Alex

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Segunda parte » Capítulo 31

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El gendarme ha preguntado si su presencia era necesaria.

—Lo prefiero… —ha dicho Camille—. Si dispone de tiempo, por supuesto.

La colaboración entre policía y gendarmería suele ser tensa, pero a Camille le caen bien los gendarmes. Siente que tiene algo en común con ellos. Son obstinados, belicosos y nunca abandonan una pista, aunque se haya enfriado. El gendarme aprecia la propuesta de Camille. Ostenta el rango de sargento. Camille le llama «jefe» porque sabe que en la Gendarmería acostumbran a llamar así a los sargentos, y el gendarme se siente respetado. Tiene cuarenta años y luce un bigote fino, de mosquetero, más propio del siglo pasado. Su aspecto es algo anticuado y desprende cierta elegancia, quizá envarada y artificiosa, pero salta a la vista que es un hombre muy agudo. Tiene un alto concepto de su misión. Solo hay que ver sus zapatos, relucientes como espejos.

Hace un tiempo gris, marítimo.

Faignoy-lès-Reims, ochocientos habitantes, dos calles principales, una plaza con un descomunal monumento a los caídos. Es un pueblo triste como un domingo por la tarde. Se dirigen al bar, para eso han ido. El jefe Langlois estaciona el vehículo de la gendarmería frente a la puerta.

Al entrar, el olor a sopa, vino y detergente se le atraviesa de inmediato en la garganta. Camille se pregunta si no se estará volviendo ultrasensible a los olores. En el taller, con el perfume de vainilla de la señora Joris…

Stefan Maciak murió en noviembre de 2005. El nuevo dueño se hizo cargo del establecimiento justo después.

—De hecho, abrí en enero.

Lo que sabe es lo que le explicaron, como todo el mundo. Lo sucedido con Maciak le hizo dudar si quedarse o no con el establecimiento, pues aquel asesinato desató un gran revuelo. Los robos y atracos, ese tipo de cosas, pueden llegar a aceptarse (el dueño trata de poner a Langlois por testigo, sin éxito), pero una historia como aquella… Camille no ha ido hasta allí para oír eso, ni siquiera ha ido allí para escuchar, sino para ver el lugar, sentir esa historia y dar forma a su idea. Ha leído los informes y el sargento Langlois le ha confirmado lo que ya sabía. En aquel entonces, Maciak, un soltero de origen polaco, tenía cincuenta y siete años. Era un hombre bastante grueso, tan alcohólico como se puede ser cuando se lleva más de treinta años trabajando en bares sin ninguna disciplina de vida. Y sobre su vida privada, poco se sabe. En el terreno sexual, frecuentaba la casa de Germaine Malignier y su hija, que allí conocen como «Las cuatro nalgas». Por lo demás, era un tipo tranquilo y simpático.

—Las cuentas estaban en orden.

Para el nuevo propietario, que cierra los ojos muy serio, es una firma en blanco para la eternidad.

«Así que una noche de noviembre…» explica el sargento Langlois. Camille y él han salido del café tras rechazar amablemente una ronda y caminan en dirección al monumento a los caídos, un pedestal sobre el que un bravo soldado, inclinado y desafiando al viento, se dispone a ensartar a un alemán invisible con la bayoneta. El 28 de noviembre, Maciak cerró su establecimiento como de costumbre, hacia las diez de la noche, bajó la persiana y comenzó a prepararse la cena en la cocina del café; solía cenar frente al televisor, encendido desde las siete de la mañana. Pero esa noche no tuvo tiempo. Se sospecha que fue a abrir la puerta trasera y volvió a la sala acompañado. Nadie sabe exactamente qué sucedió, la única certeza es que unos minutos más tarde recibió un martillazo en la parte posterior del cráneo. Estaba aturdido y herido pero seguía con vida, la autopsia fue concluyente en ese aspecto. Acto seguido el asesino lo ató con los trapos del bar, lo que excluye la premeditación. Una vez tendido en el suelo de la sala del café, trató sin duda de que dijera dónde escondía sus ahorros, y se resistió. A buen seguro fue al garaje que comunica con la cocina para coger el bidón de ácido sulfúrico con el que se recarga la batería de la camioneta y volvió para echarle medio litro en el gaznate, lo que puso punto final a la conversación. Se llevó los ciento treinta y siete euros de la caja del día, destrozó la planta superior, destripó un colchón, vació las cómodas y antes de marcharse encontró los dos mil euros que Maciak escondía en el baño, sin que nadie se percatase. También se llevó el bidón de ácido, que seguramente conservaba las huellas dactilares del asesino.

Camille lee mecánicamente los nombres de los muertos de la Gran Guerra y da con tres Malignier, el apellido mencionado hace un rato. Gaston, Eugène y Raymond. Maquinalmente, Camille intenta establecer el lazo de parentesco con «Las cuatro nalgas».

—¿Hay una mujer de por medio?

—Se sabe que hay una, pero no si está relacionada con el caso.

Camille siente un breve escalofrío que le recorre la columna.

—Y según usted, ¿qué pasó? Maciak cerró a las diez…

—A las veintiuna cuarenta y cinco —rectifica el sargento Langlois.

No hay una gran diferencia. El jefe Langlois hace una mueca de desagrado, para él sí la hay.

—Mire, comandante —dice—, ese tipo de comerciantes acostumbran a rebasar el límite horario autorizado. No es frecuente que cierren quince minutos antes.

«Una cita amorosa», esas son las palabras y la hipótesis del sargento Langlois. Los parroquianos vieron a una mujer en el café a última hora del día. Como llevaban allí desde media tarde, debieron de tratar de ligar con tres o cuatro gramos de alcohol en la sangre, así que unos la vieron joven, otros madura, unos bajita, otros gorda, algunos dicen que iba acompañada, otros que no, se habla de un acento extranjero, pero entre quienes creyeron advertirlo ninguno es capaz de precisar de qué acento se trata. De hecho, nadie sabe nada excepto que habló un buen rato con Maciak en la barra y que este parecía muy excitado, que eso debía de ser hacia las nueve de la noche y que tres cuartos de hora después cerró y se justificó ante los clientes asiduos pretextando que de repente se sentía muy cansado. Lo que sucedió a continuación, ya lo conocemos. En los hoteles de las inmediaciones no había ni rastro de una mujer joven o vieja, bajita o gorda. Se solicitó la colaboración ciudadana, pero no sirvió de nada.

—Se tendría que haber ampliado el perímetro de búsqueda —dice el jefe, que evita la sempiterna letanía acerca de la falta de recursos.

Por el momento puede afirmarse que hubo una mujer en los alrededores, pero más allá de eso…

Langlois parece estar siempre en posición de firmes. Tieso, almidonado.

—Hay algo que le sigue rondando la cabeza, ¿verdad, jefe? —le pregunta Camille, sin apartar la mirada de la lista de caídos en la Gran Guerra.

—Pues sí…

Camille se vuelve hacia el sargento Langlois y, sin esperar la respuesta, continúa:

—Lo que me sorprende es que se pretenda hacer hablar a un tipo vertiéndole ácido en el gaznate. Podría comprenderlo si quisieran hacerlo callar, pero para hacerlo hablar…

Esas palabras liberan al jefe Langlois. La posición de firmes parece relajarse, como si por un instante olvidara mantenerla, y hasta se permite un pequeño chasquido con la lengua muy poco reglamentario. Camille piensa en llamarlo al orden, pero está convencido de que el sentido del humor no forma parte del plan de carrera del sargento Langlois.

—También he pensado en ello —dice al fin—. Qué extraño… Visto así parece el crimen de un merodeador. El hecho de que Maciak abriera la puerta trasera no confirma que conociera a su asesino, como mucho prueba que el asesino fue lo bastante convincente para que él le abriera, y eso no debió de ser muy difícil. Así pues, un merodeador. El café está vacío, nadie lo ha visto entrar, empuña el martillo (Maciak guardaba una pequeña caja de herramientas bajo la barra), noquea a Maciak y lo ata, eso es lo que se lee en el informe.

—Pero como usted no se cree esa historia del ácido para hacerle confesar dónde escondía sus ahorros, tiene otra versión…

Se alejan del monumento a los caídos y se dirigen hacia el coche, se ha levantado un poco de viento y con él llega el frío propio del final de la estación. Camille se encasqueta con fuerza el sombrero y se ajusta el impermeable.

—Digamos que hay una explicación más lógica. No sé por qué le vertieron ácido en la boca y la garganta, pero, a mi juicio, eso no guarda relación con el robo. Por regla general, los ladrones, cuando a la vez son asesinos, hacen lo más sencillo: matan, registran y luego huyen. Los sanguinarios torturan a la manera clásica y eso puede ser muy doloroso, pero se trata de procedimientos conocidos. Mientras que en este caso…

—¿Y qué opina acerca del ácido?

Un pequeño mohín. Por fin se decide.

—Creo que se trata de una especie de ritual. En fin, quiero decir…

Camille sabe perfectamente qué quiere decir.

—¿Qué tipo de ritual?

—Sexual… —aventura Langlois.

Muy agudo, el jefe.

Sentados uno al lado del otro, ambos hombres contemplan a través del parabrisas del coche cómo la lluvia moja al bravo soldado del monumento a los caídos. Camille le explica la sucesión que ha establecido: Bernard Gattegno, 13 de marzo de 2005; Maciak, 28 de noviembre del mismo año; Pascal Trarieux, 14 de julio de 2006.

El sargento Langlois menea la cabeza.

—La relación es que en todos los casos se trata de hombres.

Esa es también la opinión de Camille. Es un ritual sexual. Esa chica, si se trata de ella, odia a los hombres. Seduce a hombres que conoce, o tal vez los elija y, a la primera ocasión, acaba con ellos.

Por lo que respecta a por qué utiliza ácido sulfúrico, no lo sabrán hasta haberla detenido.

—Eso supone un crimen por semestre —concluye el sargento Langlois—. Menuda cacería.

Camille está de acuerdo. El jefe no se contenta con emitir hipótesis más que plausibles, sino que plantea también buenas preguntas. Pero no, que Camille sepa, no hay relación entre ellos: Gattegno, mecánico en Étampes; Maciak, propietario de un café en Reims; Trarieux, parado del suburbio norte. Salvo que murieron casi de idéntica manera y con toda certeza a manos de la misma persona.

—No sabemos quién es esa chica —dice Camille mientras el sargento Langlois pone en marcha el vehículo para acompañarlo a la estación—, pero de lo que sí estamos seguros es de que, si eres hombre, más vale no cruzarse en su camino.

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