Alex

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Primera parte » Capítulo 13

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Cuando Alex ha abierto los ojos, la rata estaba frente a ella, a escasos centímetros de su cara, tan cerca que la veía tres o cuatro veces más grande de su tamaño real.

Ha gritado y la rata ha retrocedido bruscamente hasta la cesta, y luego ha trepado a toda velocidad por la cuerda. Se ha detenido a cierta distancia, como si dudara acerca de qué hacer a continuación, olfateando en derredor al acecho del peligro. Y analizando el interés que merece la situación. Alex le ha chillado insultos. La rata, insensible a sus esfuerzos, permanecía en la cuerda, boca abajo, mirándola con esos ojos brillantes, ese hocico rosado, ese pelo reluciente, esos bigotes largos y blancos, y esa cola interminable. Alex estaba aterrada y era incapaz de recuperar el aliento. Se ha desgañitado gritando hasta agotarse y se han quedado mirándose fijamente.

Está a unos cuarenta centímetros de ella, inmóvil. Luego, con prudencia, se acerca a la cesta y empieza a comerse las croquetas dirigiéndole frecuentes miradas a Alex. De vez en cuando, presa de un súbito temor, la rata retrocede con un movimiento rápido, como si quisiera resguardarse; pero pronto regresa, parece comprender que nada debe temer de ella. Tiene hambre. Es una rata adulta y debe de medir cerca de treinta centímetros. Alex está acurrucada al fondo de la jaula, lo más lejos posible del bicho. Mira a la rata con una intensidad ridícula, puesto que se supone que debe mantenerla a distancia. La rata ha comido, pero no ha vuelto a subir por la cuerda. Avanza hacia ella. Esta vez, Alex no grita. Cierra los ojos y llora con los párpados apretados. Cuando vuelve a abrirlos, la rata se ha ido.

El padre de Pascal Trarieux. ¿Cómo ha conseguido encontrarla? Si su cerebro no se hubiera vuelto tan lento, tal vez podría responder a esa pregunta, pero sus pensamientos no son más que imágenes fijas, congeladas, sin movimiento. Además, a esas alturas, ¿qué importancia tiene? Negociar, eso es lo que hay que hacer. Tiene que inventar una historia, algo creíble para que la deje salir de la jaula, y luego ya se las apañará. Alex empieza a recopilar algunos datos, pero no tiene tiempo de ir más allá en su reflexión. Acaba de aparecer una segunda rata.

Más gorda.

La cabecilla de la colonia, tal vez. De pelaje más oscuro.

Y no ha llegado por la cuerda que sostiene la cesta, sino por la que sujeta la jaula, hasta detenerse sobre la cabeza de Alex, y esta, contrariamente a su compañera, no ha dado muestras de retroceder cuando ha gritado y le ha lanzado juramentos. La rata ha seguido descendiendo hacia la jaula con pequeños movimientos vivos, intermitentes, ha apoyado las patas delanteras sobre la tabla de la tapa, y Alex ha distinguido su fuerte olor. Es una rata gorda, de pelaje reluciente, con bigotes muy largos, ojos muy negros y una cola interminable que por un instante se ha colado entre las tablas y ha rozado el hombro de Alex.

Grita. La rata se ha vuelto hacia ella, sin precipitarse, y luego ha seguido su camino por la tabla en varias idas y venidas. De vez en cuando se detiene y la mira fijamente, y luego prosigue su marcha. Diríase que está calculando su siguiente paso. Alex, inquieta, la sigue con la mirada, sin aliento y con el corazón desbocado.

«Es mi olor —piensa—. Huelo a mierda, a orines y a vómito. Ha olido la carroña».

La rata está erguida sobre sus patas traseras, olisqueando en derredor.

Alex sigue la cuerda con la mirada.

Un nuevo grupo de ratas se prepara para iniciar el descenso.

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