Alex

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Tercera parte » Capítulo 60

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Le Guen descuelga al primer tono.

—Lo dejamos por esta noche.

—¿Qué has averiguado? —pregunta Le Guen.

—¿Dónde estás? —pregunta a su vez Camille.

Le Guen titubea. Eso significa que está en casa de una mujer. Eso significa que Le Guen se ha enamorado porque, de lo contrario, no se acuesta con una mujer, no es su estilo. Eso significa que…

—Jean, te lo advertí la última vez, ¡sabes que no quiero volver a ser tu testigo! En ningún caso.

—Lo sé, Camille, no te preocupes, soy prudente.

—¿Puedo confiar en ti?

—Absolutamente.

—Ahora sí que me das miedo.

—Y tú, ¿cómo lo llevas?

Camille consulta la hora.

—Le prestó dinero a su hermana, ella lo llamó y estuvo en su hotel.

—Bien. ¿Se aguantará?

—Sí. Ahora es solo cuestión de paciencia. Espero que el juez…

—En ese aspecto es impecable.

—Perfecto. Ahora lo mejor es dormir.

Y llega la noche.

Son las tres de la madrugada. No ha podido contenerse y, por una vez, lo ha conseguido. Cinco golpes, ni uno más. Los vecinos aprecian a Camille, pero de todas formas, ponerse a dar martillazos en la pared a las tres de la madrugada… El primer martillazo sorprende, el segundo despierta, el tercero lleva a hacerse preguntas, el cuarto escandaliza y el quinto invita a dar un puñetazo de advertencia en la pared… Pero no hay un sexto, se hace el silencio, y Camille puede colgar el autorretrato de Maud de la pared de su salón, el clavo se sostiene con firmeza. Camille también.

Ha querido hablar con Louis a la salida de la brigada, pero ya se había ido. Lo verá mañana. ¿Qué le dirá? Camille confía en su intuición, en la situación, se quedará con el cuadro, agradecerá a Louis su gesto y le reembolsará el coste. O tal vez no, porque sigue dándole vueltas al asunto de los doscientos ochenta mil euros.

Desde que vive solo siempre duerme con las cortinas abiertas, le gusta que lo despierte la salida del sol. Doudouche se ha acurrucado junto a él. Es incapaz de conciliar el sueño y pasa el resto de la noche en el sofá, frente al cuadro.

El interrogatorio de Vasseur es una prueba, por descontado, pero también algo más.

Lo que nació en él la noche anterior, en el taller de Montfort, lo que se adueñó de él en la habitación del hotel frente al cadáver de Alex Prévost se halla ahora frente a él.

Ese caso le ha permitido exorcizar la muerte de Irène, saldar cuentas con su madre.

La imagen de Alex, de esa niña de rostro poco agraciado, lo invade y lo hace llorar.

La torpe caligrafía de su diario, esos objetos ridículos, esa historia, todo ello le parte el corazón.

Siente que, en el fondo, también él es como los demás.

Alex ha sido un instrumento también para él.

La ha utilizado.

Durante las diecisiete horas siguientes sacan a Vasseur tres veces de la celda y lo conducen al despacho de la brigada. Armand lo interroga dos veces, luego Louis. Verifican los detalles. Armand le pregunta por las fechas exactas de sus estancias en Toulouse.

—¿Qué importancia tiene eso después de veinte años? —exclama Vasseur, indignado.

Armand le responde con la mirada: «¿Sabe?, yo hago lo que me mandan».

Vasseur firma cuanto le dan a firmar, reconoce todo lo que quieren que reconozca.

—No tienen nada contra mí, absolutamente nada.

—En ese caso —responde Louis cuando es él quien conduce el interrogatorio—, no tiene nada que temer, señor Vasseur.

Transcurre el tiempo, pasan las horas y a Vasseur eso le parece de buen augurio. Lo han hecho salir de la celda una vez más para confirmar las fechas en las que se vio con Stefan Maciak en sus visitas comerciales.

—¡Qué coño me importa! —ha chillado Vasseur al firmar.

Mira el reloj de pared. Nadie puede reprocharle nada.

No se ha afeitado. Apenas se ha aseado.

Acaban de hacerlo subir, una vez más. Ahora le toca el turno a Camille. Nada más entrar, una mirada al reloj de pared. Son las ocho de la tarde. El día ha sido largo.

Vasseur se siente victorioso y se dispone a celebrar su triunfo.

—¿Qué, capitán? —pregunta, deshaciéndose en sonrisas—. Pronto tendremos que separarnos… Sin rencor, ¿verdad?

—¿Por qué pronto?

No hay que tomar a Vasseur por un ser primario, tiene una sensibilidad perversa, es astuto, y sus antenas perciben de inmediato el cambio de viento. La prueba es que no dice nada, palidece, cruza las piernas nervioso. Aguarda. Camille lo mira un buen rato sin decir palabra. Parece uno de esos juegos en los que pierde el que no puede resistir más y habla. Suena el teléfono. Armand se levanta, avanza y descuelga, dice «dígame», escucha, dice «gracias» y cuelga. Camille, que no ha apartado la vista de Vasseur, simplemente señala:

—El juez acaba de aceptar nuestra petición de prorrogar veinticuatro horas más la detención, señor Vasseur.

—¡Quiero ver a ese juez!

—¡Es una lástima, señor Vasseur, una verdadera lástima! El juez Vidard lamenta no poder recibirlo, la carga de trabajo se lo impide. Tendremos que compartir unas horas más, ¿sin rencor?

Vasseur menea la cabeza en todos los sentidos, quiere ser muy expresivo. Ahoga la risa, lo lamenta por ellos.

—Y luego, ¿qué van a hacer? —pregunta—. No sé lo que le habrán dicho al juez para que les conceda esa prórroga, qué mentira le habrán contado, pero ya sea ahora o dentro de veinticuatro horas, van a tener que soltarme. Son ustedes…

Busca la palabra.

—Patéticos.

Vuelven a conducirlo a la celda, y pasan largas horas sin interrogarlo. Podrían tratar de agotarlo, pero Camille piensa que es mejor así. Servicios mínimos. Será lo más eficaz. Sin embargo, permanecer sin hacer nada, o casi nada, se les hace muy difícil. Cada uno se concentra en lo que puede. Camille intenta imaginar cómo acabará el asunto, imagina a Vasseur poniéndose la americana, ajustándose la corbata, piensa en la sonrisa que dirigirá al equipo, en las palabras que les dirá y en las que ya debe de estar pensando.

Armand ha localizado a dos nuevos agentes en prácticas, uno en el segundo piso y el otro en el cuarto. Va a aprovisionarse de cigarrillos y de bolígrafos, y eso le lleva tiempo y lo mantiene ocupado.

A media mañana se inicia una extraña persecución. Camille intenta llevar a Louis a un aparte por el tema del cuadro, pero las cosas no suceden como había previsto. Louis recibe varias llamadas del exterior, y Camille siente que entre ambos se instala una cierta incomodidad. Mientras mecanografía sus informes, con un ojo la mitad del tiempo clavado en el reloj de pared, comprende que la iniciativa de Louis ha complicado enormemente su relación. Camille le dará las gracias, ¿y qué más? Le reembolsará el dinero, ¿y luego? En el gesto de Louis discierne cierto paternalismo. A medida que pasa el tiempo, aumenta la sensación de que Louis ha querido darle una lección con el asunto del cuadro.

Hacia las tres de la tarde, se encuentran por fin a solas en el despacho. Camille no se lo piensa dos veces y le da las gracias, es lo primero que se le ocurre.

—Gracias, Louis.

Debe añadir algo, no puede contentarse con eso.

—Esto…

Pero calla. La actitud interrogativa de Louis le revela la magnitud de su error. Louis no tiene nada que ver en el asunto del cuadro.

—¿Por qué me das las gracias?

Camille improvisa.

—Por todo, Louis. Por tu ayuda… en todo esto.

Louis dice «sí» sorprendido, las palabras de Camille son un hecho inaudito.

El comandante acaba de decir algo apropiado, acaba de hacerlo, y esa inesperada confesión lo ha sorprendido incluso a él mismo.

—Este caso representa en cierto modo mi regreso, y no soy un hombre con el que sea fácil convivir, así que…

La presencia de Louis, ese joven misterioso al que tan bien conoce y del que en realidad nada sabe, lo conmueve súbitamente, quizá más incluso que la reaparición del cuadro.

Han vuelto a conducir a Vasseur a la sala de interrogatorios para repasar algunos detalles.

Camille se dirige al despacho de Le Guen, llama suavemente a la puerta y entra. El comisario espera recibir una mala noticia, puede leerse en su rostro, pero Camille levanta de inmediato las manos bien alto para tranquilizarlo. Hablan del caso. Cada cual ha hecho lo que debía. Aguardan. Camille menciona la venta de las obras de su madre.

—¿Cuánto? —pregunta Le Guen, estupefacto.

Camille repite la cantidad, que le parece cada vez más abstracta. Le Guen hace un mohín de admiración.

Camille no le habla del autorretrato. Ha tenido tiempo de reflexionar, y por fin cree tener la respuesta. Llamará al amigo de su madre que organizó la subasta. Ha debido de obtener una muy buena comisión por la venta y se lo agradece a Camille con el cuadro. Es hasta cierto punto comprensible. Camille se siente aliviado.

Lo llama, deja un mensaje y vuelve a su despacho.

Pasan las horas.

Camille ya lo ha decidido. Será a las siete de la tarde.

Ha llegado el momento. Son las siete.

Vasseur entra en el despacho. Se sienta, con la mirada deliberadamente clavada en el reloj de pared.

Está muy cansado, en las cuarenta y ocho últimas horas apenas ha dormido y ahora eso se adivina cruelmente.

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