Aleph

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El alma de Turquía

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El alma de Turquía

—¿Y yo?

El editor se vuelve hacia Hilal.

—Viniste porque quisiste. Y volverás cuando y como quieras. No tenemos nada que ver con eso.

El hombre que tenía el teléfono móvil ya ha desaparecido. Mis editores salieron, y Yao fue detrás de ellos. Nos quedamos los dos allí solos en el centro del gigantesco y opresivo vestíbulo blanco.

Todo ha sido muy rápido, y todavía no nos hemos recuperado de la impresión. No creí que Putin supiera de mi viaje. Hilal no imaginaba un desenlace tan abrupto, tan repentino, sin otra oportunidad para poder hablarme de amor, para explicarme lo importante que todo eso era para nuestras vidas y cómo deberíamos seguir adelante, aunque yo estuviera casado. Por lo menos es eso lo que creo que está pasando por su cabeza.

—¡NO ME PUEDES HACER ESTO! ¡NO ME PUEDES DEJAR AQUÍ! ¡YA ME MATASTE UNA VEZ PORQUE NO TUVISTE EL CORAJE DE DECIR NO, Y VAS A HACERLO DE NUEVO!

Ella corre hacia su habitación y me temo lo peor. Si habla en serio, todo es posible en este momento. Quiero llamar a mi editor para pedirle que compre un pasaje para ella o nos veremos ante una tragedia; ya no habrá reunión con Putin, ya no habrá reino, redención ni conquista; la gran aventura termina en suicidio y muerte. Salgo disparado hacia su habitación, que está en el segundo piso, pero ella ya ha abierto las ventanas.

—¡Para! No vas a morir saltando desde esa altura. ¡Lo único que vas a conseguir es quedar lisiada para el resto de tu vida!

No me escucha. Tengo que tranquilizarme, controlar la situación. Me toca a mí mostrar la misma autoridad que ella demostró en el Baikal, cuando me pidió que no me volviera para no verla desnuda. Me pasan miles de cosas por la cabeza en ese momento. Y apelo a la más fácil.

—Te amo. Nunca te voy a dejar aquí sola.

Ella sabe que no es verdad, pero las palabras de amor tienen un efecto instantáneo.

—Tú me amas como un río. Pero yo te amo como mujer.

Hilal no desea morir. Si así fuese, se habría quedado callada. Pero su voz, además de las palabras pronunciadas, dice: «Tú eres una parte de mí, la más importante, que se queda atrás. Nunca volveré a ser la que era.» Está completamente equivocada, pero no es éste el momento de explicarle lo que no va a ser capaz de entender.

—Yo te amo como mujer. Te amé antes, y voy a seguir amándote mientras el mundo exista. Ya te lo he explicado más de una vez: el tiempo no pasa. ¿Quieres que te lo repita de nuevo?

Ella se vuelve.

—Es mentira. La vida es un sueño, del cual sólo nos despertamos cuando nos llega la muerte. El tiempo pasa mientras vivimos. Soy música, trabajo con el tiempo en mis notas musicales. Si no existiera, no habría música.

Dice cosas coherentes. La amo. No como mujer, pero la amo.

—La música no es una sucesión de notas. Es el paso constante de una nota entre el sonido y el silencio. Lo sabes —argumento.

—¿Qué sabes tú de música? Aunque así fuera, ¿qué importancia tiene eso ahora? ¡Si tú eres prisionero de tu pasado, que sepas que yo también lo soy! ¡Si te amé en una vida, seguiré amándote siempre!

»Ya no tengo corazón, ni cuerpo, ni alma, ¡nada! Sólo tengo amor. Tú crees que existo pero soy una ilusión de tus ojos, lo que ves es el amor en su estado puro, que quiere mostrarse, pero no existe ni tiempo ni espacio en el que pueda manifestarse.

Se aparta de la ventana y se pone a andar de un lado a otro de la habitación. No tenía la menor intención de tirarse. Además de sus pasos en el suelo de madera, todo lo que escucho es el infernal tictac del reloj, que demuestra que estoy equivocado, el tiempo existe y nos devora en ese momento. Si Yao estuviese aquí me podría ayudar a calmarla, él que siempre se siente bien cuando puede hacer algo por los demás. Pobre hombre, en cuya alma todavía sopla el viento negro de la soledad.

—¡Vuelve con tu mujer! ¡Vuelve con la que siempre ha estado a tu lado en los momentos fáciles y en los difíciles! ¡Ella es generosa, cariñosa, tolerante, y yo soy todo lo que detestas: complicada, agresiva, obsesiva, capaz de todo!

—¡No hables así de mi mujer!

Otra vez estoy perdiendo el control de la situación.

—¡Digo lo que quiero! ¡Nunca has tenido control sobre mí y nunca lo vas a tener!

«Calma. Sigue hablando y ella se tranquilizará.» Pero nunca he visto a nadie en tal estado.

—Alégrate de que nadie tenga control sobre ti. Celebra el hecho de que tuviste coraje, arriesgaste tu carrera, partiste en busca de aventura y la encontraste. Recuerda lo que te dije en el barco: alguien va a encender el fuego sagrado para ti. Hoy ya no son tus manos las que tocan el violín, te ayudan los ángeles. Permite que Dios use tus manos. La amargura desaparecerá tarde o temprano, alguien que el destino ha puesto en tu camino al final llegará con un ramo de felicidad en las manos y todo va a salir bien. Será así, aunque en este momento te sientas desesperada y creas que te estoy mintiendo.

Demasiado tarde.

He dicho las frases equivocadas, que se podrían resumir en una sólo: «Crece, niña.» De todas las mujeres que he conocido, ninguna aceptaría esa disculpa idiota.

Hilal coge una pesada lámpara de noche metálica, la arranca del enchufe y corre hacia mí. Consigo agarrarla antes de que me dé en la cabeza, pero ahora me pega con toda la fuerza y la furia. Tiro la lámpara a una distancia segura e intento sujetar sus brazos, pero no soy capaz. Un puñetazo alcanza mi nariz, la sangre brota por todas partes.

Ambos estamos cubiertos de mi sangre.

«El alma de Turquía le entregará a tu marido todo el amor que posee. Pero derramará su sangre antes de revelarle lo que busca.»

—¡Ven!

Mi tono ha cambiado por completo. Ella deja de agredirme. La cojo por el brazo y la arrastro hacia fuera.

—¡Ven conmigo!

No hay tiempo para explicarle nada ahora. Bajo la escalera corriendo, con Hilal más asustada que furiosa. Mi corazón está disparado. Salimos del edificio. El coche que me iba a llevar a cenar está allí esperando.

—¡A la estación de tren!

El chófer me mira sin comprender nada. Abro la puerta, la empujo hacia dentro, después entro.

—¡Dile que se dirija inmediatamente a la estación de tren!

Ella repite la frase en ruso, el chófer arranca.

—Dile que no respete el límite de velocidad. Después se lo compensaré. ¡Tenemos que ir allí ahora!

Al hombre parece gustarle lo que acaba de oír. Sale disparado, con las ruedas chirriando en cada curva; los demás coches frenan al ver la matrícula oficial. Para mi sorpresa, hay una sirena dentro del coche, que él pone en el techo. Mis dedos están clavados en el brazo de Hilal.

—¡Me estás haciendo daño!

Aflojo la presión, estoy rezando, pidiéndole a Dios que me ayude, que pueda llegar a tiempo, que todo esté donde tiene que estar.

Hilal está hablando conmigo, pidiéndome que me calme, que no debería haberse comportado como lo ha hecho, que en la habitación no pensaba en matarse, que no era más que teatro. El que ama no destruye ni se deja destruir, ella nunca me haría pasar otra reencarnación sufriendo y culpándome por lo sucedido; con —una sola vez bastaba, y ya había ocurrido. Me gustaría poder responderle, pero no estoy prestando demasiada atención a lo que dice.

Diez minutos después el coche frena en la puerta de la terminal.

Abro la puerta, saco a Hilal del coche y entro en la estación. En el momento de pasar el control nos paran. Yo quiero pasar de cualquier manera, pero aparecen dos enormes guardias. Hilal me deja solo y, por primera vez en todo aquel viaje, me siento perdido, sin saber muy bien cómo seguir adelante. La necesito a mi lado. Sin ella, nada, absolutamente nada, será posible. Me siento en el suelo. Los hombres me miran la cara y la ropa llenas de sangre, se acercan, hacen un gesto con la mano ordenándome que me levante y empiezan a hacerme preguntas. Intento decirles que no hablo ruso, pero se van poniendo cada vez más agresivos. Se acercan otras personas para ver qué sucede.

Hilal reaparece con el chófer. Sin levantar la voz, él les dice algo a los guardias agresivos, que cambian de expresión y me saludan, pero yo no tengo tiempo que perder. Tengo que seguir adelante. Ellos empujan hacia los lados a la gente que se había reunido a nuestro alrededor. Mi camino está libre, la cojo de la mano, entramos en el andén, corro hasta el final, todo está oscuro, pero puedo reconocer el último vagón.

¡Sí, todavía está allí!

Abrazo a Hilal mientras intento recuperar el aliento. Mi corazón está disparado debido al esfuerzo físico y a la adrenalina que corre por mi sangre. Siento un mareo, he comido poco esta tarde, pero no puedo desmayarme ahora. El alma de Turquía me va a mostrar lo que necesito. Hilal me acaricia como si fuera su hijo, pidiéndome que me calme; ella está a mi lado y no puede ocurrirme nada malo.

Respiro hondo, el corazón poco a poco vuelve a la normalidad.

—Ven, ven conmigo.

La puerta está abierta; nadie osaría entrar en una estación de tren en Rusia para robar algo. Entramos en el cubículo, la pongo contra la pared, como había hecho hace mucho tiempo, al principio de aquel viaje que no terminaba nunca. Nuestras caras están cerca, como si el paso siguiente fuera un beso. Una luz distante, tal vez de una única lámpara en un andén diferente, se refleja en sus ojos.

Y, aunque estuviésemos en completa oscuridad, tanto ella como yo seríamos capaces de ver. Allí está el Aleph, el tiempo cambia de frecuencia, entramos en el túnel oscuro a mucha velocidad; ella ya conoce la historia, no va a asustarse.

—Vamos juntos, coge mi mano y vamos juntos al otro mundo, ¡AHORA!

Aparecen los camellos y los desiertos, las lluvias y los vientos, la fuente en una aldea de los Pirineos y la cascada en el monasterio de Piedra, las costas de Irlanda, una esquina de una calle que creo que es Londres, mujeres en moto, un profeta delante de la montaña sagrada, la catedral de Santiago de Compostela, prostitutas esperando a sus clientes en Ginebra, hechiceras que bailan desnudas alrededor de una hoguera, un hombre a punto de descargar su revólver sobre su mujer y su amante, la estepa de un país asiático donde una mujer teje hermosas alfombras mientras espera el regreso de su marido, locos en hospitales, los mares con todos sus peces y el Universo con cada una de las estrellas. El sonido de niños naciendo, viejos muriendo, coches frenando, mujeres que cantan, hombres que maldicen y puertas, puertas y más puertas.

Voy hacia todas las vidas que viví, viviré y estoy viviendo. Soy un hombre en un tren con una mujer, un escritor que vivió en la Francia de finales del siglo XIX, soy los muchos que fui y seré. Pasamos por la puerta por la que quiero entrar. Yo estaba cogido a su mano, que ahora desaparece.

A mi alrededor, una multitud que huele a cerveza y vino ríe a carcajadas, insulta, grita.

Las voces femeninas me llaman. Estoy avergonzado, no quiero verlas, pero ellas insisten. La gente a mi lado me felicita: ¡entonces yo era el responsable de aquello! ¡Salvar a la ciudad de la herejía y del pecado! Las voces siguen pronunciando mi nombre.

Ya he sido bastante cobarde por ese día y por el resto de mi vida. Lentamente levanto la cabeza.

El carro empujado por los bueyes está a punto de pasar de largo, un segundo más y no hubiera escuchado nada. Pero las miro. A pesar de todas las humillaciones por las que han pasado parecen serenas, como si hubiesen madurado, crecido, se hubiesen casado, tenido hijos y se dirigiesen con naturalidad hacia la muerte, destino de todos los seres humanos. Lucharon mientras podían, pero en algún momento entendieron que ése era su destino, ya estaba escrito antes de que naciesen. Sólo dos cosas pueden revelar los grandes secretos de la vida: el sufrimiento y el amor. Ellas ya han pasado por ambos.

Y es eso lo que veo en sus ojos: amor. Jugamos juntos, soñamos con nobles y princesas, hicimos planes para el futuro como hacen todos los niños. La vida se encargó de separarnos. Yo escogí servir a Dios, ellas siguieron un camino diferente.

Tengo diecinueve años. Soy un poco mayor que las chicas que ahora me miran agradecidas porque he levantado la cabeza. Pero en verdad mi alma soporta un peso mucho mayor, el de las contradicciones y las culpas, el de no tener nunca el coraje de decir «no» en nombre de una obediencia absurda, que quiero creer que es verdadera y lógica.

Ellas me miran, y ese segundo dura una eternidad. Una de ellas vuelve a decir mi nombre. Yo murmuro con los labios, de manera que sólo ellas me entiendan:

—Perdón.

—No es necesario —me responde una de ellas—. Sí, hablamos con los espíritus. Ellos nos revelaron lo que iba a suceder, el tiempo del miedo ya ha pasado, ahora sólo queda el tiempo de la esperanza. ¿Somos culpables? Un día el mundo juzgará, y la vergüenza no recaerá sobre nuestras cabezas.

»Volveremos a encontrarnos en el futuro, cuando toda tu vida y tu trabajo estén dedicados a los que hoy son incomprendidos. Tu voz hablará alto, muchos la escucharán.

El carro se aleja, y yo me pongo a correr a su lado, a pesar de los empujones de los guardias.

—El amor vencerá al odio —prosigue otra, hablando tranquilamente, como si aún estuviéramos en los montes y en los bosques de nuestra infancia—. Los que son quemados hoy serán exaltados cuando llegue ese momento. Volverán los magos y los alquimistas, la Diosa será aceptada, las hechiceras celebradas. Todo por la grandeza de Dios. Ésta es la bendición que ponemos ahora sobre tu cabeza, hasta el fin de los tiempos.

Un guardia me da un puñetazo en el vientre, me inclino hacia adelante sin aliento, pero vuelvo a levantar la cabeza. El carro se aleja, ya no voy a poder acercarme más.

Empujo a Hilal hacia un lado. Estamos otra vez en el tren.

—No lo he visto bien —dice ella—. Parecía una gran multitud gritando, y un hombre con capucha estaba allí. Creo que eras tú, no estoy segura.

—No te preocupes.

—¿Tienes la respuesta que necesitabas?

Me gustaría decir: «Sí, por fin entiendo mi destino», pero mi voz está embargada.

—No me vas a dejar aquí sola en esta ciudad, ¿verdad?

Yo la abrazo.

—De ninguna manera.

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