Alex

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Segunda parte » Capítulo 29

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Aceite de motor, tinta, gasolina, es difícil detallar todos los efluvios que convergen, sin contar el perfume de vainilla de la señora Gattegno. Ronda la cincuentena. Al ver entrar a los policías en el taller, ha salido inmediatamente de su despacho acristalado y el aprendiz que los precedía ha desaparecido súbitamente, como un cachorro sorprendido ante la irrupción de su dueño.

—Se trata de su marido.

—¿Qué marido?

Una respuesta con un tono inequívoco.

Camille mueve el mentón hacia delante, como si el cuello de la camisa le apretara y se rasca el cuello, perplejo, alzando la vista al cielo. Se pregunta cómo se las va a apañar con una mujer que se cruza de brazos sobre su vestido estampado, dispuesta a emplear su cuerpo como barrera si fuera necesario. ¿De qué intenta defenderse?

—Bernard Gattegno.

La mención de ese nombre la ha pillado por sorpresa, salta a la vista de inmediato; relaja un poco los brazos y forma una «O» con los labios. No se lo esperaba y no estaba pensando en ese marido. Hace un año que volvió a casarse, esta vez con un haragán de primera más joven, el mejor operario del taller, y ahora es la señora Joris. El efecto ha sido desastroso. La boda relajó de inmediato la actitud del nuevo marido, que ahora puede pasarse el día entero en el bar con absoluta impunidad. Menea la cabeza a izquierda y derecha, es un desastre.

—Fue por el taller, compréndalo. Yo sola… —se justifica.

Camille la comprende. Un taller mecánico grande, tres o cuatro operarios, dos aprendices, siete u ocho coches con el capó abierto, motores al ralentí y una limusina descapotable rosa y blanca, estilo Elvis Presley, sobre el puente elevador, una curiosidad en Étampes. Uno de los operarios, alto, bastante joven, ancho de espaldas y con una mandíbula amenazadora se limpia las manos en un trapo sucio, se aproxima y pregunta si puede ayudar. Interroga a la jefa con la mirada. Si Joris muere de cirrosis, el relevo está asegurado. Sus bíceps proclaman bien alto que no es de los que se dejan impresionar por la policía. Camille asiente con la cabeza.

—Y también por los niños… —dice la señora Joris.

Vuelve a su matrimonio, quizá sea eso lo que quiere defender desde el inicio de la entrevista, la idea de haberse casado de nuevo tan pronto y tan mal.

Camille se aleja, deja que sea Louis quien hable. Mira a su derecha, donde hay tres coches de ocasión con el precio escrito en letras blancas sobre el parabrisas. Se acerca al despacho acristalado, construido para vigilar a los operarios mientras se lleva la contabilidad. Ese tipo de estrategia siempre funciona, uno interroga y el otro pasea y husmea. Y esta ocasión no es una excepción.

—¿Qué busca?

Curiosamente, tiene una voz muy aguda, una pronunciación casi resabiada pero agresiva, que defiende un territorio aunque no sea suyo. Al menos, aún no. Camille se vuelve y su mirada se halla aproximadamente a la altura del esternón del musculoso operario. Le saca fácilmente tres cabezas. Así dispone de una vista privilegiada de sus antebrazos. El mecánico sigue limpiándose las manos maquinalmente en su trapo, como un camarero. Camille alza la vista.

—¿Fleury-Mérogis?

El trapo se detiene. Camille señala con el índice el antebrazo tatuado.

—Ese diseño es de los noventa, ¿verdad? ¿Cuántos años?

—Cumplí mi condena —dice el mecánico.

Camille asiente.

—Qué oportuno que aprendieras a tener paciencia.

Señala con la cabeza a la jefa, detrás de él, que sigue hablando con Louis.

—… porque has perdido tu turno y ahora puede que tengas que esperar un buen rato.

Louis acaba de mostrarle el retrato de Nathalie Granger. Camille se aproxima. La señora Joris abre unos ojos como platos, estupefacta al reconocer a la amante de su exmarido. Léa.

—Es nombre de puta, ¿no les parece?

Camille se queda perplejo ante la pregunta. Louis asiente prudentemente con la cabeza. Nadie sabe Léa qué más. Léa, a secas. Solo la vio dos veces, pero la recuerda «como si fuera ayer».

—Más gorda. En el dibujo parece muy amable, pero es una bicha de tetas grandes.

Para Camille, «tetas grandes» es un concepto bastante relativo, sobre todo cuando observa el pecho liso de la señora Joris. Tiene una fijación con las tetas de la chica, como si por sí mismas pudieran explicar el naufragio de su matrimonio.

Reconstruyen la historia, de un inquietante vacío. ¿Dónde conoció Gattegno a Nathalie Granger? Nadie lo sabe. Ni siquiera los operarios a los que Louis interroga, los que estaban allí hace dos años. «Una chica guapa», dice uno. Se cruzó con ella un día que esperaba al jefe en su coche, en la esquina. Solo la vio una vez, no sabe decir si es la del retrato robot. Por el contrario, del coche recuerda la marca, el color y el año (es mecánico), pero con eso no podrán hacer gran cosa. «Ojos almendrados», dice otro, un hombre próximo a la jubilación que ya no mira el culo de las chicas y a quien las tetas grandes ya no impresionan, así que las mira a los ojos. Ante el retrato robot, sin embargo, no podría jurar que fuera ella. ¿De qué sirve ser observador cuando no se tiene memoria?, se pregunta Camille.

Nadie sabe cómo se conocieron. Sin embargo, todos coinciden en señalar que el flechazo fue inmediato. El jefe se ahogaba, y «de un día para otro» dejó de ser el mismo.

—Esa debía de saber las mil y una… —dice otro al que le parece divertido hacer comentarios salaces a expensas de su antiguo jefe.

Gattegno comenzó a ausentarse del taller. La señora Joris confiesa que los siguió una vez, el engaño la hacía enloquecer a causa de los niños, pero le dieron esquinazo y el marido no volvió a casa aquella noche. Lo hizo a la mañana siguiente, avergonzado, y «la tal Léa» fue a buscarlo. «¡A casa!», exclama a voz en grito. Dos años después y aún se ruboriza. El mecánico la vio desde la ventana de la cocina. A un lado su esposa, los niños no estaban en casa («por desgracia, porque eso quizá lo habría detenido»), y al otro, en la puerta del jardín «esa guarra» (Nathalie Granger, llamada Léa, tiene decididamente una reputación sólidamente establecida). En resumidas cuentas, el marido titubea por un momento y coge su cartera, su cazadora y se marcha. Lo hallaron muerto en la habitación de un Formule 1 la noche del lunes, fueron las señoras de la limpieza quienes lo descubrieron. En esos hoteles no hay recepción ni servicio, el personal es invisible, se accede con tarjeta de crédito y la que se utilizó entonces fue la de Gattegno. Ni rastro de la chica. En la morgue no le permitieron ver la parte inferior del rostro de su marido, no debía de ser una visión muy agradable. La autopsia fue concluyente, no había señales de golpes, nada. El tipo se tumbó en la cama, vestido, «con los zapatos puestos» y bebió medio litro de ácido, «del que se utiliza para las baterías».

En la brigada, mientras Louis redacta el informe (teclea rápido, usando todos los dedos, es muy aplicado, regular, parece que practique escalas), Camille comprueba el informe de la autopsia, en el que no se menciona la concentración del ácido utilizado. Un suicidio salvaje, bárbaro, el tipo debía de estar realmente entre la espada y la pared. La chica lo plantó en el hotel. Ni rastro tampoco de los cuatro mil euros que el mecánico había sacado la noche anterior utilizando sus tres tarjetas de crédito, «¡incluso la del taller!».

No cabía duda. Gattegno, Trarieux, el mismo encuentro fatal con Nathalie-Léa y en ambos casos, el robo de una escasa suma de dinero. Investigan las vidas de Trarieux y Gattegno en busca de un punto en común.

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