sin articular palabras. «Déjeme salir, se lo suplico». Alex golpea con más fuerza, pero se fatiga y pega su cuerpo al muro, como la hiedra, como si quisiera fundirse con él. Ya no grita, no le sale la voz, solo una súplica que se queda atrapada en su garganta. Solloza en silencio y sigue pegada al muro, como un cartel. Luego siente la presencia del hombre justo detrás de ella. Se le ha acercado tranquilamente, sin apresurarse. Alex oye sus últimos pasos que se aproximan, deja de moverse y los pasos se detienen. Cree sentir su aliento, pero se trata de su propio miedo. Sin pronunciar palabra, la agarra de un mechón, con toda la mano, y le tira brutalmente del pelo. Alex sale despedida hacia atrás, cae pesadamente de espaldas y ahoga un grito. Juraría que le ha partido la columna vertebral y empieza a gemir, pero él no está dispuesto a dejarla. Le da una violenta patada en las costillas y, puesto que no se mueve lo bastante rápido, le propina una segunda, aún más dolorosa. «Guarra». Alex grita, sabe que no se va a detener, así que reúne todas sus fuerzas para intentar acurrucarse. Mal cálculo. La golpeará hasta que obedezca, y le atiza otra patada, esta vez en los riñones, con la punta del zapato. Alex aúlla de dolor, se apoya en el codo y alza la mano en señal de rendición, en un gesto que dice claramente: «Basta, haré lo que quiera». Él permanece inmóvil, aguarda. Alex se pone en pie, tambaleándose, busca la dirección correcta, titubea, está a punto de caerse y avanza zigzagueando. No camina lo bastante deprisa y el hombre le da una patada en el culo. Alex se desploma unos metros más adelante, sobre el vientre, pero vuelve a ponerse en pie, con las rodillas ensangrentadas, y sigue caminando, más deprisa. Se ha acabado, ya no tiene que exigirle nada. Alex se rinde. Camina hacia la primera sala, atraviesa la abertura, ahora está dispuesta. Exhausta. Al llegar junto a la caja, se vuelve hacia él con los brazos colgando, ha renunciado al más mínimo pudor. El hombre se detiene. ¿Qué ha sido lo último que ha dicho, sus últimas palabras? «Voy a mirar cómo revientas, puta».

Él mira la caja. Alex también. Es el punto de no retorno. Lo que haga, lo que acepte, será irreversible. Irremediable. No podrá volver atrás. ¿Va a violarla? ¿A matarla? ¿La matará antes o después? ¿Cuánto piensa alargar su sufrimiento? ¿Qué quiere ese verdugo que no dice palabra? En pocos minutos tendrá la respuesta a sus preguntas. Solo queda un misterio.

—Di… Dígame… —suplica Alex.

Ha susurrado, como si se tratara de una confidencia.

—¿Por qué? ¿Por qué a mí?

El hombre frunce el ceño, como si no hablara su misma lengua y tratara de adivinar el sentido de la pregunta. Maquinalmente, Alex se lleva la mano a la espalda y sus dedos rozan la madera rugosa de la caja.

—¿Por qué a mí?

El hombre sonríe lentamente, sin labios…

—Porque es a ti a quien quiero ver reventar, puta.

El tono de la evidencia. Parece convencido de haber respondido a su pregunta con claridad.

Alex cierra los ojos. Está llorando. Querría recordar su vida, pero no le viene nada a la cabeza. Sus dedos ya no rozan la madera de la caja, ahora apoya la palma de la mano para evitar caerse.

—Venga… —dice él exasperado.

Y señala la caja. Alex ya no es la misma cuando se vuelve, no es ella quien entra en la caja, no queda nada de ella en ese cuerpo que se acurruca. Ahí está, con los pies separados para que cada uno repose sobre una tabla, abrazando sus rodillas como si esa caja fuera su último refugio y no su ataúd.

El hombre se aproxima y contempla el cuadro de esa chica desnuda en el fondo de la caja. Con ojos desorbitados, satisfecho, como un entomólogo que observara una especie insólita. Parece orgulloso.

Finalmente resopla y coge el destornillador eléctrico.

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